Arlington

Newell se había casado con una checa y las cosas no iban bien, bebían y se peleaban. Esto ocurría en Kaiserslautern y algunas familias del edificio donde vivían se habían quejado. Westerveldt, ayudante de campo en funciones, fue el encargado de ir a poner orden. Habían sido compañeros de clase, él y Newell, aunque este último no era de los que dejaban huella. Newell era callado e introvertido. Tenía un extraño aspecto con su frente alta y abombada y sus ojos claros. Jana, su mujer, tenía una boca desdeñosa y unos bonitos pechos. Westerveldt no la conocía bien. Sólo de vista.

Newell estaba en la sala de estar cuando Westerveldt se presentó. No pareció sorprendido de la visita.

—Se me ha ocurrido venir a hablar un rato —dijo Westerveldt.

Ligero cabeceo por parte de Newell.

—¿Tu mujer está en casa?

—Creo que en la cocina.

—No es asunto mío, pero ¿tenéis problemas, tú y ella?

Newell pareció sopesar la pregunta.

—Nada importante —dijo al cabo.

La esposa checa estaba en la cocina, se había quita­do los zapatos y estaba pintándose las uñas de los pies. Levantó ligeramente la vista cuando entró Westerveldt. Él se fijó en la exótica boca europea.

—¿Podríamos hablar un momento?

—¿Sobre qué? —dijo ella. En la encimera había comida sin tocar y platos sucios.

—¿Por qué no viene a la sala de estar? —Ella no respondió—. Sólo será un momento.

Siguió concentrada en sus pies, haciendo caso omiso. Westerveldt se había criado con tres hermanas y se encontraba cómodo entre mujeres. Le tocó el codo para animarla, pero ella lo apartó bruscamente.

—¿Quién es usted? —inquirió.

Westerveldt volvió al salón y habló a Newell como a un hermano. Tenía que poner fin a esa situación, le dijo, estaba haciendo peligrar su carrera.

Newell deseaba confiarse a Westerveldt. Sin embargo, permaneció callado, incapaz de empezar. Estaba desesperadamente enamorado de su mujer. Cuando se vestía bien era sencillamente más que preciosa. Si los veías juntos en el Wienerstube, él con su frente blanca y convexa brillando a la luz y ella delante de él, filmando, te preguntabas: ¿cómo pudo conseguirla? Ella era insolente, aunque no siempre. Poner la mano sobre la parte inferior de su espalda desnuda era tener todo cuanto uno podía esperar poseer.

—¿Qué es lo que le molesta? —quiso saber Westerveldt.

—Ha tenido una vida horrorosa —dijo Newell—. Todo se arreglará.

Westerveldt no recordaba lo que habían hablado después. Los acontecimientos posteriores lo borraron todo.

Newell estaba ausente por motivos de trabajo, y su mujer, que no tenía amigos, se aburría. Iba al cine y paseaba por la ciudad. Iba al club de oficiales y se sentaba a la barra a beber. Un sábado se encontraba allí, los hombros desnudos, bebiendo todavía cuando llegó la hora de cerrar. El encargado del club, el capitán Dardy, se dio cuenta y le preguntó si necesitaba que la acompañaran a su casa. Le dijo que esperara unos minutos hasta que hubiera terminado de cerrar.

A la mañana siguiente, el cielo todavía gris, el coche de Dardy seguía aparcado fuera del cuartel. Jana pudo verlo, y lo mismo todo el mundo. Se inclinó, lo despertó a sacudidas y le dijo que se marchara.

—¿Qué hora es?

—Da igual. Tienes que irte —dijo ella.

Después acudió a la policía militar y puso una denuncia por violación.

En su larga y admirada carrera, Westerveldt había sido como un personaje de novela. Entre las espadañas cerca de Pleiku se había ganado una cicatriz cuando un fragmento de metralla, un centímetro más abajo y un poco más cerca, pudo haberlo matado o dejado ciego. Si aca­so, ello dio realce a su semblante. En Nápoles, donde estaban destinados, había tenido una larga aventura con una mujer, marquesa para más señas. Si renunciaba a su graduación y se casaba con ella, la marquesa pro­metía comprarle todo lo que deseara. Incluso podría tener una amante. Eso fue sólo un episodio aislado. Westerveldt gustaba a las damas. Al final se casó con una mujer de San Antonio, divorciada y con un niño, y tuvieron dos hijos más. Cuando falleció de un tipo de leucemia que empezó como un extraño sarpullido en el cuello, tenía cincuenta y ocho años.

La capilla de la funeraria, una habitación corriente con papel pintado de rojo y unos bancos, estaba abarrotada. Alguien pronunciaba el panegírico, pero desde el pasillo, donde había mucha gente de pie, y era difícil de entender.

—¿Oye usted lo que dice?

—Ni yo ni nadie —respondió el que estaba frente a Newell. Se dio cuenta de que era Bressi, con su pelo ahora blanco.

—¿Vas al cementerio? —preguntó Newell al ter­minar el funeral.

—Te llevo —dijo Bressi.

Cruzaron Alexandria con el coche lleno.

—Ahí está la iglesia a la que asistía George Washington cuando era presidente —dijo Bressi. Y un poco más adelante—: Esa es la casa donde se crió Robert E. Lee.

Bressi y su mujer vivían en Alexandria en una casa de tablas blancas con un porche estrecho y persianas negras.

