Los ojos de las estrellas

Era menuda y de piernas cortas y su cuerpo había perdido esbeltez. Le empezaba en el cuello y continuaba hacia abajo, y sus brazos eran brazos de cocinero. A sus sesenta años Teddy tenía el mismo aspecto desde hacía una década y probablemente así seguiría, no había mu­cho que cambiar. Tenía grandes bolsas bajo los ojos y una barbilla que de muchacha había sido un poco huidiza y ahora se perdía en la papada, pero siempre vestía con pulcritud y caía bien a la gente.

Myron, su difunto esposo, había sido oftalmólogo en vida, orgulloso de haber tratado los ojos de muchas estrellas, aunque con frecuencia era algún pariente de la estrella, un sobrino o una suegra, casi lo mismo. Era capaz de decir de memoria el diagnóstico exacto de cada uno de aquellos ojos: retinitis, ambliopía leve…

—¿Y eso qué es?

Él, ya canoso, respondía:

—Pereza visual.

Pero Myron había muerto. En realidad no había sido un hombre muy interesante, reconocía Teddy a veces, aparte de entender de ojos de famosos. Se habían casado cuando ella pasaba de los cuarenta y estaba re­signada a quedarse soltera, y no porque no hubiera podido ser una buena esposa en todos los sentidos, pero por entonces sólo contaba con su personalidad y un buen carácter; el resto, como ella misma solía decir, se había convertido en una talla catorce.

No siempre había sido así. Aunque no afirmó, como doscientos años antes había hecho la famosa se­ñora Wilson de Londres, que no revelaría las circunstancias que la habían convertido en la querida de un hombre mayor a la edad de quince años, Teddy había tenido una experiencia similar. El primer gran episodio de su vida había sido con un escritor, un novelista extraviado veinte años mayor que ella. La había visto por primera vez en una parada de autobús. Ella, a la sazón, no era lo que se dice hermosa, pero tenía un cuerpo que denotaba mucho de lo que la juventud podía ofrecer. Él la acompañó a comprar el que sería su primer diafragma. Teddy fue su amante durante tres años hasta que él se marchó de la ciudad y volvió a la literatura y, a la postre, a una casa grande en Nueva Jersey.

Teddy había seguido en contacto con él durante un tiempo, era su verdadero vínculo con el mundo de los adultos, y, por supuesto, leía sus libros, pero poco a poco sus cartas empezaron a espaciarse hasta que deja­ron de llegar, y con ellas la estúpida esperanza de que él regresaría algún día.

Con los años fue recordándolo cada vez menos, hasta quedarse con una sola imagen: él conduciendo. En aquellos tiempos las avenidas eran anchas y muy blancas y el coche hacía eses mientras él, medio borra­cho, le contaba anécdotas de actores y de fiestas a las que no la había llevado.

Le había conseguido un trabajo en la sección de guiones y ella inició una larga carrera en el mundo del cine, con sus amistades íntimas, sus fraudes y sus sueños. Sin embargo, habida cuenta del ambiente, ella era de fiar y procuraba ser honesta. Con el tiempo se hizo productora. En realidad nunca había producido nada, pero sí había hecho sugerencias que luego se ponían en práctica o se olvidaban, cuando no ambas cosas. Su matrimonio con el doctor Hirsch la había ayudado. Uno de sus pacientes era un hombre rico, dueño de una empresa que producía programas concurso, y a través de él conoció a figuras de la televisión. Fue después de quedarse viuda cuando se le presentó la tan esperada oportunidad. La invitaron a coproducir un programa que resultó un éxito, y al cabo de un año se convirtió en única productora después de que su socia se enamorara de un empresario venezolano y se marchara para casar­se con él. De trato afable, un poco sentimental pero as­tuta, solía ir al trabajo en un coche barato y todo el equipo la quería. Deseaban complacerla, verla reír y sonreír.

Probablemente reconocerán las líneas generales de la trama. Personaje romántico y misterioso, cínico y muy capaz de cuidar de sí mismo, es, en el fondo, un idea­lista irredento. En esta versión se trata de un abogado, primero de su promoción en la facultad de Derecho, que decide tirarlo todo por la ventana después de siete años en una importante firma y establecerse por su cuenta, siempre en busca de los hechos objetivos y sin hacerle ascos a solucionar un caso de conductor borracho a cambio de una minuta adecuada. Resumiendo, el héroe oscuro de novela barata. En un episodio memorable, sale de su despacho vestido de etiqueta para ir a una fiesta de cumpleaños en Palm Springs, donde es testigo de la moral corrupta de su rico cliente y acaba seduciendo a la mujer.

