Leo1

Do you think I’m special?

Do you think I’m nice?

Am I bright enough to shine in your spaces?

One Republic, «All The Right Moves»

—¿Soph?

—Hola, Leo, ¿qué tal estás?

Oír su voz me desarmó unos instantes. Después de más de siete días sin que me cogiera el teléfono, esperaba que tampoco lo haría esa vez.

—Bien. ¿Y tú?

—Bastante cansada. Me he pasado toda la noche en vela para terminar una historia. ¿Por qué me llamas tan temprano? ¿Ocurre algo?

¿Que si ocurría algo? ¿No le parecía suficiente motivo no haber hablado conmigo en todos esos días? Traté de calmarme y dije:

—He preferido llamarte ahora porque como siempre estás ocupada…

—A ver, Leo, siempre estoy ocupada, sí. Pero tú también —me replicó con tono ofendido—. ¿Cómo le va a tu hermano? Ya vi el numerito que montó con la pobre chica esa…

—¿Kimberly? ¡La tía se puso muy pesadita y se metió donde nadie la llamaba!

—Eh, que yo solo digo lo que he visto, tampoco es para que te pongas conmigo como si estuvieras en uno de esos platós.

Resoplé indignado.

—¿Se puede saber qué te pasa conmigo?

—¿Contigo? Nada. Ya te he dicho que estoy cansada y que me acabo de despertar. ¿Tengo que recordarte que tú también eres intratable hasta pasado el mediodía?

No entendía por qué estábamos discutiendo, pero sabía que ocurriría. Lo sabía y sin embargo había insistido en llamarla. Volví a respirar hondo hasta calmarme.

—¿Y en qué consiste tu proyecto, si se puede saber?

Ella contuvo el aliento unos segundos. Tuve la sensación de que había esperado que me rindiese y decidiera colgar. Cuando habló, su tono de hastío confirmó mis sospechas.

—Sí que puede saberse, pero es un poco difícil de explicar por teléfono.

—Joder, Sophie…

—¿Joder qué, Leo? ¡Es la verdad! ¿Qué quieres, que te diga cómo es el color que hemos escogido para la filmoteca que nos han pedido renovar? ¿O el tipo de madera que hemos puesto en el suelo?

—Pues sí, sí que me gustaría que lo intentaras. Porque así, al menos, hablaríamos en lugar de gritarnos —le espeté. Cada «hemos» de su discurso había sido como un latigazo en la espalda.

—¡Eres tú el que está gritando! No pagues conmigo tu malhumor.

La presa de contención estalló por los aires.

—¡¿Mi malhumor?! ¿Te has dado cuenta de que desde que nos fuimos de Madrid no hemos hablado ni un solo día más de cinco minutos? Los dos sabíamos que la relación a distancia iba a ser complicada, ¡pero es que no le has dado ni una maldita oportunidad! Soy yo quien se molesta en llamar, quien espera impaciente a que cojas el teléfono, quien insiste, e insiste e insiste para después aguantar una bronca tras otra… ¿No crees que podrías poner un poco de tu parte?

El silencio que siguió me hizo más daño que cualquiera de sus gritos anteriores.

—Hablamos en otro momento, Leo…

—Ah, ¿sí? ¿Me vas a llamar tú para variar o…?

Clic.

Sophie me había colgado.

Tuve que hacer un esfuerzo para no coger el móvil y estrellarlo contra el suelo. Por el contrario, me tiré en el sofá y grité con todas mis fuerzas contra los cojines hasta quedarme sin aire. ¡¿Qué nos pasaba?! ¿Cuándo había dejado de importarle tanto como para despedirse? ¿Qué había hecho mal? Lo más sencillo era pensar que ya no sentía lo mismo por mí, pero también era lo más doloroso. Y ahora no me veía con fuerzas para enfrentarme a esa posibilidad. Estaría estresada, como yo. Pero ¿por qué tenía que pagarlo conmigo? ¿Por qué no me decía que me echaba de menos? ¿Por qué no me pedía que fuese a verla? Sabía que lo haría inmediatamente… ¿O no?

