Let’s go all the way tonight
No regrets, just love.
Katy Perry, «Teenage Dream»
—«…Nuestro recuerdo, el recuerdo de nuestro pequeño ejército, de nuestro feliz ejército, de nuestro bando de hermanos; porque el que vierte hoy su sangre conmigo será mi hermano; por muy vil que sea, esta jornada ennoblecerá su condición, y los caballeros que permanecen ahora en el lecho en Inglaterra se considerarán como malditos por no haberse hallado aquí…»
Seguí recitando el soliloquio del rey Enrique V tal y como Shannon me había indicado. Con la fuerza y la convicción con las que el monarca arengaba a su ejército a la batalla. Deteniéndome o alzando la voz donde correspondía para darle más fuerza al texto, para darle vida como se merecía.
Lejos estaba todavía de sentirme cómodo con eso de actuar, más aún recitando textos clásicos tan populares como aquel. Pero el programa le había impuesto esa condición a Shannon y ella había escogido aquel monólogo por ser uno de sus favoritos y lo suficientemente conocido para que el público también lo disfrutara.
Cuando terminé, mi compañera aplaudió complacida, y me dio unos consejos de última hora para bordar la actuación en la gala. Aunque el primer día de ensayos con ella casi acabamos tirándonos de los pelos (yo por la presión de tener a Dalila tan cerca y ella, supuse, por haber salido nominada de nuevo) al final habíamos limado asperezas y habíamos encontrado un consenso para entendernos.
Para mi sorpresa (y envidia), la chica había aprendido mucho más rápido a tocar la guitarra que yo a actuar decentemente. Una tarde me confesó que solo había dado alguna clase cuando era pequeña y que creía haberlo olvidado por completo, pero resultó ser todo lo contrario. Si algo me quedó claro fue que Shannon se había ganado a pulso su estatus de estrella: no existía disciplina artística que se le resistiese. Era puro talento.
Por suerte para todos, Dalila abandonó la casa el viernes, después de intentar ofrecernos una lección magistral sobre interpretación en la que, con un par de comentarios y preguntas, quedó desarmada por Shannon.
«Muy intensa», así fue como definió Dalila su estancia con nosotros cuando la directora vino a buscarla y le preguntó. A continuación, se despidió de todos con la mano y se alejó por el jardín con la cabeza bien alta. Antes de cruzar la puerta de la cancela, se volvió una última vez y asintió, mirándome a los ojos. No supe qué quiso decirme, pero esperaba que fuera su despedida final.
Más tarde ese día, cuando terminamos de practicar la canción de guitarra, Shannon y yo dimos por finalizados los ensayos y aprovechamos para darnos un chapuzón en la piscina.
Chris se encontraba allí, sentado en el bordillo, con las piernas en el agua y la mirada clavada en su reflejo entre los destellos del sol. Aunque no hacía ruido, sus hombros se convulsionaban entre sollozos.
En cuanto advirtió nuestra presencia, se secó las mejillas a toda prisa y esbozó una sonrisa rota. Nos saludó levantando la mano y después se tiró al agua. En los últimos días había sido como si le hubieran absorbido toda la fuerza vital. Se había convertido en el fantasma de lo que era.
La pelea con Owen había tenido consecuencias catastróficas, y lo que yo oí en el baño solo fue el comienzo de lo que, más tarde, terminaría siendo uno de los momentos más tensos de nuestra estancia allí. Así pues, Owen nos obligó a reunirnos en el salón para aclarar lo que había sucedido: ante todos nosotros (y el público que lo estaba viendo desde sus casas) aseguró que él no era gay y que estaba harto de la fijación que tenía Chris por él desde que eran unos adolescentes. Lo peor de todo fue ver el rostro de su compañero transformándose en una mueca de puro dolor. Owen estaba mintiendo, me quedó claro solo con ver las lágrimas en los ojos de Chris. Pero si él no quería admitirlo, ¿quiénes éramos los demás para obligarle?
—Tenía que hacerlo —le oí decir a Owen cuando nos marchamos y pensaban que estaban solos—. Algún día lo comprenderás.
—No, Owen. Yo lo comprendo perfectamente —le espetó Chris con rabia—. Eres tú quien tendrá que valorar hasta qué punto te merece la pena seguir engañándote a ti mismo.
Supe que Three Suns había muerto esa noche, y que Chris tardaría en recuperarse de la paliza que había recibido su corazón.
