Una tarde, cerca de la hora del cierre, Kenny, su ayudante, con la mano sobre el auricular, dijo que una tal Noreen estaba al teléfono.
—Dice que la conoces.
—¿Noreen? Pásamela —dijo Arthur—. Espera un segundo.
Se levantó y cerró la puerta de su cubículo. Todavía era visible a través del cristal mientras se sentaba de cara a la ventana y se distanciaba de cuanto estaba sucediendo, de las docenas de hombres, y algunas mujeres, gestores de cuenta, cosa en otro tiempo impensable, mirando sus monitores y hablando por teléfono. El corazón le latía deprisa cuando por fin habló.
—¿Sí?
—¿Arthur?
Esa palabra y una especie de estremecimiento llegaron a la vez, una dicha teñida de temor, como cuando el maestro te nombra en voz alta.
—Soy Noreen —dijo ella.
—Noreen. ¿Cómo te va? Cuánto tiempo, ¿no? ¿Dónde estás?
—Aquí. Estoy viviendo aquí otra vez —dijo ella.
—Pero qué me cuentas. ¿Qué ha pasado?
—Rompimos.
—Qué pena —repuso él—. Lo siento de veras. —Siempre parecía muy sincero, incluso en los comentarios más triviales.
—Fue un error. Nunca debería haberlo hecho. Debí imaginármelo.
Alrededor de la mesa, el suelo estaba cubierto de papeles, informes, declaraciones anuales con sus muchos números. No era su fuerte. Él prefería hablar con la gente, podía pasarse el día entero hablando y contando anécdotas. Y era conocido por su honestidad. Había tomado como modelo la vieja guardia, hombres ya desaparecidos como Henry Braver, el padre de Patsy Millinger, que había sido socio de la firma y había empezado antes de la guerra. Uno de sus clientes fue Onassis. Braver tenía fama internacional, así como un gran olfato para lo auténtico. Arthur no tenía ese olfato pero sabía hablar y escuchar. En ese negocio había muchas maneras de ganar dinero. Su método consistía en buscarse un par de caballos ganadores a los que apostar fuerte. Y hablar cada día con sus clientes.
—Mark, ¿cómo te va, querido? Deberías estar aquí. Han llegado las cifras de Micronics. Están todos llorando. Menos mal que fuimos listos y no nos metimos en eso. ¿Quieres saber una cosa? Aquí hay unos cuantos listillos que han sufrido pérdidas. —Bajó la voz—. Por ejemplo, Morris.
—¿Morris? A ése deberían darle una inyección y dormirlo para siempre.
—Esta vez se ha pasado de listo. No le ha servido de nada sobrevivir al crac del veintinueve.
Morris tenía un escritorio, cortesía de la empresa, cerca de la fotocopiadora. Había sido socio, pero para no estar mano sobre mano una vez jubilado —odiaba Florida y no jugaba al golf— volvió a la firma y se lo montó por su cuenta. Sólo por edad ya era un caso aparte; una reliquia con una perfecta dentadura postiza, que vivía en su mundo de ámbar con una esposa anciana. Todos lo hacían objeto de chistes. Los años lo habían dejado solo, como un náufrago, en su mesa y en el apartamento de Park Avenue al que nadie había ido nunca.
Morris había perdido mucho con Micronics. Era imposible decir cuánto. Él llevaba su propia y discutible contabilidad, pero Arthur lo había sabido por Marie, la asexuada mujer que liquidaba los balances.
—Cien mil —le reveló—. Pero no digas nada.
—Descuida, encanto —le aseguró Arthur.
