XI

ueron unas Navidades muy placenteras; Cadfael jamás había conocido otras más serenas y luminosas. Las simples tareas al aire libre eran una bendición después de tantas tensiones y esfuerzos. No las hubiera cambiado por el ceremonioso y relativo esplendor de la abadía. Las noticias que se recibieron de la ciudad, poco antes de que las primeras nieves desaconsejaran los viajes, alegraron considerablemente los sencillos villancicos navideños que los tres entonaron con más voluntad que acierto, aunque con los corazones rebosantes de alegría y emoción. Hugo Berengario envió recado de que no sólo se habían recibido las actas del tribunal de Llansilin sino también de que el regalo de reconciliación de Edwin se había encontrado en los bajíos de los alrededores de Atcham, notablemente dañado, pero todavía reconocible. El muchacho fue devuelto a su madre y la casa de Bonel pudo volver a respirar tranquila, tras el descubrimiento del culpable. El informe exculpatorio según el cual el caballo de los apriscos de Rhydycroesau había sido robado por descuido de fray Cadfael, que no había cerrado bien la puerta de la cuadra, fue estudiado con el lógico desagrado durante el capítulo de la abadía, en cuyo transcurso se acordó que el monje debería someterse a alguna forma de penitencia a su regreso.

En cuanto al fugitivo Meurig, buscado por asesinato por toda la comarca de Powys, sus perseguidores jamás volvieron a verle y el rastro era cada vez más débil. Ni siquiera la noticia de su voluntaria confesión, enviada por un sacerdote de una ermita de Penllyn, consiguió reavivar el interés dado que el joven había desaparecido y nadie sabía su paradero. Tampoco era muy probable que Owain de Gwynedd aceptara de buen grado las incursiones en su territorio en busca de criminales que jamás se les hubieran tenido que escapar de las manos a las autoridades correspondientes, y contra los cuales él no tenía ninguna queja.

En realidad, todo iba bien. Cadfael se encontraba muy a gusto entre las ovejas y procuraba hacer oídos sordos al mundo exterior. Consideraba que se tenía bien merecido su descanso, y su única pena fue que las primeras nieves le impidieran visitar a Ifor de Morgan, a quien deseaba consolar en toda la medida de lo posible. Aunque el consuelo fuera muy poco, Cadfael sabía que Ifor lo agradecería; además, los viejos eran muy resistentes.

La mañana de Navidad les trajo nada menos que tres corderillos, dos mellizos y uno individual. Los llevaron a los tres con sus madres al interior de la casa y les festejaron en grande, pues aquellas inocentes criaturas compartían las estrellas con el Niño Jesús. El hermano Bernabé, totalmente restablecido, acunó a los pequeños con las manazas sobre las rodillas, sintiéndose tan orgulloso de ellos como si él mismo los hubiera creado con su propia naturaleza. Los tres lo pasaron muy bien juntos y celebraron la fiesta con inmensa alegría, antes de que Cadfael marchara de regreso a Shrewsbury. Su paciente ya era para entonces la fuerza más vigorosa en siete leguas a la redonda, y en Rhydycroesau ya no era necesaria la presencia de un médico.

La nieve se había derretido provisionalmente cuando Cadfael montó en su mula tres días después de la fiesta y se dirigió al sur, de regreso a Shrewsbury.

La jornada fue un poco más larga porque Cadfael no tomó el camino directo hacia Oswestry sino que dio un rodeo para visitar, aunque fuera con retraso, a Ifor de Morgan antes de desviarse al este en Croesau Bach para tomar el camino principal al sur de la ciudad. Lo que le dijo a Ifor y lo que Ifor le contestó fue algo que ninguno de los dos reveló jamás a un tercero. Ciertamente, cuando Cadfael volvió a montar en su cabalgadura, lo hizo más animado que a la ida y mucho más tranquilizado, aunque Ifor tuviera que quedarse solo.