La suerte fue que el actor encajaba perfectamente en el papel. Boothman Keck tenía más de cuarenta años pero parecía más joven. Había empezado tarde en su profesión, el día que llevó a su hijo de doce años a un casting y le preguntaron si él, el padre, había actuado alguna vez.

—No —dijo.

—¿En serio? ¿Nunca?

—Que yo sepa, no.

Tenía lo que necesitaban para un pequeño papel de alcohólico que todavía conservaba una virilidad esencial.

—Y, dígame, ¿en qué trabaja?

—Soy monitor de natación —dijo Keck.

—¿Privado?

—No; entreno a un equipo. En un instituto —aclaró.

Les cayó bien. Todo fue sobre ruedas. La película no pasó inadvertida y él tampoco. Teddy lo había con­tratado. Al principio ella no le causó ninguna impresión, pero con el tiempo empezó a verla con otros ojos e incluso a gustarle su aspecto, el hecho de que fuera gruesa, de que fuera baja. Ella, por alguna razón, lo llamaba Bud. Se llevaban bien. Él había tenido una vida común y corriente, pero lo de ahora era el extremo opuesto. Jamás perdió su modestia.

—Es como un sueño —solía reconocer.

Entonces Deborah Legley, que no actuaba en películas desde hacía años pero cuyo nombre todavía sonaba­ —aquella arrogancia de cuando era joven y esbelta, su boda con un inmortal—, llegó un día del Este para una aparición estelar. Le pagaban mucho dinero, demasiado a juicio de Teddy, y desde el primer momento se puso difícil. Bajó del avión con gafas de sol y sin maquillar pero esperando que la reconocieran. Teddy fue a recibirla al aeropuerto. Tuvieron que esperar demasiado a que llegara el coche. En el plató resultó un verdadero monstruo. Hacía esperar a todo el mundo, desairaba al director, actuaba como si el resto del equipo no existiera.

Teddy tuvo que invitarla a cenar e invitó también a Keck, cuya esposa estaba ausente de la ciudad, para que la velada fuera más soportable. Compró caviar Beluga, una de esas latas grandes con el esturión en la etiqueta. Lo puso en hielo picado con rodajas de limón alrededor. Tomarían caviar, una copa, e irían al restaurante. Keck tenía que recoger a Deborah en el hotel. Teddy miró su reloj. Eran más de las siete. No tardarían en llegar.

Keck aparcó al pie de las palmeras negras, entró en el hotel y subió a la suite. Un perro se puso a ladrar cuan­do llamó con los nudillos. Se quedó mirando la moque­ta. Por fin:

—¿Quién es?

—Booth.

—¿Quién?

—Booth —repitió en voz alta.

—Un minuto.

Transcurrió tanto como eso. El perro ya no ladraba. Silencio. Volvió a llamar. Finalmente, como si des­corrieran un enorme telón, la puerta se abrió.

—Pasa —dijo ella—. Lo siento, ¿estabas esperando?

Llevaba una chaqueta de seda beige, más o menos informal, y debajo una camiseta blanca.

—Se me había caído algo en el cuarto de baño —explicó, poniéndose un pendiente—. Vaya rollo de cena, ¿no? ¿Qué vamos a hacer?

El perro olisqueaba la pierna de Keck.

—Me resulta insoportable pensar en una velada con esa mujer tan aburrida —prosiguió ella—. No sé cómo la aguantas. Ven, siéntate.

Palmeó el asiento del sofá junto a ella. El perro se subió de inmediato.

—Baja, Sammy —dijo ella, empujándolo con el dorso de la mano.

Palmeó de nuevo el sofá.

—Es una idiota. Ese chófer del aeropuerto tenía un cartel así de grande con mi nombre, ¿te imaginas? Guarde eso, le dije.

Dilató las aletas de la nariz en un gesto de enojo o ira, Keck no estuvo seguro. La actriz solía hacerlo de dos maneras muy precisas. Una era con orgullo e ira, hinchando a pleno pulmón. La otra era más íntima, como quien arquea una ceja.