¿Cómo habían podido precipitarse de ese modo los acontecimientos en una sola semana? Desde fuera supuse que lo único que se vería sería a Kimberly siempre con Owen, y a Zoe, a Shannon y a mí, consolando a Chris. Pero lo que las cámaras no registraban era la tensión con la que se cargaba el ambiente cada vez que nos cruzábamos entre nosotros. Las miradas afiladas, las palabras no dichas, los gestos sutiles que nos habían ido alejando los unos de los otros mientras nos esforzábamos por fingir que, en realidad, no pasaba nada.
Tras nuestro primer beso, Zoe y yo habíamos compartido muchos otros, ya ajenos a las cámaras o a nuestros propios compañeros. El miedo a estar haciendo algo prohibido había dado paso a una temeridad inducida por el deseo. Desgraciadamente, con todo el trabajo que teníamos, no podíamos estar juntos tanto tiempo como nos hubiera gustado.
Sin embargo, estuviera donde estuviese, la música de su violín me ofrecía la compañía que las circunstancias me negaban. A veces dejaba lo que tuviera entre manos solo para cerrar los ojos o mirar al cielo y adivinar qué mensaje ocultaban sus notas. A veces, solo fantaseaba con la idea de que me estuviera llamando…
CHRIS = AMOR LIBRE. ¡ESTAMOS CONTIGO!
DALILA, VUELVE A TU PRESA… ¡Y NO SALGAS MÁS!
¡¡¡SHANNON STAR!!!
Así rezaban algunos de los carteles que llevaba la gente a la entrada del recinto del programa cuando llegamos en la furgoneta de cristales tintados. Mientras el coche abría camino hacia el garaje interior, todos nos apelotonamos en las ventanas para poder leerlos.
El último cartel que leí me dejó sin respiración. Sin poder contenerme, miré de reojo a Zoe para comprobar si ella también lo había leído. Por el rubor que se extendió por sus mejillas y la sonrisa que me dedicó, adiviné que sí.
Horas después, y sin apenas darme cuenta de qué había ocurrido entremedias, me descubrí entrando en el escenario junto al resto de mis compañeros, acompañado de aplausos y ovaciones por parte del público. Para mi incomodidad (y disfrute de Develstar), me colocaron en primera fila, junto a Zoe. Como era de esperar, Helena aprovechó para preguntarnos qué tal nos encontrábamos.
—Supongo que todos mis compañeros estarán de acuerdo en que no ha sido una semana fácil —contesté amagando una sonrisa—. Pero al menos ya ha terminado.
—Bueno, bueno —dijo la presentadora—, todavía quedan muchas sorpresas antes de medianoche.
El comentario me dio muy mala espina, pero no dije nada.
—Todos hemos visto cómo esta semana la llama del amor prendía entre nuestros jóvenes artistas —prosiguió la mujer sin apartar la mirada de la cámara y acercándose a nosotros con una sonrisa traviesa en los labios. El temido momento de las confesiones en público había llegado—. Aarón, Zoe, buenas noches. Respondedme a esta pregunta: ¿alguna vez llegasteis a imaginar que vuestros besos llegarían a retransmitirse en el mundo entero?
Aproveché los aplausos del público para pensar una respuesta adecuada:
—Supongo que cuando surge el momento, todo lo demás deja de importar, ¿no? Tarde o temprano la gente lo habría descubierto. No pensamos que fuera algo que tuviéramos que esconder.
—¡Guapos! —gritó alguien entre el público, y el resto le siguió con más vítores.
—Sin embargo —continuó Helena de cara al público sin apartarse de nuestro lado—, no todo ha sido un camino de rosas estos días. La conocida actriz Dalila Fes pasó unos días en la casa con los chicos para ayudarles con la preparación de la gala. Lo que nadie imaginaba era que entre ella y alguno de los concursantes hubiera una historia sin cicatrizar…
Dicho aquello, las luces se atenuaron y en la pantalla del escenario comenzó a reproducirse un resumen de mis encuentros con ella en los que, a todas luces, quedaba claro que en el pasado fuimos pareja. Mientras tanto, yo agarré la mano de Zoe y acaricié sus dedos para recordarle que no existía razón para que se preocupase.
—Aarón, ¿fue difícil para ti volver a verla?