A causa de aquel rodeo, ya era casi de noche cuando la mula de Cadfael cruzó el puente de Gales para entrar en Shrewsbury, y recorrió las empinadas callejuelas llenas de gente después de las fiestas. En aquel momento no tenía tiempo para apartarse del Wyle y saludar a la pequeña y astuta Alys y ser testigo del júbilo de la familia Bellecote; eso tendría que dejarlo para otro día. Edwy, que ya no estaba obligado a quedarse en casa, estaría trabajando, jugando o cometiendo toda clase de diabluras con su inseparable tío. El futuro de Mallilie aún no estaba decidido; era de esperar que los hombres de leyes no se lo llevaran todo en minutas antes de que alguien fuera reconocido como su propietario.

Al rodear la curva del Wyle, el arco del río apareció ante sus ojos, y el declinante día recuperó la mitad de su luz cuando él atravesó la puerta y cruzó el puente levadizo. Fue allí donde Edwin se detuvo en su indignada huida para arrojar al río su despreciado regalo. Más allá estaba el camino y, a su derecha, la casa donde seguramente aún se alojaba Riquilda, y el estanque del molino, semejante a un espejo de plata bajo la luz del crepúsculo; después, la muralla de la abadía, el muro oeste y la puerta parroquial de la majestuosa iglesia y, a su derecha, la caseta de vigilancia.

Al entrar, Cadfael se detuvo, asombrado, al ver el bullicio y la agitación reinantes en el recinto del monasterio. El portero se encontraba en la puerta de la caseta, nervioso y arrebolado como si esperara la visita de un obispo; el gran patio estaba lleno de monjes, hermanos legos y oficiales que corrían de un lado a otro o se reunían en excitados grupos, conversando en voz alta y mirando ansiosamente a cualquier criatura que cruzara la puerta. La aparición de Cadfael suscitó una conmoción que cesó con decepcionante prontitud en cuanto le reconocieron. Hasta los niños se habían reunido bajo el muro de la caseta de vigilancia y hablaban en susurros, mientras que los viajeros habían salido a la puerta de la hospedería. Fray Jerónimo se encontraba de pie encima de un poyo junto a la sala, dando órdenes a diestro y siniestro sin apartar los ojos de la puerta. Al parecer, en ausencia de Cadfael, se había vuelto más arrogante y entrometido que nunca.

Cadfael desmontó y se dispuso a llevar la mula a la cuadra sin saber si las mulas todavía se alojaban en los establos de la feria de caballos. En medio de toda aquella tremenda agitación, fray Marcos se acercó corriendo y lanzó un grito de placer.

—¡Oh, Cadfael, qué alegría veros! ¡Cuántos acontecimientos! Yo pensando que os lo ibais a perder todo, y estabais metido de lleno en ello. Nos enteramos de lo ocurrido en el tribunal de Llansilin… ¡Oh, bienvenido de nuevo a casa!

—Eso parece, si esta recepción es para mí.

—¡La mía sí lo es! —exclamó fray Marcos con entusiasmo—. Pero eso… Claro, todavía no os habéis enterado. Estamos esperando al abad Heriberto. Uno de los carreteros estuvo en San Gil hace un rato y les vio; se han detenido en el hospital de allí. Vino para darnos la noticia. Fray Jerónimo está esperando para anunciárselo al prior en cuanto aparezcan en la puerta. Llegarán de un momento a otro.

—¿Y no se supo nada hasta que vinieron? Me pregunto si todavía será el abad Heriberto —dijo Cadfael con tristeza.

—No sabemos nada. Pero todo el mundo teme… El hermano Pedro les está murmurando cosas terribles a sus fogones, y jura que abandonará la orden. ¡Y Jerónimo está insoportable!

Marcos se volvió a mirar la pesadilla de quien hablaba, con toda la furia que le permitía su bondadoso y sereno rostro; justo en aquel momento, fray Jerónimo bajó del poyo y se dirigió a toda prisa a los aposentos del abad.

