Everybody’s waiting for you to breakdown
Everybody’s watching to see the fallout
Even when you’re sleeping, sleeping.
Taylor Swift, «Eyes Open»
—¡Adelante, adelante! No os quedéis en la puerta.
La mujer que nos invitaba a pasar a la enorme mansión parecía la bruja de la casita de chocolate, solo que treinta años más joven y con un cuerpo de modelo. Detrás de ella había un grupo de adultos con las mismas sonrisas criogenizadas.
Con su traje negro de chaqueta y falda, camisa blanca y pañuelo rojo atado al cuello, parecía una Barbie Profesora. La principal razón de que no la pude tomar en serio fue su edad, no superior a los veintisiete años. Y tampoco ayudaban su nada comedida delantera y la cirugía que la obligaba a tener los ojos bien abiertos y las cejas arqueadas en un rictus permanente de sorpresa.
Cuando estuvimos todos a su alrededor en el inmenso vestíbulo de entrada (¿nos dejarían organizar algún partido de fútbol en él?), la mujer exhibió su sonrisa más orgullosa y tomó aire.
—Mi nombre es Viviana Morrison, y es un placer para mí daros la bienvenida a la academia de artistas que se inaugura con vosotros. A partir de hoy, gracias a la ayuda de los profesionales que me acompañan —y señaló a los tres hombres y a la mujer que aguardaban en silencio a su espalda—, y de una servidora, conseguiremos que vuestra estrella brille mucho, mucho más.
¿Dónde había oído un discurso parecido?, me pregunté con sarcasmo.
No sabía si era por culpa de las cámaras, o si realmente era así cuando nadie la veía, pero era imposible no dejar de pensar que estábamos frente a una actriz de segunda fila recitando un papel exageradamente. De hecho, no pude evitar pensar en Leo y a duras penas contuve una sonrisa.
—Hoy ya es tarde, e imaginamos que estaréis cansados, pero antes de irnos a dormir, permitidme que os recuerde una serie de normas básicas y os presente a vuestros profesores. En primer lugar, aquí tenéis a Mikaella Daroff, vuestra profesora de canto.
La mujer a la que señaló dio un paso al frente y nos saludó con una amplia sonrisa. Era mayor, de unos cincuenta años, con el pelo cano y el cuerpo esbelto, como si hubiera sido bailarina en su juventud.
El siguiente que se cuadró ante nosotros fue el profesor de baile. Se trataba de un chico de edad parecida a la de la directora, de espaldas anchas y músculos bien definidos que respondía al nombre de Jordan.
A continuación, Viviana nos presentó a Thomas Miller, un cuarentón que parecía sacado del cuadro de algún museo con su frondoso bigote y su porte inglés. El señor Miller (me veía incapaz de llamarle por su nombre de pila) se encargaría de darnos clases de interpretación. Apostaba una pierna a que la primera escena que ensayaríamos sería de alguna obra de Shakespeare.
Por último, le tocó el turno a Simon Cox, nuestro guía en el fascinante universo de las pasarelas. Por la reverencia que hizo, tan esperpéntica como toda su ropa y sus enormes gafas de pasta naranjas, me quedó claro que la audiencia iba a pasar buenos ratos con él. Nosotros, me temía, no tanto.
Hechas las presentaciones, Viviana procedió a recordarnos que las cámaras no se apagarían en ningún momento durante las veinticuatro horas del día, que no podíamos quitarnos los micrófonos, que debíamos avisar cuando fuéramos a cambiarnos en una habitación para que «volaran» las cámaras y las dejaran apuntando al techo, que no podíamos comunicarnos con el exterior de ninguna manera…
Supuse que lo hizo más para la gente que estuviera viendo el programa (¿cientos de miles de personas? ¿Millones? Mejor no pensarlo) que para nosotros. Pero a mí me sonó como si fuera la primera vez que las oía. El hecho de que ya no hubiera marcha atrás, de que el concurso hubiera comenzado, había disparado las alertas que, en los pasados días, ocupado como había estado, parecían haberse desconectado dentro de mi cerebro.
