Platino

El apartamento de los Brule tenía una magnífica vista sobre el parque, en invierno pelado y vasto y en verano un exuberante mar verde. El apartamento estaba en un buen edificio, estrecho pero alto, y en cierto modo era reconfortante pensar que hubiera otros muchos, dignos y tranquilos, un edificio bueno detrás de otro, todos con sus circunspectos porteros y sus solemnes portales. Alfombras exóticas, criados, mobiliario caro. Brule había pagado por él más de novecientos mil dólares en un momento en que los precios eran elevados, pero ahora el apartamento valía bastante más, de hecho su valor era incalculable. Tenía techos altos, sol por la tarde, puertas grandes con tiradores curvos de latón. Había sillones mullidos, flores, mesas repletas de fotografías y muchos cuadros en las paredes, incluidos grabados de Vollard en el corredor que llevaba a los dormitorios y una bellísima pintura de Camille Bombois en tonos oscuros.

Brule era uno de esos hombres de los que se sabía más por rumores que por hechos probados. Pasaba de los cincuenta y las cosas le iban bien. Había defendido a algunos clientes famosos y, aunque eso era menos conocido, al parecer había trabajado gratis para gente falta de medios o de esperanza. Los detalles eran vagos. Tenía una voz suave que, no obstante, transmitía autoridad y energía bajo una sonrisa pausada. Iba andando al trabajo, casi un kilómetro por la avenida, abrigo y bufanda de cachemira en invierno, y los porteros, que murmuraban un buenos días, recibían cada Navidad quinientos dólares de propina por cabeza. Era la imagen de la decencia y el honor, y del mismo modo que aquellos ancianos descritos por Cicerón, que plantaban huertos cuyos frutos no llegarían a ver, pero que lo hacían por un sentido de la responsabilidad y de respeto hacia los dioses, Brule tenía el deseo de legar a sus descendientes lo mejor de cuanto había conocido.

Su esposa, Pascale, francesa, destacaba por su carácter tierno y comprensivo. Era su segunda mujer y también había estado casada anteriormente, con un famoso joyero parisino. No tenía hijos propios y su único defecto, en opinión de Brule, era que no le gustaba cocinar. No podía cocinar y hablar al mismo tiempo, decía ella. No era hermosa pero tenía un rostro inteligente, levemente asiático. Su generosidad y buenos instintos eran innatos.

Mirad, les había dicho a las hijas de él cuando ella y Brule se casaron, yo no soy vuestra madre y nunca lo seré, pero confío en que nos entendamos. Si somos amigas, estupendo, y si no, podéis contar igualmente conmigo para lo que sea.

Las hijas, entonces, eran niñas. Al final resultó que la adoraban. Las tres y sus maridos e hijos respectivos se reunían todas las vacaciones y muy a menudo para cenar, aunque no todos a la vez, por supuesto. Formaban una familia íntima y leal, motivo de orgullo para Brule, tanto más cuanto que su primer matrimonio había fracasado.

Pertenecías a la familia, no como el que casualmente estaba casado con una de las hijas, sino en cuerpo y alma, como uno más: uno para todos y todos para uno. La hija mayor, Grace, le había dicho a su marido:

—Tendrás que acostumbrarte a que ahora las cosas son en plural.

Brian Woodra se había casado con Sally, la pequeña, un espléndido día de verano en un jardín provisto de innumerables sillas blancas, las mujeres con prendas muy ceñidas. Sally llevaba un vestido blanco de seda rígida, sin mangas y de tirantes anchos, y la melena negra reluciendo sobre su esbelta espalda. Lucía pendientes de plata acanalados y su rostro reflejaba dicha y un matiz de preocupación porque todo saliera bien, un rostro hermoso que escondía sólo una tenue sombra de mezquindad. Uno notaba enseguida que había recibido una educación cara. Una chica de Nueva York, lista y confiada. Había estudiado en Skidmore, compartiendo habitación con dos ninfómanas, según decía ella con ánimo de escandalizar.

El novio no era más alto que Sally y tenía las piernas un poco arqueadas, quijada ancha y una sonrisa encantadora. Era vivaracho y caía bien a la gente. Amigos de la universidad e incluso de la escuela preparatoria acudieron a la boda e intervinieron para recordar los buenos momentos pasados y pronosticar los peores. En el momento de dar palabra y mano, el novio se sintió abrumado por la pureza y la hermosura de su prometida, como si se le revelara por primera vez.