Arthur lo sabía todo y se pasaba todo el día al teléfono. Era una conversación interminable: chismes, afectos, noticias. Recordaba a Punch, con su nariz aguileña, barbilla puntiaguda curvada hacia arriba y sonrisa inocente. Rebosaba felicidad, pero una felicidad que conocía sus propios límites. Estaba en Frackman & Wells desde los tiempos en que eran siete empleados, y ahora había casi doscientos y ocupaban tres plantas del edificio. Él también se había hecho rico, más de lo que hubiera imaginado, aunque su vida apenas había cambiado y seguía teniendo el mismo apartamento en London Terrace. Ya vivía allí la noche que conoció a Noreen en Goldie’s. Ella hizo algo que muy pocas chicas habían hecho: reír y arrimarse a él. Desde el primer momento hubo franqueza entre los dos. Noreen. El piano desgranando sus notas, las viejas canciones, el ruido.
—Me he divorciado —dijo Noreen—. ¿Y tú qué tal?
—¿Yo? Como siempre. —Abajo en la calle, gente que se apresuraba, coches. Pero el sonido llegaba tenue.
—¿En serio? —preguntó ella.
Hacía años que no hablaban. En otro tiempo habían sido inseparables. Estaban cada noche en Goldie’s, o en Clarke’s, adonde él solía ir también regularmente. Siempre le daban una buena mesa, en la parte del centro cerca de la puerta falsa, o en la de atrás cerca de la gente y el invariable menú escrito pulcramente con tiza. A veces se quedaban en la larga barra rayada con aquel rótulo anunciando que allí no se servía a mujeres bajo ningún concepto. El encargado, los barman, los camareros, todo el mundo lo conocía. Clarke’s era su verdadera casa, sólo se iba de allí para dormir. Bebía muy poco a pesar de su aspecto, pero siempre invitaba a otros y se quedaba horas en la barra, con alguna que otra escapada al servicio, un pabellón aparte, oblongo y pasado de moda, donde orinabas como un archiduque sobre barras de hielo. A Clarke’s iba gente de la publicidad, modelos, hombres como él mismo, y policías fuera de servicio a última hora de la noche. Arthur enseñó a Noreen a reconocerlos: zapatos negros y calcetines blancos. A Noreen le encantaba. Era siempre muy bien recibida, con su figura y su deslumbrante carcajada. Los camareros la llamaban por su nombre.
Noreen tenía el pelo rubio oscuro, aunque su madre era griega, decía ella. Había muchos rubios en el norte de Grecia, de donde procedía su familia. Con los años, las legiones romanas se habían llenado de hombres de las tribus germánicas, y cuando Roma cayó algunas legiones desperdigadas se instalaron en las montañas de Grecia, al menos eso le habían contado a ella.
—De modo que soy griega pero también germánica —le dijo a Arthur.
—Vaya, espero que no —dijo él—. Yo no podría ir con una alemana.
—¿Qué quieres decir?
—Que me vieran por ahí con una.
—Arthur —explicó Noreen—, tienes que aceptar las cosas, lo que soy yo y lo que eres tú, y por qué eso es tan bueno.
Había ciertas cosas de las que quería hablarle pero no lo hacía, cosas que a él no iba a gustarle saber, pensaba Noreen. Por ejemplo, aquella noche en el hotel St. George cuando tenía diecinueve años y subió a la habitación con un tipo que le pareció simpático y agradable. Fueron a la suite del jefe de él, que se encontraba de viaje. Estuvieron bebiendo su whisky de reserva y luego, sin saber cómo, ella estaba boca abajo en la cama y con las manos atadas a la espalda. Eso pasó en un mundo diferente del de Arthur. El de él era limpio, tierno, clemente.
Salieron juntos casi tres años, los mejores años. Se veían prácticamente todas las noches. Ella lo sabía todo sobre su trabajo. Al oír hablar a Arthur, parecía muy interesante: aquellos tipos codiciosos, los socios, Buddy Frackman, Warren Sender. Y Morris; una vez ella había visto a Morris en el ascensor.
—Tiene usted muy buen aspecto —le dijo con cierta osadía.
—Y tú también —repuso él, risueño.
Morris no sabía quién era, pero momentos después se inclinó hacia ella y formó con la boca, sin pronunciarlo, las palabras:
—Ochenta y siete.