—Esta puerta de aquí —nos explicó Viviana señalando con el dedo— es la suite sin cámaras. Los más afortunados, los que más luchéis a diario, los favoritos del público, en definitiva, tendréis la suerte de conocerla por dentro. El resto del tiempo permanecerá cerrada. Así que no intentéis colaros, ¿eh?
Como si existiera tal posibilidad…
De reojo observé los dispositivos de grabación fijos en las esquinas del recibidor. Delante de nosotros había una inmensa escalinata que, como pude comprobar unos minutos más tarde, daba a las habitaciones.
—Las salas de ensayo —explicaba la directora de camino al segundo piso— se encuentran en la primera planta, al igual que el comedor y el jardín. El escenario para practicar, en el piso inferior.
—¿Hay piscina? —preguntó Jack a mi espalda.
—¡Por supuesto que hay piscina! —respondió la mujer con una risa que parecía escrita en el guión—. ¡Espero que os hayáis traído el bañador!
Aquel piso estaba dividido en dos alas. Una para los chicos y otra para las chicas.
—Os recomendamos que no permanezcáis levantados una vez que se apaguen las luces. ¡Las sesiones de entrenamiento serán ex… tenuantes!, y tenéis que rendir al máximo. Por vosotros, y por ellos —añadió señalando a la cámara sobre su cabeza—. Cada uno tendrá que hacerse su cama y recoger su armario.
—Fantástico… —masculló Bianca a mi lado. Por suerte para ella, aún no nos habían puesto los micros y dudaba que los de ambiente hubieran recogido su voz.
Nos dividimos para ir a nuestras habitaciones. La de los chicos se encontraba en el ala este y contaba con un amplio ventanal al fondo. Las cinco camas estaban enfrentadas de dos en dos y una frente a la cristalera. Junto a cada cama, además de nuestras maletas, había un armario para la ropa y una mesilla de noche. No pude evitar pensar por un instante que, al final, tras tantos años de espera, había llegado a Hogwarts.
Al parecer, de ahí en adelante, y hasta que me echaran, mi cama sería la del fondo.
—Estos nuevos artistas, qué poco respeto tienen por los veteranos —comentó Jack mirándome de reojo.
—¿Quieres este sitio? —le pregunté.
Él chasqueó la lengua.
—Si lo hubiera querido, ya te habrías enterado.
Jordan, el profesor de baile, llegó en ese momento para explicarnos cómo ponernos los micrófonos.
—Si la luz roja de la batería se apaga, avisad para que os cambien las pilas. De todos modos, si no os dais cuenta alguien lo hará en el control. ¿Alguna pregunta?
—No tenemos que dormir con ellos puestos, ¿verdad? —quiso saber Chris.
—Tú eres bobo —le espetó Jack con los ojos en blanco.
—No, para dormir podéis quitároslos. Pero en cuanto os despertéis, tenéis que volver a enganchároslos. Aunque sea en el pijama.
Nos los pusimos en silencio y, si hasta el momento no había abierto la boca, ahora me sentía aún más impelido a no pronunciar palabra. Todo lo que dijera podría ser utilizado en mi contra… ¿Al menos tenía derecho a guardar silencio? Supuse que no por mucho tiempo.
Nos reunimos de nuevo con las chicas en el recibidor de la casa. Viviana y el resto de los profesores nos acompañaron al comedor, donde ya estaba dispuesta la mesa para cenar. Yo le hice una seña a Zoe para que se sentara a mi lado, pero una vez más Bianca se le adelantó y le quitó el sitio.
—¡Me muero de hambre! —exclamó enrollando su brazo alrededor del mío—. ¿No te parece una casa preciosa? Estoy deseando comenzar las clases.
Si no miró a la cámara cuando dijo aquello, poco le faltó. ¿Cómo podía tener tanto morro después de haber dejado claro ante la audiencia lo enamorada que estaba de su novio?
Me limité a encogerme de hombros por respuesta. El público pensaría que me había quedado sin voz después de la actuación, pero pronto confirmé que no era el único que estaba guardando voto de silencio: ni Camden, ni Chris ni Shannon dijeron palabra en el rato que duró la cena. Kimberly y Bianca monopolizaron toda la conversación en mi mitad de la mesa, mientras Zoe aprovechaba para confesarle al trío lo fan que había sido siempre de Three Suns.