—¡Cuánta estupidez! El tipo quería que la gente lo viera con el cartel, para darse importancia. Justo lo que una necesita, ¿no es cierto? Si llego a encontrarme aquí, en el hotel, con el menor problema, me habría vuelto en­seguida a Nueva York. Ciao. Claro que aquí me conocen, por supuesto; he estado en este hotel montones de veces.

—Me lo imagino.

—Bien, ¿qué vamos a hacer, entonces? Tomemos una copa, a ver qué se nos ocurre. Hay vino blanco en el frigorífico. Ahora sólo tomo vino blanco. ¿Te va bien a ti? Podemos encargar algo…

—Creo que no tenemos tiempo —dijo Keck.

—¿Tiempo? De sobra.

El perro se había aferrado a la pierna de Keck con sus dos patas delanteras.

—Sammy —dijo ella—. Basta.

Keck trató de quitárselo de encima.

—Luego, Sammy —dijo él.

—Parece que le gustas. Como a todo el mundo, ¿hum? Habrás traído tu coche, supongo. ¿Por qué no vamos a cenar a Santa Mónica?

—¿Quieres decir sin Teddy?

—Absolutamente sin ella.

—Deberíamos llamarla.

—Encanto, eso es cosa tuya —repuso Deborah con voz cálida.

Keck se sentó junto al teléfono, sin saber muy bien qué decir.

—Hola, ¿Teddy? Soy Booth. No; estoy en el hotel. Oye, el perro de Deborah está enfermo. Ella no podrá ir a la cena. Tendremos que dejarla para otro día.

—¿El perro? ¿Y qué le pasa? —preguntó Teddy.

—Oh, pues, ha estado vomitando y no puede… le cuesta andar.

—Deborah necesitará un veterinario. Conozco uno muy bueno. Espera, que busco el número.

—No, tranquila —dijo Keck—. Ya hay uno de ca­mino. En el hotel le han dado un teléfono.

—Bien, dile que lo siento. Si necesitáis el otro número, llamadme.

Después de colgar, Keck dijo:

—No hay problema.

—Mientes casi tan bien como yo. —Sirvió vino—. ¿O prefieres otra cosa? —preguntó de nuevo—. Podemos tomar la copa aquí o tomarla allí.

—¿Dónde?

—¿Conoces Frank’s? Está frente al Pacífico. Hace siglos que no voy por allí.

Aún no era de noche. El cielo, de un azul intenso, estaba oscuro, enorme y sin nubes. Camino de la playa ella iba sentada a su lado, su grácil cuello, sus mejillas, su perfume. Keck se sentía como un impostor. Ella re­presentaba todavía la belleza. Su cuerpo parecía joven. ¿Cuántos años tenía? Al menos cincuenta y cinco, pero sin apenas arrugas. Seguía siendo una diosa. En otro tiempo habría sido un sueño ir con ella en coche por Wilshire hacia la puesta de sol.

—Tú no fumas, ¿verdad? —preguntó ella.

—No.

—Bien. Odio el tabaco. Nick fumaba día y noche. Naturalmente, murió de eso. Es algo que no le deseo a nadie, ver cómo el cáncer se extiende a los huesos y nada puede parar el dolor. Es espantoso. Ya estamos.

Al rótulo de neón azul le faltaba la primera letra —F— desde hacía años. Dentro había mucho ruido y poca luz.

—¿Está Frank? —preguntó Deborah al camarero.

—Un momento. Iré a ver.

Algunos clientes volvieron la cabeza al verla pasar con sus andares insolentes y reconocerla. Tras unos minutos, un hombre joven con camisa y sin corbata fue a la mesa en que se habían sentado.

—¿Preguntaba por Frank? —dijo, reconociéndolos a ambos pero lo bastante educado para no delatarse—. Frank ya no está aquí.

—¿Y eso? —dijo Deborah.

—Vendió el local.

—¿Hace mucho?

—Un año y medio.

Deborah asintió con la cabeza.

—Deberían cambiar el nombre o algo —dijo—, para no engañar a la gente.

—El nombre del local siempre ha sido el mismo. Tenemos la misma carta, el mismo chef —explicó cordialmente el joven.

—Mejor —dijo ella. Y luego a Keck—: Vámonos.

—¿He dicho algo inconveniente? —preguntó el nuevo propietario.