—En absoluto —contesté con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿No? —insistió la mujer—. Pareció que te causó bastante impresión verla de pronto en la casa…
—Imagino que como a cualquiera que se encuentra con alguien que no espera ver. Aun así, me alegré de poder hablar con ella y aclarar, después de tanto tiempo, lo que pasó entre nosotros… que en el fondo no dejó de ser un enamoramiento adolescente —mentí señalando a la pantalla.
La presentadora pareció darse por vencida y sonrió antes de dar paso a los anuncios.
Durante la pausa publicitaria, de camino a las salas de maquillaje para comprobar que todo seguía en su sitio antes de las actuaciones, me crucé con el hombre que representaba a Kimberly como guía en el programa. En la mano llevaba un papel de envolver negro que me enseñó al pasar.
—Ánimo ahí fuera —me dijo antes de desaparecer por el pasillo.
Repasando mi texto, nervioso como estaba, solo fui capaz de levantar la mano para saludarle antes de seguir caminando.
Por suerte, cuando me encontré sobre el escenario, delante de toda esa gente, el soliloquio de Shakespeare me salió con una fuerza y una naturalidad desconocidas para mí hasta el momento (también ayudó tener de fondo la banda sonora que Patrick Doyle compuso para la película de Kenneth Branagh). Era como cuando cantaba: estaba comprobado que los nervios del directo me hacían sentir invencible durante unos minutos. Cuando terminé de recitar las palabras de Enrique V, la gente me ovacionó de tal modo que por un instante me planteé la posibilidad de dedicarme a ello en el futuro. Por supuesto, la idea me duró en la cabeza hasta que recuperé los niveles normales de adrenalina.
El último en salir al escenario fue Chris, quien había preparado con Zoe un bonito baile entre estilo moderno y ballet. Supuse que aprender a tocar el violín en siete días lo habían dado por imposible.
Tal y como había imaginado, Owen fue el expulsado de esa semana. Con gesto serio abandonó el plató y se reunió con Jack, a quien le dio un fuerte abrazo. Un par de asientos más allá, vi cómo la garganta de Chris se tensaba por un espasmo y él apartaba la mirada. Ni siquiera el maquillaje podía ocultar su dolor.
Inmediatamente después nos pidieron que nos metiéramos en las cabinas de las nominaciones para aguardar el veredicto. Como las otras veces, sentí que las piernas me flaqueaban. La presión de perder estando tan cerca se volvía cada día más pesada. Sin embargo, en el instante en el que debería haber aparecido en la pantalla la decisión del público, lo que salió fue la cara de Leo. Del susto, di un paso hacia atrás, pero recuperé la posición en cuanto mi hermano se puso a hablar.
—Hola Aarón, espero que te esté yendo genial. Aquí fuera todos te apoyamos. Esta semana, el programa ha querido obsequiarte por haber llegado tan lejos con una sorpresa. En este paquete —y mostró lo que parecía ser un libro envuelto en el mismo papel negro que llevaba el guía de Kimberly durante la pausa publicitaria— encontrarás un regalo que reconocerás enseguida y que sé que echabas de menos ahí dentro. Espero que te dé fuerza para el sprint final. Solo me queda decirte que hagas con ello lo que siempre haces y que sé que vas a ganar. Un abrazo, hermano.
Cuando el vídeo terminó, se abrió una ventanita debajo de la pantalla y por ella entró el paquete negro. Con un nudo en la garganta al recordar lo muchísimo que le echaba de menos, desenvolví el libro ilusionado por ver qué me había traído. Varias posibilidades se me pasaron por la mente, pero cuando terminé de deshacer el papel, no supe cómo reaccionar.
—¿El catalejo lacado? —mascullé. Sí, había leído el libro hacía años, y me había gustado, pero no tanto como para considerarlo un imprescindible que llevar a la casa. ¿En qué estaba pensando Leo?
Intentando que no se notara lo alicaído que me sentía al comprender lo poco que me conocía mi propio hermano, recompuse una sonrisa y, cuando apareció el aviso en la pantalla, abandoné el cubículo.
El resto de mis compañeros se agarraban a peluches, collares y demás objetos significativos con los ojos llorosos. Incluso Zoe abrazaba una caja de DVD como si le fuera la vida en ello. El hilo musical que habían puesto para el momento estaba escogido con la intención de volver aún más emotivo un momento que, desde mi punto de vista, no tenía ningún sentido.