—¡Oh, ya deben de estar aquí! ¡Mirad…, el prior!

Roberto emergió de sus aposentos, inmaculadamente vestido y majestuosamente alto y visible por encima de todas las cabezas de los presentes. Su rostro, aureolado por una serenidad sobrenatural, era la viva imagen de la benevolencia y la devoción, dispuesto a recibir a su antiguo superior con hipócrita humildad, cosa que haría con noble y hermosa compostura.

De pronto, Heriberto apareció en la puerta, un pequeño y rechoncho anciano de aspecto anodino, montado como un saco sobre la blanca mula, y cubierto de toda la suciedad, el barro y el cansancio de un largo viaje. En el rostro y la cara llevaba impresas las huellas inequívocas de la destitución y, sin embargo, parecía tan contento como un hombre al que acabaran de librar de una pesada carga y pudiera respirar por primera vez en mucho tiempo. Humilde por naturaleza, a Heriberto no había quien lo aplastara. Su amanuense y sus mozos le seguían a respetuosa distancia; pero, a su lado, cabalgaba un alto, delgado y musculoso benedictino de facciones curtidas por la intemperie y penetrantes ojos azules, el cual le hablaba con deferencia y le miraba, o eso le pareció a Cadfael, con comedido afecto. Un nuevo monje de la casa tal vez.

El prior Roberto se abrió paso entre los excitados monjes como un barco que navegara en medio de una tempestad, y extendió ambas manos hacia Heriberto en cuanto los pies de éste tocaron el suelo.

—¡Padre, seáis cordialmente bienvenido a esta casa! No hay nadie aquí que no se alegre de veros de nuevo entre nosotros. Confío en que os hayan confirmado en vuestro cargo de superior nuestro, tal como antes.

En honor a la verdad, pensó críticamente Cadfael, el prior no tenía por costumbre mentir tan descaradamente como lo estaba haciendo en aquel momento, y, por supuesto, ni siquiera se daba cuenta de que mentía. Aunque, a fuer de sinceros, ¿qué hubiera podido decir él o cualquier otro hombre en su misma situación, por mucho que exultara en secreto ante el ascenso que preveía para su propia persona? No se le podía decir a un hombre a la cara que esperabas que se fuera y que ya era hora de que lo hiciera.

—En efecto, Roberto, me alegro mucho de estar de nuevo entre vosotros —dijo Heriberto, radiante de felicidad—. Pero no, debo informaros de que ya no soy el abad sino tan sólo un monje más de la casa. Se ha considerado oportuno que otro ocupe este puesto. Me inclino ante esta decisión y vengo para servir lealmente como simple monje a vuestras órdenes.

—¡Oh, no! —musitó fray Marcos, consternado—. ¡Mirad, Cadfael, si hasta parece más alto!

La plateada cabeza de Roberto dio súbitamente la impresión de estar más arriba, talmente como si llevara una mitra. Sin embargo, otra cabeza pareció de pronto tan encumbrada como la suya; el desconocido había desmontado despacio, casi sin que nadie reparara en él, y ahora se había situado a pie al lado de Heriberto. El anillo de tupido cabello negro que le rodeaba la tonsura casi no tenía ninguna hebra de plata, aunque debía de tener aproximadamente la misma edad de Roberto, y su inteligente y enjuto rostro era tan incisivo como el de éste, si bien menos hermoso.

—Quiero presentaros a todos —dijo Heriberto casi con cariño— al padre Radulfo, a quien el concilio del legado papal ha nombrado abad de este monasterio a partir de este día. Recibid a vuestro nuevo abad y reverenciadle tal como yo, el monje Heriberto de esta casa, ya he aprendido a hacer.

