Leo1

Step one you say «we need to talk»

He walks you say «sit down it’s just a talk».

The Fray, «How To Save A Life»».

Condones.

Necesitaba comprar una caja de preservativos antes de que Sophie llegara a casa. Y dado que eran las doce de la noche pasadas, mi única opción era una farmacia de guardia… o una de esas máquinas expendedoras que hay en los baños y andenes de metro, pero nunca me había fiado de ellas; me daban mal rollo.

Según el reloj digital de la marquesina de autobús, estábamos a veintiocho grados. Madrid en julio en estado puro.

Aceleré el paso hasta la avenida de Menéndez Pelayo, donde me sonaba que había una. Una vez que hube llegado a la esquina, entorné los ojos y miré a ambos lados antes de descubrir la ansiada cruz verde en la lejanía.

—¡Bingo! —exclamé para mí victorioso.

Con ánimos renovados, me dirigí hacia ella más tranquilo ahora que la situación estaba salvada.

Di unos golpecitos al cristal de la ventanilla para llamar la atención de la dependienta treintañera que ojeaba una revista y le regalé mi sonrisa más deslumbrante.

—Buenas noches —le dije.

—¿Qué necesita? —preguntó ella sin variar un ápice la expresión. Supuse que, con la poca luz que había, no me habría reconocido.

—Una caja de preservativos. Normales.

—Un momento, por favor —contestó ella antes de levantarse del taburete y desaparecer dentro de la tienda.

Mientras esperaba, apoyé la espalda contra la pared y me puse a silbar. La última caja se nos había terminado la noche antes de que Sophie se fuera a Barcelona a hacer un curso de nosequehistoria, y a mí se me había olvidado reponerlos. Cuando me llamó para avisarme de que ya había llegado al aeropuerto y de que iba de camino a casa, caí en la cuenta y salí a buscarlos. Era una cuestión de máxima urgencia.

—¿Estos van bien? —preguntó la señora.

Yo me volví para contestar y descubrí que a mi lado había aparecido otra clienta. Antes de responder a la farmacéutica, saludé a la mujer y, por como se abrieron sus ojos al verme la cara, supuse que me había reconocido.

—Perfectos —dije cuando comprobé que era lo que buscaba.

—Perdona, ¿tú eres el de Play Serafin?

Terminé de contar el dinero a pagar y me volví hacia ella. La cuarentona agarraba el bolso con ambas manos, nerviosa.

—Soy Leo —dije con una sonrisa menos entusiasta que la anterior. En parte porque ya no era «el de Play Serafin», y en parte porque de repente no me hacía tanta gracia que me vieran comprando preservativos.

—Mi hija es una gran admiradora tuya y de tu música. O, bueno, de la música que cantabas. O que hacías como que cantabas. —Incluso bajo la estridente luz verde de la cruz sobre nuestras cabezas, pude comprobar cómo se sonrojaba.

—Pues dígale que muchas gracias.

—¿Puedo hacerte una foto?

Normalmente esa pregunta me provocaba oleadas de orgullo y alegría, pero no en esa ocasión.

—¡Yo se la hago! —intervino la dependienta, pasándome la caja de condones por el hueco de la ventanilla. La señora puso el móvil en la misma bandeja y después nos colocamos juntos para posar. Sin apenas darme tiempo a poner mi cara más fotogénica, oí el sonido de la instantánea.

Harto ya, me despedí de las dos mujeres y me alejé de allí a paso rápido. Pero apenas había dado unos pasos cuando la señora me llamó una vez más y, señalando los preservativos que llevaba en la mano, dijo:

—Eres un gran ejemplo para estas generaciones de cabezas huecas. No dudes que se lo diré a mi hija.

Me miré la mano como si no la reconociera y entonces me asaltó la duda: ¿había salido en la foto con la caja?

Me di la vuelta y regresé aprisa a casa.

Con el dinero que había sacado de mis aventuras en Nueva York con Develstar había tenido suficiente para pagarme un piso cerca del Retiro. Aquel era uno de los barrios más caros de la ciudad, pero también uno de los más tranquilos y céntricos. Podía ir andando a cualquier parte, y tenía a mi disposición el metro y varias líneas de autobús. Mi edificio, situado en Sainz de Baranda, frente al bulevar lleno de terrazas, era uno de los más antiguos de la zona y contaba con un recibidor de palacio.

