Encima de la mesa había servilletas arrugadas, copas de vino con posos oscuros, manchas de café y platos con trocitos de Brie endurecido. Del otro lado de las ventanas azuladas el jardín estaba inmóvil bajo los trinos de la mañana estival. Había llegado la luz del día. Todo había ido muy bien salvo una cosa: Brennan.
Al principio habían estado sentados, bebiendo en el crepúsculo, y luego habían entrado. La cocina disponía de una mesa redonda grande, un hogar y estantes con ingredientes de todas clases. A Deems se lo conocía por sus dotes de cocinero. Lo mismo que a su novia, la insondable Irene, que tenía una sonrisa misteriosa, aunque nunca cocinaban juntos. Aquella noche le tocaba a Deems. Sirvió caviar de un tarro blanco como los que se utilizan en cosmética, para comerlo con cucharillas de plata.
—Es la única manera —murmuró Deems de perfil. Raramente miraba a nadie—. Cucharillas de anticuario —le oyó decir Ardis equivocadamente con su voz grave, como si los demás no fueran a reparar en ello.
A ella, sin embargo, no se le escapaba nada. Aunque conocían a Deems desde hacía tiempo, ella y su marido nunca habían ido a su casa. En el comedor, una vez entraron todos para cenar, se fijó en los cuadros, los libros y los estantes de objetos, entre ellos uno de caracolas perfectas y relucientes. Resultaba ajeno en cierto modo, como si fuera la casa de otra gente, y a la vez relativamente familiar.
Se había producido un pequeño lío con la distribución de los sitios en la mesa, que Irene trató de solventar en vano mientras conversaban antes de empezar a cenar. Fuera, la oscuridad se había impuesto, verde y profunda. Los hombres hablaron de campamentos a los que habían ido de niños en los pinares de Maine y también de Soros, el financiero. Mucho más interesante fue el comentario que Ardis oyó hacer a Irene, aunque sin conocer el contexto.
—Yo creo que una puede acostarse con más hombres de la cuenta.
—¿Has dicho «puede» o «no puede»? —se oyó preguntar Ardis.
Irene se limitó a sonreír. Se lo preguntaré después, pensó Ardis. La comida fue excelente. Consomé frío, pato y ensalada de brotes. Habían servido el café y Ardis estaba jugueteando distraída con la cera de las velas cuando una voz tronó a su espalda.
—Llego tarde. ¿Qué es esto? ¿Una reunión de gente guapa?
Era un hombre borracho con americana y un sucio pantalón blanco salpicado de sangre, fruto de un corte en el labio al afeitarse dos horas antes. Tenía el pelo húmedo y el gesto arrogante. Era el rostro de un duque dieciochesco, intimidador, mimado. Transmitía irracionalidad.
—¿Tenéis algo para beber? ¿Qué es eso, vino? Siento mucho llegar tarde. Acabo de tomarme siete coñacs y decirle adiós a mi mujer. Deems, tú ya sabes cómo es eso. Eres mi único amigo, ¿lo sabías? El único.
—Ahí queda un poco de cena, si quieres —dijo Deems, señalando hacia la cocina.
—No quiero cena. Ya he cenado. Sólo tomaré una copa. Deems, tú eres mi amigo, pero te diré una cosa: te convertirás en mi enemigo. Sabes lo que dijo Oscar Wilde, mi escritor favorito, mi preferido de todos: cualquiera puede elegir a sus amigos, pero sólo los sabios pueden elegir a sus enemigos.
Miraba fijamente a Deems. Era como el arrebato de un loco, una suerte de furia. Su boca tenía un sesgo de determinación. Cuando fue a la cocina lo oyeron remover las botellas. Salió con un vaso peligrosamente lleno y miró en derredor con gesto desafiante.
—¿Dónde está Beatrice? —preguntó Deems.
—¿Quién?
—Beatrice, tu mujer.
—Se ha largado —dijo Brennan. Buscó dónde sentarse.
—¿Ha ido a ver a su padre? —preguntó Irene.
—¿Por qué lo dices? —repuso Brennan con tono amenazador. Ardis vio alarmada que se sentaba a su lado.
—Estaba en el hospital, ¿no?
