Hollis estaba en la parte de atrás sentado a una mesa repleta de libros con un espacio entre ellos donde estaba escribiendo cuando entró Carol.
—Hola —dijo ella.
—Vaya, mira quién está aquí —repuso él con frialdad—. Hola.
Llevaba un suéter gris y una falda estrecha; como siempre, bien vestida.
—¿No recibiste mi mensaje? —preguntó.
—Sí.
—No me has llamado.
—No.
—¿No pensabas hacerlo?
—Claro que no —confirmó él.
Parecía más grueso que la última vez y necesitaba un corte de pelo, le llegaba casi a los hombros.
—Pasé por tu apartamento pero te habías marchado. Hablé con Pam. Se llama así, ¿no? Pam.
—Sí.
—Charlamos. Sólo un rato. Ella no parecía interesada en hablar. ¿Es tímida?
—No es tímida.
—Le hice una pregunta. ¿Quieres saber cuál?
—No especialmente —dijo él.
Se retrepó en la silla. Su chaqueta estaba sobre el respaldo con las mangas ligeramente subidas. Ella reparó en un reloj de pulsera con correa de piel marrón.
—Le pregunté si todavía te gustaba que te la chuparan.
—Largo de aquí —espetó él—. Vete, fuera.
—No me respondió —dijo Carol.
El tuvo un instante de miedo, de culpa casi, pensando en las consecuencias. Por otra parte, no la creía.
—Bueno, ¿sí o no? —insistió Carol.
—Vete de una vez. Por favor —añadió con tono civilizado. Hizo un gesto como si la ahuyentara—. Hablo en serio.
—No me quedaré mucho, sólo unos minutos. Quería verte, eso es todo. ¿Por qué no devolviste mi llamada?
Era alta, con la nariz larga y regia de un purasangre. El aspecto de la gente no es igual a lo que uno recuerda. Ella había salido un día de un restaurante y bajado los escalones, muy pasada ya la hora de comer, con un vestido de seda que se le pegaba a las caderas y el viento arremolinado entre sus piernas. Aquellas tardes, pensó él.
Carol se sentó en la butaca, delante de él, y esbozó una sonrisa escueta.
—Tienes una bonita casa.
Tenía los ingredientes para serlo, dos habitaciones en la planta baja y detrás un poco de césped que daba al patio de unas casas discretas, aunque sólo había una ventana y las tablas del suelo estaban muy gastadas. Vendía libros buenos y manuscritos, en general cartas, y tenía un catálogo demasiado extenso para un negocio de su tamaño. Después de diez años como comerciante de prendas de vestir había encontrado una vida que le gustaba. Las habitaciones eran de techo alto, las estanterías estaban llenas, y apoyadas contra ellas, en el suelo, había unas cuantas fotos enmarcadas.
—Chris —dijo ella—, dime una cosa. ¿Qué pasó con la foto que nos hicieron en aquella comida que organizó Diana Wald en casa de su madre? En aquella colina hecha de montones de coches viejos, ¿lo recuerdas? ¿Conservas esa foto?
—Debo de haberla perdido.
—Me gustaría mucho tenerla. Era una foto preciosa. Qué tiempos aquéllos —suspiró Carol—. ¿Te acuerdas de la casa flotante que teníamos?
—Claro.
—No sé si la recordarás como yo la recuerdo.
—Es difícil de saber. —Tenía una voz grave y persuasiva. Una voz segura de sí misma, tal vez en exceso.
—La mesa de billar, ¿te acuerdas de eso? Y la cama junto a las ventanas.
Él no respondió. Ella cogió un libro de la mesa y se puso a hojearlo: «E. E. Cummings: La habitación enorme, sobrecubierta con pequeños arañazos en parte inferior, pequeña mancha en portadilla, por lo demás muy buen estado. Primera edición». El precio estaba marcado a lápiz en la esquina superior de la guarda. Siguió pasando páginas al azar.
—Aquí está ese fragmento que tanto te gusta. ¿Qué es, que ya no me acuerdo?
—Jean Le Nègre.
—Ah, si.
—Sigue sin tener rival —dijo él.
—No sé por qué, me hace pensar en Alan Baron. ¿Sigues en contacto con él? ¿Ha llegado a publicar? Siempre me estaba hablando del yoga tántrico, de que debía probarlo. Quería enseñarme él en persona.
—Ah, ¿y te enseñó?
—¿Bromeas? —Pasaba las páginas valiéndose de sus largos pulgares—. Siempre están hablando de yoga tántrico —añadió—, o de sus grandes pollas. Pero tú no. A propósito, ¿cómo está Pam? No supe qué pensar. ¿Es feliz?
—Sí, muy feliz.
—Qué bien. Y ahora tenéis una niña, ¿qué edad dijiste que tenía?
—Se llama Chloe. Seis años.
