Aquel día —era el cumpleaños de mi mujer: treinta y uno— nos levantamos un poco tarde y yo estaba en la ventana mirando a Des en albornoz, con sus pálidos cabellos alborotados y una vara de bambú en la mano. Hacía un quite y a veces, con un floreo, lanzaba una estocada. Billy, que tenía entonces seis años, daba saltos delante de él. Oía sus chillidos de gozo. Anna se me acercó.
—¿Qué hacen ahora?
—No estoy seguro. Billy agita algo sobre la cabeza.
—Me parece que un matamoscas —dijo ella, incrédula.
Sólo tenía treinta y un años, la edad en que las mujeres superan las tonterías sin dejar de ser sensibles.
—Míralo —dijo—. ¿Verdad que es un primor?
La hierba estaba tostada por el verano y los dos jugaban allí. Des iba descalzo, me fijé. Era muy temprano para él. Con frecuencia dormía hasta el mediodía y luego se adaptaba gallardamente al ritmo de la casa. Tenía talento para eso, para vivir como quería, casi sin preocupaciones, como si pudiera alcanzar de algún modo el fin deseado sin molestarse por lo que pudiera haber en el camino. Por ejemplo, que lo recluyeran varias veces, una por salir desnudo a Moore Street. Ninguno de aquellos psiquiatras tenía ni idea de quién era. Ninguno había leído un maldito libro en su vida, decía Des. Algunos pacientes sí.
Era poeta, por supuesto. Incluso parecía un poeta, inteligente y flaco. Había ganado el premio Yale cuando tenía veinticinco años, ése fue el inicio de su carrera. Si te lo imaginabas, era con chaqueta gris de espiguilla, pantalón caqui y, por alguna razón, sandalias. Extraño atuendo, sí, pero en él había muchas cosas que no pegaban. Nacido en Galveston, pasó por el ROTC[4] y se casó antes de graduarse, aunque nunca explicaba con claridad qué había sido de aquella mujer. Su vida de verdad había empezado justo después, y continuado apenas sin tregua entre dar algunas clases para adultos, viajar a Grecia y Marruecos —donde vivió un tiempo—, sufrir un colapso nervioso, y a todo esto escribiendo el poema que le daría fama. Yo lo leí, o al menos una tercera parte, totalmente pasmado en una librería del Village. Recuerdo aquella tarde nubosa y tranquila, y recuerdo también casi abandonarme a mí mismo, la persona que yo era, cómo enfocaba normalmente las cosas, mi percepción de —no hay otra palabra para ello— la hondura de la vida, y sobre todo recuerdo la emoción de los sucesivos versos. El poema era un aria irregular, inacabable. Su singularidad estribaba en el tono: estaba escrito como desde el averno. «Allí se extendía el delta, allí los brazos ardientes…», empezaba, e inmediatamente presentí que no hablaba de ríos serpenteantes sino del deseo. La revelación llegaba paulatinamente, como una especie de sueño, «la luz palpitando en el follaje», con nombres y sustantivos, Nápoles, bancos desgastados, Luxor y los faraones, Tesalónica, pequeñas olas rompiendo en las piedras. Había repetición, incluso estribillo. Versos que no parecían guardar relación se convertían poco a poco en parte de una confesión que tenía su núcleo en un agosto sofocante donde acontece algo de índole claramente sexual, pero también las desiertas calles del Texas rural, carreteras, amigos olvidados, chasquido de manos en correas de fusil y pendones laxos en paradas militares. Encontramos preservativos, coches descoloridos al sol, sucios menús con faltas de ortografía, una suerte de pira sobre la que el poeta ha depositado su vida. Por eso parecía tan puro: había dado todo cuanto tenía. Todo el mundo miente sobre sí mismo, pero él no había mentido. Había hecho de su vida un noble lamento, siempre recorrido por esa cosa que tuviste, que tendrás siempre, que ya no puedes tener. «Allí estaba Erecteo, miembros y grebas bruñidos… ven a mí, Hélade, suspiro por tu contacto».
Lo conocí en una fiesta y sólo fui capaz de decir: He leído su hermoso poema. Él se mostró inesperadamente receptivo de un modo que me impresionó, y franco de una manera yo diría intrépida. Charlando, mencionó un par de libros y se refirió a cosas que supuso que yo, naturalmente, conocía, y fue muy agudo, todo eso y también algo más; su discurso me invitaba a ser gozoso, a hablar el lenguaje de los dioses (uso el plural porque es difícil pensar en Des como alguien que guardará obediencia a un solo dios). Siempre hablábamos de cosas que, curiosamente, ambos conocíamos, aunque él más a fondo que yo. Lafcadio Hearn, sí, por supuesto que Des sabía quién era, e incluso el nombre de la viuda japonesa con que se casó y la ciudad en que vivieron, aunque él personalmente nunca había estado en Japón. Arletty, Néstor Almendros, Jacques Brel, The Lawrenceville Stories, el cordon sanitaire, y en todo ello su verdadera pasión, el jazz, a lo que yo sólo podía responder tímidamente. El programa de radio The Answer Man, Billy Cannon, el Helesponto, Stendhal acerca del amor: era como si hubiéramos asistido a las mismas clases y conocido las mismas ciudades. Y ahora allí estaba Billy, dándole palmadas en las piernas.
