Starships were meant to fly
Hands up, and touch the sky.
Nicki Minaj, «Starships»
Si alguien me hubiera dicho días atrás que un beso con un chico iba a unirme tanto a él, le habría mandado a la mierda.
No, el beso no había despertado en mí el más mínimo sentimiento de atracción hacia Ícaro. Pero gracias a él y a cómo había logrado sobreponerme a la sorpresa, habíamos terminado pasando una de las noches más gloriosas de todos los tiempos.
Entre cervezas, bromas, confesiones y alguna que otra canción compartida en un escenario de karaoke neblinoso en mis recuerdos, habíamos conectado a un nivel muy distinto al que compartía con otras personas, incluso con Aarón.
La historia de Ícaro era de telefilme de domingo por la tarde. Su madre era una reconocida bailarina polaca. Su padre, un magnate de los negocios «de esos que compran y venden empresas como quien cambia cromos», según mi nuevo amigo. Ambos se conocieron durante la gira que la compañía de ella hizo por Estados Unidos.
El señor Bright, padre, asistió a la última representación que se hizo de El cascanueces en el David H. Koch Theater de Nueva York y, antes de que terminara la función, había bajado a los camerinos y esperaba con un ramo de flores a su futura esposa para pedirle salir a cenar. Pocos meses después, ella tenía papeles americanos y un anillo a juego con el de su esposo. Años más tarde nació Ícaro.
—Lo de la familia feliz nos duró cuatro o cinco años. Para cuando entré en el colegio, recuerdo que prefería pasar más tiempo allí que en casa. No había cena que no acabara en bronca ni mañana que no me despertara con sus gritos. Al final, después de dos años de peleas, tomaron la sabia decisión de divorciarse.
Desde entonces, Ícaro había vivido con su padre. O, para ser más sinceros, con las cuatro nanas que había tenido hasta los quince años. A partir de entonces, el mundo dejó de tener límites para él y se convirtió en uno de los adolescentes más ricos del planeta gracias a la fortuna de su padre.
—Fui al colegio más caro de la ciudad antes de que mi padre me matriculara en la Universidad de Nueva York, donde aguanté los dos primeros cursos. Cuando iba a matricularme en el tercero, me denegaron el ingreso: ni iba a clase tanto como debía, ni aprobaba todas las asignaturas que se esperaba de mí. Así que, a los veintiuno, me descubrí con una cuenta bancaria sin límite, un padre al que le daba lo mismo dónde me cayera muerto y un Bugatti para rodar el mundo entero con él. Como se esperaba de mí, me pasé los tres años siguientes de un país a otro disfrutando de una libertad sin límites.
Por eso me caía tan bien. Me veía tan reflejado en él que comencé a pensar que se trataba de mi alma gemela (implicaciones homosexuales aparte).
Mis padres estaban divorciados, como los suyos; el señor Serafin pasaba de la familia una barbaridad y no andaba mal de pasta (aunque no tanto como el padre de Ícaro); yo tampoco tenía carrera y me había pasado los dos últimos años de mi vida viajando solo. ¿Qué más quería?
Bueno, lo que quería, evidentemente, era su solvencia económica. Sí, yo había hecho todo como él, salvo poder gastarme el dinero a puñados o comprar un Bugatti. Muy por el contrario, había trabajado de camarero y en los escenarios más cutres de Nueva York y Londres por cuatro perras y me había movido la mayoría de las veces en transporte público.
Otra gran diferencia entre ambos era el lugar donde cada uno vivía. Yo en Madrid tenía un piso, sí, y era espacioso y a veces me descubría echándolo de menos, pero es que Ícaro vivía en un dúplex con azotea y piscina en la mejor zona de Brooklyn.
Como cabía esperar de alguien con su generosidad, en cuanto salió el tema, me ordenó que, cuando terminara el concurso, me fuera una temporada a vivir con él.