El entoldado en que se celebraba el banquete nupcial tenía mesas largas con grandes arreglos florales. Al caer la noche, la tienda empezó a cobrar luz desde dentro como un inmenso barco etéreo destinado a surcar el mar o los cielos, no se sabía bien. Brule le dijo a su nuevo yerno que empezaba para él, Brian, la época de la mayor felicidad que un hombre podía experimentar en la tierra, refiriéndose, por supuesto, al matrimonio.

El regalo de boda fue un crucero por la ruta de Ulises a lo largo de la costa de Anatolia, y en poco más de un año llegó el primer hijo, una niña a la que pusieron por nombre Lily, encantadora y de buen carácter. Sally fue una madre que, no obstante dedicada a su hija, encontraba tiempo para todo lo demás, recibir, ver películas, ir a cenar con su esposo, reuniones feministas, los amigos. El apartamento era un poco oscuro pero ella esperaba que no sería así toda la vida. Grace vivía a sólo diez manzanas con su marido y dos niños, y Eva, la segunda de las hermanas, estaba casada con un escultor y vivía un poco más lejos.

Lily era deliciosa. Desde el principio le encantaba estar en la cama con sus padres, especialmente con él, y cuando tenía tres años le dijo al oído, extasiada:

—Quiero ser tuya.

Dos años más tarde, como premio para compensarla por la atención de que la había privado su nuevo hermanito, Brian se la llevó cinco días a París, los dos solos. Para él, visto a posteriori, fue el momento más precioso de la infancia de su hija. Lily se comportó como una mujer, una compañera. Era imposible quererla más. Desayunaban en la habitación y escribían postales juntos, tomaron el barco en forma de flecha que recorría el Sena pasando bajo los puentes, fueron al mercado de pájaros y a los museos, a Versalles, y en la enorme noria cerca de la Concorde se elevaron una tarde sobre la ciudad, muy, muy arriba; el propio Brian tuvo miedo.

—¿Te gusta? —preguntó.

—Lo intento —dijo ella.

No hay niña más valiente que tú, pensó Brian.

Al final de la jornada —empezaba a anochecer— se sintió extenuado. En el hotel, cerca de la recepción, había una pareja canadiense esperando un taxi. Lily estaba mirando el indicador luminoso del ascensor, que llevaba detenido un buen rato en la quinta planta.

—¿Se ha estropeado, papá?

—Será alguien que se lo toma con calma.

Oyó hablar a la pareja. La mujer, rubia y de frente lisa, llevaba un top gris plata brillante. Iban a salir a pasear bajo los chorros de luz eléctrica, por los bulevares, a algún restaurante bullicioso y animado. Él apenas tuvo un atisbo de su partida, la luz sobre el cabello de la mujer, la puerta del taxi que le abrían, y por un momento olvidó que lo tenía todo.

—Ya baja —oyó decir a Lily—. Papá, ya baja.

A finales de abril Michael Brule cumplió cincuenta y ocho años. Como regalo había pedido sólo cosas de comer y de beber, pero Del, el marido de Eva, le había tallado en madera una preciosa ave acuática, sin pintar y con unas patas finas como pajitas. Brule se sintió conmovido.

Brian estaba ocupado en la cocina. Había ruido. Los niños estaban enfrascados en algún juego, para fastidio de la vieja perra, un terrier escocés.

—¡No la asustéis! ¡No la asustéis! —gritaban.

Brian estaba preparando risotto, añadía caldo caliente en pequeñas cantidades, removiendo despacio, mientras una de las chicas contratadas para servir lo miraba como en trance.

—Ya casi está a punto —dijo él, y oyó las voces familiares, el perro ladrando, las risas.

La chica, que llevaba camisa blanca y pantalón de terciopelo, lo observaba fascinada. Él le tendió la cuchara de madera con un poco de risotto.

—¿Quieres probarlo? —preguntó.

—Sí, cariño —dijo ella.

