This is it, boys, this is war
what are we waiting for?
Why don’t we break the rules already?
Fun, «Some Nights»
—¿Nos dejan libres? —pregunté levantándome de la silla de plástico en la que había estado esperando.
El señor Gladstone no respondió. Hermann nos hizo una señal a Zoe y a mí para que le siguiéramos y abandonamos el subterráneo en silencio bajo la atenta mirada de los dos guardias de seguridad que habían estado a punto de llamar a la policía. La noche no podía haber acabado peor, y sabía que aquello solo era el principio. No me había pasado por alto el hecho de que hubiera sido él, y no la señora Coen, quien nos había venido a buscar.
El señor Gladstone anduvo con toda la elegancia y fiereza de una pantera hasta el coche negro que aguardaba junto a la boca del metro. Se movía con la confianza de quien cree que cada pedazo de tierra que pisa es de su propiedad.
No coincidía con él desde que me presentó a Zoe, y me habría gustado no haber tenido que encontrármelo en mucho más tiempo. Su presencia me ponía nervioso. Me hacía sentirme pequeño, torpe y prescindible. En cualquier momento se volvería y acabaría con mi insignificante vida sin hacerse ni una arruga en su traje negro de raya diplomática.
¿En qué momento se me había ocurrido aceptar la propuesta de Zoe y cometer semejante locura?
Como si hubiera escuchado mi pregunta formulada para mis adentros, ella levantó la mirada y me guiñó un ojo. «Todo saldrá bien», parecía querer decirme. Pero yo estaba lejos de poder creerla. Me volví hacia el frente y seguí andando en silencio.
Definitivamente, Zoe había sido lo más inesperado y peligroso que podía haberme sucedido en Develstar. Cuando pensaba que mi vida había quedado recluida a las paredes del edificio y a las estrictas normas de sus directores, aparecía ella para poner el mundo patas arriba. Y de qué manera…
Aunque ya había advertido su predilección por transgredir las normas, no supe lo lejos que podía llegar hasta hacía dos noches, cuando la descubrí volviendo de madrugada a su habitación.
Yo me había quedado hasta tarde en el gimnasio por culpa de un repentino ataque de insomnio y me disponía a regresar a mi cuarto cuando me crucé con ella. Lo primero que advertí fue que iba descalza, con las botas en las manos y la funda del violín colgada a la espalda. Lo segundo, que salía de las cocinas del restaurante como si se tratara de una ladrona de guante blanco.
Cuando saltó la luz automática del pasillo y me descubrió observándola en la oscuridad, pegó tal grito y nos entró semejante ataque de risa que tuvimos que meternos en mi habitación a toda prisa para evitar represalias. Fue entonces cuando me habló de sus escapadas nocturnas.
Me contó que siempre que podía huía del edificio en busca de emociones fuertes. Por supuesto, cuando le pregunté a qué se refería con «emociones fuertes» me dijo que, si de verdad quería saberlo, tendría que acompañarla en su próxima escapada.
Al principio me negué en rotundo. Suficiente tenía ya como para andar tentando a la suerte bajo las estrellas. Zoe no se dio por vencida. Me aseguró que no era nada peligroso, que me encantaría y que me arrepentiría toda la vida si no aceptaba la propuesta.
Igual que ocurrió la noche de nuestro beso, terminó convenciéndome y me pidió que al día siguiente estuviera preparado y que llevara conmigo la guitarra. No hice preguntas, pues sabía que tampoco recibiría respuestas. Me limité a obedecer sus órdenes…
… al menos hasta que nos apeamos del metro en la estación de Union Square y me confesó que sería allí donde tocaríamos.
Mi primer impulso fue marcharme inmediatamente por donde había venido. ¡Se le había ido la olla! Pero entonces me agarró del brazo y me suplicó que me quedara.
—Al menos esta vez —dijo. Y cuando le pregunté por qué hacía eso, añadió—: Porque no quiero olvidar qué se siente al tocar con libertad. Me gusta la incertidumbre de no saber a quién llegaré con mi música, a quién haré sonreír al final de un mal día. Es mi manera de devolver todo lo que otros artistas me han dado.