—Habitación tienes, y estoy casi seguro de que será más grande que la del Princeton High. Y por lo del beso, ni te preocupes —añadió divertido sin que yo sacara el tema—. No se trata de una trampa, te lo aseguro. Tú por un lado y yo por el mío. A no ser que cambies de opinión…
Me reí y le dije que me temía que, por el momento, las cosas seguirían igual en ese aspecto.
A raíz del comentario, me atreví a preguntarle si su padre sabía que era homosexual. De haber sido el mío, estoy seguro de que, como poco, me habría echado la bronca (como siempre).
—En primer lugar, mi padre pasa de mí —contestó él—. Sería bastante extraño que me preguntase de pronto por mi inclinación sexual. Y yo tampoco seré quien aparezca un día en su despacho para pedirle dinero y, de paso, le comente que de vez en cuando me acuesto con tíos. De todos modos, da lo mismo. Además, no soy gay, soy bisexual. Supongo que formará parte de mi personalidad de quererlo todo y no poder prescindir de nada.
Después de aquel arranque de sinceridad, por supuesto, yo también me lancé a desahogarme y le terminé contando la historia con Sophie, la verdad sobre Play Serafin y cómo había terminado quedándose Aarón en Nueva York para salvarme de la trena. Cuando me preguntó por qué había vuelto, le expliqué el trato que el señor Gladstone había hecho con mi hermano.
—Por eso es tan importante que le ayude a ganar el dichoso reality —concluí—. No hay día que no me culpe por su situación. Lo único que me haría sentirme un poco mejor sería verle ganar. Se lo debo.
Ícaro apoyó mi postura completamente y me aseguró que iba a echarnos una mano en todo lo que pudiera.
—¿Has estado alguna vez en el panel de control de la casa? ¿Os lo han enseñado?
Dije que no, y él esbozó una sonrisa traviesa que no supe si era efecto del alcohol o de una brillante idea. Enseguida desaparecieron mis dudas.
—Te voy a llevar yo. Dicen que para vencer al enemigo hay que conocerlo bien, ¿no? Pues vamos a entrar en la barriga del monstruo.
Daba igual si me apetecía o no. Cuando Ícaro se hacía a la idea de algo era difícil quitárselo de la cabeza.
—Pero se supone que tú no puedes intervenir en el programa… ¿No estarás cometiendo una ilegalidad ayudándome?
—¿Ayudándote? —Su gesto era de completo asombro—. Eh, yo solo he dicho que voy a darte una vuelta por dentro. Lo que hagas después con esa información es cosa tuya, a mí no me metas… —Y me guiñó un ojo, orgulloso.
Los siguientes días salimos también hasta las tantas. El joven magnate tenía acceso a todos los locales de la ciudad, por muy infranqueables y exclusivos que pudieran parecer. No necesitaba hacer cola ni estar en lista. Bastaba con que decidiera entrar en alguno para que le dejaran pasar (y a mí con él). Todo el mundo parecía conocerle, y en todas partes tenía amigos esperándole que se emocionaban al verle aparecer. Y, para colmo, no había noche que no ligase. Tíos y tías caían rendidos ante sus encantos y, en más de una ocasión, en su apartamento.
De mayor quería ser como él.
Esos días llegaba al hotel a tiempo de ver despuntar el sol en el horizonte de cristal y cemento. La conciencia me duraba el tiempo necesario para quitarme la ropa, correr las cortinas y tirarme en la cama sin tan siquiera meterme dentro de las sábanas. Cuatro horas escasas más tarde, el despertador se encargaba de taladrarme el cerebro y recordarme que me esperaban para defender el honor de mi hermano fuera de la casa. En esos momentos solo tenía ganas de morirme.
Después de haber visitado seis locales durante la noche del viernes y de haberme vuelto en taxi al ver las atenciones que Ícaro le dedicaba a su nueva amiga, pensé quedarme en la cama hasta bien entrada la tarde. Y lo habría hecho de no ser porque mi representante decidió hacerme una visita sorpresa. Podría haber intentado ignorarla, pero cuando Cora llama a una puerta, lo hace para que la abran.