Él le hizo un gesto juguetón para que callara. Sin mirarlo, ella tomó entre sus labios el arroz. Se llamaba Pamela. De hecho, no era camarera; trabajaba en las Naciones Unidas. Ella y la otra chica estaban contratadas por horas.

Brian le había observado las piernas cuando ella entró en el bar del hotel de la ONU y se sentó a su lado, sonriente, muy a gusto. Él estaba nervioso, pero se le pasó enseguida. Desde el primer momento sintió una complicidad enternecedora, natural. Su corazón, como una vela, se hinchó de excitación.

—Bueno —empezó—, Pamela…

—Pam.

—¿Quieres una copa?

—¿Eso es vino blanco?

—Sí.

—Vale. Vino blanco.

Tenía veintidós años y era de Pensilvania, pero poseía una extraña fineza natural.

—Debo decir que eres… —empezó él, pero la cautela le impidió continuar.

—¿Qué?

—Muy guapa.

—Ah, no sé.

—Es indiscutible. Siento curiosidad —dijo él—, ¿cuánto pesas?

—Cincuenta y dos kilos.

—Es lo que yo habría dicho.

—¿De veras?

—No, cualquiera que hubiese sido tu respuesta.

Ella había aducido que tenía hora para el médico y que necesitaría más tiempo para almorzar. Cuando subieron al ascensor, Brian no pudo dejar de fijarse en sus magníficas caderas. Luego, increíblemente, estaban en la habitación. Su corazón se disparó. Todo estaba dispuesto para ellos: el elegante mobiliario, las sillas, las gruesas e impolutas toallas en el cuarto de baño. La víspera se habían cometido cuatro asesinatos en Brooklyn. Los agentes de la Bolsa neoyorquina estaban enloqueciendo. En la Catorce había hombres vendiendo relojes y calcetines. El chiflado de la Cincuenta y siete cantaba arias a voz en grito. Estaban derribando edificios, nuevos rascacielos crecían. Ella se levantó para descorrer las cortinas y por un momento se quedó entre ambas, bañada por la luz y mirando hacia abajo. ¡Una mujer esplendorosa y nueva! Él no había conocido nada igual.

Pam vivía de prestado en un apartamento. Aun así, estaba escasamente amueblado. Él quería regalarle algo cada vez que se veían, un regalo inesperado, una silla de cuero y cromados que le mostró en el escaparate antes de encargar que se la llevaran al piso, un anillo, un estuche de palisandro, pero se cuidaba de no conservar nada de ella —nota, email, fotografía— que pudiera delatarlo. Con una sola excepción: una foto que le había tomado medio incorporada en la cama, desde más arriba de su cuerpo desnudo, hombro, pechos, estómago liso, muslos, era imposible saber de quién se trataba. La tenía guardada en su despacho entre las páginas de un libro. Le gustaba mirarla y recordar.

En aquellos días de un deseo tan profundo que le hacía temblar las piernas, no se comportaba de manera extraña en casa; sí en cambio era más cariñoso y dedicado a la familia, aunque con Lily, especialmente, era difícil superar su dedicación. Llegaba a casa lleno de felicidad prohibida, prohibida pero incomparable, abrazaba a su mujer y jugaba o leía con sus hijos. Lo prohibido nutre el apetito por todo lo demás. Iba de lo uno a lo otro con el corazón puro.

Se hallaba en la isla peatonal de Park Avenue, esperando para cruzar. Los semáforos estaban cambiando a rojo hasta donde alcanzaba la vista. Los edificios distantes se veían majestuosos en la adinerada bruma. A su lado, personas con abrigo y sombrero, paquetes, maletines, ninguna de ellas tan afortunada como él. La ciudad era un paraíso. Lo fascinante era que ese paraíso albergaba su vida extraordinaria.

—¿Soy tu querida? —preguntó ella un día.

¿Querida? No, pensó él, eso sonaba antiguo, por no decir pasado de moda. No conocía palabra que pudiera describirla aparte de probable perdición o tal vez destino.

—¿Cómo es tu mujer?

—¿Mi mujer?

—Prefieres no hablar de ella.

—No, seguro que te caería bien.

—Menos mal.

—Sus ideas sobre cómo vivir son muy distintas de las tuyas.

—Yo no sé cómo vivir.

—Al contrario.

—No lo creo.