—Quién sabe dónde ha estado —dijo misteriosamente Brennan—. Es un cerdo. El lucro, el dinero. Es un explotador, un criminal. Lo colgaría con mis propias manos. Igual que Gómez, el dictador, cuyas hijas probablemente son ricas.
Reparó en Ardis y le dijo, como imitando a alguien, quizá a quien suponía que ella era:
—Qué gracioso, ¿no? Divino, ¿verdad?
Brennan apartó la vista, para alivio de ella.
—Soy su única esperanza —le dijo a Irene—. Estoy viviendo de su dinero y esto es la ruina, estoy acabado. —Alargó el brazo con el vaso y preguntó dócilmente—: ¿Alguien me pone un poquito de hielo? Adoro a mi esposa. —Se volvió hacia Ardis y le dijo—: ¿Sabes cómo nos conocimos? Ni te lo imaginas. La descubrí paseando por la playa. Yo no estaba preparado. Vi la ventral, luego la dorsal, el resto me lo imaginé. ¡Bang! Chocamos como dos planetas. Fornicación infinita. A veces me quedaba tumbado y la miraba en silencio. «La pantera negra yace bajo su rosal —recitó—. J’ai eu pitié des autres…». —Miró a Ardis.
—¿De quién es? —preguntó ella tímidamente.
—… «pero que la niña camine en paz por su basílica» —entonó.
—¿Es de Wilde?
—¿No lo adivinas? Pound. El único genio de este siglo. No, el único no. Yo soy otro genio: borracho, fracasado y genial. ¿Y tú quién eres? —añadió—. ¿Otra pobre ama de casa?
Ella notó que la sangre se le iba de la cara y empezó a despejar la mesa. La mano de él la detuvo.
—No te vayas. Ya sé quién eres, otra inestimable hembra destinada a languidecer. Estupendo tipo —dijo mientras ella conseguía zafarse—, bonitos zapatos.
Cuando llevaba unos platos a la cocina le oyó decir:
—Yo no voy a muchas fiestas. No me invitan.
—Qué raro —murmuró alguien.
—Pero Deems es mi amigo, mi amigo más íntimo.
—¿Quién es ése? —le preguntó Ardis a Irene en la cocina.
—Oh, un poeta. Está casado con una venezolana y ella se larga cuando le da la gana. El pobre no siempre está así.
En el comedor parecían haberlo calmado un poco. Ardis vio a su marido ajustarse nervioso las gafas con un dedo. Deems, que llevaba un polo y el pelo revuelto, trataba de conducir a Brennan hacia la puerta de atrás. Brennan se detenía a cada momento para hablar. Dio incluso la impresión de estar más sobrio.
—Quiero decirte una cosa —dijo—. He pasado por delante del instituto, ese que está un poco más abajo. Había un cartel: Primer Concurso Anual de Miss Jodienda. Va en serio. Te lo juro.
—No, no —dijo Deems.
—Han hecho el concurso, de veras, no sé cuándo. La pregunta es: ¿acabarán sentando la cabeza o la perderán del todo? Un poquitín más —suplicó; tenía el vaso vacío. Su mente volvió atrás—: Ahora en serio, ¿tú qué opinas de esto?
A la luz de la cocina se lo veía simplemente desaliñado, como el periodista que ha pasado toda la noche trabajando. Lo inquietante era su falta de lógica, su mirada feroz. Una ventana de su nariz era más pequeña que la otra. Estaba acostumbrado a ser ingobernable. Ardis confió en que no volviera a fijarse en ella. Su frente, la de Brennan, tenía dos puntos brillantes, como cuernos nacientes. ¿Los hombres sentían atracción por una mujer cuando sabían que le daban miedo?
Notó que la miraba. Se produjo un silencio. Lo notó allí de pie como un mendigo arrogante.
—¿Tú qué eres, otra burguesa? —le dijo Brennan—. Ya sé que he bebido. Ven a cenar. He encargado una cosa buenísima para los dos. Vichyssoise. Langosta, S. G. En la carta siempre sale así: selon grosseur.
Hablaba con naturalidad, como si hubieran estado en un casino, con una montaña de fichas delante de cada uno, como si estuvieran discutiendo sobre qué apostar y a él lo dejaran indiferente los pechos de ella bajo la oscura camiseta. Alargó la mano con calma y le tocó uno.