Se oyeron unos agitados murmullos, seguidos de una gran conmoción, un suspiro y una sonrisa que recorrió como una suave oleada toda la asamblea congregada en el gran patio. Fray Marcos apretó el brazo de Cadfael y ahogó en su hombro lo que, de otro modo, hubiera sido un grito de júbilo. Fray Jerónimo se aflojó visiblemente, como una vejiga pinchada, y recuperó su arrugado color cenagoso de costumbre. En la parte de atrás, se oyó un inequívoco quiquiriquí, como el de un gallo de pelea celebrando su triunfo, aunque inmediatamente fue sofocado y nadie pudo identificar su origen. Bien pudo ser el hermano Pedro, preparándose para regresar a la cocina y disponer todos sus pucheros y cacerolas al servicio del recién llegado, que acababa de descoyuntar las narices del prior Roberto en el momento culminante de su más soberbia elevación.

En cuanto al prior, no tenía una figura y un porte capaces de sucumbir al pinchazo como los de su amanuense, ni una tez susceptible de palidecer. Su reacción fue comentada más tarde de muy distintas maneras. Fray Dionisio, el hospitalario, afirmó que Roberto se inclinó hacia atrás de un modo tan alarmante que fue un milagro que no cayera de espaldas. El portero señaló haberle visto parpadear tan violentamente que, después, se le quedaron los ojos obnubilados durante varios minutos. Los novicios, tras cotejar sus notas, convinieron en que, si las miradas pudieran matar, se hubiera producido una muerte instantánea, cuya víctima no hubiera sido el nuevo abad sino el antiguo, el cual, reconociendo hábilmente su futura subordinación a Roberto como prior, le había inducido a creer en su esperado ascenso al puesto de abad, para destruir después su ilusión. Fray Marcos dijo con gran ecuanimidad que sólo una momentánea inmovilidad marmórea y una subsiguiente agitación de la nuez del prior al tragarse la bilis traicionaron las emociones que éste sintió.

Ciertamente, el prior se vio obligado a hacer un heroico esfuerzo para recuperarse ya que, acto seguido, Heriberto añadió bondadosamente:

—Y a vos, padre abad, os presento a fray Roberto Pennant, que ha sido un ejemplar apoyo para mí como abad y estoy seguro de que os servirá a vos con la misma generosa entrega.

—¡Fue muy hermoso! —exclamó fray Marcos más tarde en la cabaña del huerto donde se había sometido con cierta zozobra al examen de su pericia, recibiendo con alivio los elogios de su maestro—. Aunque ahora me avergüenzo un poco. Fue una perversidad por mi parte alegrarme tanto de la caída de un semejante.

—¡Vamos, vamos! —contestó Cadfael con aire distraído mientras abría la bolsa y colocaba de nuevo en los estantes los tarros y los frascos que llevaba consigo—. No busques demasiado pronto la aureola. Tendrás tiempo suficiente para divertirte, a veces incluso con cierta malicia, antes de que decidas ser santo. Fue hermoso y casi todo el mundo se alegró. No seamos hipócritas.

Fray Marcos apartó a un lado los escrúpulos y tuvo incluso el valor de sonreír.

—Pero, aun así, el abad Heriberto le habló sin la menor malicia y con inmenso afecto…

—¡Fray Heriberto! Y no seas tan injusto contigo —le dijo cariñosamente Cadfael—. Eres todavía conmovedoramente cándido, me parece. ¿Crees que todas aquellas palabras tan esmeradamente elegidas fueron casuales? «Un simple monje a vuestras órdenes…». Hubiera podido decir «entre vosotros», ya que previamente se había dirigido a todos nosotros. Y «con la misma generosa entrega». ¡Ya, ya, la misma! Por la pinta que tiene el nuevo abad, Roberto tendrá que esperar muchísimo tiempo antes de que se produzca otra vacante.

Fray Marcos, sentado en el banco de la pared con las piernas colgando, miró a su maestro con sobresaltado asombro y consternación.

—¿Queréis decir que lo hizo a propósito?