—Tú tienes algo que poca gente tiene.

—¿Qué?

—Verdadero temple.

Cuando llegó a casa aquella noche, su mujer le dijo:

—Brian, hay algo de lo que quería hablarte, algo que debo pedirte.

El corazón le dio un vuelco. Sus hijos corrían hacia él.

—¡Papá!

—Papá y yo hemos de hablar un momento —les dijo Sally.

Fueron a la sala de estar.

—¿Qué ocurre? —preguntó él con toda la calma que pudo.

Por lo visto, Grace y Harry tenían pensado venir con sus hijos y compartir la casa del jardinero durante las dos semanas de agosto que Lily estaría fuera de campamento, y se podía buscar alguna solución para Ian de manera que Sally y Brian pudieran disfrutar a solas. Ahora eso sería imposible.

Sally continuó, pero Brian apenas la escuchaba. Seguía oyendo sus primeras palabras, que tanto lo habían asustado. Estaba ensayando respuestas a una pregunta mucho más seria. Le contaría la verdad, ¿podía hacer eso? La verdad era esencial, y sin embargo era lo menos deseable.

—Podríamos hacerlo tomando una copa —le diría—. Deberíamos hablar cuando estemos más calmados.

—Yo no me voy a calmar.

De alguna manera lo había postergado para cuando ella se mostrara como era a menudo, inteligente y comprensiva. Le diría algo sobre puntos de vista.

—Habla en cristiano.

—Eso no se puede decir en cristiano.

—Inténtalo —dijo ella.

—Son cosas que pasan. Tú eres una mujer inteligente. Sabes de qué va la vida.

—Sí, cuéntamelo.

Las comisuras de la boca de Sally apuntaron hacia abajo, una temblando.

—Ha habido otra persona, pero nada importante. ¿No te das cuenta de que no es importante?

—Vete de aquí —repuso ella—, y no vuelvas. No intentes ver a los niños, no te lo permitiré. Pienso cambiar las cerraduras.

—No puedes hacer eso, Sally. Yo nunca podría vivir así. No seas melodramática, por favor. Ese no es nuestro estilo. —Las palabras empezaban a atascarse en su boca—. Esto se puede solucionar. Sabes muy bien que Pascale fue la amante de tu padre, y no sé durante cuánto tiempo.

—Pero se casaron.

—No… no se trata de eso. —Brian empezaba a balbucear.

—¿Ah, no? Entonces ¿de qué?

—De que se puede vivir de un modo superior, y de que deberíamos ser lo bastante inteligentes para comprenderlo.

—En otras palabras, que tú puedes acostarte con otras.

—Por favor, no te pongas en plan cáustico. No es propio de nosotros hacer teatro. Estamos por encima de eso. Tú lo sabes.

—Lo único que sé es que me engañas.

—Yo no te engaño.

—Papá te va a matar.

No sabía qué decir. Pensara lo que pensase, la determinación de ella lo hacía pedazos. Pero esto nunca ocurriría.

Por otra parte, Pamela tenía una vida propia: era su único defecto. Salía de noche, iba a fiestas. Algunos tunecinos de la delegación eran muy simpáticos.

—¿De veras? —dijo él.

Había ido a una fiesta en el Four Seasons, le contó ella, y a la mañana siguiente llegó al trabajo con mil dólares dentro del zapato, aunque eso no se lo dijo. Uno de los tunecinos había sido especialmente simpático.

—Les gusta divertirse —añadió.

—Te estás convirtiendo en una ligona —repuso Brian con cierta amargura—. ¿Cómo sé yo que no estás tonteando con ese tipo?

—Lo sabrías.

—Tal vez. ¿Tú me contarías la verdad? ¿Cómo se llama?

—Tahar.

—Preferiría que no lo hicieras.

—No hago nada —dijo ella.

En junio, Sally y los niños se fueron al campo a pasar el verano. Brian se pasaba casi toda la semana solo.

—¿Cómo pude tener la suerte de conocerte? —dijo.

Estaban cenando entre la bulliciosa clientela, en su propia isla de intimidad, las voces alrededor. Él los conocía a casi todos de vista. Ella era de lejos la más guapa del local.

—Seremos amigos mucho tiempo —prometió ella.