—Tengo dinero —dijo. Su mano no se movió de donde estaba, ahuecada sobre el seno. Ella se quedó tan pasmada que no podía moverse—. ¿Quieres que siga?
—No —acertó a decir Ardis.
La mano bajó hasta su cadera. Deems le había cogido un brazo y estaba tirando de él.
—Chist —susurró Brennan para ella—, no digas nada. Tú y yo. Como un remo que se desliza en el agua.
—Tenemos que irnos —insistió Deems.
—¿Qué haces? ¿Es otra de tus tretas? —exclamó Brennan—. Deems, ¡no hagas que acabe contigo!
Mientras se lo llevaban hacia la puerta, Brennan continuó. Deems, dijo, era el único hombre a quien no detestaba. Él quería que todos fueran a su casa, no le faltaba de nada. Tenía fonógrafo, ¡whisky! ¡Tenía un reloj de oro!
Una vez fuera, caminó tambaleándose por la hierba bien cortada y montó en su coche, que tenía un costado abollado. Dio marcha atrás con violentas sacudidas.
—Seguramente va a Cato’s —dijo Deems—. Será mejor que llame para ponerlos sobre aviso.
—No le van a servir. Les debe dinero —dijo Irene.
—¿Quién te ha dicho eso?
—El barman. ¿Te encuentras bien? —preguntó a Ardis.
—Sí. ¿Está realmente casado?
—Se ha casado tres o cuatro veces —dijo Deems.
Más tarde se pusieron a bailar, varias de las mujeres juntas. Irene arrastró a Deems a la pista. Él no se resistió. Bailaba bastante bien. Ella movía sinuosamente los brazos y cantaba.
—Muy bonito —dijo él—. ¿Alguna vez has bailado en público?
Ella le sonrió.
—Hago lo que puedo —dijo.
Al final ella le puso la mano en el brazo a Ardis y dijo de nuevo:
—Estoy abochornada por lo que ha pasado.
—No pasa nada. Estoy bien.
—Debería haberlo echado de allí —dijo su marido mientras volvían a casa—. ¡Ezra Pound! ¿Tú sabes lo de Ezra Pound?
—No.
—Fue un traidor. Durante la guerra transmitía mensajes por radio al enemigo. Deberían haberlo fusilado.
—¿Y qué le pasó?
—Le dieron un premio de poesía.
Bajaban por un largo trecho desierto donde en una esquina, semioculta por unos árboles, había una casa pequeña, la casa de la gitana, como la llamaba Ardis para sus adentros; una casa sencilla con una bomba de agua en el jardín y a veces durante el día una muchacha con pantalón corto —muy corto— de color azul y tacones altos, tendiendo ropa en una cuerda. Esa noche había luz en la ventana. Una luz solitaria cerca del mar. Ardis conducía mientras Warren hablaba.
—Lo mejor es que olvidemos lo de esta noche.
—Sí —dijo ella—. No hay para tanto.
Brennan atravesó una cerca en Hull Lane y se encaramó en un jardín ajeno a eso de las dos de la madrugada. Se había saltado la curva a la izquierda seguramente porque no llevaba los faros encendidos, pensaba la policía.
Ella cogió el libro y se acercó a una ventana que daba al jardín trasero de la biblioteca. Leyó un poco al azar y encontró un poema con algunos versos subrayados y notas al margen escritas a lápiz. Era «The River-Merchant’s Wife»; no le sonaba de nada. Fuera, el verano ardía, blanco como la tiza.
At fourteen I married My Lord You, —leyó.
I never laughed, being bashful…[1]
Había tres ancianos, uno de ellos casi ciego, al parecer, leyendo periódicos en la fresca sala. Las gafas de culo de botella del hombre casi ciego dibujaban lunas blancas en sus mejillas.
The leaves fall early this autumn, in wind.
The paired butterflies are already yellow with August
Over the grass in the West garden;
They hurt me. I grow older.[2]
Había leído poesía y quizá había subrayado así, pero eso era cuando iba al instituto. De las cosas que le habían enseñado recordaba muy pocas. Hubo un Mi Señor, aunque no se casó con él. Ella tenía entonces veintiuno, su primer año en la ciudad. Recordaba el edificio de ladrillo oscuro en la Cincuenta y ocho, las tardes de luz sesgada, su ropa sobre una silla o caída en el suelo y la húmeda y mecánica repetición de aquello, o de él, o de lo que fuera: oh Dios, oh Dios, oh Dios.
