Cuánta diversión

Cuando salieron del restaurante, Leslie quiso ir a to­mar una copa a su casa, a pocas manzanas de allí, un viejo bloque de apartamentos con ventanas emploma­das en la planta baja y vistas a Washington Square. Kathrin dijo que bueno, pero Jane alegó que estaba cansada.

—Sólo una copa —dijo Leslie—. Vamos.

—Es demasiado pronto para ir a casa —añadió Kathrin.

En el restaurante habían conversado de cine, de películas que habían visto y películas que no habían vis­to. Y también de Rudy, el camarero jefe.

—A mí siempre me consigue una mesa buena —dijo Leslie.

—¿De veras?

—Siempre.

—¿Y qué le das tú a cambio?

—Es lo que espera que le dé —dijo Leslie.

—En realidad a quien mira es a Jane.

—No es verdad —protestó Jane.

—Te tiene ya medio desnuda.

—Basta, por favor —dijo Jane.

De estudiantes, Leslie y Kathrin habían sido compañeras de cuarto, y eran amigas desde entonces. Habían viajado por Europa en autoestop, llegando hasta Turquía, durmiendo muchas noches en la misma cama y, salvo una vez, sin tontear con hombres o, mejor di­cho, chicos. Kathrin tenía el pelo largo y oscuro peina­do hacia atrás desde su hermosa frente y una sonrisa luminosa. Podría haber sido modelo. En ella no había mucho más que su aspecto, pero eso siempre había bastado. Leslie se había especializado en música pero no había sacado ningún provecho de ello. Tenía un don especial para hablar por teléfono, como si te conociera de toda la vida.

En el ascensor, Kathrin dijo:

—Uf, es guapísimo.

—¿Quién?

—Ése portero tuyo. ¿Cómo se llama?

—Santos. Es colombiano.

—Lo que quisiera saber es a qué hora termina.

—Vaya por Dios.

—Eso es lo que siempre preguntaban cuando yo atendía la barra.

—Ya estamos.

—No, en serio. ¿Alguna vez le pides que te cambie una bombilla o algo?

Leslie buscaba la llave.

—Para eso, el conserje —dijo—. Es harina de otro costal.

Al entrar, Leslie dijo:

—Creo que no tengo nada aparte de whisky. Os va bien, ¿no? Bunning se bebió todo lo demás.

Fue a la cocina por vasos y hielo. Kathrin y Jane se sentaron en el sofá.

—¿Todavía ves a Andrew? —preguntó.

—De vez en cuando —dijo Jane.

—Justo lo que a mí me interesaría, de vez en cuan­do. Es lo mejor.

Leslie volvió con los vasos y el hielo. Empezó a preparar copas.

—Bueno, salud —dijo—. Va a ser duro mudarse de aquí.

—¿No piensas conservar el apartamento? —preguntó Kathrin.

—¿Dos mil seiscientos al mes? No podría permitírmelo.

—¿Es que Bunning no te va a pasar algo?

—Yo no pienso pedirle nada. Algunos muebles (eso quizá me sirva) y puede que una pequeña suma para pasar los primeros tres o cuatro meses. Si es necesario, puedo ir a casa de mi madre. Espero no tener que hacerlo. O quizá podría alojarme en tu casa, ¿verdad, Kathrin? —Ésta tenía un pisito sin ascensor en Lexington, una sola habitación pintada de negro con toda una pared de espejos.

—Por supuesto. Hasta que una de las dos mate a la otra —dijo.

—Si yo tuviera un novio sería muy fácil —observó Leslie, pero estaba demasiado ocupada cuidando de Bunning para buscar novios.

—Tú eres afortunada —le dijo a Jane—. Tienes a Andy.

—Pues no.

—¿Qué ha pasado?

—En realidad, nada. No iba en serio.

—Contigo…

—Eso era parte del problema.

—Bueno, ¿qué pasó, entonces? —urgió Leslie.

—No sé. Sencillamente no me interesaban las cosas que le interesaban a él.

—¿Por ejemplo? —quiso saber Kathrin.

—Todo.

—Danos una idea.

—Pues lo de siempre.

—¿Cómo lo de siempre?

—Sexo anal —dijo Jane. Se lo había inventado, de pronto. Quería cortar la conversación como fuera.

—Dios mío —dijo Kathrin—. Eso me recuerda a mi ex.

—Malcolm —dijo Leslie—, oye, ¿y qué ha sido de Malcolm? ¿Seguís en contacto?

—Está en Europa. No, ya no he vuelto a saber de él.