Me di la vuelta y me quedé mirando el techo. Para una vez que me arriesgaba a ir en serio con una tía y me pasaba esto. ¿Y si ese había sido mi error, pensar que podía estar encadenado a una relación duradera?

Volví a gruñir y me cubrí la cara con las manos.

Pero se trataba de Sophie, maldita sea. No podía rendirme tan fácilmente después de todo lo que había sufrido por mí, primero con los engaños de Kevin, más tarde con la filtración de las fotos y después con mi condición de famoso. Tal vez nos hubiéramos precipitado al irnos a vivir juntos a España, ¡pero eso tendría que haberse solucionado cuando regresamos a Estados Unidos!

El teléfono comenzó a sonar de nuevo y me incorporé de golpe, esperando que fuera Sophie, pero se trataba de Cora.

—Leo, estoy esperándote abajo en el coche. Date prisa, que llegamos tarde.

Tarde para hablar de la reacción de Camden con su padre, de la última pelea dentro de la casa-escuela, de cómo le iba a mi hermano con su prueba semanal, de, en definitiva, cosas que me traían sin cuidado y que por mí podían irse al garete.

—Ya voy —respondí, sin embargo.

Al menos, me dije, el universo alternativo en el que penetraba cada día, lleno de gritos, cámaras y guiones, me permitía evadirme de mi patética realidad y no pensar en ella. Resultaba un consuelo sorprendentemente balsámico.

leo

Ya en el plató, tuvimos que comentar la reacción de los nominados al descubrir sus pruebas y cómo las estaban llevando hasta el momento. Todos aplaudieron la sangre fría de Aarón al no encararse a Owen y Jack para que le explicasen a qué había venido aquella conversación de unos días atrás. Melanie Leroi era la única que lo vio como una debilidad de mi hermano:

—Nunca se atreve a decir lo que de verdad piensa, y después se sorprende de cómo reacciona la gente a su alrededor…

Me pregunté por qué ella y Bianca no podían hacer como Camden y su padre y desaparecer. También deseé que alguien le pusiera un bozal, pero una vez más, tuve que morderme la lengua y sonreír.

Más tarde pasamos a hablar de Jack y el pollo que había provocado cuando el resto de los artistas se enteraron de que él no componía las canciones del grupo. El tío tenía una voz interesante y dotes de mando, nada más. Supuse que si nosotros ya estábamos hartos de él y de su amiguito Owen, era difícil imaginar cómo se sentiría Chris yendo a todas partes con ellos de gira día y noche durante años… No sabían la suerte que tenían de que el tercero en discordia tuviera tanta paciencia.

Desde su arrebato durante el desayuno del lunes, Jack casi no había vuelto a hablar con nadie. Solo Owen y Kimberly mostraban interés por pasar los ratos libres con él. El resto prefería ir por su lado.

A continuación, se trató, como yo había vaticinado, el tema del inglesito y su inesperada salida del programa.

En realidad, ni Camden ni su padre estaban en el plató, pero daba lo mismo. Tampoco eran necesarios. Allí todo el mundo hablaba de ellos como si fueran íntimos de la familia y comprendieran sus motivaciones a la perfección. Sin embargo, la realidad era bien distinta: allí nadie entendía qué había ocurrido entre el padre y el hijo más allá de lo que algunos medios habían descubierto y publicado en los últimos días.

La historia era la siguiente: desde niño, el señor Westfield había decidido que su hijo se convertiría en artista. Después de pasearle de casting en casting, apuntarle a un millón de cursos de canto, interpretación, piano, guitarra, violín y todo lo que se terciase, el chico pareció decantarse por los escenarios.

Enseguida comenzó a despuntar entre los críos de su edad, y su primer gran papel fue en el papel de Jojo en el musical Seussical y, más tarde, de Gavroche en Los miserables, nada menos. Con razón cantó tan bien en la última gala.