Y en la calle la circulación apenas audible, muy lejana…
Lo había llamado varias veces a lo largo de los años, creyendo que el amor no moría nunca, soñando estúpidamente con verlo de nuevo, soñando que él volvía, como en las viejas canciones. Apresurarse una vez más, casi correr por la calle al mediodía, el sonido de sus tacones en la acera. Ver la puerta del apartamento abierta…
If you are coming down the narrows of the river Kiang,
Please let me know beforehand,
And I will come out to meet you.
As far as Cho-fu-Sa.[3]
Permaneció sentada junto a la ventana; su rostro juvenil tenía algo de abatimiento, incluso una ligera distancia respecto a las cosas, podía uno imaginar para sus adentros. Al rato se acercó al mostrador.
—¿Por casualidad tienen algo de Michael Brennan? —preguntó.
—Michael Brennan —repitió la mujer—. Hemos tenido, pero él se los lleva porque dice que la gente que los lee es indigna. No creo que quede ninguno. Tal vez cuando vuelva de la ciudad.
—¿Vive en la ciudad?
—Vive en esta misma calle. Hubo un tiempo en que teníamos todos sus libros. ¿Lo conoce usted?
Le habría gustado preguntar más, pero negó con la cabeza.
—No. Sólo he oído hablar de él.
—Es poeta —dijo la mujer.
Estuvo sentada a solas en la playa. Casi no había nadie. Tumbada en bañador con el sol en la cara y las rodillas. Hacía mucho calor y el mar estaba llano. Ella prefería ponerse junto a las dunas allí donde rompían las olas, oírlas estallar como los acordes finales de una sinfonía, salvo que ésta nunca terminaba. No había nada tan bonito.
Salió del mar y se secó como la gitanita, los tobillos rebozados de arena. Notó que el sol le bruñía los hombros. Con el pelo mojado, sumida en la levedad de los días, caminó arrastrando la bicicleta por la tierra apisonada, de tacto aterciopelado en sus pies.
No volvió a casa por el camino habitual. Había poco tráfico. El mediodía era verde botella, casas grandes entre los árboles y detrás, como un recuerdo, amplias tierras de labranza.
Conocía la casa y la vio desde lejos, su corazón latiendo extrañamente. Cuando se detuvo lo hizo de manera fortuita, con la bicicleta inclinada a un lado y ella medio sentada encima como si se tomara un respiro. Qué hermosa es una mujer sola, con camisa blanca de verano y las piernas desnudas. Fingiendo que ajustaba la cadena de la bicicleta, miró hacia la casa, sus ventanales, las manchas de agua en lo alto del tejado. Había una caseta de jardinero, abandonada, y en el sendero que llevaba hasta ella crecían arbolitos. El largo camino de grava, el porche del lado del mar, todo estaba desierto.
Caminando despacio, consciente de su descaro, se acercó a la casa. El impulso de asomarse a las ventanas, solamente eso. Pero, a pesar del silencio, de la quietud absoluta, no dejaba de ser algo prohibido.
Se acercó un poco más. De repente, algo surgió del porche lateral. Se quedó paralizada, incapaz de emitir sonido alguno.
Era un perro, un perro enorme que le llegaba más arriba de la cintura, avanzando hacia ella, los ojos amarillos. Siempre le habían dado miedo los perros, el alsaciano que inesperadamente había atacado a su compañera de cuarto en el College y le había arrancado parte del cuero cabelludo. El tamaño de éste, su cabeza y su andar lento y decidido.
No hay que mostrar miedo, eso lo sabía. Movió la bicicleta con cuidado, de forma que quedara entre ella y el perro. El animal se detuvo a unos pasos, sin dejar de mirarla a los ojos, el sol en el lomo. Ella no sabía qué esperar, un ataque fulminante quizá.
—Buen chico —dijo. No se le ocurrió nada más—. Buen chico.