Billy lo adoraba, era casi un colega para él. Tenía una risa contagiosa y siempre estaba dispuesto a jugar. Las veces que estuvo en nuestra casa hacía barcos con los cojines del sofá y espadas y escudos con lo que encontraba en el garaje. Cuando tuvo coche propio, cuyo motor se estropeaba de vez en cuando, aseguraba que encendiendo y apagando la radio se arreglaba, que los circuitos estaban mal conectados o algo así. Billy era el encargado de la radio.
—Oh, oh —decía Des—, ya estamos otra vez. ¡Radio!
Y Billy, con enorme satisfacción, encendía y apagaba la radio varias veces seguidas. ¿Cómo era posible que se arreglara? Quizá era la fuerza del poeta, o quizá había truco.
En el cumpleaños de Anna, a eso del mediodía trajeron un hermoso ramo, lirios y rosas amarillas.
Eran de él. Aquella noche cenamos con unos amigos en el Red Bar, siempre tan ruidoso, pero la mesa estaba en el pequeño reservado, al final de la barra. Yo no había encargado pastel de cumpleaños porque íbamos a comer uno al volver a casa, tarta al ron, la favorita de Anna.
Billy se sentó en su regazo mientras ella pasaba los anillos, uno a uno, sobre las velas cuidadosamente espaciadas entre sí, cada anillo un deseo.
—¿Me ayudas a apagarlas? —le pidió a Billy.
—Hay demasiadas —dijo él.
—Vaya por Dios, sabes cómo herir a una mujer, ¿eh?
—Adelante —le dijo Des a Billy—. Si te quedas sin aire, salgo a dar un paseo y te lo traigo.
—Pero ¿cómo lo harás?
—¿Nunca has oído decir «voy a tomar el aire»?
—Las velas se van a consumir —dijo Anna—. Venga, a la una, a las dos… ¡y a las tres!
Soplaron los dos. Billy quiso saber qué deseos había pedido, pero ella no se lo dijo.
Comimos la tarta, los cuatro solos, y luego le di a Anna el regalo que sin duda le iba a encantar. Era un reloj de pulsera, muy fino y cuadrado, con números romanos y una piedrecita azul —turmalina, creo— incrustada. Hay pocas cosas tan bellas como un reloj nuevo en su estuche.
—¡Oh, Jack! —dijo—. ¡Es precioso! —Se lo enseñó a Billy y luego a Des—. ¿Dónde lo has comprado? —Y luego leyó—: Cartier.
—Sí.
—Es precioso.
Beatrice Hage, una conocida, tenía uno igual heredado de su madre. Su elegancia desafiaba los años y las exigencias de la moda.
Era fácil encontrar cosas que le gustaran. Nuestros gustos eran casi idénticos, ya desde el principio. De otra manera sería imposible convivir. Yo siempre he pensado que es lo más importante, aunque puede que la gente no se dé cuenta. Tal vez se transmite por el modo en que alguien se viste, o se desnuda, para el caso, pero el gusto no nace con la persona sino que se aprende, y a partir de cierto momento ya no cambia. A veces hablábamos de eso, de lo que podía o no cambiar con el tiempo. La gente solía decir que algo los había cambiado por completo, determinada experiencia o libro o persona, pero si uno los conocía de antes, no habían cambiado gran cosa. Cuando encontrabas a alguien, hombre o mujer, tremendamente atractivo pero no perfecto, podías pensar que conseguirías cambiarlo una vez casados, no todo, sólo algunas cosas, pero de hecho lo máximo que podías esperar era cambiar una sola cosa, e incluso eso al final volvería a ser como antes.
Teníamos una manera de solventar las pequeñas cosas que al principio pasábamos por alto pero que con el tiempo resultaban molestas. Lo llamábamos «el don» y estábamos de acuerdo en que tenía que ser un compromiso duradero. La frase usada con exceso, cierto hábito al comer, incluso esa prenda de ropa favorita… un don era el resultado de un ruego para que el otro renunciara a esa cosa en concreto. No podías pedirle que hiciera algo, sólo que dejara de hacerlo. El estante debajo del lavabo estaba siempre perfectamente seco gracias a un don. Anna ya no extendía el dedo meñique cuando bebía en taza gracias a otro don. Podía ser que hubiera más de una cosa conflictiva, y a veces resultaba difícil escoger, pero estaba la satisfacción de saber que, una vez al año, sin provocar rencores, podías pedirle a tu marido o a tu esposa que dejara de hacer esa o aquella cosa en concreto.