—Hubiera podido enviar a uno de sus mozos con un día de adelanto para avisar, ¿no te parece? Hubiera podido enviar, por lo menos, a alguien de San Gil para que diera la noticia con más delicadeza. ¡Y en privado! Es un alma que ha sufrido mucho, pero hoy ha tenido una pequeña ocasión de vengarse. —Cadfael se conmovió al ver el apenado rostro de fray Marcos—. ¡No te escandalices, hombre! Nunca llegarás a ser un santo si niegas la pequeña porción de demonio que hay en ti. ¡Y piensa en el bien que le ha hecho al alma del prior Roberto!

—¿Mostrándole la vanidad de la ambición? —le preguntó Marcos en tono dubitativo.

—Enseñándole a no comportarse como la lechera del cuento. Bien, ahora vete a la sala de calefacción y entérate de todos los chismes que puedas; yo me reuniré contigo dentro de un rato, cuando haya hablado con Hugo Berengario.

—Ahora todo ha terminado, y de la mejor manera que podíamos esperar —dijo Berengario, cómodamente sentado junto al brasero con un vaso de vino calentado con azúcar y especias que el propio Cadfael le había preparado—. Todo documentado y archivado; el precio hubiera podido ser mucho más alto. Por cierto, es una mujer extraordinaria vuestra Riquilda; fue un placer entregarle de nuevo a su hijo. Estoy seguro de que lo tendréis aquí en cuanto se entere de vuestro regreso, cosa que ocurrirá en seguida porque a mi vuelta visitaré la casa.

Ambos se habían hecho muy pocas preguntas directas y no se habían dado más que respuestas oblicuas. Las conversaciones entre ellos eran a menudo tan tortuosas como sinceras sus relaciones, pero ambos se comprendían muy bien el uno al otro.

—Tengo entendido que perdisteis un caballo allá en la frontera —dijo Berengario.

—¡Mea culpa! —reconoció Cadfael—. No cerré la cuadra.

—Aproximadamente a la misma hora en que el tribunal de Llansilin perdió a un hombre —añadió Berengario.

—Bueno, pero no creo que de eso podáis culparme. Yo les mostré al culpable, pero ellos no supieron retenerle.

—Supongo que os harán pagar el precio del caballo de alguna manera, ¿verdad?

—El tema se debatirá sin duda durante el capítulo de mañana. No importa —dijo plácidamente fray Cadfael—, siempre y cuando nadie me exija pagar el precio del hombre.

—Eso se podría discutir en otro capítulo, y el precio podría ser muy elevado. —Detrás de los temblorosos vapores del brasero, el moreno rostro de Hugo estaba sonriendo—. Os tengo reservada una pequeña noticia, Cadfael, amigo mío. ¡En Gales siempre ocurren milagros! Justo ayer, recibí un mensaje de Chester, según el cual un jinete desconocido llegó a una de las granjas del monasterio de Beddgelert y dejó allí su caballo, pidiendo que los monjes lo acogieran en sus cuadras hasta que pudieran devolverlo a los benedictinos de las majadas de Rhydycroesau, de quienes lo tomó prestado. En Rhydycroesau todavía no lo saben porque allá arriba, en Arion, tuvieron las primeras nieves antes que nosotros y no hubo posibilidad de enviar un mensajero. Supongo que todavía no habrán podido enviar ninguno. Pero el caballo está allí, sano y salvo. Quienquiera que fuera el desconocido —añadió inocentemente Berengario—, debió de dejarlo allí no más de dos días después de que nuestro desaparecido malhechor hiciera su confesión en Pennllyn. La noticia se recibió a través de la localidad de Bangor y llegó por mar hasta Chester en una embarcación costera. Por consiguiente, me parece que os impondrán una penitencia mucho más leve de lo que esperabais.