Mañanas de verano con su temprana luz suave. Mañanas de amor, los números rojos sucediéndose silenciosos en el despertador, el primer sol en los árboles. Su impresionante espalda desnuda. Las horas más sagradas, se daba cuenta él, de su vida.

Una mañana, mientras se vestía, ella preguntó:

—¿De quién son?

En un paquetito sobre la mesita de noche había unos pendientes.

—¿Son de tu mujer? —Estaba probándose uno, prendiéndolo del lóbulo de una oreja. Movió la cabeza frente al espejo—. ¿De qué son, de plata?

—De platino. Mejor que la plata.

—Son de tu mujer.

—Los estaban arreglando. He tenido que pasar a recogerlos. —No era difícil admirarla, su cuello desnudo, su aplomo.

—¿Me los prestas? —preguntó ella.

—No puedo. Sabe que tenía que ir a recogerlos.

—Dile que aún no estaban listos.

—Cariño…

—Te los devolveré. ¿Tienes miedo de que me los quede? Me gustaría ponérmelos, sólo una vez, llevar algo de ella pero que por un momento sea mío.

—Eso es muy Bette Davis.

—¿Quién?

—Bueno, pero procura no perderlos —acabó cediendo él.

Eso fue un martes. Dos noches después ocurrió algo terrible. Fue en una recepción ofrecida por un grupo de amantes del impresionismo; Pascale era una de las promotoras pero aquel día estaba ausente y no podría asistir. Sally había insistido a Brian para que fuera, y entre la gente que subía por la escalera había visto, con una punzada de celos doblemente dolorosa porque fue una completa sorpresa, a Pamela. Brian empezó a abrirse paso para ver con quién estaba.

—Eh, ¿adonde vas con tanta prisa? —Era Del, el cuñado de Brian—. ¿Dónde te habías escondido?

—¿Escondido, yo?

—Hace semanas que no te vemos.

A Brian le caía simpático, pero no en aquel momento.

—¿Por qué no vienes a cenar con nosotros cuando acabe esto?

—No puedo —dijo Brian sin pensarlo.

—Venga, hombre, iremos a Elio’s —insistió Del—. Fíjate en todas estas mujeres. ¿De dónde han salido? Cuando yo era soltero no se dejaban ver.

Brian apenas le oyó. Un poco más allá, cerca de las ventanas, a una distancia de unos cinco metros, vio a Pamela hablando con Michael Brule, no sólo intercambiando saludos sino metidos en conversación. Ella llevaba un vestido azul cielo que a él le gustaba mucho, muy escotado por detrás. Se había recogido el pelo, y vio, con toda claridad, que se había puesto los pendientes de platino. Eran inconfundibles. Se movió ligeramente, con el corazón desbocado, para no ser visto. Finalmente Brule se alejó.

—Cariño, debes de estar loca —le dijo en voz baja, furioso, cuando llegó a su lado.

—Hola —repuso ella muy alegre.

Esa voz, siempre tan llena de vitalidad.

—¿Qué haces? —insistió él.

—¿Qué quieres decir?

—¡Los pendientes! —susurró él.

—Llevarlos puestos.

—No puedes. Ese era mi suegro, ¡los compró él! ¡Se los regaló él a Sally! ¿Cómo se te ocurre ponértelos hoy? —Seguía hablando de forma queda, pero la gente que estaba cerca notó su nerviosismo.

—¿Cómo iba a saberlo? —dijo Pamela.

—Ya sabía que no debía prestártelos.

—¡Bah!, toma los malditos pendientes —dijo ella, repentinamente enfadada.

—No hagas eso.

Se estaba quitando uno. Era la primera vez que él la veía enfadarse y de pronto tuvo miedo de caer en desgracia ante ella.

—Por favor. Soy yo el que debería estar enfadado —dijo.

Ella le puso los pendientes en la mano.

—Por cierto —dijo—, los ha visto. —Y con pasmosa confianza—: Tranquilo, no dirá nada.

—¿Cómo? ¿Por qué estás tan segura? —Pero la respuesta lo golpeó de repente, como una enfermedad.

—Puedes estar tranquilo —insistió ella.

Alguien le tendía a Pamela una copa de vino.