—¡Leo Serafin, sé que estás ahí! —me llegó su voz, entre imágenes inconexas de un dinosaurio, Sophie y un Bugatti volador.
En la siguiente tanda de golpes abrí los ojos y me incorporé con un punzante dolor de cabeza. Al más puro estilo zombi llegué hasta la puerta y la abrí entre gruñidos para después regresar a la cama como un vampiro repelido por la luz.
—Jesús, esto huele peor que una pocilga… —se quejó Cora. Después marchó (porque Cora nunca andaba: marchaba a paso militar) hasta la ventana y descorrió las cortinas.
Más que gruñir, rugí cuando el sol me golpeó en la cara. A ella le dio igual; se puso a recoger la ropa y a ordenarla sobre los sillones.
—Por razones como esta nunca he querido tener hijos —masculló—. Lo que me recuerda…, ¿cuánto hace que no hablas con tu madre? No seas cuervo y llámala hoy. No es una recomendación, ¿me has oído? —añadió subiendo el volumen de voz.
—¡Te he oído, te he oído! Por favor, ahora háblame a la mente… —gimoteé todavía con los ojos cerrados.
—¿Ayer volviste a salir? —Se sentó en el borde de la cama y preguntó—: ¿Con el señor Bright? ¿Adónde fuisteis?
Oír que se refiriera a Ícaro como el señor Bright me hizo gracia. Más cuando me había contado lo muchísimo que detestaba que la gente lo hiciera.
Con las menos palabras posibles y sin hacer más esfuerzo del estrictamente necesario, traté de resumirle a mi representante lo que recordaba de las últimas horas. Cuando terminé de hablar, ella no parecía tan ilusionada como yo esperaba.
—¿Y si forma parte del juego de Develstar? —preguntó.
Resoplé ofendido.
—Ícaro pasa de todo esto —le aseguré—. Nos hemos caído bien, eso es todo. Además, me ha dicho que me va a enseñar los estudios de producción del reality. Dime si no es una pasada.
—Te digo que tengas cuidado: el concurso está a escasas cuatro semanas de terminar. Más te vale no meter la pata porque no habrá tiempo de corregirlo.
Después de su sabia lección, y de ver que ese día era incapaz de responder más que con monosílabos, optó por dejarme a mi suerte y se despidió hasta el domingo.
—Y haz el favor de no salir esta noche, que ya sabes lo que duran las galas y no quiero verte arrastrado por el plató. Ah, solo por si no te acuerdas, es posible que Aarón salga expulsado hoy.
Dicho lo cual, dio un portazo dejándome allí, con el puñal del último comentario clavado en mi orgullo, supurando vergüenza. Cora estaba en lo cierto: aquella semana apenas había hecho caso de lo que ocurría en la casa, distraído como estaba con la libertad que me había ofrecido Ícaro. Sí, había ido a los platós y habíamos comentado los puntos más importantes de lo ocurrido cada día: la charla con Shannon, sus clases con el pirado de Simon Cox o el ataque de histeria que le había entrado cuando se dio cuenta de que había perdido el cuaderno, pero eso había sido todo.
No había seguido investigando por mi cuenta. De hecho, no había vuelto ni a entrar en el foro para ver qué se cocía por allí.
Angustiado, me levanté de la cama y avancé varios pasos hasta la mesa del salón. Pero antes de llegar, me entraron tales arcadas que solo pude salir corriendo al baño y pasarme allí los siguientes diez minutos evacuando todo el alcohol que mi cuerpo se había negado a digerir. Y fue mucho.