—Oh, tan mayor ya. A esa edad saben mucho, ¿no es cierto? Saben y no saben —dijo. Cerró el libro y lo dejó en la mesa—. Sus cuerpos son tan puros… ¿Chloe tiene un cuerpo bonito?
—Lo que tú harías por un cuerpo así —dijo él como si tal cosa.
—Un cuerpecito perfecto. Ya me lo imagino. ¿Le das baños? Seguro que sí. Eres un padre ejemplar, el padre que toda niñita debería tener. Lo que me pregunto es cómo serás cuando ella crezca. Cuando empiecen a aparecer los chicos.
—No van a venir muchos.
—Por el amor de Dios, por supuesto que sí. Vendrán aquí temblando, eso te consta. Tu hija tendrá pechos y le saldrá el primer vello púbico, tan suave.
—Eres repugnante, ¿sabes, Carol?
—Ya, no te gusta pensar en eso. Pero ella se hará mujer, ¿entiendes?, será una mujer joven. Seguro que te acuerdas de lo que sentías por las chicas. Pues bien, la cosa continúa sin ti, y ella será una chica más, con su cuerpo perfecto y todo eso. Por cierto, ¿cómo es el de Pam?
—¿Y el tuyo?
—¿No lo ves?
—No me estaba fijando.
—¿Todavía haces el amor? —preguntó ella despreocupadamente.
—De vez en cuando.
—Yo no. Casi nunca.
—Me cuesta creerlo.
—Nunca es lo que debería ser, ni lo que fue en otro tiempo. ¿Cuántos años tienes? Te veo más grueso. ¿Haces ejercicio? ¿Vas a los baños y te miras en el espejo?
—No tengo tiempo.
—Pues si lo tuvieras y fueras libre podrías ir al vapor, a las duchas, ponerte ropa limpia y, veamos, no es demasiado temprano para ir hasta el Odeon, por ejemplo, a tomar una copa y ver si hay chicas por allí. Podrías decirle al barman que las invitara de tu parte o simplemente hablar tú con ellas, preguntar si quieren ir a cenar, si tienen algún plan. Así de fácil. Siempre te gustaron las buenas dentaduras. Te gustaban los brazos delgados y, cómo decirlo, las buenas tetas; no necesariamente muy grandes, sino de buen tamaño, nada más. Y las piernas largas. ¿Todavía te gusta atarles las manos? Antes te gustaba, siempre es excitante descubrir si te dejarán hacerlo. Dime una cosa, Chris, ¿tú me querías?
—¿Quererte?
Estaba retrepado en la silla. Por primera vez ella tuvo la impresión de que quizá había estado bebiendo un poco más de la cuenta. Por la expresión de su cara.
—Pensaba en ti a todas horas —dijo él—. Adoraba todo cuanto hacías. Lo que me gustaba era que fueses absolutamente nueva, y todo cuanto decías o hacías lo era. Eras incomparable. Contigo me parecía tenerlo todo en la vida, todo cuanto cualquiera puede soñar. Te veneraba.
—¿Cómo a ninguna otra mujer?
—Nunca me habría cansado de ti. Podría haberme deleitado contigo eternamente. Tú eras la elegida.
—¿Y Pam? ¿Con ella no te deleitas?
—Un poco. Pam es diferente.
—¿En qué sentido?
—Pam no toma todo eso y se lo entrega a otro. Yo no vuelvo inesperadamente de un viaje y me encuentro la cama deshecha donde tú y algún tipo habéis estado pasándolo bien.
—No lo pasamos tan bien.
—Qué pena.
—Nada bien, en realidad.
—Entonces, ¿por qué lo hiciste?
—No lo sé. Sentí el estúpido impulso de probar algo diferente. No sabía que la verdadera felicidad consiste en tener lo mismo todo el tiempo.
Se miró las manos. Él reparó de nuevo en sus pulgares largos, flexibles.
—¿No opinas lo mismo? —preguntó ella fríamente.
—No seas antipática. Además, ¿qué sabes tú de la verdadera felicidad?
—Oh, la tuve.
—¿En serio?
—Sí —dijo ella—. Contigo.
Él la miró. Ella no le devolvió la mirada, tampoco sonreía.
—Me marcho a Bangkok —dijo—. Bueno, primero a Hong Kong. ¿Has estado alguna vez en el hotel Peninsula?
—Nunca he estado en Hong Kong.
—Dicen que es el mejor hotel del mundo, incluidos los de Berlín, París y Tokio.
—Ni idea.
—Tú has estado en muchos hoteles. ¿Recuerdas Venecia, aquel pequeño hotel cerca del teatro?, ¿el agua en la calle, hasta las rodillas?
—Tengo mucho que hacer, Carol.
—Oh, vamos.
—Tengo un negocio.
—¿Sí? ¿Y cuánto vale este E. E. Cummings? —preguntó ella—. Te lo compro y así podemos seguir charlando.
—Está vendido —dijo él.
—Pues todavía lleva el precio.
