Leo1

I ain’t gonna be just a face in the crowd

You’re gonna hear my voice when I shout it out loud

Bon Jovi, «It’s My Life»

No hay nada como desear que algo llegue pronto para que los segundos decidan durar el doble.

Sophie se marchó a San Francisco un martes por la tarde. Durante la despedida, en la que le aseguré un millón de veces lo pronto que volveríamos a vernos, me hizo un regalo. Lo desenvolví con ilusión. En su interior había una caja de cartón blanca y dentro…

—¿Un MP3? —pregunté desconcertado.

Negro y con cinco botones dentro de una circunferencia blanca, me recordaba un poco a Tonya. Apenas medía cuatro centímetros de lado y no tenía pantalla. Lo giré entre mis dedos para ver si encontraba la marca, pero tampoco había nombre alguno. En uno de los extremos, además del agujero para los auriculares, había una ranura para meter una tarjeta de almacenamiento SD.

—Es una tontería —se excusó Sophie—, pero supuse que sería una forma tan buena como cualquier otra para que te acordaras de mí.

—Es perfecto —le aseguré, y le di un beso—. ¿Está cargado?

Asintió.

—Con todas mis canciones favoritas desde que tenía doce años. La víspera de cada cumpleaños escogía los quince temas que más hubieran significado para mí y los apuntaba, letras incluidas, en un cuaderno que todavía conservo… y que sigo rellenando.

—¿En serio? —pregunté realmente sorprendido.

—La semana pasada me dediqué a comprar todas las canciones en internet para cargarlo. Ahora depende de ti seguir introduciendo las que creas convenientes.

De repente, el aparato había adquirido un nuevo significado, cargado de valor y nostalgia. Lo volví a mirar, esta vez con otros ojos, y sentí que se me encogía el corazón. Lo que Sophie me entregaba era una parte de ella tan personal como solo pueden ser los recuerdos. Y eso me enternecía incluso a mí.

Le volví a dar las gracias, esta vez por una razón diferente a la anterior, y la abracé aún más fuerte. Cuando me separé, me quité el colgante de Tonya y, aunque ella insistió en que no tenía que darle nada, que sabía lo mucho que significaba para mí ese dado de veinte caras, hice oídos sordos y se lo puse alrededor del cuello.

—Para que tú tampoco me olvides.

Y una semana más tarde, tirado en una cama que me parecía demasiado grande y demasiado vacía, esperaba a que amaneciera para regresar a Nueva York con Aarón.

Harto de dar vueltas en el colchón sin lograr conciliar el sueño tras hacer la enorme maleta que llevaría, saqué el MP3 de la mesilla y lo encendí. Fue entonces cuando advertí un nuevo botón que me había pasado desapercibido hasta el momento: uno con dos flechas cruzadas que, supuse, activaba a la opción de la reproducción aleatoria de canciones.

Me puse los auriculares y le di al «Play». Mientras me preguntaba qué tal me iría esta vez en Estados Unidos, comenzó a sonar «Everything’s Gonna Be Alright», de Bob Marley.

La impresión fue tan grande que me desvelé por completo y me incorporé. Encendí la luz de la mesilla y observé el MP3 como si fuera un huevo de dinosaurio a punto de eclosionar.

¿Había sido casualidad que me hubiera hecho esa pregunta y que, de entre las casi doscientas canciones que contenía la tarjeta de memoria, hubiera decidido comenzar a sonar esa canción?

Mientras Marley llenaba mi cabeza con ese ritmo reggae tan característico, mi mente se disparó: ¿y si el MP3 tuviera la misma habilidad que Tonya para conocer las respuestas del universo? ¿Y si, en lugar de agitar y leer, solo tuviera que encender y escuchar la primera canción que surgiera para resolver las dudas que pudiera tener sobre algo? Tanto el MP3 como la bola 8 habían sido regalos de Sophie, tampoco resultaba tan descabellado…

Contuve las ganas de coger el móvil y llamarla para contarle lo que había descubierto y me pregunté si el MP3 tendría algún nombre. Solo había una Tonya, y no quería cabrear al karma por una tontería como esa.

No, el MP3 merecía su propio nombre. Uno como…

—¡Tracy! —dije de pronto, sin saber de dónde había surgido la idea. Lo tenía tan claro como cuando bauticé a Tonya. Tracy y Tonya. Tonya y Tracy.

—Bienvenida a mi vida —le dije al MP3.