Cuando apartaron los paneles de nominación, me volví hacia donde estaban los guías e interrogué a Leo con la mirada. Él, sin dejar de aplaudir, asintió con la cabeza vehementemente. No sabía de qué iba todo aquello, pero esperaba que no fuera alguna de sus bromas sin gracia.
De vuelta en nuestros asientos, Helena Weils comentó que, como habíamos imaginado, esa semana por alguna razón no habría nominados…
—¡Pero sí favoritos! —exclamó con fuerza—. Y el destino ha querido que esta noche sea aún más especial ofreciéndonos un empate absoluto. Sí, queridos espectadores: dos concursantes han recibido el mismo número de votos para ser favoritos. ¡Menuda casualidad! Ellos son… ¡¡¡Aarón y Zoe!!!
Cuando los focos nos iluminaron, mi amiga se volvió hacia mí con los ojos como platos.
—¿Los dos…? —musitó al tiempo que la presentadora se acercaba a nosotros.
—Sí, ¡los dos! —le aseguró la mujer, obligándonos a ponernos en pie para saludar al público—. ¿Y sabéis lo que eso significa? ¡Que esta noche compartiréis la habitación sin cámaras!
—Pero si solo hay una cama… —dije yo recordando la noche que pasé allí hacía unas semanas.
Mi comentario quedó ahogado por los gritos y los aplausos de la gente, que vitoreó la idea de Helena como si le fuera la vida en ello. La presentadora se levantó y Zoe y yo nos miramos sin saber qué decir. Entonces ella sonrió, primero tímidamente, después con más energía. Al otro lado del escenario, Leo jaleaba a la masa tan emocionado como si le hubieran dado un papel en alguna serie de la HBO.
Supuse que no nos quedaba más remedio que aceptar aquel inesperado giro de los acontecimientos, no sin preguntarme una y mil veces qué podía estar tramando el programa en realidad.
Cuando todo el mundo pareció calmarse, cuando pensamos que ya no podía haber más contratiempos ni sobresaltos, entonces Helena Weils anunció que la del fin de semana siguiente sería…
—¡¡La última gala del programa!!
El corazón se me paró en seco unos segundos. ¿Cómo que la última gala? Todos nos miramos entre nosotros sin comprender nada.
—Así es, amigos. Esta está siendo una noche llena de sorpresas, ¿no te lo había dicho, Aarón? —comentó volviéndose hacia mí. Yo seguía paralizado—. Dada la intensidad y el ritmo del programa, se ha decidido que la semana que comienza sea la última, y para ello hemos preparado algo muy especial: en la próxima gala, nuestros artistas deberán preparar un número musical integrando todas las habilidades aprendidas en la casa-escuela. —Tras guardar silencio para los aplausos del público, Helena añadió hacia nosotros—: Os preguntaréis cómo se seleccionará al ganador cuando aún quedáis cinco dentro de la casa, ¿verdad? Bien… pues aunque todavía no puedo responderos a esa pregunta, sí os diré que será en directo ¡y durante la mismísima gala!
El público aplaudió como las otras veces, pero entre la gente pude reconocer los mismos gestos de desconcierto que en nosotros. ¿A qué venía aquel cambio de planes tan repentino? Solo llevábamos cuatro semanas allí. ¿Qué sucedía con las restantes?
Desvié la vista hacia Leo. Con un vistazo rápido me dio a entender que nada de aquello le pillaba por sorpresa. ¿Cuándo se habría enterado? ¿Cómo? La ansiedad de hablar con él creció exponencialmente.
Después de aquella bomba informativa, Helena despidió a todo el mundo, entró la sintonía de cierre y, con los gritos del público, se cortó la emisión. Yo permanecí un momento sin reaccionar en mi sitio.
Una semana. Eso era todo lo que quedaba. Siete días y habría terminado todo. Siete días y, con un poco de suerte, sería completamente libre para regresar a casa.
—Aarón, ¿estás bien?
Era Chris, que llevaba en la mano un micrófono inalámbrico de juguete, recuerdo de su infancia, presumí. Me limité a asentir antes de seguirle fuera del plató.
De vuelta en la casa, Viviana nos esperaba como cada noche en la puerta aplaudiendo y sonriendo como si todos fuéramos ganadores.
—¿Listos para aprovechar al máximo la última semana de programa? —preguntó.
Todos contestamos un sí general y ella aplaudió encantada.