—Es probable —dijo ella.

Teddy había llamado para cancelar la reserva. Pensó en el perro. No se había tomado la molestia de recordar su nombre. El perro había estado en su camita en el plató, con la cabeza sobre las patas, observando. Teddy había tenido perro durante muchos años, una hembra de doguillo inglés llamada Ava, todo terciopelo arrugado con unos ojos saltones y un carácter cómico. Al final, sorda y casi ciega, incapaz de andar, la sacaban al jardín cuatro o cinco veces al día y allí se quedaba, sobre sus patas temblorosas, mirando impotente a Teddy con sus ojos blanquecinos que no veían. Al final ya no hubo nada que hacer y Teddy llevó a Ava al veterinario por última vez. Entró en la consulta con lágrimas en los ojos. El veterinario simuló no advertirlo. En vez de eso, saludó a la perra.

—Hola, princesa —dijo muy amable.

Con una cucharilla de plata Teddy puso un poco de caviar encima de una tostada y se la comió. Fue a la cocina a buscar el huevo picado y lo llevó al salón. Decidió tomar también un poco de vodka. Había una botella en el congelador.

Con el huevo y un chorrito de limón se sirvió más caviar. Había demasiada cantidad como para pensar en comérselo todo: lo llevaría al plató el día siguiente. Quedaban sólo dos semanas de rodaje. Quizá después se tomaría unas vacaciones cortas. Podía acompañar a unos amigos que iban a Baja California. Había estado allí cuando tenía dieciséis años. En México podías beber y hacer lo que quisieras, aunque por esa época dormían a menudo separados. En el apartamento de Venice Boulevard tenían camas individuales, y también aquel verano en Malibú en la casa que alquilaron a un actor que esta­ría ausente seis semanas rodando exteriores. Un estrecho sendero con mucha vegetación llevaba a la playa. Ella no usó biquini aquel verano, recordaba que le dio mucha vergüenza. Tenía un bañador negro de una pieza, se lo ponía todos los días, y en otoño abortó.

Durante el regreso, una mariposa nocturna se había posado en el parabrisas. Iban a sesenta por hora, y las alas tremolaban en lo que debía de parecerle un viento titánico mientras se resistía a ser arrastrada hacia la noche. La mariposa se aferraba tozudamente al cristal, como ceniza gris pero espesa y temblorosa.

—¿Qué haces? —preguntó ella.

Keck se había detenido en el arcén. Estiró el brazo y empujó un poco la mariposa, que echó a volar brusca­mente hacia la oscuridad.

—¿Acaso eres budista o algo así?

—No —dijo él—. No sabía si quería ir a donde vamos, eso es todo.

Una vez en Jack’s, les dieron rápidamente una bue­na mesa. Ella había estado allí muchísimas veces cuan­do vivía cerca y hacía películas, explicó.

—Las he visto todas —dijo Keck.

—Así me gusta. Eran buenas películas. Pero tú entonces debías de ser un crío. ¿Cuántos años tienes?

—Cuarenta y tres.

—Cuarenta y tres. No está mal —comentó ella.

—Yo no preguntaré.

—No seas grosero —le advirtió ella.

—Tengas la edad que tengas, no la aparentas. Apa­rentas treinta o por ahí.

—Gracias.

—En serio, es asombroso.

—No dejes que te asombre demasiado.

¿Qué acento era el de ella?, ¿inglés o lánguido de clase alta?

—En aquellos días era muy distinto —prosiguió ella—. La época de los grandes genios, los grandes di­rectores, Huston, Billy Wilder, Hitch. Aprendías mu­cho de ellos. ¿Sabes por qué? —añadió—. Porque esa gente había vivido de verdad, no crecieron haciendo cine. Habían estado en la guerra.

—¿Hitchcock?

—Huston, Ford.

—¿Cómo os conocisteis tú y Nick? —preguntó Keck.

—Vio una foto mía —dijo ella.

—¿Es verdad eso?

—Llevaba un bañador blanco. No, eso se lo inventó alguien. Se inventan cualquier cosa. Nos conocimos durante una fiesta en el Bistro. Yo tenía dieciocho años. Me sacó a bailar. No sé cómo perdí un pendiente y me puse a buscarlo. Me dijo que él lo encontraría, que lo llamara al día siguiente. Imagínate, él entonces era uno de los reyes. Aquello fue de vértigo. El caso es que lo llamé, y me dijo que fuera a su casa.