El ascensor era de esos con verja exterior que a Sophie le encantaban, pero que a mí me ofrecían poca seguridad. Una vez que se hubo detenido en el último piso, salí y entré en mi nueva casa.

Después de casi dos meses allí, aún había montañas de cajas sin desempaquetar formando pequeños fuertes como los que Aarón y yo construíamos de niños en el jardín de casa.

La verdad es que el sitio era una pasada. Ni yo me creía mi suerte. Contaba con un par de habitaciones, dos cuartos de baño, un salón inmenso, comedor, despacho y una terraza. Vamos, que a mi padre se le cayó la mandíbula al suelo cuando vio lo que su querido vástago nini había logrado con el sudor de su frente.

El color predominante era el blanco, aunque Sophie ya tenía algunas ideas para pintar y redecorar todo. Bueno, todo menos mi despacho. Aquella era la única habitación en la que Sophie me había dado libertad absoluta para decorar las paredes con los pósteres que tenía en casa de mi madre.

Por desgracia, la disfrutaba menos de lo que me habría gustado. Pasaba las mañanas en un curso de interpretación, al que me había apuntado para el verano, mientras que las tardes las dedicaba a presentarme a los castings que mi representante, Cora Delarte, me conseguía. Mi nivel de popularidad entre los mortales no era tan alto como cuando era la imagen de Play Serafin, pero no podía quejarme. Seguían asaltándome por la calle si no me cuidaba de llevar gafas de sol y gorro.

Guardé los preservativos en el cajón de la mesilla de noche y regresé a la cocina para hacer la salsa de los espaguetis que aguardaban en la olla. Normalmente era Yvette quien se pasaba por mi piso cada dos días para recoger y preparar unos cuantos platos que congelaba para el resto de la semana. Pero dado que hoy era una noche especial y Sophie volvía a casa, había optado por hacer la cena yo.

El timbre de la puerta sonó unos minutos más tarde. Me limpié las manos con el trapo que había sobre la encimera y me deslicé por el parqué hasta la entrada.

—¿Quién osa perturbar mi paz? —pregunté engolando la voz.

—¿Te importa abrir y dejar de hacer el tonto? Voy cargada —respondió Sophie al otro lado.

Cuando entró, pasó a mi lado y me dio un beso tan corto que me supo a aire. Llevaba el pelo recogido en una coleta, una camiseta blanca, unos vaqueros cortos y unas botas altas que realzaban esa figura que tan loco me tenía.

—¿Qué tal el viaje? —pregunté tras cerrar la puerta. Me sentía como el lobo feroz dejando pasar a uno de los cabritillos.

—Vengo muerta, pero ha merecido mucho la pena.

Sophie arrastró la maleta hasta nuestra habitación. La dejó sobre la cama y mientras sacaba toda la ropa para amontonarla y echarla a lavar, me contó cómo le había ido la semana. Yo solo tenía ganas de abrazarla y besarle el cuello y los labios y lo que se terciase, pero algo me decía que no era el momento.

—… así que, después de las dos primeras clases y de ver mi portafolios me dice que quiere que me lo piense. Y la verdad es que, ¿sabes?, no me parece tan mala idea volver a Estados Unidos si es para trabajar con este estudio…

—Un momento, ¿volver? —la interrumpí. Aquella última frase me había sacado de mi ensimismamiento—. ¿Por qué vas a querer volver tan pronto?

Sophie cerró la maleta de golpe y se volvió hacia mí.

—Leo, ¿has escuchado algo de todo lo que te he dicho? ¿Para qué crees si no que había decidido pagarme ese curso? ¡Solo a dos de las que estábamos allí nos han ofrecido el trabajo!

La emoción con la que brillaban sus ojos me hizo comprender por qué había sido tan cortante desde que había entrado por la puerta: siempre que Sophie tenía algo que confesarme, algo que sabía que no me haría mucha gracia, se ponía a la defensiva hasta que lo soltaba. Debería haberlo visto venir.

—¡No sabía nada de que quisieras marcharte! —respondí.

Sophie todavía no había encontrado su sitio en España, pero llevaba los dos últimos meses buscando trabajo y mandando currículums para dedicarse a lo que había estudiado: diseño de interiores.

—¡Porque no me escuchas! Solo hablas de tus clases, de tus anuncios, de tu hermano, de tu carrera… ¿y yo qué, Leo?

—Venga ya, ¡eso no es verdad! —le espeté, sin estar muy seguro de que fuera cierto.