—¿Beddgelert habéis dicho? —preguntó Cadfael con aire meditabundo—. Y después debió de irse a pie. ¿A dónde suponéis que se dirigía, Hugo? ¿A Clynnog o Caergybi, atravesando después el mar para pasar a Irlanda?

—¿Y por qué no a las celdas de las de Beddgelert? —sugirió Hugo, sonriendo por encima del borde de su vaso de vino—. Después de dar tantos tumbos por el mundo, vos llegasteis a un puerto similar.

Cadfael se acarició las mejillas pensativamente.

—No, eso no. ¡Todavía no! Le parecería que aún no ha pagado suficiente para eso.

Hugo soltó una breve carcajada, posó el vaso y se levantó, dándole a Cadfael una vigorosa palmada en el hombro.

—Será mejor que me vaya. Cada vez que me acerco a vos, acabo encubriendo un delito.

—Pero algún día podría terminar así —dijo Cadfael con la cara muy seria.

—¿En un delito? —preguntó Hugo, mirándole con una sonrisa desde la puerta.

—En una vocación. Varios han pasado de lo uno a lo otro con gran provecho para el mundo.

A la tarde del día siguiente, Edwy y Edwin se presentaron en la puerta de la cabaña del huerto, bien peinados, compuestos y vestidos con sus mejores prendas, haciendo gala de un comportamiento insólitamente discreto, por lo menos al principio. Eran tan semejantes en su comedida actitud que Cadfael tuvo que examinar detenidamente los ojos castaños y los ojos avellana para saber quién era quién. Los muchachos le expresaron gozosamente su gratitud. Tan grande era su dicha que, de momento, entre ambos reinaba una concordia absoluta.

—Todas estas galas y esta ceremonia —dijo Cadfael, mirándoles con cautelosa benevolencia— no pueden ser para mí.

—El señor abad me mandó llamar —explicó Edwin, abriendo reverentemente los ojos al recordarlo—. Mi madre me hizo poner mis mejores prendas. Él sólo vino conmigo por curiosidad; no está invitado.

—Y él tropezó en la puerta —replicó Edwy con presteza— se puso tan colorado como el sombrero de un cardenal.

—¡No es verdad!

—¡Sí lo es! Ahora mismo estás enrojeciendo de nuevo.

Era cierto; la sola mención le tiñó el rostro de carmesí.

—O sea que el abad Radulfo te mandó llamar —dijo Cadfael. Para resolver cuanto antes los asuntos pendientes, pensó—. ¿Y qué os ha parecido nuestro nuevo abad?

Los muchachos no querían reconocer que les había impresionado. Ambos intercambiaron una mirada furtiva y, al final, Edwy contestó:

—Fue muy amable. Pero no creo que me gustara mucho ser novicio aquí.

—Dijo —explicó Edwin— que será cuestión de discutirlo con mi madre y con los hombres de leyes, pero está claro que la mansión no puede pertenecer a la abadía porque el acuerdo ha quedado invalidado y, si se verifica el testamento y el conde de Chester confirma su consentimiento como señor feudal, Mallilie será mía y, hasta que alcance la mayoría de edad, la abadía dejará allí a un administrador para que la gobierne, y el propio señor abad será mi tutor.

—¿Y tú qué dijiste a eso?

—Le di las gracias y acepté de todo corazón. ¿Qué otra cosa podía decir? ¿Quién mejor que ellos para administrar una propiedad? Ellos me enseñarán todo lo que necesite saber. Mi madre y yo regresaremos allí cuando queramos, y eso será muy pronto si no hay más nevadas. —Aunque su entusiasmo no se empañó, Edwin se puso de pronto muy serio—. Fray Cadfael, fue terrible… lo de Meurig. Muy difícil de entender…

Sí, para los jóvenes, muy difícil y casi imposible de perdonar. Sin embargo, donde hubo aprecio y confianza, todavía quedaba un residuo de inextinguible afecto, incompatible con la repulsión y el horror que pudiera inspirar un envenenador.