La francesa, tras varios intentos infructuosos por darme conversación, decidió que no merecía la pena perder minutos de prime time hablando con una estatua e interrumpió a Zoe para que todos los espectadores supieran lo buenas amigas que ella y su hermana eran del trío. Esperaba que las cámaras hubieran captado la cara de indignación y hastío de Zoe, porque no tuvo precio.
Cuando terminamos de comer (yo apenas probé más que un par de trozos de pollo frito) nos informaron de que al día siguiente tendríamos que despertarnos a las nueve de la mañana y que teníamos que ir a acostarnos ya.
Al pie de las escaleras, los profesores se despidieron de nosotros y nos desearon buenas noches. Fui el último chico en llegar al cuarto, y cuando lo hice me dejó en shock la imagen que tuve de todos mis compañeros de habitación sin camiseta y alguno incluso en bóxers. No me incomodaba la presencia de chicos sin ropa (nunca lo había hecho y no iba a empezar ahora), pero no podía dejar de sorprenderme que se hubieran acomodado tan pronto a los millones de ojos invisibles que nos observaban. Yo había pensado meterme en el cuarto de baño y salir cambiado con el pijama, pero ahora sabía que quedaría como un mojigato si lo hacía. Podía imaginar a Leo diciéndome: «¿Quieres ganar? Pues sal ahí y dales carnaza».
Ese era el momento de demostrar que el viejo Aarón se había quedado fuera de la casa. Me quité la camiseta intentando no sonrojarme y fui al cuarto de baño a lavarme los dientes. Nos habían dicho que allí no había cámaras, solo micrófonos de ambiente, por lo que me limité a mirar distraídamente mi reflejo. Owen hizo algún comentario cuando entró, pero yo estaba tan nervioso que le reí la broma entre dientes sin tan siquiera haberle escuchado.
Ya en la cama, y sin haber deshecho la maleta, me metí debajo del inmenso edredón y me cubrí con él como si se tratara de la sábana de la invisibilidad de cuando era pequeño. Sí, había traído pijama, y sí, no me hubiera importado lo más mínimo ponérmelo, pero una vez más me asaltaron las dudas… al menos hasta que vi a Camden. Él, a diferencia del trío y de mí, se había puesto un elegante pijama negro y no parecía importarle lo más mínimo lo que pensaran los espectadores. ¿Por qué a mí sí? ¿Supondría eso la diferencia entre ser nominado o no serlo? Más me valía darle crédito a la audiencia o acabaría volviéndome loco.
Aquel sitio parecía el escenario de una de mis peores pesadillas. A diferencia de Leo, siempre me había negado a ir a campamentos. Solo fui a uno con doce años y no volví. Durante la sexta noche que pasé allí, mis padres tuvieron que venir a buscarme tras sufrir el ataque de histeria y nervios más vergonzoso que había tenido nunca.
No soportaba la idea de tener que compartir mi privacidad con un grupo de desconocidos, llevar a rajatabla un horario desde la madrugada hasta que se ponía el sol y, además, tener que aguantar las caras largas de quienes tenían que cuidarnos si no me lo pasaba ¡superbién! Y todo aquello me recordaba demasiado a aquel campamento, solo que peor, mucho peor.
Las luces se apagaron unos minutos más tarde. Entre quejas, los que quedaban todavía danzando por la habitación corrieron a meterse en sus camas. El silencio que siguió me hizo creer que mis compañeros no necesitaban respirar siquiera. Pero entonces alguien soltó una risa entre dientes y otro lo siguió con una carcajada suave. De pronto, y sin venir a cuento, se echaron a reír con fuerza y yo me descubrí acompañándoles. Y cuando parecía que se nos había pasado el ataque, escuchamos un jolgorio similar en el cuarto de las chicas, que no hizo sino incrementar nuestras ganas de marcha. Con los ojos llorosos y sin entender qué acababa de pasar, llegué a olvidarme del sonido de las cámaras moviéndose sobre nuestras cabezas y me quedé dormido.