—¿Quién fue el que dijo «Crucemos el río y des­cansemos a la sombra de los árboles»? —les preguntó.

Nadie dijo nada. Newell notó el desdén de los de­más. Todos miraban por las ventanillas.

—¿Alguien lo sabe? —insistió Bressi—. Pues os lo diré: el gran estratega del general Lee.

—A quien sus propios hombres mataron —precisó Newell en voz queda.

—Por error.

—En Chancellorsville, al atardecer.

—No queda lejos de aquí, a unos cincuenta kilómetros —dijo Bressi. Había sido primero en historia militar. Miró por el retrovisor—. ¿Y cómo es que sabes eso? ¿Tú qué sacabas en historia militar?

Newell no respondió.

Todos guardaron silencio.

Había una larga hilera de vehículos para entrar en el cementerio. La gente que ya había aparcado caminaba junto a los coches. Había más lápidas de las que uno podía imaginar.

Bressi extendió el brazo y, señalando vagamente una zona, dijo algo que Newell no alcanzó a oír. «Thill debe de estar en esa sección», había dicho Bressi, refiriéndose a un galardonado con la medalla de honor.

Caminaron junto a muchos otros hacia el final, atraídos por la música tenue que parecía proceder del río mismo, el último río, el barquero esperando. La banda, de uniforme azul oscuro, formaba en un peque­ño valle. Tocaba Wagon Wheels. La tumba estaba cerca, fresca la tierra bajo una lona verde.

Newell andaba como en sueños. Conocía a quienes lo rodeaban, pero no mucho. Se detuvo ante la tumba de los padres de Westerveldt, muertos con treinta años de diferencia y sepultados el uno junto al otro.

Durante la ceremonia, que duró bastante, creyó re­conocer algunas caras. A quienes parecían su viuda e hijos se les entregó una gruesa bandera doblada. Familia y amigos desfilaron frente al ataúd portando flores amarillas de largo tallo. Newell, obedeciendo a un impulso, los siguió.

Estaban disparando salvas. Una corneta sola, argentina y pura, tocó el toque de silencio y el sonido se difundió por las lomas. Los generales y coroneles retirados se pusieron firmes con la mano sobre el corazón. Habían servido en todas partes, aunque ninguno de ellos había cumplido condena de cárcel como Newell. Los cargos por violación contra Dardy habían sido re­tirados tras la investigación y, con ayuda de Westerveldt, Newell había sido trasladado a fin de que pudiera empezar de cero. Luego los padres de Jana necesitaron ayuda en Checoslovaquia y Newell, que aún era teniente, hizo lo que pudo para conseguir dinero y enviárselo. La gratitud de ella fue sincera.

—Dios mío. ¡Te quiero! —dijo.

Desnuda y a horcajadas sobre Newell, acariciándose las nalgas mientras él yacía medio desmayado, empezó a montarlo. Una noche que él jamás olvidaría. Luego se lo acusó de haber vendido radios robadas a suministros. En el consejo de guerra, Newell guardó silencio. Deseaba por encima de todo no haber tenido que estar allí de uniforme; era como llevar una corona de espinas. Lo había canjeado, con las barras plateadas y el anillo de rango, para poseerla. De las tres cartas al tribunal pidiendo el indulto y dando fe de su persona, una era de Westerveldt.

Aunque la condena fue de sólo un año, Jana no lo esperó. Se largó con un hombre llamado Rodríguez, propietario de varios salones de belleza. Ella dijo que todavía era joven.

La mujer con la que Newell se casó después no sabía nada o casi nada de todo eso. Era mayor que él, te­nía dos hijos crecidos y los pies mal, sólo podía caminar distancias cortas, del coche al supermercado. Sabía que su marido había estado en el ejército, había varias fotos de él de uniforme, tomadas años atrás.

—Este eres tú —le dijo ella—. ¿Se puede saber qué eras?

Newell no regresó con los otros. No tenía motivo para hacerlo. Eso era Arlington y allí yacían todos, formados por última vez. Casi podía oír las notas lejanas del toque de corneta. Caminó hacia la carretera por la que habían venido. Con un sonido primero tenue pero cada vez más rítmico, oyó cascos de caballos, un grupo de seis corceles negros con tres jinetes erguidos tiraba de la cureña que había transportado el ataúd, las grandes ruedas de radios traqueteando en la calzada. Los jinetes, con sus capas oscuras, no lo miraron. Las lápidas en prietas líneas parejas describían una curva por las laderas y bajaban hacia el río hasta donde alcanzaba la vista, todas de la misma altura con algún que otro monolito más grande y gris, como un oficial montado entre la tropa. A la luz que se extinguía, parecían a la espera, fatídicas, apretujadas como para una gran ofensiva. Por un momento se sintió exaltado ante la idea de todos aquellos muertos, la historia de la nación, su pueblo. Era difícil yacer en Arlington, él nunca lo conseguiría, hacía tiempo que había renunciado a ello. Como tampoco volvería a conocer aquellos días con Jana. La recordó en ese momento tal como había sido en tiempos, tan esbelta y tan joven. Newell era fiel a ella. Una fidelidad unilateral, sí, pero eso bastaba.

Cuando por fin todos se pusieron firmes con la mano sobre el corazón, Newell permaneció aparte, a solas, haciendo el saludo con firmeza, leal, como el estúpido que siempre había sido.