Después, con las neuronas flotando aún en la canción de Marley, apagué el aparato y, esta vez sí, me quedé dormido.

leo

El viaje en avión se me pasó en un suspiro. Aarón se había estirado y había pagado un billete en primera clase. No era el jet privado que habíamos utilizado la primera vez con Develstar, pero no podía quejarme.

Un par de películas, un tentempié, unas cuantas partidas al Plants vs. Zombies y una cabezadita rápida más tarde, aterrizamos en el JFK.

Cuando recuperé mi maleta y pasé por los controles de seguridad, salí al vestíbulo de llegadas del aeropuerto. Allí, simulando ser otra columna e igual de impertérrito que un trozo de granito, me esperaba Hermann.

En cuanto me vio, se abrió paso hasta mí.

—¡Qué pasa, Hermann! —le saludé, y levanté la mano para que me chocara los cinco, pero él se limitó a coger mi maleta como si fuera una bolsa de palomitas y a ponérsela al hombro. Todavía con la mano en el aire, me la choqué con la otra sin dejar de sonreír y le seguí—. ¡Gracias, tío! También me alegra mucho estar de vuelta. ¿El viaje, dices? Fantástico, se me ha pasado rapidísimo. ¿En serio? ¡Eso es fantástico! ¿Y cuándo dices que te marchas a trabajar de portero a la Casa Blanca?

El hombretón se volvió sin dejar de caminar y me dedicó su mirada más despectiva. Yo le sonreí aún con más entusiasmo, pero cerré el pico. En el fondo sabía que me había echado de menos.

Fuera, como esperaba, aguardaba un imponente coche negro en el que me monté cuando el chófer me abrió la puerta. Mi ex guardaespaldas se colocó en el asiento del copiloto y arrancamos.

La ciudad permanecía tal y como la recordaba, acaso algo más inexpugnable y menos amistosa. Aquellos edificios me habían visto alzar el vuelo hasta las estrellas para después probar el sabor del barro. Me habían visto romper un corazón y recuperarlo, encontrar a un amigo y perder a un hermano. Lo habían visto todo y, sin embargo, su alma de piedra seguía sin conmoverse, imperturbable. Tendría que volver a ganármela y demostrar al mundo entero que Leo Serafin había vuelto, y que esta vez sería muy difícil deshacerse de él.

Cuando llegamos y salí del coche, unos periodistas que hacían guardia frente al edificio me reconocieron y se abalanzaron sobre mí en estampida. Suerte que había previsto que algo así ocurriría y había escogido la ropa a conciencia. El cansancio del viaje dio paso a la emoción de ser reconocido, y una sonrisa deslumbrante se extendió por mi rostro.

—¿Has venido a ver a tu hermano? —preguntó uno.

—¿Has vuelto para resolver algún problema legal? —quiso saber otro.

—¿Qué has hecho todo este tiempo, Leo?

—¿Has escuchado las nuevas canciones de Aarón?

—¿Conoces a su novia?

Esa última pregunta me confundió tanto que me detuve en seco y los paparazzi aprovecharon para ganar terreno y comerse mi espacio vital. Por suerte, antes de que llegara a decir algo de lo que, seguramente, me arrepentiría después, Hermann me agarró del brazo con más brusquedad de la necesaria y se abrió paso a través del gentío como Moisés por el mar Rojo.

En cuanto puse un pie dentro del vestíbulo de Develstar, las voces, gritos y flashes del exterior quedaron amortiguados por los cristales tintados de la puerta. Aarón, que me esperaba en los sillones de la recepción, se levantó y se acercó.

—¡Bienvenido! —exclamó, y nos dimos un abrazo—. Espero que hayas tenido un buen viaje. Hermann, que suban sus cosas a mi habitación, por favor.

El gigantón se limitó a asentir y llamó a uno de los recepcionistas. Me sorprendí de lo cómodo que veía a mi hermano en esa realidad que tan terrible le había parecido meses atrás.

—Vamos, tenemos un montón de cosas de las que hablar.

Me pasó el brazo por encima de los hombros y me dirigió al ascensor. La hostilidad que aquel edificio me producía era inversamente proporcional a la tranquilidad y paz que desprendía mi hermano.

Ya fuera por el cansancio o por la impresión de haber vuelto, no abrí la boca hasta estar sentados a una mesa del restaurante cuya comida tanto había extrañado en Madrid. Y aun entonces no supe muy bien qué decir. Ni qué decir, ni qué hacía allí, en realidad.

Parecía que hubieran pasado mucho más de tres meses desde la última vez que nos vimos en persona. Me daba la sensación de que en ese tiempo Aarón había cambiado más que en los dos años que estuve fuera, ¿cómo era posible?