A partir de entonces, Camden no volvió a bajar de los escenarios. Hizo algún que otro anuncio para la televisión inglesa, pero sobre todo arrasó en el teatro. Imagino que en cuanto Develstar oyó hablar del niño prodigio, lanzó la caña y pescó al pez sin dificultad. Por supuesto, allí nadie mencionó en ningún momento a la empresa, pero yo que soy muy listo podía imaginarme cuándo entró en escena. Básicamente, cuando el chico participó en Mente etérea, la película que le lanzaría al estrellato de Hollywood. A partir de ese momento comenzó a representar firmas de ropa y fragancias para hombre, a asistir a todas las fiestas, pasarelas, premières que se convocasen. ¿Casualidad? Lo dudaba mucho…

¿Y la madre? Pues la madre dejó que su marido se encargara de dirigir la carrera de su hijo sin molestar y sin abandonar apenas su casita en las afueras de Londres.

Hacía un año, mientras la presión por que regresara al celuloide crecía, el chico había tenido varios enfrentamientos públicos con su padre en los que había dejado patente su negativa a seguir cumpliendo órdenes. Nada importante: un grito mal dado por parte del progenitor, un gesto con la mano por parte del chico, alguna función a la que había decidido no asistir como venganza… Los medios apenas se hicieron eco y enseguida quedaron relegadas al olvido. (¿Era el único que veía ahí también la mano negra de Develstar?)

Aun así, estaba claro que el chico, lejos de olvidar, se había convertido en una bomba de relojería a punto de detonar. El reality había sido el último tirón que Camden había necesitado para que la cuerda a la que le llevaban atado se rompiera y él quedara libre.

Ni él ni su padre se habían pronunciado aún al respecto. Por lo que había oído, el día después de la gala habían regresado a su casa en Londres, de donde no habían vuelto a salir.

—¡El problema radica en que el chico había perdido toda libertad!, no me extraña que sucediera lo que ha sucedido —comentaba en ese momento una de las tertulianas del matinal.

—Nuestra madre —intervino Bianca entonces— siempre ha tenido muy claro que nosotras debíamos aprender a defendernos solas. El señor Westfield le ha robado la voz a su hijo, ¿habéis visto las entrevistas? ¡Camden no puede contestar nada sin que su padre intervenga y lo haga por él!

Aunque me disgustara, estaba de acuerdo con la chica. Al padre parecía habérsele olvidado que la estrella era su hijo y no él. Y que no le hacía ningún bien saliendo a desmentir y a contestar cualquier insinuación que se hiciera sobre el chico en lugar de dejarlas correr. Es más, en el vídeo que había mostrado en el arranque del programa, se veía al señor Westfield criticando sin piedad al resto del elenco que actuaba con su hijo en La mujer de negro. Era comprensible que quisiera dejar claro que su hijo era el mejor, pero con esas declaraciones lo único que había conseguido había sido enturbiar la relación en los camerinos y, meses después, que el director decidiese prescindir de Camden por el bien de la obra.

—Sé lo difícil que es tener una relación complicada con un padre —dije cuando me preguntaron mi opinión—. Y más si te intenta imponer un modo de vida con el que no estás de acuerdo. Solo espero que Camden vuelva a recuperar el gusto por actuar y decida regresar a los escenarios sin que nadie se lo imponga, porque no se le da nada mal.

Con esa última intervención por mi parte, el presentador agradeció nuestra presencia en el plató y nos despidió hasta el próximo día.

—¿Hoy no te apetecía participar? —me preguntó Cora en cuanto salí del plató—. Te he visto muy distraído, Leo. Si no peleas por la palabra, nadie te la va a dar.

—Lo han hecho —le recordé.

—Al final, sí, y lo has salvado con dignidad, pero que no se vuelva a repetir. Aunque a veces sea difícil de creer, este es tu trabajo ahora. ¿Entendido?

Sabía que lo decía por mi bien, pero en esos momentos lo que menos me apetecía era tener que aguantar una regañina por haber estado demasiado callado. ¡Pero si siempre me dejaba la voz! Supuse que esa era una de las cosas negativas de tener una representante que se preocupara por ti.

Me devolvió el móvil, que normalmente guardaba ella durante los rodajes, justo cuando entró una llamada con número desconocido. Cora me miró con el ceño fruncido cuando me separé para descolgar. ¿Habría entrado Sophie en razón?

—¿Leo?

O la voz de Sophie se había agravado hasta parecer la de un hombre o, me temía, no era ella.