—No, Bianca, no podéis ir juntos. No quiero tener que volver a repetírtelo. Por favor, acompaña a Simon.
La francesa dio unos pasos en dirección al profesor de modelaje, pero después se volvió con el dedo en alto y señaló a Mikaella Daroff.
—Me gustaría no sentirme ofendida por esta situación, pero lo siento, lo estoy. Y como soy de las que piensan que es mejor hablar y dialogar cuando no se está de acuerdo, aunque pueda ofender a alguien, voy a hacerlo. —Tomó aire y prosiguió—: No sé quién ha decidido ponerme esta semana una prueba para desfilar en vez de para cantar, pero no me parece justo.
—Bianca, las pruebas las eligen…
—Estoy hablando, si no te importa —le espetó a Chris sin tan siquiera mirarle—. He demostrado en infinidad de ocasiones que lo que mejor se me da es cantar. ¿Por qué, entonces, si esta es la semana en la que debemos hacer lo que mejor nos sale, me apartáis del micrófono? ¿Debo pensar que mi voz no es suficientemente buena para el jurado?
La señora Daroff se acercó a ella y con tono conciliador le dijo:
—Bianca, lo más seguro es que vas a poder demostrar tu valía con una canción la próxima semana. Si han escogido para ti una prueba de pasarela, aprovéchala. Estoy segura de que la gente valorará tu trabajo. Ahora, por favor, vete con Simon y no perdamos más tiempo, ¿te parece?
Después de casi cinco minutos de reloj, Bianca se dio por vencida, me dedicó una última mirada y abandonó el estudio de canto con la barbilla en alto. El primer día en la casa-escuela había transcurrido sin incidentes. Tras recoger las maletas, desayunar y vestirnos, nos habían reunido en la sala de baile (la más grande de todas, como pudimos comprobar después) para repartirnos nuestros horarios y el número que tendríamos que preparar durante la semana.
Tras ensayar una coreografía que, a diferencia del resto de mis compañeros, a mí me pareció imposible, el señor Miller nos obligó a imaginar que unos cuantos estábamos encerrados en un ascensor y los otros éramos vecinos y bomberos intentando solucionar el problema.
Al menos durante la comida logré esquivar a Bianca y sentarme con Camden y Zoe, que parecían haber congeniado durante la mañana. Según nos contó Camden durante la comida, había pasado los dos últimos años actuando en una producción moderna de La ratonera, de Agatha Christie, en el West End. Cuando le preguntamos si se había planteado volver al cine, prefirió cambiar de tema.
No era fácil encontrarse rodeado de tanta estrella que hubiera asumido tan bien el control de las masas. Quiero decir, yo era consciente del poder que Play Serafin me había otorgado, pero aún no me veía capacitado para manejarlo con responsabilidad, y temía que cualquier cosa que dijera o hiciese pudiera tener un sinfín de efectos colaterales imposibles de prever.
Por suerte, después de la comida nos separaron según la prueba que nos hubiera tocado esa semana, y al menos con la profesora Daroff volví a sentirme cómodo y relajado. No era como trabajar con el profesor Haru, ni de lejos. Y el hecho de estar haciéndolo sin él me llenaba de nostalgia. Pero al menos cantar era algo que comprendía, algo que se me daba bien y que me permitía concentrarme sin pensar que estaba haciendo el ridículo.
En cuanto Chris y yo nos quedamos solos con la profesora, comenzamos a calentar la voz. Al tiempo que repetía los ejercicios que nos iba mandando, me pregunté cuál era la estrategia de Bianca. ¿Por qué seguía pegándose a mí como una lapa cuando el mundo entero la había visto declarar su amor a su pareja?
Mikaella nos repartió entonces los temas que interpretaríamos el domingo cada uno. Yo, «Payphone», de Maroon 5, y Chris, «The Lazy Song», de Bruno Mars. Tal y como nos habían informado antes de comenzar, aquella prueba serviría para ganarnos el estatus de favorito y así evitar las nominaciones esa semana.