Moviéndose con cautela empujó la bicicleta hacia la calle, mirando ligeramente en otra dirección como para aparentar despreocupación. La sensación de desnudez en las piernas era absoluta, las pantorrillas al aire. Serían desgarradas como a golpe de guadaña. El perro la seguía con su acompasado movimiento de hombros, semejante a una máquina. Cobrando ánimo, trató de montar en la bicicleta. La rueda delantera tembló y el perro, alto como el manillar, se acercó un poco más.
—No —dijo—. ¡No!
Pasados unos segundos, el perro, obediente, aminoró el paso o se desvió. Ya no estaba allí.
Pedaleó como liberada, como si volara a través de bloques de luz de sol y altos y solemnes túneles arbóreos. Entonces lo vio otra vez. La seguía, o no exactamente, puesto que estaba un trecho más adelante. Parecía flotar entre los campos, que ardían al sol meridiano, en llamas. Giró por su calle. El perro llegó a su altura y se situó detrás de ella. Oyó sus uñas repiqueteando como granizo. Se volvió para mirarlo. Trotaba de un modo extraño, como un hombre grueso apresurándose bajo la lluvia. De su quijada colgaba un hilo de saliva. Cuando llegó a su casa, el perro había desaparecido.
Esa noche, en bata de algodón, se preparaba para ir a la cama, se lavó la cara, la puerta del cuarto de baño entornada. Se cepilló el pelo con muchas y rápidas pasadas.
—¿Cansada? —le preguntó su marido después.
Era su manera de abordar el tema.
—No —dijo ella.
Así que allí estaban, en la noche veraniega y con el sonido del mar a lo lejos. Entre las cosas que su marido admiraba de Ardis estaba su extraordinaria piel, luminosa y tersa, una piel tan pura que te hacía temblar al tocarla.
—Espera —susurró ella—. No tan rápido.
Después, él se quedó tumbado en silencio, sumiéndose ya en un sueño profundo, demasiado pronto. Ella le tocó el hombro. Había oído algo fuera.
—¿Has oído eso?
—No, ¿qué? —dijo él adormilado.
Ella esperó. Nada. Le había parecido como un suspiro.
A la mañana siguiente exclamó:
—¡Oh!
Allí, al pie de los árboles, estaba el perro. Pudo verle las orejas, pequeñas con un poco de blanco.
—¿Qué pasa? —preguntó su marido.
—Nada —dijo ella—. Un perro. Ayer me siguió.
—¿Por dónde? —preguntó él, acercándose a ver.
—Por la calle. Creo que podría ser de ese hombre, de Brennan.
—¿Brennan?
—Pasé frente a su casa —dijo ella—, y después empezó a seguirme.
—¿Qué estabas haciendo en casa de Brennan?
—Nada. Pasaba por allí. Él ni siquiera está.
—¿Cómo que no está?
—No sé. Me lo dijo alguien.
Él fue hasta la puerta y la abrió. El perro —un lebrel escocés— estaba tumbado con las patas delanteras al frente como una esfinge, las ancas redondeadas y altas. Se levantó y al cabo de un momento se puso en movimiento, de mala gana al parecer, y se alejó lentamente por el campo sin mirar atrás.
Por la noche fueron a una fiesta en Mecox Road. Por la parte de Montauk los vientos barrían la costa. Las olas al romper esparcían nubes de agua. Ardis estaba hablando con una mujer no mucho mayor que ella cuyo marido acababa de morir de un tumor cerebral a los cuarenta años. Él mismo, dijo la mujer, se lo había diagnosticado. Estaba sentado en un teatro cuando de pronto se dio cuenta de que no podía ver la pared que tenía a su derecha. Al funeral, añadió, asistieron dos mujeres a las que no reconoció y que no fueron después a la recepción.
—Claro que él era cirujano —dijo—, y las mujeres acuden como moscas a los cirujanos. Pero yo nunca sospeché nada. Supongo que soy la tonta más tonta del mundo.
De regreso en coche, los árboles pasaban veloces en la oscuridad. Su casa pareció elevarse en el haz de los faros. Ella creyó ver algo y se sorprendió deseando que su marido no lo hubiera visto. Mientras cruzaban el césped se sintió nerviosa. Las estrellas eran incontables. Abrirían la puerta y entrarían en casa, donde todo era familiar, apacible incluso.