—¿Quién es? —pregunté extrañado de que alguien tuviera mi teléfono y no llamaran a Cora.

—Icarus. Icarus Bright. ¿Cómo estás? Oye, ¿recuerdas la fiesta de la que te hablé? Es esta noche. ¿Cómo lo ves?

Cuando conseguí reponerme de la sorpresa, respondí que sí inmediatamente.

—Te pasaré a recoger a las diez. Sé puntual. Ponte elegante pero informal, es una reunión de amigos.

—¿Dónde será?

—Sorpresa. ¡Hasta esta noche!

Me despedí y colgamos. Cuando le conté a Cora quién me acababa de invitar a una fiesta privada, se esfumó de su cara todo rastro de enfado y asintió con orgullo de madre.

Después de una comida frugal y de llamar a mi verdadera madre para, básicamente, asegurarle una vez más que todo me iba bien, me dirigí a la sesión de fotos en la que tuve que posar con la colección de otoño de una popular marca de ropa juvenil. Menos mal que tenían el aire acondicionado a tope, porque no quería imaginar lo que habría sufrido si en pleno verano me hubieran obligado a ponerme pantalones de pana, chaquetas, jerséis y bufandas.

Los encargados del estudio me resultaron bastante majos, y aunque ninguno se consideraba un gran fan del reality, sí me confesaron que lo veían de vez en cuando.

—Lo que más me gusta son las clases —dijo Lana, la chica, cuando le pregunté.

—Sí, y ver cómo ensayan para las galas —corroboró su compañero.

No pude por menos de sorprenderme. ¿Sería posible que no todo el mundo viera el reality por los cotilleos y el morbo de las broncas entre los chicos? ¿Habría más gente como ellos, que disfrutaran con la parte más artística del programa?

Antes de marcharme, un par de horas más tarde, me pidieron que les transmitiera a Zoe y a mi hermano toda la suerte del mundo.

—Son los mejores —me aseguró Lana—. ¡Ojalá podamos trabajar con ellos en el futuro, cuando salgan de la casa!

La experiencia había sido tan liberadora y gratificante que les aseguré que no sería la última vez que nos veríamos.

De vuelta en el hotel, aproveché el rato que me quedaba para pasarme por el gimnasio, ya que por la mañana no había podido. Me pegué una refrescante ducha y cené un filete antes de vaciar todo el armario sin llegar a decidir qué ponerme.

—Parezco Esther… —dije.

Y justo en ese momento, como si me hubiera leído el pensamiento, Cora me mandó un mensaje al móvil.

Vaqueros negros, camisa gris, chaqueta negra.

Sin corbata. Disfruta.

Me hizo tanta gracia que solté una carcajada en la soledad de mi habitación. Escogí las prendas que me recomendaba y me vestí.

—Elegante pero informal —concluí frente al espejo.

El pelo me había crecido más de lo habitual y tardé un rato en dejarlo como yo quería. De esa semana no podía pasar sin un corte, me dije. Antes de salir, volví a mirar el móvil por si Sophie me había escrito, pero no hubo suerte. El enfado dio paso a un sentimiento de culpabilidad que me obligué a interrumpir inmediatamente. Esa noche era para desconectar y pasarlo bien. No pensaba dedicarle un pensamiento más.

Cuando bajé a la recepción, Icarus me esperaba vestido con unos pantalones oscuros y una camiseta de cuello abierto que dejaba al descubierto parte de su musculoso pecho. (¿Cuántas horas tendría que dedicar al gimnasio para conseguir ese aspecto?)

En la acera había aparcado un Bugatti Veyron negro y plateado que me dejó sin habla. Entré por la puerta del copiloto con un silencio reverencial y me acomodé en el asiento de cuero con miedo de tocar nada y ensuciar algo con mi infinita mediocridad. Aquel era el coche de mis sueños.

Icarus me miró de soslayo, sonrió al ver mi cara de asombro y arrancó. El motor no era más que un suave arrullo cuando atravesamos la Gran Manzana con la ligereza de una corriente de aire. No podía creer que estuviera montado en aquel coche.

—¿Te gusta? —preguntó el magnate por encima del CD de Nirvana que acababa de poner y mientras tamborileaba los dedos en el volante de cuero.