—¿De veras?
—Sí —dijo él, ufano.
—Nunca lo hubiera dicho.
Ella sabía que una vez, volviendo de almorzar, Arthur y Buddy habían visto a Morris tendido en la calle con la camisa blanca ensangrentada. Se había caído accidentalmente y dos o tres personas trataban de ayudarlo a levantarse.
—No mires —había dicho Arthur a Buddy—, sigue andando.
—Morris tiene suerte, con amigos como tú —dijo Noreen.
Ella trabajaba en Grey Advertising, lo cual facilitaba su relación. Verla lo llenaba siempre de gozo, incluso cuando los encuentros se convirtieron en algo normal. Tenía veinticinco años y estaba repleta de vida. Aquel verano él la vio en bañador, un biquini. Estaba imponente, y su piel parecía poseer un brillo propio. Tenía el vientre despreocupado propio de una muchacha y se metió corriendo en el oleaje. Él entró con más cautela, como correspondía a un hombre que había sido mecanógrafo en el ejército y representante de un fabricante de ropa antes de llegar a lo que él llamaba Wall Street, donde siempre había soñado estar y habría podido trabajar gratis.
Las olas, el océano, la arena blanca y cegadora. Fue en Westhampton, adonde habían ido de fin de semana. En el tren todos los asientos estaban ocupados. Jóvenes en camiseta y con torsos viriles bromeaban en los pasillos. Al lado de él, Noreen irradiaba felicidad como si fuera calor. Llevaba una pequeña cruz dorada, del tamaño de una moneda de diez centavos, en una cadenita de oro que descansaba sobre su blusa. Él no se había fijado antes. Se disponía a decir algo cuando de pronto el tren empezó a dar sacudidas hasta detenerse por completo.
—¿Qué es? ¿Qué pasa?
No estaban en una estación sino junto a un terraplén bajo, en medio de la maleza. Al poco rato les llegó la noticia: habían atropellado a un ciclista.
—¿Dónde? ¿Cómo ha sido? —preguntó Arthur—. Estamos en un bosque.
Nadie sabía nada. La gente empezó a especular, si bajaban o no para tratar de encontrar un taxi; por cierto, ¿dónde estaban ahora? La gente aventuraba opiniones. Varios individuos se apearon y caminaron junto al tren.
—Dios mío, sabía que iba a pasar algo así —dijo Arthur.
—¿Cómo ibas a saber algo así? —repuso Noreen.
—Atropellamos a una vaca —informó un hombre al otro lado del pasillo.
—¿Una vaca? ¿También hemos arrollado a una vaca? —exclamó Arthur.
—No; hace un par de semanas —explicó el hombre.
Aquella noche Noreen le enseñó a comer langosta.
—Mi madre se moriría si se enterara —dijo Arthur.
—¿Cómo quieres que se entere?
—Me desheredaría.
—Empieza por las pinzas —dijo Noreen.
Le había colocado la servilleta en el cuello de la camisa. Bebieron vino italiano.
Westhampton, sus piernas bronceadas y sus talones pálidos. La sensación que ella le proporcionó de ser joven, e incluso —Dios lo ayudara— gallardo. Arthur estaba de un humor travieso. En la playa se puso medio coco como gorro. Estaba perdidamente enamorado, y sin saberlo. No era consciente de que había llevado una vida superficial. Sólo sabía que era feliz —más de lo que había sido nunca— en compañía de ella. Aquella chica de buen corazón con sus bellas piernas, su fragancia, sus orejitas perfectas que sólo estaban pendientes de él. ¡Y ella también disfrutaba, en cierto modo! Los Sender los invitaron a su casa y él durmió en otra habitación en el sótano mientras ella lo hacía en el piso de arriba, pero estaban bajo el mismo techo y la vería por la mañana.
—¿Cuándo te vas a casar con ella? —le preguntaban todos.
—Noreen no me aceptaría —decía él saliéndose por la tangente.