—Fantástico. Ahora, Aarón, Zoe, si no os importa, tenéis que acompañarme.
Los dos nos despedimos del resto y seguimos a la directora hasta la puerta que había más allá del comedor.
Yo ya había pasado allí una noche, pero Zoe se quedó plantada a la entrada con la boca abierta cuando contempló el interior.
Aquella habitación era casi tan grande como las del piso superior, pero con una sola cama, alta y con dosel. Aparte, también había una mesa dispuesta para cenar, un tocador junto a la pared, un dispositivo de música, un televisor y un reproductor de Blu-ray y DVD. En un cuarto aparte, se encontraba el baño.
—Nos hemos tomado la molestia de poner vuestra ropa en el armario —dijo la directora con una amplia sonrisa—. ¿Echáis en falta algo?
Yo miré a todas las esquinas en busca de cámaras, pero como nos habían prometido, parecía que no había ninguna.
—Muchas gracias —dijo Zoe acercándose a la mesa para levantar la tapa de la bandeja. En su interior había un surtido de sándwiches y frutas, y en un carrito, al lado, se encontraban las bebidas.
Viviana nos pidió que le entregáramos los micrófonos que llevábamos pegados a la ropa y nos deseó buenas noches. Después cerró la puerta y nos dejó solos.
—Es la segunda noche que paso aquí y sigue sin darme buena espina —comenté un poco incómodo. Me acerqué hasta el borde de la cama y me senté—. Me cuesta creer que no nos estén monitorizando de ninguna manera…
—A mí también —reconoció ella acercándose a la mesa—. Pero me muero de hambre. ¿Cenamos?
Tomamos asiento frente a la mesa y comenzamos a picotear de todos los platos. Al principio en silencio, más tarde charlando y sin dejar de reír.
—¿En serio querrías la invisibilidad si te dieran a elegir un superpoder? —me preguntó Zoe un rato después.
—Por supuesto. Pero que fuera algo reversible, nada de para siempre… ¿Tú?
—Volar —contestó sin rastro de duda—. Sin condiciones. Volar siempre que quisiera, tan alto como me apeteciera. Todo sea por no tener que aguantar más veces la humillación de los aeropuertos —añadió, y nos echamos a reír.
Cuando acabamos con un tercio del banquete, lo dejamos por imposible. Zoe se levantó y comenzó a revisar todas las esquinas y agujeros en los que podrían haber ocultado algún dispositivo.
—Nada de cámaras, pero mira lo que nos han dejado —comentó enseñándome una caja de preservativos.
—Qué considerados —bromeé con una risa que más bien sonó a carraspeo nervioso.
Ella los dejó sobre la mesilla donde los había encontrado y prosiguió con su investigación hasta terminar cruzando el suelo por debajo de la cama. Cuando apareció por el otro lado para anunciar que todo era correcto, casi me ahogué en una carcajada.
A continuación, se descalzó y tiró los zapatos junto a la puerta. Rebuscó en el armario hasta dar con su camisón y comenzó a desvestirse.
Azorado, me volví y serví un par de copas de zumo. Un momento después, Zoe se acercó con los pies descalzos y vistiendo un camisón blanco de tirantes hasta los muslos. Me dio las gracias por la copa y brindamos. Después del primer trago preguntó si pensaba seguir con el traje de la gala toda la noche.
—No, claro —contesté yo. Fui hasta el armario y eché un vistazo a la ropa que me habían traído… y después le eché otro… y con el tercero me convencí de que se les había olvidado meter mi pijama—. Fantástico…
—¿Qué pasa? —preguntó Zoe.
—Que no tengo pijama… Voy a avisarles.
—Espera. —Zoe me agarró del brazo—. Ya has oído: como salgamos no podremos volver a entrar. Puedes dormir en bóxers, ¿no? Hace bastante calor… Y no sería la primera vez.
—Supongo —dije en voz baja esbozando una sonrisa.
A continuación, fui a desabrocharme la camisa, pero con una mano ocupada con la copa, era complicado.
—Déjame a mí. —Por un momento pensé que lo que quería era agarrar el zumo, pero en lugar de eso me dio a mí su copa y comenzó a desabotonarme despacio la camisa.