Una vez que me hube recuperado, regresé al salón y entré en el foro para echar un vistazo rápido a todos los posts que se habían abierto en los últimos días. Me sorprendió descubrir que la mayoría trataban el tema del cuaderno como si fuera algo de suma importancia, y cada usuario parecía tener sus propias deducciones, tanto sobre qué había en sus misteriosas páginas como de qué había ocurrido en realidad. ¿Lo había perdido Aarón durante la noche que bajó al salón? ¿Se lo había robado alguien? ¿Con qué motivo?
Había quienes estaban convencidos de que mi hermano estaba sometido a demasiada presión y que en realidad todo había sido su culpa. Otros pensaban que alguien se lo debía de haber robado cuando él no estaba en la habitación, pero de ser así, les respondían los primeros, ¿por qué no se había visto? A lo que, los segundos, replicaban que no era tan difícil engañar al programa: bastaba con pedir que quitaran las cámaras para cambiarse y aprovechar el momento.
Yo no le había dado apenas importancia al asunto, pero estaba claro que allí había gato encerrado. Mi hermano nunca habría dejado desatendido su cuaderno de partituras. Se trataba de sus pensamientos más íntimos. Quién le iba a decir que, años después, el dichoso cuaderno estaría en boca de todo el mundo. Lo que era el karma…
Fue tener aquel último pensamiento y venirme abajo. No había vuelto a saber nada de Sophie desde nuestra pelea por teléfono. Me moría por llamarla y hablar con ella e intentar solucionarlo, pero al mismo tiempo mi orgullo me lo impedía. ¿Por qué no podía hacerlo ella? ¿A qué esperaba para coger el teléfono y ver si me encontraba bien? Estaba harto de ser yo quien se preocupara por la relación, por ella… cada vez encontraba menos motivos para hacerlo.
Un aviso en Skype me devolvió a la habitación del hotel. Era «Winky».
Qué sorpresa verte por el foro, creía que habías desaparecido.
Siento decepcionarte —tecleé—. Ya he visto que están los ánimos bastante caldeados con lo del cuaderno.
Eso parece, jeje… La frase está por todas partes. ¿Has visto el remix?
El link que me pasó a continuación me dirigió a YouTube, donde comenzó a reproducirse un videomontaje con los gritos de mi hermano por el cuaderno sobre una base de tecno que se repetía en bucle durante casi cuatro minutos. Terminaba con él pidiéndole disculpas a Jack con rever. Para mi desconcierto, el vídeo llevaba más de cuatro mil visitas y sólo hacía un día que se había colgado.
Y ya te digo que está por todas partes —añadió «Winky»—. No hay programa que no saque a Aarón en algún momento gritando como un energúmeno para hacer la gracia.
El sopor se me fue de golpe con aquello. ¿Cómo no lo había visto hasta ese momento?
¿Cómo de chungo lo ves? —pregunté sin saber qué hacer.
Pues no tanto como parece: después del revuelo que ha montado quizá la gente prefiera echar a otro antes que a Aarón, solo por ver si vuelve a entrar en estado de pánico.
Me molestaba que bromeara de una manera tan frívola sobre mi hermano, pero supuse que tenía razón. Puestos a eliminar a alguien, mejor a alguien que no aportase contenido.
De todos modos, Cora volvía a estar en lo cierto con otra cosa: solo quedaban tres semanas de concurso, y si mi hermano se salvaba el domingo quizá tuviéramos más de una oportunidad de que ganara. Necesitábamos un plan, y quería contar con los fans. Pero no pensaba desvelar mi identidad sin saber quién había al otro lado.
¿Por algún casual eres de Nueva York? Me gustaría quedar contigo.
No soy de Nueva York…
Lo imaginaba. Habría sido mucha casualidad…
Pero estoy en la ciudad ahora mismo.
¿Te apetece que nos veamos? Creo que juntos podemos ayudar a Aarón a ganar.
Tecleé el mensaje antes de poder pensármelo mejor. ¿Qué iba a hacer si aparecía una niña de catorce años de la mano de su padre? ¿O si se volvía loca cuando me viera allí? ¿O si luego se chivaba a la prensa?