Luego, sin miramientos, ella reconoció que salía con otro. Fue casi un chiste: Bobby Piro. Un tipo rechoncho, que vivía con su madre y no se había casado.
—Tiene el pelo negro y lustroso —aventuró Arthur como si lo encajara bien.
Tuvo que tomárselo a la ligera, y Noreen hizo otro tanto. Ella se reía a costa de Bobby cuando hablaban de él, de sus hermanos Dennis y Paul, de su idea de ir a Las Vegas, de la madre que le preparaba a Noreen pollo Vesuvio, el plato favorito de Sinatra.
—Pollo Vesuvio —dijo Arthur.
—Estaba bastante rico.
—Así que has conocido a su madre.
—Dice que estoy demasiado delgada.
—Me recuerda a mi madre. ¿Seguro que es italiana?
A ella le gustaba Bobby, al menos un poco, de eso se daba cuenta Arthur. Pero aun así le costaba pensar en Bobby como algo importante. Era un tema de conversación, nada más. Bobby quería pasar un fin de semana con ella.
—En el Eurípides —dijo Arthur, con el estómago revuelto.
—No caerá esa breva.
Un hotel Eurípides que no existía, pero del que siempre bromeaban porque él no sabía quién era Eurípides.
—No dejes que te lleve al Eurípides —dijo Arthur.
—Qué quieres que le haga. Es un establecimiento griego —dijo ella—. Para griegos como yo.
Luego, una noche de octubre, llamaron a la puerta de Arthur.
—¿Quién es? —dijo.
—Yo.
Abrió. Ella se quedó en el umbral con una sonrisa en la que él detectó duda.
—¿Puedo pasar?
—Claro, guapísima. Desde luego. Entra. ¿Qué pasa, ha ocurrido algo?
—No, en realidad no. Se me ha ocurrido… hacerte una visita.
La sala estaba limpia pero un tanto desnuda. El nunca se sentaba a leer un libro siquiera. Vivía en el dormitorio, como los vendedores. Hacía mucho tiempo que las cortinas no se lavaban.
—Ven, siéntate —dijo él.
Ella caminaba con cierta cautela. Había estado bebiendo, se le notaba. Rodeó una silla y tomó asiento.
—¿Quieres algo? ¿Un café? Puedo hacer café.
Noreen miraba alrededor.
—¿Sabes?, nunca había estado aquí. Es la primera vez.
—No es gran cosa. Supongo que podría encontrar algo mejor.
—¿Eso de ahí es el dormitorio?
—Sí —dijo él, pero ella había dejado de mirar en aquella dirección.
—Sólo quería charlar.
—Pues claro. ¿De qué? —Él lo sabía, o temía saberlo.
—Hace mucho que nos conocemos. ¿Cuánto, tres años?
Arthur se sintió nervioso. De que las cosas no se concretaran. No quería defraudarla. Por otra parte, no estaba seguro de qué había venido a buscar. ¿A él? ¿Ahora?
—Eres muy inteligente —añadió ella.
—¿Yo? No, por Dios.
—Comprendes a las personas. ¿De veras podrías hacer café? Creo que me apetece una taza.
Mientras lo preparaba, ella se quedó sentada en silencio. Él la observó un momento y vio que miraba hacia la ventana, más allá de la cual estaban las luces de los apartamentos de otros edificios y la noche negra sin estrellas.
—Bien —dijo ella, con la taza entre las manos—, quiero tu consejo. Bobby me ha pedido que nos casemos.
Arthur guardó silencio.
—Quiere casarse conmigo. El motivo de que yo nunca lo tomara en serio, de que siempre estuviera haciendo broma a expensas suyas, por ser tan italiano, por su exagerada sonrisa, el motivo era que todo este tiempo estuvo liado con una chica de Dinamarca. Se llama Ode.
—Me figuraba algo así.
—¿Qué te figurabas?
—Oh, pues que algo no andaba bien.