Sus dedos acariciaban mi piel brevemente con cada botón liberado, roces sutiles y apenas perceptibles que yo notaba como descargas de energía en dirección a mi pelvis. Cuando la hubo abierto por completo, pasó el dedo por mi pecho desde el final del cuello hasta el ombligo. Con las dos manos ocupadas, no podía hacer nada más que mirarla e intentar controlar la respiración.
La segunda vez que volvió a acariciarme, sus manos no se detuvieron en mis abdominales y siguieron bajando hasta el pantalón. Con un suave tirón desenganchó la hebilla del cinturón antes de proceder a desabotonarme los cuatro botones del vaquero. Cuando terminó, dio un paso atrás y recuperó las copas.
—Listo —dijo Zoe mientras las dejaba en la mesa. El modo en que la tela del camisón acariciaba la piel de su espalda me estaba volviendo loco.
Concentrado en tomar aire y controlar las pulsaciones de mi pecho, tardé unos instantes en reaccionar y terminar de desvestirme.
Sin añadir nada, rodeamos la cama, apartamos la colcha y nos metimos dentro. A pesar de la indescriptible comodidad del colchón y las almohadas, me sentía tan rígido como una tabla. Zoe se volvió entonces para mirarme.
—Eh, no vamos a hacer nada —dijo—. Yo tampoco me fío. —Y alzó la mirada hacia el techo.
Me volví hacia ella y coloqué la cabeza sobre mi mano.
—¿Ni siquiera darnos un beso? —pregunté incapaz de ignorar que la cercanía entre nuestros cuerpos me estaba calmando más de lo esperado.
Ella se encogió de hombros por respuesta y yo me acerqué hasta que nuestros labios se encontraron. Fue un beso corto, el primero, pero antes de que llegásemos a abrir los ojos, la volví a besar, esta vez de una manera más pausada, pero con la misma suavidad.
—Eso han sido dos besos, Aarón —comentó divertida.
Yo me acerqué y pasé mi brazo por su cintura. En cuanto mis manos acariciaron su espalda, el suave temblor de mis manos se interrumpió.
—En realidad… —dije, y le di otro beso en los labios y en la mejilla—, me gustaría darte otros dos, si no te importa.
Ella se limitó a decir que no con la cabeza, sin apartar sus enormes ojos verdes de mi mirada. La agarré de la cabeza con ambas manos y la atraje hacia mí. Mientras nuestros labios se devoraban, mis dedos recorrieron su cuello y la parte de detrás de las orejas, enredándose en su cabello en una espiral de caricias. Sin abrir los ojos, fuimos acercándonos hasta que no existió espacio entre nosotros.
Zoe apartó sus labios de los míos y comenzó a acariciarme el cuello, a morderme la oreja y a besarme el pecho. Ciego de avidez, tiré de su camisón hasta sacárselo por encima de la cabeza. Su piel se descubrió ante mí como un deseo concedido. No daba abasto con mis manos para cubrir su suave espalda, sus piernas, sus brazos. El tacto de su piel era perfecto; una tentación para mí. Me perdí en la imagen de su rostro transformado por un gesto de placer y una sonrisa inacabada. Con su ayuda, entre risas a media voz, le conseguí quitar el sujetador, que tiré al suelo.
Entonces supe que ya no habría vuelta atrás. Tampoco la buscaba. Estaba loco por hacer el amor con ella, allí, en ese momento, en aquella cama. Volví a agarrarla y la coloqué sobre mí. Los besos, el roce de nuestras manos, los gemidos apagados se fundieron entre sí y se alargaron hasta que perdí toda noción del tiempo.
Llegado el momento, me puse uno de los preservativos con más vergüenza que otra cosa y Zoe me pidió que fuera despacio; que, como para mí, era su primera vez.
Así lo hice.
Con todo el cuidado del mundo, primero con una rigidez inesperada, después con algo más de naturalidad, comencé a moverme mientras se deshacían en mil pedazos las diferentes versiones que mi mente había recreado de cómo sería aquel momento.
No importaba las veces que hubiera fantaseado con acostarme con una chica, lo que me hubieran explicado, lo que hubiera visto o leído, la realidad era tan diferente, tan única, tan instintiva que pronto dejé mis pensamientos varados en la orilla de la razón y me entregué a las sensaciones y a la perfecta música de nuestros cuerpos.
Cuando llegué al éxtasis, mi cabeza se llenó de un millón de melodías inconexas y complementarias, tan abrumadoras e inalcanzables que ni en un millón de partituras durante un millón de vidas podría haberlas recogido…