Aunque, bien pensado, no estaba haciendo nada prohibido por el programa, ¿no?
Hecho —contestó «Winky»—. ¿Conoces el Tea Lounge, En Brooklyn? ¿Nos vemos allí mañana a mediodía?
Muy bien.
Espero que no seas un violador.
Espero que no seas una loca.
Lo soy. Un poco como todo el mundo.
Y dicho esto, se desconectó.
—¿Listo para dejar de creer en la magia? —preguntó Ícaro exhibiendo su habitual sonrisa de soslayo.
Cuando respondí que sí, metió la mano en el bolsillo, sacó una tarjeta y la pasó por el identificador de la puerta. Al momento se iluminó una luz verde y se abrió.
—Mi particular papel psíquico nunca falla. Bienvenido a los engranajes de T-Stars.
Yo pensaba que control estaría adjunto a la propia casa donde estaban los concursantes, pero estaba muy equivocado. La sala de mandos, como la llamaba Ícaro, la habían instalado en el mismo edificio de la cadena de televisión, y ocupaba dos plantas enteras. No quería ni imaginar el pastón que se debían de estar gastando los de Develstar solo para alquilar el lugar.
Aunque se suponía que era legal que yo estuviera allí, Ícaro tomó todas las precauciones posibles para que no nos viera nadie. Anduvimos por los pasillos deprisa hasta colarnos en la sala de realización. Allí, un tipo gordo, calvo y con pinta de irle el heavy metal se levantó de su silla para estrechar con efusividad la mano de Ícaro.
—Te presento a Leo.
—Mucho gusto, Leo. Yo soy JC —dijo el hombre con una voz grave y una sonrisa franca—. ¿Te apetece ver en qué anda metido tu hermano ahora mismo?
—Si es apto para todos los públicos… —bromeé.
A continuación, JC se sentó en su sillón y comenzó a tocar botones. Había otros tres sillones colocados al lado, delante de la enorme mesa de mandos. A unos metros, y pegadas a la pared, una veintena de pantallas monitorizaban todas las habitaciones de la casa.
—Aquí le tenéis —anunció el hombre, y señaló la que había más a la derecha. A continuación, movió un joystick y acercó la imagen.
Aarón se encontraba charlando animadamente en el jardín con Chris y Zoe.
—¿Se les puede oír?
—Claro. —JC apretó otro par de botones y descubrimos que no estaban hablando, sino cantando.
—Madre mía, qué ñoñez —comenté divertido—. Parecen la familia Von Trapp.
Ícaro y JC se echaron a reír.
—Esta me la apunto.
La imagen resultaba tan idílica que me costaba creer que, al día siguiente, quizá Aarón ya no estuviera allí.
Ícaro aprovechó entonces para explicarme cómo funcionaba todo allí dentro. Había tres grupos principales trabajando en el reality: el equipo de realización, donde trabajaba JC, y que preparaban los clips que después se emitían; los redactores, que catalogaban todos los vídeos según lo que ocurría en cada momento para después hacer los montajes con cierta cohesión, y los de sonido.
—Pero a esos les ignoramos bastante, que se quejan mucho y hacen poco —intervino JC entre risas.
—Las cámaras lo graban todo —explicó cuando le pregunté al respecto—, pero no todo se guarda. Hay muchos minutos de metraje que se eliminan por considerarse irrelevantes: las horas de sueño, por ejemplo.
—¿Y si luego se quieren recuperar?
—Pues no se puede. Por eso tenemos cuidado de qué eliminamos y qué no.
A continuación, nos enseñó cómo clasificaban los vídeos por etiquetas tan específicas como «Shannon barre la cocina», «Aarón y Zoe se dan un baño en la piscina», «Kimberly pone paz entre Jack vs Chris x3». También nos contó que, además de las cámaras fijas de cada estancia y el jardín, todas las plantas menos la de las habitaciones contaban con pasillos «secretos» entre los cuartos por donde se paseaban operarios con cámaras al hombro para tomar planos que las del techo no pudieran recoger.