Keck podía imaginársela, dieciocho años y más o menos inocente, con todas las cosas aún por pasarle. Si se quitara la ropa nunca la olvidarías.

—Y fuiste.

—Cuando llegué, él tenía una botella de champán y la cama preparada.

—¿Y ya está?

—No del todo —dijo ella.

—¿Qué pasó?

—Le dije: no, gracias, sólo el pendiente.

—¿En serio?

—Mira, él tenía cuarenta y cinco; yo, dieciocho. Vamos a ver qué pasa, primero. No levantemos el telón tan deprisa.

—¿El telón?

—Sí, ya me entiendes. Tenía fama de mujeriego.

Y yo lo sabía. —Miró a Keck con ojos avispados—. A los hombres os excitan las jovencitas. Creéis que son una especie de juguete erótico. Porque no habéis conocido a una mujer de verdad, por eso.

—Ya.

Ella dilató las aletas de la nariz.

—Con una mujer de verdad, ya no se puede escurrir el bulto —dijo.

—No sé qué quiere decir eso.

—No, ¿eh? Yo creo que sí.

Al cabo de un rato ella dijo:

—Bien, ¿y dónde está tu mujer esta noche?

—En Vancouver. Ha ido a ver a su hermana.

—En Vancouver. Allá arriba.

—Sí.

—Eso está muy lejos. ¿Quieres saber una de las cosas que he aprendido? —dijo ella.

—Adelante.

—Uno nunca tiene la compañía humana que de­sea. Siempre es algún sustituto.

Quizá era una frase de una obra de teatro.

—¿Cómo yo, por ejemplo?

—No, querido, como tú no. Bueno, al menos no me lo parece.

Él se sintió incómodo. ¿Qué pasa, iba a decir ella, algo te da miedo? No, ¿por qué? Porque da esa impresión.

Keck tenía un nudo en el estómago. ¿Se trata de tu mujer, iba a preguntar ella? Ah, sí, lo olvidaba. Siempre está la mujer.

Deborah había ido al servicio.

—¿Teddy? —dijo Keck por su teléfono móvil—. No, nada, quería llamarte.

—¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado? ¿Está bien el perro?

—Sí, el perro está bien. Ahora estamos en un restaurante.

—Es un poco tarde…

—No te muevas de ahí. Lo tengo todo controlado. No te preocupes.

—¿Se comporta?

—¿Esta mujer? Deja que te diga algo: todavía es peor si le caes bien.

—¿Qué quieres decir?

—No puedo seguir hablando, la veo volver. Tienes suerte de no estar aquí.

Después de colgar, Teddy se quedó allí sentada. El vodka la había dejado con una sensación agradable y la in­diferencia ante el paradero de aquellos dos. La butaca era cómoda. El jardín, más allá de las cristaleras, estaba a oscuras. No pensaba en nada en concreto. Contempló el familiar mobiliario, las flores, la lámpara. Por alguna razón se puso a pensar en su propia vida, cosa que no hacía a menudo. Tenía una casa buena, no muy grande pero perfecta para ella. Incluso, desde un punto del jardín, se podía ver un trozo de mar. Había una habitación para el servicio y una de invitados; el armario de esta última estaba repleto de ropa de ella. Le costaba tirar cosas y había prendas para cada ocasión, aunque posiblemente la ocasión había pasado ya. Con todo, no le gustaba pensar que cosas bonitas y bien hechas pudieran acabar en la basura, pero no tenía a quién regalarlas, a la doncella no le iban a servir de nada, no había nadie que fuera a ponerse aquella ropa.

Sus años de casada, vistos desde el presente, habían sido buenos. Myron Hirsch le había dejado dinero más que suficiente para arreglárselas, y el éxito que había cosechado después había sido como la guinda del pastel. Para ser una mujer con poco talento —¿era verdad eso?; tal vez estaba siendo demasiado crítica consigo misma— las cosas le habían ido bastante bien. Estaba acordándose de cómo empezó todo. Recordó las botellas de cerveza rodando por el suelo de la parte trasera del coche cuando tenía quince años y él le hacía el amor todas las mañanas y ella no sabía si estaba iniciando la vida o tirándola por la ventana, pero lo amaba y nunca olvidaría.