Des estaba abajo cuando llevamos a Billy a la cama. Yo aguardaba en el pasillo y Anna salió con un dedo sobre los labios después de haber apagado la luz.
—¿Se ha dormido?
—Sí.
—Bueno, feliz cumpleaños —dije.
—Sí.
Hubo algo raro en la forma que lo dijo. Inmóvil allí de pie, con su largo cuello y su pelo rubio.
—¿Qué ocurre, cariño?
Primero no dijo nada. Y luego:
—Quiero un don.
—De acuerdo —dije. No sé por qué, me sentí nervioso—. ¿Qué te gustaría?
—Quiero que cortes con Des —dijo.
—¿Qué corte? ¿A qué te refieres?
—Al sexo —dijo.
Supe que iba a decir eso. Había confiado en que sería otra cosa, y sus palabras fueron como la caída de un telón o un plato estrellándose contra el suelo.
—No sé de qué me hablas.
Me miró con expresión dura.
—Sí que lo sabes. Sabes perfectamente de qué estoy hablando.
—Cariño, te equivocas. No tengo ninguna historia con Des. Es un amigo, mi mejor amigo.
Anna rompió a llorar.
—No llores —dije—. Por favor. Te equivocas.
—Tengo que llorar —repuso ella con voz temblorosa—. Es lo que haría cualquiera. Tienes que hacerlo. Quiero que se acabe. Nos lo habíamos prometido.
—Dios mío, te estás imaginando cosas.
—Por favor —suplicó—, no. Por favor, no me vengas con eso. —Se enjugaba las lágrimas como si quisiera estar más presentable—. Tienes que cumplir lo que prometimos —insistió—. Tienes que darme ese don.
Hay cosas a las que no puedes renunciar porque eso te partiría el corazón. Lo que Anna me estaba pidiendo era media vida, él quitándose el reloj, él entre mis brazos, enteramente mío, indescriptiblemente feliz, enamorado de mí. No existía nada parecido. Había un apartamento en la calle Doce al que teníamos acceso, el jardín de la parte de atrás, los deslumbrantes acordes de Petroushka —el disco estaba casualmente allí y solíamos ponerlo—, acordes que siempre, mientras viviera, me devolverían a aquello, a su docilidad y su sonrisa serena.
—Yo no estoy haciendo nada con Des —dije—. Te lo juro.
—Me lo juras.
—Sí.
—Y yo tengo que creérmelo.
—Te lo juro.
Ella apartó la vista.
—Está bien —dijo al fin.
Eso me llenó de dicha. Entonces añadió:
—Está bien. Pero quiero que se marche. Definitivamente. Si quieres que te crea, ha de ser a cambio de eso.
—Pero Anna…
—No, ésa es la prueba.
—¿Cómo voy a decirle que se marche? ¿Con qué motivo?
—Inventa algo. Me da lo mismo.
Por la mañana se levantó tarde y estaba en la cocina, todavía con la tersura del sueño. Anna se había marchado. A mí me temblaban las manos.
—Buenos días —dijo sonriente.
—Buenos días.
No me atreví. Solamente pude decir:
—Des…
—¿Sí?
—No sé qué decir.
—¿Respecto a qué?
—A nosotros. Se acabó.
Des pareció no comprender.
—¿El qué?
—Todo. Siento como si estuviesen desgarrándome las entrañas.
—Ah —dijo—. Entiendo. O creo. ¿Qué ha pasado?
—Mira, no puedes seguir viviendo en casa.
—Anna —aventuró él.
—Sí.
—Lo sabe.
—Sí. Y no sé qué hacer.
—¿Te parece que hable con ella?
—No serviría de nada, créeme.
—Pero si siempre nos hemos llevado bien. ¿Qué ocurre ahora? Deja que hable con Anna.
—Ella no quiere —mentí.
—¿Cuándo ha ocurrido?
—Anoche. No me preguntes cómo. No lo sé.
Suspiró. Dijo algo que no entendí. Sólo oía mis propios latidos. Se marchó aquel mismo día.
Durante largo tiempo me resentí de aquella injusticia. Des sólo nos había aportado satisfacciones, y que hubiera sido a mí en particular no le restaba mérito. Yo guardaba unas fotografías en cierto lugar y, por supuesto, tenía sus poemas. Lo seguí de lejos, como hace una mujer al hombre con quien no ha podido casarse. Las relucientes aguas azules se deslizaron cuando él avanzó entre las islas. Allí estaba Des, blanco en la bruma, donde, según decían, estaba el polvo de Homero.