Al cabo de un rato se dispondrían a acostarse mientras el viento ceñía las esquinas de la casa y las hojas oscuras se azotaban entre sí. Luego apagarían las luces. Todo lo que había fuera quedaría en estado salvaje, a merced del viento.
Era verdad. Estaba allí. Tumbado sobre el flanco, el pelaje blancuzco encrespado. A la luz del día, ella se le acercó despacio. El perro alzó la cabeza, sus ojos de color avellana y oro. Vio que no era tan joven, pero su fuerza residía en su ánimo indómito.
—Ven —dijo, y avanzó unos pasos.
Al principio el animal se quedó quieto. Ella miró de nuevo hacia atrás. Ahora la seguía.
Todavía era temprano. Al llegar a la calle pasó un coche, pardusco y descolorido por el sol. En el asiento de atrás iba una chica, la cabeza caída de cansancio. De vuelta a casa, supuso Ardis, tras una noche agotadora. Sintió una inexplicable envidia.
Hacía calor, pero el bochorno no había empezado aún. Varias veces esperó mientras el perro bebía en los charcos de la cuneta, metiendo las cuatro patas en ellos, sus grandes uñas mojadas relucientes como el marfil.
De súbito, otro perro salió disparado de un porche ladrando furiosamente. El lebrel se volvió y enseñó los dientes. Ella contuvo el aliento, asustada ante la idea de uno de los dos cojeando y ensangrentado, pero pese a la violencia insinuada se mantuvieron a distancia. Fueron sólo amagos de dentellada. El perro siguió andando con menos firmeza, junto a la boca unos mechones de pelo mojado.
Al llegar a la casa, el animal fue hasta el porche y permaneció a la espera. Estaba claro que quería entrar. Había vuelto. Debía de estar hambriento, pensó ella. Echó un vistazo para ver si había alguien por allí. En el jardín, una silla en la que no había reparado la otra vez, pero la casa estaba tan silenciosa como siempre, ni siquiera los visillos se agitaban. Con una mano que le pareció incluso ajena probó el tirador. La puerta no estaba cerrada con llave.
Al fondo del zaguán en penumbra había un salón en desorden, cojines de sofá arrugados, vasos encima de las mesas, papeles, zapatos. En el comedor había varias pilas de libros. Era la casa de un artista: abundancia, descuido.
En el dormitorio vio una mesa grande en cuyo centro, entre sujetapapeles y cartas, habían dejado un espacio libre donde se acumulaban hojas escritas con letra casi ilegible, frases y palabras incompletas que omitían ciertas vocales. «Murte del pdre», leyó, después cosas indescifrables y algo que parecía «carrajes vcíos», y al pie de la página, aparte, estas palabras: «de nuevo, de nuevo». Vio un fragmento de carta en una caligrafía distinta: «Te amo profundamente. Te admiro. Te amo y te admiro». No pudo seguir leyendo. Estaba demasiado inquieta. Prefería no saber ciertas cosas. En un marco repujado en plata había el retrato de una mujer con el rostro oscurecido por sombras, apoyada contra una pared, y detrás el blanco de un chalet. A través de las persianas de listones llegaba el suave crujir de las hojas de palmera, los pájaros allá arriba, en el chalet donde él la había encontrado, donde su juventud había sido tan temeraria como una declaración de guerra. No, no era eso. Él la había conocido en la playa, y luego habían ido al chalet. Lo que es poderoso es un atisbo de una vida más real. Leyó la inscripción en español escrita en letra cursiva: «Tus besos me destierran». Dejó la fotografía. Las fotos eran sacrosantas, uno siempre estaba excluido. De modo que ésa era su mujer. «Tus besos…».
Entró, como sonámbula, en un cuarto de baño grande que daba al jardín. Al entrar su corazón casi se detuvo: vio a alguien reflejado en el espejo. Tardó un segundo en reconocerse a sí misma y, al mirar más de cerca, vio un yo apenas reconocible a la luz suave y granulada. Comprendió de pronto, y lo aceptó, que el destino la había llevado allí, que Brennan volvería y la sorprendería en su casa, tras detenerse a comprar pan o recoger el correo. De un momento a otro oiría el paralizador sonido de unos pasos o un coche. Aun así, continuó mirándose. Estaba en la casa del poeta, el demonio. Había penetrado en habitaciones prohibidas.«Tus besos…». Las palabras no habían muerto. En ese momento el perro se asomó a la puerta y se quedó de pie un instante, luego se tumbó en el suelo, mirándola con ojos familiares como un amigo íntimo. Ella se volvió. Todo lo que nunca había hecho parecía al alcance de la mano.