—No le hubiera permitido quedarse con Mallilie sin antes haber luchado con todas mis fuerzas —añadió Edwin, empeñándose en ser absolutamente sincero—. Pero, si hubiera ganado él, no creo que le hubiera guardado rencor. Y, si hubiera ganado yo… ¡no lo sé! Él nunca la hubiera compartido conmigo, ¿verdad? ¡Pero me alegro de que haya escapado! Si está mal pensado, lo siento. ¡Me alegro!

Si estaba mal, alguien le acompañaba en su falta, pero Cadfael no se lo dijo.

—Fray Cadfael… En cuanto regresemos a Mallilie, quiero visitar a Ifor de Morgan. Me dio un beso cuando yo se lo pedí. Yo puedo ser un nieto muy cariñoso.

Gracias a Dios que no cometí la equivocación de sugerírselo, pensó devotamente Cadfael. No hay nada más aborrecible para los jóvenes que la invitación a hacer una buena obra cuando ellos ya han tomado esta virtuosa decisión por su cuenta.

—Muy buena idea —dijo Cadfael—. Se alegrará mucho. Si vas a verle con Edwy, será mejor que le enseñes a distinguiros porque puede que su vista no sea tan fina como la mía.

Ambos sonrieron al oír sus palabras.

—Él aún está en deuda conmigo por la paliza que me pegaron en su lugar, y por la noche que pasé en la prisión de aquí. En compensación, pienso ir a Mallilie cuantas veces me plazca.

—Yo pasé dos noches así —protestó Edwin—, y en un lugar mucho peor.

—¿Tú? ¡No te hicieron ni un rasguño, mimado y cuidado por Hugo Berengario como la niña de sus ojos!

Al oír sus palabras, Edwin clavó hábilmente el dedo índice en el estómago de Edwy y éste dobló la rodilla por debajo de la suya y le hizo caer al suelo, donde ambos se enzarzaron en una fraternal pelea. Cadfael los miró con tolerancia un buen rato y, al final, agarró dos mechones de ensortijado cabello y separó a los contendientes. Ambos se levantaron sonriendo y con un aspecto mucho menos inmaculado que al principio.

—Sois peor que la peste y ojalá Ifor de Morgan se divierta con vosotros —exclamó Cadfael en tono de fingido enojo—. Ahora eres el señor de una mansión, mi joven Edwin, o lo serás cuando seas mayor. Por consiguiente, es mejor que empieces a estudiar tus responsabilidades. ¿Es ésa la clase de ejemplo que un tío tiene que darle a su sobrino?

Edwin dejó de alisarse la ropa y sacudirse el polvo con brusca seriedad, y se irguió, mirando a Cadfael con sus grandes y profundos ojos castaños.

—He pensado en mis deberes, lo digo de verdad. Hay muchas cosas que todavía no sé y tengo que aprender, pero le dije al señor abad…, no me gusta, y nunca me gustó, que mi padrastro demandara en juicio a Aelfrico y le convirtiera en siervo de la gleba, a pesar de que nació tan libre como su padre y sus antepasados. Le pregunté si podía liberar a un hombre o si tenía que esperar a cuando fuera mayor y tomara posesión de la propiedad. Me contestó que podía hacerlo cuando quisiera y que él me prestaría su apoyo. Quiero que Aelfrico sea libre. Y me parece que… bueno, que él y Aldith…

—Yo se lo dije —terció Edwy, sacudiéndose brevemente como un perro antes de sentarse en el banco—, a Aldith le gusta Aelfrico y, cuando él sea libre, seguro que se casarán. Aelfrico sabe leer y conoce Mallilie y será un magnífico administrador cuando la abadía ceda la mansión.

—¿Que tú me lo dijiste? Yo sabía muy bien que Aelfrico le gustaba, lo que ocurre es que Aelfrico no quería reconocer lo mucho que le gustaba Aldith. ¿Y tú qué sabes de mansiones y administradores, aprendiz de carpintero?