—Gracias —dijo, más calmada—. Te presento a Brian, un amigo mío. Brian, éste es Tahar.

Ella no contestó el teléfono aquella noche. Al día siguiente el suegro de Brian llamó para que se vieran a la hora de comer, era importante.

Quedaron en un restaurante que a Brule le gustaba, con camareros vestidos de manera formal y clientela de aspecto europeo. Caía cerca de su oficina. Brule estaba leyendo el menú cuando Brian llegó. Levantó la cabeza. Sus gafas sin montura captaron la luz de un modo que hizo sus ojos casi invisibles.

—Me alegro de que hayas podido venir —dijo, volviendo al menú.

Brian se esforzó en leer también el suyo. Comentó algo sobre que no había tenido ocasión de saludarlo la noche anterior.

—Estoy muy inquieto por lo que supe anoche —dijo Brule, como si no lo hubiera oído.

El camarero recitó algunos platos que no figuraban en la carta. Brian estaba preparando su respuesta pero, después de pedir, fue Brule quien tomó la palabra.

—Tu conducta no es digna del marido de mi hija.

—No sé si tú estás en situación de afirmar semejante cosa —repuso Brian.

—Haz el favor de no interrumpirme. Deja que termine. Después podrás decir lo que quieras. He averiguado que tienes una historia con una mujer joven (conozco los detalles, puedes creerme), y si en algo valoras a tu esposa y tu familia, yo diría que has puesto eso en grave peligro. Si Sally se entera, estoy seguro de que querrá separarse y, dadas las circunstancias, seguramente obtendrá la custodia. Yo la respaldaría. Por fortuna, ella no sabe nada, así que todavía puede evitarse la catástrofe, siempre y cuando tú hagas lo que debes.

Hubo una pausa. Fue como si le hubieran formulado una pregunta desconcertante cuya respuesta Brian debiera conocer. Sus pensamientos, sin embargo, revoloteaban sin cesar y no lograba asirlos.

—¿Y qué es? —dijo, aun sabiéndolo.

—Renunciar a esa chica y no verla nunca más.

Esa chica maravillosa, esa chica de suaves hombros.

—¿Y tú, qué? —replicó Brian procurando no alzar la voz.

Brule hizo caso omiso.

—De lo contrario —continuó—, y aunque no me agradaría que ocurriese, Sally tendrá que saberlo.

A Brian, pese a sus esfuerzos, le temblaba la mandíbula. No era solamente humillación, eran los celos que se lo comían. Su suegro parecía llevar ventaja en todos los terrenos. Aquellas manos cuidadas la habían tocado, aquel cuerpo mustio había abusado del de ella. Les sirvieron los platos, mas Brian no tocó su tenedor.

—Pero no sería la única en saberlo, ¿eh? Pascale también lo sabría todo —dijo.

—Si estás insinuando que tratarías de implicarme, te diré que sería en vano y una estupidez.

—Pero tú no podrías negarlo —repuso Brian, tozudo.

—Claro que lo negaría. Lo interpretarían como un desesperado intento por tu parte de desviar la culpa y calumniar a otros. Nadie te creería, estoy seguro. Y, lo más importante, Pamela me respaldaría a mí.

—Qué increíble y presuntuosa afirmación. De eso nada.

—Créeme, ella me apoyaría. Me he ocupado de eso.

No podría volver a verla o hablar con ella: ni explicaciones ni despedidas.

—No me lo creo —dijo Brian.

Retiró la silla hacia atrás, dejó la servilleta sobre la mesa, se disculpó y salió del restaurante. Brule continuó almorzando. Le dijo al camarero que cancelara lo del otro comensal.

Todavía llevaba los pendientes en el bolsillo. Los sacó y trató de llamarla. En ese momento no podía atenderlo, dijo su voz. Deje su mensaje, por favor. Colgó. Tenía una aterradora sensación de emergencia; cada minuto era insufrible. Pensó en ir a su oficina, pero allí sería complicado hablar. Ella no estaba en su puesto de trabajo, tal vez en otro despacho. Incluso eso le causaba infelicidad y celos. Pensó en el bar del hotel, cuando había entrado con su minifalda negra y sus zapatos de tacón alto, un collar azul opaco en su blanco cuello. Con Brule tenía que haber sido algo sórdido por fuerza, alguna insinuación con aquella voz grave suya, un acoplamiento torpe en el sofá. ¿Qué habría podido aportar ella, sino resignación? Llamó otra vez, y otras tres o cuatro más durante la tarde, dejando el mensaje de que por favor lo llamara, que era importante.