Chris resultó ser un compañero de lo más entretenido. Trabajar con él era tan motivador como con la propia señora Daroff y no me vinieron nada mal sus consejos para hacerlo delante de una multitud.
—Las primeras veces son las peores, evidentemente —me dijo cuando la profesora concluyó la clase. Di un trago a mi botella de agua y asentí—. Te he visto actuar en directo, y no hay duda de que has nacido para esto. Solo tienes que soltarte un poco…
—Supongo que sí… —dije.
—Perdona si digo algo que te moleste. A veces puedo ser un poco intrusivo y no es mi intención. Es solo que se te ve un poco… distraído, ¿te encuentras bien?
De haber sido cualquier otra persona, le habría respondido que sí y me habría marchado arguyendo alguna excusa inútil. Pero, ya fuera por su tono de voz o por su sincera preocupación en la mirada, Chris me transmitió la suficiente confianza como para decir la verdad.
—Estoy bien. Solo es el tema de las cámaras y los micrófonos en todo momento. Supongo que se me pasará en unos días.
Chris frunció la nariz y negó con la cabeza.
—Me gustaría decirte que sí, pero no creo que eso vaya a ocurrir. Llegarás a no estar tan pendiente de ello, claro, pero lo tendrás siempre presente. Te lo dice alguien que después de pasar tres meses grabando el documental de Three Suns, estuvo hablando cada vez que se cabreaba en voz baja o por señas incluso varias semanas después de terminar.
Recordaba perfectamente aquel documental. Oli, David y yo habíamos ido al cine a verlo. Aprovechando la coyuntura, le pregunté si de verdad el grupo había surgido como se decía allí.
—Pues sí: yo hablé con Owen y le dije que quería montar un grupo. De no haber sido por Jack, que apareció un tiempo después, no habríamos salido de mi garaje. En buena medida le debemos bastante a Jack y a su… perseverancia.
—¿Y por qué eres el único al que han escogido esta semana para cantar? Normalmente utilizáis las tres voces, ¿no?
—Owen siempre se ha sentido más cómodo con la guitarra o el piano, imagino que lo tendrían en cuenta al hacer los grupos. Jack… —Chris suspiró como si no supiera qué palabras escoger antes de decir—: A Jack siempre se le ha dado mejor lo de actuar.
No añadió nada más, y yo no quise seguir indagando.
Antes de la cena teníamos una hora de esparcimiento para que hiciéramos lo que nos viniera en gana, y yo aproveché para pegarme una ducha y dar una vuelta por el jardín. No es que la casa contara con un bosque, pero el terreno que la rodeaba era amplio, con una pista de tenis y una piscina de tamaño considerable que esperaba poder probar al día siguiente.
Cuando terminamos de cenar, hubo quienes se fueron directamente a dormir y otros decidieron quedarse para hacer la sobremesa. Yo me escabullí sin ser visto de vuelta al jardín en busca de algo de soledad y paz. Me senté en el césped, junto a la piscina, y acaricié con los dedos la superficie del agua.
—¿Pensando en darte un chapuzón?
La voz de Zoe me sobresaltó.
—¿Tú también has decidido salir a tomar el aire? —le pregunté palmeando el suelo a mi lado para que me acompañara. Cuando estuvo sentada, se agarró las rodillas con los brazos y ambos guardamos silencio. A nuestro alrededor no se oían más que los árboles mecidos suavemente por la brisa y el gorgojeo incesante de la piscina a mi derecha. La mezcla resultaba tan eclécticamente artificial como todo en aquella mansión.
—¿Cómo te ha ido el día? —pregunté un rato después—. No hemos hablado desde que… —Desde que apareció Bianca, pensé. Aunque dije—: Desde que empezó el concurso.
Zoe se encogió de hombros.
—Bien, cansada, contenta. Con la cabeza como un bombo después de pasar la tarde entera con ¡Kim-Kim! ¡Esa chica no calla ni para tomar aire! —añadió en voz baja.
Los dos nos reímos. Me hubiera gustado decirle que me alegraba de poder pasar un rato por fin a solas con ella… pero el micrófono que colgaba del cuello de mi camisa me ahogaba como una soga y encorsetaba mis palabras.