—Yo no la conozco. Me la imaginaba guapa y con un acento perfecto, ya sabes cómo se atormenta uno.
—Ah, Noreen —dijo él—. No hay ninguna mejor que tú.
—En fin, ayer me dijo que había roto con Ode. Que todo había terminado. Que lo había hecho por mí. Se ha dado cuenta de que es a mí a quien ama, y quiere que nos casemos.
—Vaya, eso es… —Arthur no supo qué decir; sus pensamientos daban bandazos y guiñadas como papeles en una ventolera. En la ceremonia llega ese momento terrible en que preguntan si hay alguien que pueda aducir algo en contra de que esas dos personas se casen. Este era el momento—. ¿Qué le has dicho tú?
—No le he dicho nada.
Un abismo se estaba abriendo entre los dos, allí mismo, mientras conversaban.
—¿A ti qué te parece? —preguntó ella.
—No sé, tendría que pensarlo. Me coge por sorpresa.
—Lo mismo me pasó a mí.
Noreen no había probado el café.
—¿Sabes?, podría quedarme aquí sentada mucho tiempo —dijo—. No creo que en ninguna otra parte pueda sentirme tan a gusto. Eso es lo que me desconcierta, por eso no sé qué responderle.
—Estoy un poco asustado —declaró él—. No sé explicarlo.
—Claro que lo estás. —Su voz transmitía ese entendimiento—. Por supuesto. Me hago cargo.
—Se te va a enfriar el café.
—Bueno, sólo quería ver tu apartamento —dijo ella. De repente su voz había cobrado ánimo, como si no quisiera seguir hablando de ello.
Arthur comprendió entonces, con aquella mujer joven sentada allí, de noche en su piso, la mujer que amaba, comprendió que ella le estaba dando una última oportunidad. Sabía que no debía desaprovecharla.
—Ah, Noreen —dijo.
Después de aquella noche ella se esfumó. No de la noche a la mañana, pero no tardó mucho. Se casó con Bobby. Fue todo tan sencillo como una muerte, aunque duró más. Pareció que nunca acabaría. Ella permaneció en sus pensamientos. ¿Existía él en los de ella?, se preguntaba Arthur a menudo. ¿Sentía, aunque fuera sólo un poquito, lo que él sentía aún? Los años no parecieron modificar ese sentimiento. Vivía en Nueva Jersey, en algún lugar que él no era capaz de imaginarse. Probablemente tenía hijos. ¿Pensaba alguna vez en él? Ah, Noreen.
Ella no había cambiado. Lo notó en su voz, que le hablaba a él solo, como siempre.
—Probablemente tendrás niños —dijo, como si se le acabara de ocurrir.
—Él no quería. Ese fue uno de los problemas. Bueno, todo eso es acqua passata, como solía decir él. ¿No sabías que me había divorciado?
—No.
—He estado más o menos en contacto con Marie hasta que se jubiló. Ella me contaba cómo te iban las cosas. Parece que estás en la cresta de la ola.
—No exageres.
—Sabía que triunfarías. Me gustaría verte otra vez. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Uf, muchísimo.
—¿Vas alguna vez a Westhampton?
—No, hace años que no.
—¿Y a Goldie’s?
—Cerraron.
—Creo que lo sabía. Fueron días maravillosos.
Era la misma de siempre, su naturalidad al hablar. Vio su gran sonrisa cautivadora, que parecía en plena forma, vio sus andares despreocupados.
—Me encantaría verte —repitió ella.
Quedaron en el Plaza. Ella tenía que pasar cerca de allí al día siguiente.
Arthur enfiló la Quinta un poco antes de las cinco. Se sentía indeciso pero tierno de corazón, en manos de un destino extraordinario. El hotel se erguía ante él, inmenso y vagamente blanco. Subió la amplia escalinata. Había una especie de vestíbulo con una mesa grande y flores, murmullo de gente hablando. Como si pudiera detectar el más leve ruido, igual que un animal, le pareció distinguir el tintineo de tazas y cucharillas.