—Realmente lo veis todo —comenté impresionado.
Ya en la calle, Ícaro me preguntó si quería quedar al día siguiente a tomar el brunch con él. Cuando le expliqué que ya había hecho planes, pero que por el momento no le podía decir con quién, se hizo el ofendido.
—Te prometo que después de la gala te lo cuento todo.
—Más te vale. Si vamos a ser colegas, quiero saber en todo momento adónde vas, qué haces y con quién quedas. Es broma —añadió al ver mi cara de susto tras lo cual palmeó la espalda—. Nos vemos en la gala. ¡Descansa!
Por supuesto, no lo hice. Me pasé la noche dando vueltas y despertándome cada pocas horas; o bien me había acostumbrado al ritmo frenético de mi nuevo amigo, o bien estaba nervioso. Me inclinaba más bien por lo segundo.
Una hora después de que sonara el despertador, salía del hotel a toda prisa. Me acerqué a la carretera y llamé a un taxi. Como siempre, había calculado mal el tiempo y, si cogía el metro, llegaría tarde. Me preocupaba que «Winky» solo me esperase unos segundos antes de creerse víctima de una broma y se marchase. Al menos yo lo haría. Me había jurado que si a los cinco minutos no la encontraba, daría media vuelta y me marcharía por donde había venido.
Entonces caí en la cuenta de que no habíamos quedado de ninguna manera para reconocernos entre nosotros. ¿Cómo sabría quién era «Winky»? Al menos ella, si me veía de pronto ahí, sabría que se trataba de mí, pero yo…
Me golpeé la cabeza contra la ventanilla del taxi con enfado y cerré los ojos. Un sudor frío me recorrió la espalda. ¿Y si no era una buena idea? ¿Y si era algún tipo de trampa? Todavía podía darme la vuelta y no ir, alegar que me había surgido un imprevisto, que me había puesto malo…
—Es aquí —anunció el taxista.
—Mierda… —musité yo. Miré el contador del dinero, después la acera, después al contador, indeciso, y una vez más a la cafetería en la que nos habíamos citado.
—¿Pagas o qué?
La voz del hombre de nacionalidad india terminó de decidirme. Saqué la cartera y le di el dinero que marcaba. Me puse las gafas antes de bajar del coche y me acerqué a paso lento a la cafetería. Sentía las manos húmedas. Tomé una bocanada de aire y entré en el local.
A pesar de la oscuridad provocada por las gafas y de la escasa iluminación del sitio, decidí no quitármelas. Con ellas me sentía invisible.
El Tea Lounge era una sala bastante amplia con sillas y sillones desperdigados alrededor de diferentes mesas. La barra se encontraba junto a la puerta, y además de bebidas, ofrecían múltiples sándwiches y bizcochos y pasteles.
Ansioso, busqué con la mirada una chica que pudiera encajar de algún modo con la imagen mental que me había hecho de «Winky». Anduve cauteloso hacia el fondo de la sala cuando, de pronto, mis ojos se quedaron clavados en la esquina más lejana de la cafetería. La boca se me secó de golpe y el corazón dejó de latirme. Allí, sentada con las piernas cruzadas y el pelo recogido en una coleta larga me esperaba una chica que solo podía ser «Winky». Pero esa «Winky» no se parecía en nada a la que había imaginado. De hecho, era la última persona que esperaba encontrarme allí.
Y, sin embargo, ella no parecía en absoluto sorprendida de verme. De hecho, cuando me hizo un gesto con la mano para que me acercara, sonrió como si ya supiera que me iba a encontrar.
—Me alegro de verte, Leo —dijo—. ¿O debería llamarte «8Ball»?
Aunque me resultara imposible de creer, «Winky» no era una cría de catorce años sin nada mejor que hacer que apoyar a mi hermano desde la red.
«Winky» era Emma.