—En el fondo, está siendo mejor de lo que había imaginado —confesé—. Aunque Chris dice que es imposible comportarse de manera natural con las cámaras grabando…
—Estoy de acuerdo con él —dijo Zoe—. Imagino que será cuestión de aprender a llevarlo con tanta naturalidad como sea posible, como siempre…
—¿Como siempre? —pregunté extrañado.
—Quiero decir, delante de nuestros padres actuamos de una manera; de nuestros amigos, de otra; de nuestra pareja, de otra… esto es algo parecido.
Aunque sonara duro, era difícil rebatir su argumentación.
—Déjame tu micrófono —dijo de pronto—. Quiero probar algo.
Sin pedirle explicaciones, me desenganché la batería del pantalón y me saqué el cable para entregárselo.
—Cierra los ojos y concéntrate en lo primero que te venga a la cabeza.
Su voz volvió a despertar en mí el recuerdo de nuestro primer beso en el Rockwood Music Hall. Tan repentino, tan natural, tan libre de normas o guiones. Algo debió de advertir en mi gesto cuando preguntó si ya me sentía más relajado.
Asentí en silencio y noté cómo acercaba su cuerpo al mío.
—¿Te gustaría olvidar las cámaras que nos vigilan, los micrófonos escondidos…? —preguntó. Volví a asentir.
Ella me puso una mano en el cuello, suave, y la otra en la cintura. Aún con los ojos cerrados, sentí su boca acercarse a la mía y su aliento acariciando mi labio superior. Estábamos cerca. Pegados. Sin poder aguantar más tiempo, recorté los escasos centímetros que separaban nuestra piel con tanta desesperación como si fueran kilómetros, pero justo cuando pensaba que íbamos a ofrecer a la audiencia el primer beso del programa, Zoe cogió impulso, me dio un fugaz beso en la mejilla y me lanzó al vacío… La sorpresa fue tal que grité como si me hubieran tirado por un precipicio.
Abrí los ojos, pero enseguida el agua ahogó mi voz. Chapoteé en la noche desorientado hasta que encontré pie y me levanté.
—¡¿A qué ha venido eso?! —le pregunté a gritos, quitándome el pelo empapado de la cara. Si su intención había sido hacerme olvidar que nos tenían vigilados, podía darse por satisfecha.
—Era solo una broma —contestó ella incapaz de ocultar la risa.
—Anda, ayúdame a salir.
—Muy listo, Serafin, pero no pienso picar. Sal tú solito por la escalera. —Y se cruzó de brazos.
—No, en serio —insistí—. Con el susto me he golpeado la rodilla con el bordillo. —Me froté la zona magullada con gesto serio y me dirigí a las escaleras cojeando.
Zoe me miró unos instantes preocupada antes de ceder y tenderme la mano. Craso error. En cuanto la tuve a mi alcance, tiré de ella con fuerza y la lancé al agua.
—¡¡¡Aarón!!! —gritó cuando sacó la cabeza tras el chapuzón—. ¡Te odio! ¡Te odio! ¡Lo sabía!
No podía parar de reírme. Mi ropa pesaba diez veces más cuando estaba mojada y lo único que podía hacer era dejarme arrastrar por el agua.
—¿Qué te ha parecido mi interpretación? —le pregunté.
—¡Nos la vamos a cargar! Seguro que has roto el chisme este. —Y se quitó el micrófono.
—Les hemos dado el mejor material de la semana —dije en voz baja, consciente de que podía haber micrófonos en los árboles o entre la hierba—, seguro que nos perdonan.
Ella se rió con picardía y se sacudió el pelo corto agitando la cabeza y poniéndose en pie.
Con el agua por debajo de la cintura, la silueta perfecta de su cuerpo menudo se recortaba en las luces del jardín y de la piscina. El vestido que llevaba se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Me obligué a dejar de mirar, por lo que pudiera llegar a ocurrir, y me dirigí a la escalera.
Pasara lo que nos pasase a partir de entonces, aquel instante fugaz de absoluta felicidad había merecido la pena.