Había macizos con flores rosa, columnas altas con capiteles dorados, y en el Palm Court, el patio de las Palmeras, que estaba lleno de gente, la vio a través de un panel de cristal, sentada en una silla. Al principio no estuvo seguro de si era Noreen. Se movió de sitio. ¿Lo había visto ella?
No fue capaz de entrar. Dio media vuelta y se dirigió al servicio por el pasillo. Un hombre mayor de pantalón negro y chaleco a rayas, el encargado, le ofreció una toalla mientras Arthur se miraba en el espejo alargado para ver si, también él, había cambiado mucho. Vio un hombre de cincuenta y cinco años con la misma cara de Coney Island de siempre, medio cómica, afable. Nada peor que eso. Dio un dólar al encargado y fue hasta el Palm Court, donde, entre las animadas mesas, los candelabros falsos y el techo iluminado, lo esperaba Noreen. Él lucía su acostumbrada sonrisa de perro.
—Arthur, Dios mío, estás igual que siempre. No has cambiado nada —dijo ella con entusiasmo—. Ojalá pudiera decir lo mismo de mí.
Era difícil. Tenía veinte años más; había engordado, hasta en la cara se le notaba. Ella, que había sido hermosísima de muchacha.
—Estás estupenda —dijo—. Te habría reconocido en cualquier parte.
—La vida te ha tratado bien —dijo ella.
—Bueno, no me puedo quejar.
—Creo que yo tampoco. ¿Qué ha sido de todos?
—¿Qué quieres decir?
—¿Morris…?
—Falleció. Hace cinco o seis años.
—Qué pena.
—Hubo tiempo de celebrar un banquete en su honor. El pobre se puso contentísimo.
—Tenía muchas ganas de hablar contigo, ¿sabes? Quería llamarte, pero estaba metida en todo ese desagradable asunto del divorcio. Pero bueno, ya soy libre. Debí seguir tu consejo.
—¿Cuál?
—No casarme con él.
—¿Dije eso?
—No, pero se notaba que no te caía bien.
—Porque estaba celoso.
—¿De veras?
—Claro. Quiero decir, por qué no admitirlo.
Ella le sonrió.
—Es curioso —dijo—, cinco minutos contigo y es como si no hubiera pasado el tiempo.
Él se fijó en que su ropa, sí, incluso su ropa, escondía la que había sido en tiempos.
—El amor nunca muere —dijo.
—¿Hablas en serio?
—Tú lo sabes.
—Oye, ¿puedes quedarte a cenar? —dijo ella.
—Ay, querida, me encantaría, pero no puedo. No sé si lo sabes, pero estoy prometido.
—Vaya, enhorabuena. No lo sabía.
Arthur no tenía ni idea de qué lo había empujado a decir eso. Era una palabra, «prometido», que jamás había empleado antes.
—Es estupendo —dijo ella con franqueza, sonriéndole con tal complicidad que a él no le cupo duda de que lo había calado, pero no se imaginaba a los dos entrando en Clarke’s, como una antigua pareja, una pareja de antaño.
—Pensé que era hora de sentar la cabeza —explicó.
—Naturalmente.
Ella no lo estaba mirando, se miraba las manos. Luego sonrió otra vez. Arthur creyó entender que lo perdonaba. Sí, eso era. Ella siempre lo comprendía todo.
Continuaron hablando, pero de poca cosa.
Salió por el mismo vestíbulo de siempre, con su mosaico gastado y la gente entrando. Aún era de día, la luz plena y pura que precede al crepúsculo, el sol reflejado en un millar de ventanas orientadas al parque. Caminando por la calle con tacones altos, solas o en grupo, había chicas como la que Noreen había sido, en gran número. Ellas seguramente no iban a quedar un día para almorzar. Pensó en el amor que había llenado la gran habitación central de su vida y en que no volvería a conocer a nadie como ella. No supo qué lo embargaba, pero en medio de la calle se echó a llorar.