Ya en el ascensor había advertido con cierta envidia que me había alcanzado en altura, y que las horas de entrenamiento a las que seguramente le estaban sometiendo se advertían en su musculatura y en las facciones de su rostro, más afiladas y adultas.

—Dime que no estás intentando usurparme el papel de hermano guapo —le dije un rato después.

—No sabría cómo hacerlo… —contestó, y yo sonreí—. Por cierto, hablé con Oli y David ayer, y mamá me escribió para contarme que ya habías grabado lo de Nadiur. ¿Fue bien?

La mención de los yogures disparó un calambre de vergüenza por mi espalda.

—Bueno, solo diré que pagaban bien.

Él asintió y después me preguntó por Sophie. Mientras nos servían la comida, le conté su nueva aventura en San Francisco y que la convivencia no estaba siendo tan sencilla como esperaba. Tras analizarlo todo, me di cuenta del giro que había dado mi vida en apenas dos semanas. Que ahora estuviera en Nueva York no era más que la guinda del pastel, y todavía no estaba seguro de si debía sentirme afortunado por ello.

—Así que le has encontrado el gusto a eso de dar la cara, ¿eh? —pregunté más mordaz de lo que pretendía.

—No está mal —dijo él sin darse por aludido—. Pero todavía tengo mucho que aprender de mi hermano mayor.

Me metí en la boca el último trozo de tortita sobre mi plato y esperé que Aarón no advirtiera que ese último comentario me había hecho sonrojar. Qué cabrón…

—Bueno, ¿y qué hay de esa nueva novia tuya?

La cucharilla de café tintineó en su taza cuando me miró con el ceño fruncido.

—¿De qué hablas?

—No lo sé. Dímelo tú. Los colegas de ahí abajo querían saber si ya me la habías presentado.

—¿Los periodistas? Joder, qué pesados son —se quejó molesto de verdad—. No tengo ninguna novia nueva. Se refieren a Zoe, con quien salí a dar una vuelta el otro día.

Solté una risotada.

—Como si necesitaran algo más para emparejaros, ya podíais ser más discretos… —comenté.

—Leo, no empieces —me advirtió. Después respiró hondo y añadió—: Dimos un concierto en el metro, y la cosa se desmadró un poco. Por eso nos pillaron.

—Eh… rebobina. ¿Un concierto en el metro? ¿Lo organizó Develstar?

Aarón negó con la cabeza y, mientras me lo contaba, me di cuenta de que ya no reconocía en él al hermano tímido y reservado que había dejado cuando me marché de Nueva York. Seguía siendo él, sí, pero mucho más feliz, extravertido, maduro… y alocado.

—Estoy flipando, Aarón —le confesé orgulloso cuando terminó—. Esta Zoe es una grandísima…

—¿Persona? —dijo alguien a mi espalda.

Me volví y me encontré con una chica vestida con unos pantalones rojos y una camiseta blanca con el símbolo de la paz formado por un centenar de palomas grises.

—Iba a decir influencia —contesté, y me puse en pie—, pero seguro que lo otro también es cierto.

—Tú debes de ser Leo.

—El mismo. —Y le tendí la mano—. Encantado, Zoe.

—¿Quieres unirte a nosotros? —preguntó Aarón.

Zoe dijo que sí y tomó asiento en la silla que quedaba libre.

—Mi hermano me estaba contando vuestras aventuras por la Gran Ciudad —dije con una sonrisa.

La chica era guapa. Algo baja para mi gusto, pero con un cuerpo esbelto y proporcionado, y unos ojos verdes hipnóticos. No me costaba imaginarla con Aarón, la verdad. Solo esperaba que la pobre no se enamorara de mí; ya había suficiente drama en el historial con mi hermano.

—Supongo que no te lo habrá contado todo. —Y me guiñó un ojo de forma misteriosa. Me volví hacia Aarón, que de pronto se había puesto como un tomate—. Espero que no te haya hablado de cómo terminamos la noche…

Aarón se atragantó de pronto y yo le miré de hito en hito. Estaba de coña. Tenía que estar de coña. Justo cuando pretendía hacer alguna indagación más al respecto, sus teléfonos móviles comenzaron a sonar al unísono.

Los dos lo cogieron casi sincronizados y leyeron la pantalla. Después me miraron.

—Parece que ya es la hora —dijo Aarón—. El señor Gladstone quiere que vayamos a su despacho.

Suspiré con resignación.

—Cuánto echaba de menos esas palabras.