Malcolm escribía para una revista de economía. Era de baja estatura pero muy esmerado en el vestir: bonitos trajes a rayas y zapatos bien lustrados.

—Cómo pude casarme con él —dijo Kathrin—. No fui muy larga de miras, la verdad.

—Oh, pues yo sí lo entiendo —dijo Leslie—. No sólo lo entiendo, lo vi con mis propios ojos: Malcolm es muy sexy.

—Para empezar, fue por su hermana. Una chica estupenda. Nos hicimos amigas enseguida. Caramba, qué fuerte está esto —dijo Kathrin.

—¿Quieres un poco más de agua?

—Sí. La primera ostra que probé me la dio ella. ¿Y tengo que comerme eso?, le dije. Mira, te enseñaré cómo, dijo ella, échatelo a la boca y traga. Era en el bar de la estación Central. En cuanto probé una ya no pude parar. Era una chica muy directa. ¿Te acuestas con Malcolm?, me preguntó. Apenas nos conocíamos. Quería saber qué tal me había ido, y si él era tan bueno en la cama como parecía.

Kathrin había bebido bastante vino en el restaurante, y antes un combinado. Los labios le brillaban.

—¿Cómo se llama? —preguntó Jane.

—Enid.

—Qué nombre más bonito.

—Ya, bueno, total que Malcolm y yo nos fuimos a vivir juntos; esto era antes de casarnos. Teníamos una habitación sin otra cosa que una cama y una ventana. Ahí fue cuando me estrené.

—¿De qué? —dijo Leslie.

—De lo del culo.

—¿Y…?

—Me gustó.

Jane sintió repentina admiración por ella, admiración y vergüenza. Esto no era algo inventado, esto era real. Y pensó: ¿por qué yo nunca podría admitir algo así?

—Pero os divorciasteis —observó.

—Bueno, la vida es algo más que eso. Nos divorciamos porque me cansé de sus devaneos. Siempre es­taba haciendo reportajes por esos mundos, pero una vez, en Londres, sonó el teléfono a las dos de la madrugada y él se fue al cuarto de al lado para hablar. Así fue cómo lo descubrí. Naturalmente, era sólo una más de la lista.

—¿No bebes? —le preguntó Leslie a Jane.

—Sí que bebo.

—El caso es que nos divorciamos —continuó Kathrin—. O sea que ahora seremos dos —le dijo a Leslie—. Bienvenida al club.

—¿De veras te vas a divorciar? —preguntó Jane.

—Será todo un alivio.

—¿Cuánto lleváis casados, seis años?

—Siete.

—Mucho tiempo.

—Muchísimo.

—¿Cómo os conocisteis? —preguntó Jane.

—¿Cómo nos conocimos? Por mala suerte —respondió Leslie, que estaba sirviéndose más whisky—. De hecho, nos conocimos el día que él se cayó de una barca. Yo entonces salía con su primo. Habíamos ido a navegar, y Bunning asegura que tuvo que hacerlo para llamar mi atención.

—Qué gracioso.

—Más adelante cambió su versión y dijo que se cayó y que en alguna parte tenía que caerse.

El nombre de pila de Bunning era Arthur, Arthur Bunning Hasset, pero él odiaba lo de Arthur. Todo el mundo lo quería. Su familia tenía una fábrica de botones y una casa grande en Bedford llamada Ja Ja. Burnning se crió allí. En teoría escribía teatro y al menos una de sus obras estuvo cerca de ser un éxito en el off-Broadway, pero después las cosas se pusieron difíciles. Tenía una secretaria, Robin (decían que era su «ayudante»), que lo encontraba increíble e impredecible, y por supuesto graciosísimo, y la propia Leslie siempre se había divertido con él, al menos durante unos años, pero luego vino lo de la bebida.

Habían roto hacía cosa de una semana. Un abogado y su mujer los habían invitado al estreno de una obra de teatro. Primero vino la cena, y en el restaurante, Bunning, que había empezado a beber antes de salir de casa, pidió un martini.

—No —dijo Leslie.

Él hizo caso omiso y estuvo bien un rato hasta que se quedó callado, empinando el codo, mientras Leslie y la pareja seguían conversando. De repente, dijo con voz clara:

—¿Quiénes son estas personas?

Se hizo el silencio.

—En serio, ¿quiénes son? —insistió Bunning.

El abogado se aclaró la garganta.

—Somos sus invitados —respondió Leslie con frialdad.