—Ah, ¿no? Pues respóndeme a esta pregunta: ¿adónde tendría que irme si decidiera aceptar la propuesta?

Abrí la boca para responder, pero volví a cerrarla al darme cuenta de que no tenía ni idea. ¿De verdad lo había mencionado en algún momento?

—Gracias por confirmar mis sospechas… —añadió decepcionada.

Temiendo la que se avecinaba, me llevé las manos a la cabeza.

—Joder, Sophie, que no te haya prestado atención cinco segundos no significa que…

—Significa todo, Leo. Y no han sido solo cinco segundos, ni esta ha sido la única vez que lo has hecho. ¿Por qué te cuesta entender que yo también quiera hacer algo más con mi vida ahora que me ofrecen trabajar en un estudio tan reconocido?

Así que era eso.

—Yo no estoy diciendo que no lo hagas, pero… ¿en América?

—¡Sí, en América! —exclamó ella—. ¿Crees que se me daría mal? De algo me habrán servido los tres años en la Escuela de Diseño de Nueva York.

—Creí que venías para quedarte… —mascullé cabreado. Esa no era la noche que había planeado. A la mierda la salsa, los espaguetis y los preservativos. Me senté en el borde de la cama y me aparté el pelo de la frente con las manos—. Vale, muy bien, ahora quieres volver. Genial. ¿Adónde dices que tendrías que irte si aceptases?

—A mí no me hables así, Leo —me advirtió con su tono de tigresa ofensiva. Debía sentirme intimidado, pero en su lugar me producía cierta… ¿excitación?, que enseguida me obligué a reprimir. Ella respiró hondo y se sentó a mi lado—. A su sede en San Francisco.

Alcé las cejas e intenté aguantarme las ganas de levantarme. En cualquier otra ocasión me habría parecido la excusa perfecta para acompañarla, pero todavía no me había recuperado de los últimos acontecimientos y no me veía con fuerzas de regresar a Estados Unidos.

—¿No te parece que te estás precipitando?

—Es una de las mejores empresas del mercado, Leo —añadió ella—. Sería una oportunidad única para introducirme. Además, resulta un tanto irónico que seas tú quien me hable de locuras.

Tocado y hundido.

—Muy bien, pues nada, ¡vete y déjame solo!

Ella me miró de soslayo y esbozó una sonrisa.

—Así que es eso… —dijo, y yo alcé una ceja por respuesta—. ¿Te preocupa que me olvide de ti?

Resoplé con ironía.

—Por favor, no me hagas reír —dije con más desdén del que pretendía—. Está claro que te quieren por ser…

Pero no terminé la frase. Me había dejado llevar por la rabia del momento y advertí que iba directo a un precipicio. Pero no sirvió de nada.

—Está claro que me quieren porque… —repitió Sophie—. Vamos, termina la frase.

Me retó con la mirada unos segundos, antes de que yo estallara.

—¡De acuerdo! Iba a decir que esa gente solo te quiere por ser mi novia. ¿Contenta?

Ahora sí que la había cagado.

—¿Disculpa? —Ella se puso en pie y apretó los labios. Bajo su piel caoba advertí cómo se tensaban los músculos de su mandíbula—. ¿Cómo puedes…? Eres… ¡Fuera de aquí! —estalló.

—¡¿Cómo que fuera de aquí?! —repliqué yo—. ¡Esta es mi habitación! ¡Mi casa!

—Largo, he dicho —repitió con un gruñido, amenazándome con el dedo índice.

Solté un rugido y salí del cuarto dando un portazo.

—¡Qué alegría tenerte de vuelta en casa! —grité de mala leche. Después me puse las zapatillas, cogí las llaves y el móvil, y salí del piso. Temía que si me quedaba acabaría diciéndole cosas que, en el fondo, no pensaba.

Bajé por las escaleras con los pensamientos ahogados en una nube de impotencia y rabia. ¿Quién se creía que era? ¿Cómo podía ser tan rematadamente borde conmigo cuando yo le había dado todo lo que tenía ahora mismo?

Una vez en la calle, me puse a andar sin rumbo fijo. Enseguida sentí que la camiseta se me pegaba a la espalda por culpa del maldito y asfixiante calor de la ciudad. ¿Por qué tenía que parecer que estaba en mitad del Sahara? Todo era una mierda.