Pausadamente, sin pensar, empezó a quitarse la ropa. No llegó más allá de la cintura, deslumbrada por lo que estaba haciendo. En medio del silencio y con el sol fuera se detuvo, esbelta y semidesnuda, la imagen perdida de sí misma, de todas las mujeres. El perro la miraba con ojos reverentes. Era fiel, un compañero como no los había. Se acordó de algunas chicas que se sentaban delante de ella en clase. Kit Vining, Nan Boudreau. Caras y reputaciones legendarias. Había anhelado ser como ellas, pero nunca se le presentaba la ocasión. Se inclinó para acariciar la hermosa testa.
—Eres un gran chico. —Sus palabras sonaron auténticas, más que todo cuanto había dicho en mucho tiempo—. Un gran chico, sí señor.
La larga cola del animal se agitó y con un sonido suave barrió el suelo. Ella se arrodilló y le acarició la cabeza una y otra vez.
El crujir de gravilla bajo los neumáticos de un coche la hizo volver en sí de golpe. Apresuradamente, casi con pánico, se vistió y fue a la cocina. Echaría a correr por el porche si era preciso y luego de árbol en árbol.
Abrió la puerta y aguzó el oído. Nada. Mientras bajaba a toda prisa los escalones de atrás, en un lado de la casa vio a su marido. Gracias a Dios, pensó desesperada.
Se aproximaron despacio el uno al otro. Él miró la casa.
—He traído el coche —dijo—. ¿Hay alguien?
Una pausa.
—No, nadie. —Notó que la cara se le tensaba, como si estuviera mintiendo.
—¿Qué hacías? —preguntó él.
—Estaba en la cocina. Miraba a ver si encontraba algo de comer para el perro.
—¿Has encontrado algo?
—Sí. No.
Él se quedó mirándola y luego dijo:
—Vamos.
Mientras daban marcha atrás vio al perro tumbado sin más a la sombra, espatarrado, desconsolado. Notó la desnudez bajo su ropa, la satisfacción. Salieron a la calle.
—Alguien tiene que alimentarlo —dijo, ya de camino. Iba mirando las casas y los campos. Warren no respondió. Conducía muy deprisa. Ella se volvió a mirar. Por un momento creyó ver que el perro los seguía, de lejos.
Más tarde fue de compras y volvió a casa sobre las cinco. El viento, que arreciaba de nuevo, cerró la puerta con estrépito.
—¿Warren?
—¿Lo has visto? —dijo su marido.
—Sí.
Había regresado. Estaba donde el terreno hacía un poco de pendiente.
—Voy a llamar a la perrera —dijo ella.
—No harán nada. El perro no se ha extraviado.
—No lo soporto. He de llamar a alguien.
—Pues ¿por qué no llamas a la policía? Tal vez le peguen un tiro.
—¿Por qué no lo haces tú? —repuso ella con frialdad—. Pídele una pistola a alguien. Me está volviendo loca.
No oscureció hasta pasadas las nueve, y con la última luz —las nubes de un azul más oscuro que el cielo— salió con sigilo alejándose por la hierba. Su marido la observó desde la ventana. Llevaba un cuenco blanco en la mano.
Lo vio con claridad, el gris del hocico en la hierba apagada, y cuando estuvo más cerca los ojos claros, de color canela. Casi como en un ritual se puso de hinojos. El viento le agitaba el pelo. Parecía una loca, arrodillada en un claroscuro.
—Toma. Bebe algo —dijo.
El perro, en un gesto no exento de reproche, apartó la vista. Era como un fugitivo dormido con el abrigo puesto. Sus ojos estaban prácticamente cerrados.
Mi vida no ha tenido ningún sentido, pensó ella. Era lo que menos quería admitir.