Bunning pareció olvidarse de ello y al cabo de un rato se levantó para ir al servicio. Pasó media hora. Finalmente Leslie lo vio en la barra. Estaba tomando otro martini. Su expresión era despistada, infantil.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó él—. Te he estado buscando por todas partes.

Ella se puso como un basilisco.

—Esto se acabó —dijo.

—No, en serio. ¿Dónde estabas? —insistió él.

Leslie se echó a llorar.

—Me voy a casa —decidió él.

Con todo, ella recordaba las mañanas de verano en Nueva Inglaterra, recién casados. En el exterior las ardillas correteaban por el tronco de un árbol enorme, bajando de cabeza, escurriéndose hacia la parte posterior, sus hermosas y espesas colas. Recordaba ir en coche a pequeños teatros de verano, los viejos puentes de hierro, vacas tumbadas en el amplio umbral de un establo, maizales segados, el aspecto liso y pausado de ríos sin nombre, la bella y apacible campiña: lo feliz que uno puede ser.

—¿Sabes? —dijo—, Marge está loca por él. —Marge era la madre de Leslie. Eso tuvo que ser la primera señal de aviso.

Fue a buscar más hielo y se vio reflejada en el espejo del vestíbulo.

—¿Alguna vez habéis pensado: hasta aquí podíamos llegar? —preguntó al volver.

—¿Qué quieres decir? —repuso Kathrin.

Leslie se sentó a su lado. Eran realmente tal para cual, se dijo. Habían sido damas de honor en sus respectivas bodas. Eran verdaderas amigas íntimas.

—Pues que si alguna vez te has mirado en el espejo y has dicho: No puedo… se acabó.

—¿A qué te refieres?

—A los hombres.

—Estás dolida por lo de Bunning.

—¿Quién necesita hombres?

—¿Lo dices en serio?

—¿Quieres saber una cosa que he descubierto?

—¿Cuál?

—No lo sé… —dijo Leslie con impotencia.

—¿Qué ibas a decir?

—Oh. Mi teoría… mi teoría es que ellos te recuerdan más tiempo si tú los olvidas.

—Puede ser —dijo Kathrin—, pero ¿qué más da, a fin de cuentas?

—Es sólo una hipótesis. Les gusta dividir y vencer.

—¿Dividir?

—Algo así.

Jane había bebido menos. No se encontraba bien. Se había pasado la tarde esperando hablar con el médico y después había emergido a un paisaje irreal.

Ahora, mientras se paseaba por la habitación, cogió una foto de Leslie y Bunning de la época de su boda.

—Bien, ¿y qué pasará con Bunning? —preguntó.

—A saber —dijo Leslie—. Continuará como si nada. Alguna mujer decidirá que es capaz de enderezarlo. Bailemos. Tengo ganas de bailar.

Fue hacia el equipo de música y empezó a revolver cedés hasta que encontró uno que le gustó y lo puso. Tras una pausa, oyeron un sonido desparejo y estridente, a un volumen rabioso. Eran gaitas.

—Oh, Dios —exclamó, parando el disco—. Estaba­ en otra caja… es uno de los suyos.

Seleccionó otro y un redoble pausado e insistente de batería llenó la estancia. Se puso a bailar. Kathrin la imitó. Luego, un cantante o varios de ellos se sumaron a la batería, repitiendo una y otra vez el mismo estribillo. Kathrin hizo una pausa para echar un trago.

—No —dijo Leslie—. No bebas demasiado.

—¿Por qué?

—No podrás.

—¿No podré qué…?

Leslie miró a Jane y le hizo una seña.

—Vamos.

—No, es que yo…

—Vamos.

Las tres se pusieron a bailar al ritmo del hipnótico cántico, que se repetía interminablemente.

Al rato, Jane se sentó, la cara húmeda, y se dedicó a observarlas. En las fiestas, las mujeres solían bailar entre ellas o incluso solas. Se preguntó si Bunning bailaría. No, eso no le cuadraba, y no porque tuviera vergüenza. Bebía demasiado para bailar, pero bien pensado, ¿por qué bebía? No parecía que nada le importara, aunque probable­mente en el fondo le importaba mucho.

Leslie se sentó a su lado.

—Odio tener que mudarme —dijo, echando la cabeza atrás—. Voy a tener que buscar otro piso. Eso es lo peor.

Enderezó la cabeza.

—Dentro de dos años, Bunning ni siquiera se acordará de mí. Quizá dirá «mi ex mujer» alguna que otra vez. Yo quería tener un hijo. A él no le gustaba la idea. Yo le dije: estoy ovulando, y él contestó: estupendo. Esto es lo que hay. La próxima vez tendré uno, si es que hay próxima vez. Tienes unas tetas preciosas, Jane.