Él se encogió de hombros.
—Contéstame a lo de Venecia —insistió ella.
—Sí, me acuerdo del hotel. Y ahora despidámonos.
—Me marcho a Bangkok con otra persona.
Él notó un sutil vuelco en el corazón, apenas perceptible.
—Estupendo —dijo.
—Molly. Te caería bien.
—¿Molly?
—Viajamos juntas. Ya sabes que papá murió.
—No, no lo sabía.
—Hace un año. Se murió, de modo que se acabaron mis preocupaciones. Es una sensación muy agradable.
—Supongo. Tu padre me caía simpático.
Había estado en el negocio del petróleo, un hombre sociable con ciertos prejuicios que no se privaba de reconocer. Llevaba trajes caros y había estado divorciado dos veces, pero sabía eludir la soledad.
—Estaremos un par de meses en Bangkok, es posible que regresemos pasando por Europa —dijo Carol—. Molly tiene mucho estilo. Fue bailarina. ¿Qué era Pam, no me dijiste maestra o algo así? Si te gusta Pam, te gustaría Molly. No la conoces, pero te gustaría. —Hizo una pausa—. ¿Por qué no vienes con nosotras? —dijo.
Hollis sonrió levemente.
—¿Se la puede compartir? —preguntó.
—No tendrías que compartirla.
El supo que lo decía para fastidiarlo.
—¿Dejar a mi familia y el negocio, así por las buenas?
—Gauguin lo hizo.
—Soy un poco más responsable que él. Tú quizá sí lo harías.
—Si tuviera que elegir —dijo ella—. Entre la vida y…
—¿Y qué?
—La vida y una especie de vida fingida. No pongas cara de no entender. No hay nadie que entienda mejor que tú.
Hollis experimentó un rencor no deseado. Que terminara la cacería, pensó. Que aquello se acabara. La oyó continuar.
—Viajar. Por Oriente. El aire de un mundo distinto. Bañarse, beber, leer…
—Tú y yo.
—Y Molly. De propina.
—Pues no sé. ¿Qué aspecto tiene?
—Es guapa, ¿qué esperabas? La desnudaré para ti.
—Voy a decirte algo que te hará gracia —dijo él—, algo que me contaron. Dicen que todo en el universo, planetas, galaxias, todo (el universo entero), procede en su origen de algo del tamaño de un grano de arroz que explotó y formó lo que tenemos ahora: el sol, las estrellas, la tierra, los mares, todo lo que existe, incluido lo que yo sentía por ti. Aquella mañana en Hudson Street, sentados al sol con las piernas levantadas, satisfechos y conscientes de ello, enamorados el uno del otro, aquel día supe que tenía todo lo que la vida me podía ofrecer.
—¿De veras pensaste eso?
—Claro. Cualquiera lo habría pensado. Lo recuerdo muy bien, pero ya no puedo sentirlo. Pasó.
—Es triste.
—Ahora tengo algo más. Tengo una esposa a la que amo y una hija.
—Suena muy trillado, ¿no? Una mujer a la que amo.
—Pues es la verdad.
—Y contemplas los años venideros, el éxtasis, con ilusión.
—No se trata de éxtasis.
—Tienes razón.
—No se puede tener éxtasis a diario.
—No, pero se puede tener algo igual de bueno —dijo ella—. La expectación del éxtasis.
—Está bien. Pues ve y disfruta. Con Molly.
—Pensaré en ti, Chris, cuando estemos en la casa que tendremos a orillas del río en Bangkok.
—Oh, no te molestes.
—Pensaré en ti tumbado en la cama por la noche, hastiado de todo.
—Déjalo ya, por Dios. Olvídalo. Déjame un recuerdo agradable de ti.
—No quiero dejarte un buen recuerdo —replicó ella, y casi susurrando—: Quiero que me maldigas.
—Y dale.
—Qué bonito —dijo ella—. La pequeña familia, los preciosos libros. Muy bien, de acuerdo. Has perdido tu oportunidad. Adiós. Ve a bañar a tu niña. Mientras puedas, al menos.
Lo miró por ultima vez desde el umbral. Él oyó su taconeo cruzando la habitación principal. La oyó pasar frente a las vitrinas en dirección a la puerta, donde los pasos parecieron dudar, y luego la puerta que se cerraba.
La habitación le daba vueltas, no podía controlar sus pensamientos. El pasado, como una marea repentina, lo había barrido, no como fue en realidad sino como no podía evitar recordarlo. Mejor sería reanudar el trabajo. Sabía cómo era el tacto de su piel, sedoso. No debería haberla escuchado.
Con las teclas suaves, silenciosas, empezó a escribir: «Jack Kerouac, carta mecanografiada y con firma («Jack»), 1 página, a su novia, la poetisa Lois Sorrells, a un solo espacio, firmada a lápiz, ligera arruga de un doblez». No era una vida fingida.