Cenaron en silencio. Su marido no la miró. Su cara lo irritaba, sin saber por qué. Podía ser guapa, pero había veces en que no lo era. Su rostro era como una serie de fotografías, algunas de las cuales deberían haber acabado en la papelera. Esta era una de esas noches.
—El mar ha subido hasta Sag Pond —dijo ella con poco entusiasmo.
—¿Ah, sí?
—Decían que quizá se había ahogado una niña. Estaban los bomberos. Al final ha resultado que se había perdido. —Y tras una pausa—: Tenemos que hacer algo.
—Lo que tenga que pasar pasará —repuso él.
—Esto es diferente —dijo ella, y de repente salió de la habitación. Estaba a punto de llorar.
El negocio de su marido consistía básicamente en dar consejos. Su vida estaba al servicio de los demás, ayudaba a la gente a pactar, a poner fin a matrimonios, a defenderse de antiguos amigos. Era bueno en su trabajo. El lenguaje y las técnicas del mismo formaban parte de su ser. Vivía en medio de trastornos y egoísmo pero siempre protegido de ello. En sus archivos había cartas, memorandos, secretos profesionales. Una cosa sí había visto: cuán cerca podía estar el hombre de la catástrofe por más seguro que se sintiera. Él había visto cambiar situaciones, malograrse una cosa detrás de otra. Era algo que podía suceder sin previo aviso. A veces la gente conseguía salvarse, pero llegaba un punto en que no podía. A veces se preguntaba sobre sí mismo: cuando llegara el revés y las vigas empezaran a venirse abajo, ¿qué sucedería? Ella estaba llamando otra vez a casa de Brennan. Nunca contestaba nadie.
Durante la noche el viento amainó. Por la mañana temprano, Warren notó la quietud general. Se quedó en la cama sin moverse. Su mujer estaba de espaldas a él. Presintió su negativa.
Se levantó y fue a la ventana. El perro seguía allí, echado. Warren sabía poca cosa de animales y nada sobre la naturaleza, pero entendió lo que había pasado. La manera en que yacía el lebrel era distinta.
—¿Qué pasa? —preguntó ella. Se había levantado y estaba detrás de él. Pareció que permanecían así mucho tiempo—. Está muerto.
Intentó correr hacia la puerta pero él la sujetó del brazo.
—Déjame ir —dijo ella.
—Ardis…
Rompió a llorar.
—Quiero ir.
—¡Déjalo en paz! —le gritó él después de soltarla—. ¡Déjalo!
Ella cruzó el jardín a la carrera con su bata. El suelo estaba húmedo. Al acercarse aflojó el paso para calmarse, para hacer acopio de valor. Sólo lamentaba una cosa: no se habían despedido.
Dio los pasos finales percibiendo el peso de aquel cuerpo grande y flácido, un peso que se descompondría para convertirse en otra cosa, los tendones se fundirían, los huesos perderían consistencia. Deseó hacer lo que no había hecho antes: abrazarlo. En ese momento el perro alzó la cabeza.
—¡Warren! —gritó ella, mirando hacia la casa—. ¡Warren!
Al parecer molesto por los gritos, el perro se levantó y se alejó cansinamente. Con las manos pegadas a la boca, ella contempló el lugar donde había yacido, la hierba estaba un poco aplastada. Otra vez toda la noche. Toda la noche de nuevo. Cuando miró, el animal estaba a cierta distancia.
Corrió tras él. Warren la vio. Parecía libre. Parecía otra mujer, una mujer más joven, como las que veías en los campos polvorientos junto al mar, en biquini, robando patatas con los pies descalzos.
Ella no volvió a verlo. Pasó muchas veces por delante de la casa, en ocasiones veía el coche de Brennan, pero nunca señales del perro, ni en la calle ni en los alrededores.
Una noche a finales de agosto, en Cato’s, vio al propio Brennan en la barra. Llevaba un brazo en cabestrillo, a saber de resultas de qué clase de accidente. Estaba hablando resueltamente con el barman, la misma furiosa elocuencia, y aunque el restaurante estaba repleto, en los taburetes que tenía a ambos lados no había nadie. Estaba solo. El perro no estaba fuera ni en su coche, no formaba parte ya de su vida: desaparecido, extraviado, su nombre tal vez aparecería algún día en un verso, aunque lo más probable era que nadie lo recordara, salvo ella.