Por fin, a las seis, se fue a casa. Era una de esas tardes que recuerdan el principio de una gran actuación en que cada cual, de alguna manera, tiene su papel. Las ventanas empezaban a iluminarse, los restaurantes a llenarse, los chavales corrían de vuelta a casa tras haber jugado en el parque, el futuro inmediato prometía. En el ascensor, una mujer guapa a la que no reconoció subía un gran ramo de flores a alguna planta. Ella evitó su mirada.

Entró en su apartamento y de inmediato notó el vacío. Los muebles transmitían silencio. La cocina parecía fría, como si nunca se hubiera utilizado. Deambuló por las habitaciones y se dejó caer en una butaca. Eran las seis y media. Ella ya estaría en casa, pensó. Pero no. Se preparó una copa y se acomodó, y entre sorbo y sorbo se puso a pensar o, más bien, dejó que los mismos pensamientos desesperados lo fueran royendo, inalterables, a medida que la oscuridad reclamaba la estancia. Encendió unas luces y volvió a llamarla.

La angustia era insoportable. Ella se había enfadado, sí, pero había sido cosa del momento. No podía tratarse de eso. Sin duda, Brule la había intimidado. Ella no era de las que se asustan con facilidad. Se preparó otra copa y continuó llamando. Hacia las diez —el corazón le dio un salto— ella contestó.

—Oh, Dios —dijo—. Te he estado llamando todo el día. ¿Dónde estabas? Necesitaba hablar contigo cuanto antes. He tenido que almorzar con Brule; ha sido repugnante. Me he largado de allí. ¿Ha hablado él contigo?

—Sí —dijo.

—Me lo temía. ¿Qué te ha dicho?

—No es eso.

—Claro que sí. Te ha amenazado de alguna manera. Oye, ahora voy para allá.

—No, no vengas.

—Entonces ven tú.

—No puedo.

—Claro que sí. Puedes hacer lo que quieras. Me siento fatal. Brule quiere que no volvamos a vernos. Escucha, cariño. Esto no va a ser fácil. Tendremos que hacerlo a escondidas. Sabes que estoy loco por ti. Sabes que nadie ha significado tanto para mí en toda mi vida. Sea lo que sea lo que te haya dicho él, eso no cambia nada.

—Supongo.

En ese momento notó algo, una grieta, una fisura. Presagió algo inminente e insoportable.

—Déjate de suposiciones. Lo sabes muy bien. Dime sólo una cosa. ¿Cuándo ocurrió?, me refiero entre tú y él. Dime la verdad. Sólo quiero saber eso. ¿Fue antes?

—Ahora no quiero hablar de ello —dijo Pamela.

—Dímelo, por favor.

De repente, algo en lo que no había pensado le vino a la cabeza. Comprendió por qué ella vacilaba tanto.

—Sólo una cosa más: ¿él quiere seguir viéndote?

—No.

—¿Es la verdad? ¿Me estás diciendo la verdad?

Sentado en una silla al lado de ella, despatarrado como un lord, estaba Tahar con expresión de aburrida paciencia.

—Sí, es la verdad —dijo ella.

—No sé cuál es la solución, pero sé que alguna hay —le aseguró Brian.

Tahar sólo la oía a ella y no sabía con quién hablaba, pero hizo un ligero movimiento con la barbilla, queriendo decir: «Corta ya». Pam asintió ligeramente con la cabeza. Tahar no bebía alcohol, pero ofrecía algo tremendamente embriagador: piel morena, dientes blancos y una suerte de extraño perfume que impregnaba toda su ropa. Ofrecía habitaciones encima del zoco, con unas vistas de la ciudad inimaginables, noches de un azul intenso, mañanas en las que uno se perdía lejos del mundo conocido. Brian era alguien a quien recordaría, alguien, quizá, a quien siempre podría llamar.

Tahar hizo otro gesto de fastidio. Para él, era sólo el principio.