—¿Que si me gusta? Tío, cásate conmigo.

Icarus se echó a reír y yo me incliné para comprobar si era verdad que la punta de la flecha del velocímetro llevaba un diamante. Lo era.

Disfruté del viaje en silencio, fantaseando con que aquella también era mi vida, mentalizándome para comportarme con la misma soltura que Icarus cuando llegáramos al local.

Se trataba de una espectacular discoteca de dos plantas que habían cerrado para el uso privado del joven señor Bright y sus amigos. Y mío.

En cuanto entramos, se nos vino encima una avalancha de chicos y chicas que corrieron a abrazar y a dar besos a Icarus. Yo me aparté unos instantes para recuperarme de la sorpresa y descubrí que me sentía como un niño pequeño. Aquella gente no debía de sacarme más de cinco años, como Icarus, pero el poder y la opulencia que desprendían con su ropa, sus joyas o la forma de moverse me hicieron sentirme diminuto e insignificante.

Incómodo, me retiré hasta que mi espalda chocó contra la pared y alcé la mirada. La sala era circular y con un segundo piso con más gente apoyada a la barandilla. En la barra, un grupo de chicos y chicas tan impresionantes que costaba creer que no fueran modelos de Abercrombie servían cócteles multicolores.

—¡Leo! —me llamó Icarus viniendo hacia mí y acercándome de nuevo al grupo—. Chicos, este es Leo. El amigo del que os hablaba.

—¡Ey, qué pasada conocerte! —dijo un chaval pecoso con el pelo engominado dándome la mano—. No me pierdo T-Stars ni un día. Soy fan de tu hermano. ¿Me firmas un autógrafo?

—No le atosigues, Davon.

—Solo te relacionas con famosos, ¿eh, Ica? —dijo una chica de proporciones de catálogo, morena y con un vestido blanco—. Soy Sidney. —Y me dio un beso.

Durante los siguientes diez minutos di la mano y besé a treinta desconocidos que parecían genuinamente encantados de tenerme allí. Después de intercambiar algunas palabras con ellos y bromear sobre el programa, comencé a relajarme. Para cuando el anfitrión me agarró de los hombros y me llevó hasta el bar, me sentía en mi salsa.

—Icarus, esto es increíble —le dije apoyándome en la barra—. No sé cómo agradecerte que me hayas invitado.

—Ya encontraremos el modo —contestó él pidiendo dos Manhattans—. Por el momento, llámame Ícaro. Eres español ¿no? Así me llamaba de pequeño la niñera hispana que mejor me caía.

—Ícaro, entonces —dije.

Una vez nos sirvieron, volvíamos a estar rodeados de amigos. Decir que el tipo era popular era quedarse corto.

Una de las nuevas chicas, con rasgos indios y el pelo recogido en una coleta que me recordó a la de la princesa de Aladdin, se acercó y me preguntó al oído si podía darle un sorbo a mi bebida. Yo le tendí el vaso e intenté retener su nombre, pero fui incapaz. Cuando terminó, me miró con sus enormes ojos verdes y me dio las gracias. En la siguiente canción, ya estábamos en mitad de la pista bailando como si nos fuera la vida en ello.

La música y el alcohol me desinhibieron por completo y me ofrecieron el tipo de libertad que tanto había ansiado. Sin cámaras ni poses ni gente que conocer. Solo yo, la pista, la bebida y una chica preciosa contoneándose delante de mí, acariciando con la mano y el brazo mi nuca con la intensidad de una anaconda.

Antes de que pudiera darme cuenta, estábamos abrazados. Sus labios buscaron los míos, pero cuando estaba a punto de rozarse, me separé.

—¿Qué pasa? —preguntó ella compungida.

Pero yo no la escuchaba. Miré a la chica y me alejé un paso. ¿Qué había estado a punto de hacer?

—¿Te encuentras bien? —insistió. Asentí como un autómata y me alejé a trompicones de la pista de baile farfullando una disculpa.