Quizá fue la pasión con la que me lo explicó, o a lo mejor fue simplemente que yo también pensaba como ella y no me había parado a meditarlo. El caso fue que me resigné y terminé quedándome. La emoción de volver a tocar y a cantar sin las esposas de Develstar resultaba demasiado tentadora como para dejarla escapar, aunque a todas luces era una locura que podía acabar tan mal como, al final, acabó.
El repertorio de temas escogido iba desde «How To Save A Life», de The Fray, hasta el «Someone Like You», de Adele, pasando por Ed Sheeran o Train. Todos tocados con guitarra y violín, algunos cantados por mí y otros por los dos.
Al principio fueron pocos los que se detenían a escucharnos, y menos los que se quedaban más de una canción. Pero pasados los primeros temas, los viajeros fueron amontonándose a nuestro alrededor, y para cuando oí por primera vez que alguien pronunciaba en voz alta mi nombre, el gentío era tal que colapsaba los pasillos.
Ahí fue cuando comenzaron los problemas. El público se fue poniendo nervioso porque no veía o no oía bien, los empujones no se hicieron esperar, seguidos de los insultos y los gritos. Para cuando quisimos detener aquello, habíamos desatado el Armagedón y no había manera de escapar.
No hasta que apareció el personal de seguridad y despejó la marabunta y se llevaron con ellos a los culpables de semejante temeridad, o sea, a nosotros.
El resto era historia: los seguratas amenazaron con llamar a la policía y llevarnos a comisaría. Pero justo entonces apareció nuestro «salvador» y nos libró del desastre. Por el momento.
En cuanto estuvimos los cinco en el coche y el chófer arrancó, el señor Gladstone, que se había sentado detrás con nosotros, dijo:
—No imagináis lo mucho que me habéis decepcionado. —Zoe y yo bajamos la cabeza como cachorros asustados—. No quiero saber de quién ha sido la idea, ni cuántas veces más lo habéis hecho, ni qué pretendíais con esto, pero que sepáis que traerá consecuencias. Y lo peor de todo es que no podíais haber escogido un momento más inoportuno para llevarlo a cabo. —Guardó silencio unos segundos y prosiguió—: Hoy quería que cenáramos todos juntos para daros una gran noticia.
Como si alguien hubiera activado un resorte, Zoe y yo alzamos de nuevo la mirada. Ella con cierta ilusión, yo con infinita preocupación. Un mal presentimiento se anidó en mi pecho; conocía bien las «grandes noticias» de Develstar.
—Me estoy adelantando a los acontecimientos, pero así aprovechamos el viaje. El caso es que queremos proponeros que participéis en un nuevo programa de televisión. —Hice un amago de intervenir, pero él me detuvo alzando un dedo—. Antes de decir nada, Aarón, escucha al menos la oferta completa cuando lleguemos. Será una oportunidad única para vuestras carreras.
El vello de la nuca se me erizó al oír aquello. Mis peores sospechas regresaron con más fuerza. Me daba igual lo que pudieran ofrecerme. Me negaba en rotundo a planteármelo siquiera. ¡No podían obligarme! ¡No podían! Y jamás aceptaría sus condiciones. Fueran las que fuesen.
Pero entonces el coche se detuvo frente al edificio de Develstar y, con la inercia del frenado, tuve una revelación (eso, o estaba a punto de sufrir un ataque al corazón).
Sí que existía una única cosa por la que me replantearía mi situación. Una sola cosa que ansiaba con suficiente desesperación como para, llegado el momento, pensármelo todo dos veces. Algo por lo que haría prácticamente cualquier cosa.
Mi libertad.
La opción de decidir cuándo marcharme de Develstar y comenzar a trabajar por mi cuenta.
En ese instante supe que aquel deseo tan profundo se acababa de convertir en una peligrosa arma de doble filo.