Quizá no deberíamos habernos ido a vivir juntos tan pronto, pensé de repente. A lo mejor, si nos hubiéramos dado un tiempo para enfriar las ideas y que se me pasara la resaca de Develstar, no le habría pedido que lo dejara todo y se viniera a España conmigo…

—¿Y qué pasa? Siempre es culpa mía, ¿no? —me reprendí en voz alta.

¿Y qué era eso de que no la escuchaba? Vale que yo era quien más hablaba durante las cenas y comidas en las que coincidíamos, pero también era porque yo era quien tenía algo que contar. ¿Era culpa mía que ella no hubiera encontrado trabajo ni nada que hacer desde que se había venido a vivir conmigo?

Mosqueado, me senté en un banco y hundí la cabeza entre las manos. Era consciente de que no era la persona más fácil para convivir, pero de ahí a aprovechar cada oportunidad para echarme en cara cualquier tontería había un trecho.

Puede que Sophie hubiera mencionado alguna vez su impotencia al no entender nada de español, al tener que esforzarse hasta límites insospechados solo para comprar el pan o preguntar una dirección, o lo mucho que echaba de menos a su familia, pero nadie la había obligado a tomar ese avión y venirse a Madrid. ¿Por qué pagaba conmigo que no hubiera encontrado aún ningún lugar donde aprovechar lo que había aprendido en Nueva York?

No, definitivamente la convivencia con ella en España no estaba siendo como la había imaginado, pero aun así no estaba dispuesto a darme por vencido tan pronto. Aquella era una relación por la que quería luchar, aunque para ello tuviera que resignarme a cambiar en algunos aspectos. ¿Acaso Sophie no lo merecía?

—Soy gilipollas… —musité. Y me golpeé la cabeza con los puños cerrados.

¿Cómo no lo había visto venir? ¿Qué me pasaba?

Siguiendo un presentimiento, me saqué la cadena que colgaba de mi cuello y pregunté en un susurro si Sophie llegaría a perdonarme… otra vez. Después coloqué el dedo índice sobre una de las caras del icosaedro al azar y me acerqué para ver qué ponía…

«No puedo predecirlo ahora.»

—Tonya, querida, tú siempre tan enigmática —dije a la noche, poniéndome de nuevo el colgante.

¿Qué hacía allí en lugar de estar pidiéndole perdón a mi novia? Me pregunté si lo que más me había dolido había sido que la noche hubiera salido tan mal o que Sophie se planteara de verdad marcharse de vuelta al país que yo tanto había admirado y que ahora tanta irritación me producía.

Me había comportado como un idiota al decirle aquello. No hacía falta más que oírla hablar sobre el tema o ver sus trabajos en la universidad para saber que podía ser la mejor diseñadora del mundo si se lo proponía. Pero una vez más mi maldito ego había tenido que abrir la boca sin pasar por el filtro de la sensatez.

Sí, me preocupaba que se lo hubieran ofrecido por ser mi novia. No podía negarlo. Pero no era por lo que ella creía: me daba igual si se hacía más famosa que yo, lo que temía era que fueran a utilizarla solo por el nombre. Aunque también estaba siendo un paranoico: ese mundo no era tan desgarrador y peligroso como el del espectáculo. Quizá en esos círculos ni me conocieran.

Más tranquilo (e infinitamente avergonzado), regresé al piso. Las luces estaban apagadas, y por un momento temí que se hubiera marchado, pero entonces advertí un resplandor en nuestro cuarto. Me acerqué a la puerta y, al ver que estaba cerrada con pestillo, me senté en el suelo y me disculpé por haberme comportado como un imbécil.

—Puedo dormir en el sofá —añadí en un murmullo.

Sin saber siquiera si había escuchado una sola palabra o si ya estaba dormida, me levanté para disponerme a pasar la noche viendo la televisión.

En ese momento, oí el pestillo y Sophie abrió la puerta. Se había puesto la camiseta blanca que utilizaba para dormir y el culote ajustado. Tenía los ojos rojos de haber llorado.

—Lo siento —repetí.

Ella se encogió de hombros y miró al suelo. Lo interpreté como una muestra de perdón. Le pasé los brazos por la cintura y le di un beso en la mejilla antes de bajar hasta sus labios. Dios, cuánto los había echado de menos.

Antes de darnos cuenta, estábamos en la cama, con la pelea, como todas las anteriores, olvidada y nuestros pensamientos ahogados en el placer de nuestros cuerpos.

Al final, después de todo, no iba a resultar tan mal la noche…