Oí que alguien pronunciaba mi nombre, pero no hice caso. Seguí caminando y no paré hasta llegar a la salida. Una vez en la acera, me alejé de la puerta y me apoyé en la pared del callejón transversal para recuperar aire. Me estaba mareando. ¿Cómo había podido estar tan cerca de hacerle eso a Sophie?

Pero no lo había hecho, me dije. No tenía nada que reprocharme. Solo había bailado y bebido y tonteado con una chica. No había franqueado la frontera que suponía un beso. Si de algo podía jactarme era de no haberle puesto a una chica los cuernos jamás. Ni siquiera lo que ocurrió con Anna, mi compañera de piso cuando empecé a salir con Sophie, podía considerarse un beso, puesto que me aparté inmediatamente… aunque fuera demasiado tarde y mi novia nos pillase.

No la había besado, me repetí, como un mantra, hasta recuperar el aliento.

—Leo, ¿te encuentras bien?

Era Ícaro, y traía en la mano mi chaqueta. Me la puse por encima y le di las gracias.

—Solo estaba un poco mareado —contesté.

—¿Quieres que te lleve de vuelta al hotel?

—¿Y dejar tu fiesta? —repliqué con una media sonrisa—. Puedo pillarme un taxi. Sé que no es igual de increíble que montar en un Bugatti, pero sobreviviré.

Ícaro soltó una carcajada y me pasó el brazo por encima del hombro.

—Vamos a dar una vuelta antes a ver si te despejas un poco.

Me pareció buena idea, por lo que le seguí sin saber muy bien en qué parte de la ciudad nos encontrábamos. Caminamos entre edificios iluminados hasta llegar a la entrada de un parque donde Ícaro pegó un salto y se encaramó al muro que lo bordeaba. Yo hice lo propio y me senté a su lado. La brisa nocturna comenzaba a despejar mis sentidos.

—Todavía estoy alucinado con la suerte de haberte conocido —dije tras tomar una bocanada de aire—. Creo que esta ha sido con diferencia la mejor fiesta a la que…

Ícaro me agarró el cuello y acercó mi boca a la suya. El beso me pilló tan desprevenido que me quedé bloqueado unos segundos antes de separarme.

—¿Q… qué haces? —le pregunté. Esperaba que mi rostro no reflejara el susto que me había dado.

El chico comenzó a sonrojarse y levantó la mano en señal de disculpa.

—Joder. Perdóname, pensé que… como habías venido y habías rechazado a Inaya, yo… olvídalo. Joder, lo siento…

Dio un salto para bajarse del muro y emprendió el camino de vuelta. Unos instantes después, cuando me recuperé de la sorpresa, salí corriendo tras él.

—¡Espera! ¡Ícaro, espera, tío! ¡Icarus!

Él se detuvo y se masajeó el cuello sin atreverse a mirarme. Todavía seguía bien rojo.

—Siento si te he dado la impresión de que… vaya, que me halaga que un tío como tú… que estás genial y tienes pasta y eso… pero es que… no soy gay. Aunque si lo fuera, no dudes que… —Esta vez fui yo quien tuvo que respirar para tranquilizarse—. Me estoy explicando mal.

—Te estás explicando perfectamente —dijo él sonriendo tímidamente—. Ha sido culpa mía. Soy bastante malo interpretando señales, y estoy acostumbrado a hacer todo sin pedir permiso.

Ambos nos reímos. Apenas le conocía, pero me daba pena que por algo tan tonto no pudiéramos llegar a ser amigos.

—¿Sabes por qué me he apartado de Inaya? —le pregunté. Cuando negó con la cabeza dije—: Porque tengo novia.

Ícaro se llevó las manos a la cara.

—¡Gracias por hacerme sentir peor de lo que estaba! —dijo con un lamento.

Yo volví a reír.

—Eso ya está olvidado —le aseguré—. Estamos pasando una mala racha. Ella está en San Francisco y yo aquí. La llamo y no me coge el teléfono. Cuando consigo contactar con ella, siempre acabamos… ¿Sabes qué?, da igual, prefiero no hablar del tema.

Ícaro asintió comprensivo antes de señalar el bar que había en la acera de enfrente.

—¿Tomamos la última? —preguntó.

Asentí, aunque pronto comprendí que no sería, ni de lejos, la última.