Jane se sorprendió. Ella jamás se habría atrevido a decir una cosa así.

—A mí ya me cuelgan —dijo Leslie.

—No pasa nada —repuso estúpidamente Jane.

—Supongo que podría operármelas, si tuviera dinero. Con dinero se puede arreglar cualquier cosa.

No era verdad, pero Jane dijo:

—Sí, tienes razón.

Tenía más de sesenta mil dólares que había ahorra­do o ganado con una compañía petrolera de la que un colega le había hablado. Si quería, podía comprarse un coche; le vino a la cabeza un Porsche Boxter. Ni si­quiera tendría que vender las acciones petroleras, podía pedir un préstamo y pagarlo en tres o cuatro años y los fines de semana irse al campo, a Connecticut, las pequeñas poblaciones costeras, Madison, Old Lyme, Niantic, parando a almorzar en un sitio cuya fachada, en su imaginación, sería blanca. Tal vez habría allí un hombre, solo o en compañía de otros hombres. No ten­dría que caerse de una barca. No sería igual que Bunning, por supuesto, pero sí parecido: irónico, un poco tímido, el hombre a quien hasta entonces no había lo­grado conocer. Cenarían, charlarían. Irían a Venecia, cosa que siempre había querido hacer, en invierno, cuando no había casi nadie. Alquilarían una habitación encima del canal, con la ropa de él por ahí, una botella medio llena —no se molestó en pensar de qué—, un poco de vino italiano, y quizá unos libros. La brisa del Adriático entraría de noche por la ventana y ella se despertaría temprano, antes del amanecer, para verlo dormir a su lado, dormir y respirar pausadamente.

Tetas preciosas. Eso era como decir «te quiero». Le había parecido simpático. Quiso decirle algo a Leslie pero aún no era el momento, o quizá sí. Todavía no se lo había dicho a sí misma.

Empezó otra canción del disco y bailaron de nuevo, juntándose de vez en cuando, agitando los brazos, intercambiando sonrisas. Kathrin era como esas chicas de los clubes, despampanante e insensible. Tenía ardor, atrevimiento. Si le decías algo, ella ni te oía. Era como una diosa barata y así seguiría durante mucho tiempo, gastando demasiado en cosas de las que se encaprichara, un vestido o unos pantalones de seda, negros y ceñidos, más anchos en los bajos, como los que Jane llevaría en Venecia. No había tenido ninguna aventura en la facultad, era la única que no las había tenido. Y ahora lo lamentaba de verdad. Lamentaba haberse quedado sin ir a aquella habitación con sólo una ventana y una cama.

—Tengo que irme —dijo.

—¿Qué? —dijo Leslie. Con la música no la había oído bien.

—Que tengo que irme.

—Ha sido divertido —dijo Leslie, acercándose.

Se abrazaron en el vestíbulo, un poco incómodas, Leslie a punto de caerse.

—Te llamaré mañana —dijo.

Al bajar, Jane paró un taxi, uno que parecía decente, y dio al taxista sus señas cerca de Cornelia Street. Arrancaron y empezaron a sortear coches a bastante velocidad. Por el retrovisor, el joven taxista vio que su clienta, una chica guapa más o menos de su misma edad, estaba llorando. En un semáforo en rojo cerca de una farmacia bien iluminada, el taxista vio que las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—Perdone, ¿le ocurre algo? —preguntó.

Ella movió la cabeza. Pareció que casi respondía.

—¿Qué? —dijo él.

—Nada —contestó Jane, moviendo la cabeza—. Me estoy muriendo.

—¿Está enferma?

—No, enferma no. Me estoy muriendo de cáncer —dijo.

Era la primera vez que lo decía, escuchando para sí. Había cuatro niveles y ella estaba en el cuarto. Fase Cuatro.

—Ah —dijo él—. ¿Está segura? —La ciudad estaba tan llena de gente rara que no supo si decía la verdad o sólo eran imaginaciones—. ¿Quiere que vayamos al hospital? —preguntó.

—No —dijo ella, sin dejar de llorar—. Estoy bien.

Tenía una cara atractiva a pesar de las lágrimas. El taxista levantó un poco la cabeza para ver el resto. También atractivo. Pero ¿y si estaba diciendo la verdad?, se preguntó. ¿Y si Dios, por alguna razón, había decidido poner fin a la vida de esa mujer? Uno nunca sabe. Eso sí lo tenía claro.