—¡Más de lo que tú llegarás a saber de maderas, grabados y artesanía, aprendiz de barón!

Ya estaban otra vez abrazados como osos en una esquina del banco, Edwy tirando del cobrizo cabello de Edwin y éste clavándole los dedos en las costillas a su sobrino y provocándole convulsiones de risa. Cadfael los levantó a los dos y los empujó hacia la puerta.

—¡Fuera! Largaos con vuestras peleas a otra parte, que aquí no es el lugar más apropiado. ¡Hala, buscaos un reñidero de osos! —dijo, pensando que se sentía tan insensatamente orgulloso de ellos como si fueran algo suyo.

Al llegar a la puerta, ambos se separaron con desconcertante facilidad y le miraron, satisfechos. Con arrepentida presteza, Edwin se acordó de rogarle:

—Fray Cadfael, ¿tendréis la bondad de visitar a mi madre antes de que nos vayamos? ¡Os lo suplico!

—Lo haré —contestó Cadfael sin poder decir otra cosa—, ¡lo haré con mucho gusto!

Después, les vio alejarse hacia el gran patio y la caseta de vigilancia, enzarzados de nuevo en una amistosa pelea, el uno con los brazos alrededor del otro en un ambiguo abrazo y ataque. Qué extrañas criaturas a aquella edad, capaces de heroicas lealtades y gallardías cuando las acosaban y entregadas en cuerpo y alma a la consecución de trascendentales fines para volver a comportarse después como cachorros de una camada en cuanto su mundo recuperaba la calma.

Cadfael entró de nuevo en su cabaña y atrancó la puerta contra el resto del mundo, incluso contra fray Marcos. Todo estaba allí muy tranquilo, entre la oscuridad de las paredes de madera y el débil humo azulado del brasero. Un hogar dentro de un hogar, lo único que él necesitaba en aquellos momentos. Todo había terminado, tal como dijera Hugo Berengario, sin más pérdidas que las inevitables. Edwin conseguiría su mansión, Aelfrico recuperaría la libertad, tendría el futuro asegurado y podría declararse a Aldith sin ningún impedimento; a poco porfiado que fuera, ella encontraría sin duda el medio de aguijonearle. Fray Rhys seguiría hablando de sus parientes y, con la ayuda de su frasquito de aguardiente y de su borrosa memoria, cubriría la brecha dejada por la pérdida de su sobrino nieto. Ifor de Morgan sufriría una pena muy honda de la que jamás hablaría, pero tendría también una gran esperanza y un nieto sustituto a dos pasos de su casa. Y Meurig, en algún lugar del ancho mundo, tendría por delante una larga penitencia en la que necesitaría las oraciones de otros hombres. No le faltarían las de Cadfael.

Se sentó en el banco donde los chicos se habían peleado entre risas, y levantó los pies para estar más cómodo. Se preguntó si todavía podría alegar que estaba obligado a permanecer dentro de las murallas de la abadía hasta que Riquilda regresara a Mallilie, y llegó a la conclusión de que sería una cobardía sólo tras haber llegado a una conclusión previa: que no tenía la menor intención de hacerlo.

Al fin y a la postre, Riquilda era una mujer extremadamente bella, y su gratitud sería una agradable recompensa. Le atraía la idea de una conversación que inevitablemente tendría que empezar con un «¿Te acuerdas…?». Sí, iría. Pocas veces tenía la ocasión de disfrutar de una orgía de recuerdos compartidos.

Además, en cuestión de una o dos semanas, todos los habitantes de aquella casa se irían a Mallilie, situada a varias leguas de distancia, y no era probable que a partir de entonces viera muy a menudo a Riquilda. Fray Cadfael lanzó un profundo suspiro que hubiera podido ser de pesadumbre, pero que tal vez fue de alivio.

¡En fin! ¡Quizá todo sería para bien!