o —dijo la voz a su oído en un salvaje susurro—, no necesitamos testigos. Sólo tengo que tratar contigo, monje, y será un trato muy breve, ya lo verás.
Los brazos se apartaron de Cadfael y, en cuestión de un instante, la pesada puerta se cerró con un sonido sordo, impidiendo la contemplación del firmamento en el que, desde la oscuridad del establo, las estrellas parecían doblemente grandes y luminosas.
Cadfael permaneció inmóvil y oyó el roce de la ropa de Meurig contra la puerta cerrada mientras éste extendía los brazos y respiraba hondo como para saborear mejor aquel momento y anticiparse a la venganza que tenía prevista. No había ninguna otra salida y sabía que su presa no había dado ni un paso.
—Ya que me has llamado asesino, ¿por qué tendría ahora que abstenerme del asesinato? Me has destruido, me has avergonzado, me has humillado ante los míos y me has despojado de mis derechos de nacimiento, mi tierra, mi buena fama y todo lo que convertía mi existencia en algo que merecía llamarse vida. Ahora me cobraré tu vida a cambio. Ya no puedo vivir y ni siquiera morir hasta que te haya matado, fray Cadfael.
Fue curioso que el simple hecho de llamar a su víctima por su nombre lo cambiara todo, incluso aquella ciega relación, y empezara a vislumbrarse un destello de luz. Quizá un poco más de luz contribuiría a consolidar el cambio.
—Colgada detrás de la puerta donde estás —dijo Cadfael en tono práctico—, encontrarás una linterna, y, en otro clavo, hay una bolsa de cuero con pedernal, eslabón y yesca. Ya que estamos, podríamos vernos las caras. Ten cuidado con las chispas, nuestras ovejas no te han hecho ningún daño y un incendio atraería en seguida a la gente. Hay un estante donde podrás apoyar la linterna.
—¡Y ahora me pedirás que te respete la cochina vida… lo sé!
—No moveré ni una mano ni un pie —dijo pacientemente Cadfael—. ¿Por qué supones que me las arreglé para que el último trabajo del día me correspondiera a mí? ¿No te dije que te esperaba? No llevo armas, y si las llevara no las usaría. Dejé el manejo de las armas hace muchos años.
Hubo una larga pausa, en cuyo transcurso, aunque comprendió que se esperaba algo más de él, Cadfael no dijo nada. Después, se oyó el chirrido de la linterna mientras la mano de Meurig la buscaba a tientas y la encontraba, el crujido de la apertura de la ventanilla, el apagado rumor de los dedos buscando el estante y el sonido de la linterna al ser colocada en él. El pedernal y el eslabón entrechocaron varias veces, aparecieron y desaparecieron las chispas y, al final, en una esquina de lienzo carbonizado prendió una llamita que iluminó el espectral rostro de Meurig, soplando hasta que se encendió el pabilo, del que surgió una llama alargada. Una débil luz amarillenta iluminó el pesebre, el abrevadero, el bosque de sombras en el entramado de vigas del techo y las plácidas e indiferentes ovejas. Cadfael y Meurig se miraron intensamente el uno al otro.
—Ahora —dijo Cadfael— podrás ver mejor aquello que has venido a tomar.
Dicho lo cual, se sentó tranquilamente en una esquina del pesebre.
Meurig se adelantó hacia él, pisando despacio el polvo de paja del suelo. Su rostro tenía un color cetrino, sus oscuros ojos estaban profundamente hundidos en las órbitas y ardían de angustia y dolor. Cuando ya estaba tan cerca que las rodillas de ambos se rozaron, el joven extendió el cuchillo hasta que la punta tocó la garganta de Cadfael. Entonces ambos se miraron fijamente el uno al otro desde los extremos de la hoja de acero.
—¿No temes la muerte? —preguntó Meurig en un susurro apenas audible.
—Ya me he tropezado con ella otras veces. Nos respetamos mutuamente. En cualquier caso, no se la puede eludir siempre, todos llegamos a ella, Meurig. Gervasio Bonel…, tú…, yo. Todos tenemos que morir, todos y cada uno de nosotros, más tarde o más temprano. Pero no tenemos por qué matar. Tú y yo hicimos una opción; tú, hace apenas una semana; yo, cuando vivía de la espada. Estoy aquí, tal como deseabas. Ahora toma lo que quieras de mí.
Sin apartar los ojos de los de Meurig, Cadfael vio por el ángulo de su visión cómo los fuertes dedos morenos se apretaban y los músculos de la muñeca se contraían. Pero no hubo ningún otro movimiento. Todo el cuerpo de Meurig pareció encogerse de pronto en un angustioso y fallido intento de clavar la hoja. El joven se echó hacia atrás mientras un entrecortado aullido animal escapaba de su garganta. Soltando el cuchillo, Meurig se puso a gemir y a temblar sobre la tierra batida del establo y se sostuvo la cabeza con ambas manos, como si toda la fuerza de su cuerpo y su voluntad no pudiera contener ni reprimir el dolor que le llenaba hasta rebosar. Luego se le doblaron las rodillas, se desplomó a los pies de Cadfael y, apoyado contra el pesebre, se cubrió el rostro con las manos. Unos redondos ojos amarillos, por encima de unos hocicos que rumiaban plácidamente, contemplaron con indiferente asombro el extraño comportamiento de los hombres.
Unos sonidos rotos brotaron de la boca de Meurig, vencido por la desesperación:
—¡Oh, Dios mío, si pudiera enfrentarme con mi muerte! ¡Tengo una deuda, tengo una deuda y no me atrevo a pagarla! Si estuviera limpio, si pudiera volver a estar limpio… ¡Oh, Mallilie…! —gritó entre sollozos.
—Sí —dijo Cadfael—. Un lugar muy hermoso. Y sin embargo hay todo un mundo fuera de él.
—No para mí, no para mí…, yo estoy condenado. Ayudadme…, ayudadme a ser digno de morir… —de pronto, Meurig se incorporó y miró a Cadfael, asiendo con una mano los faldones de su hábito—. Hermano, todas las cosas que dijisteis sobre mí…, que nunca hubiera sido un asesino, dijisteis…
—¿Y acaso no acabo de demostrarlo? —replicó Cadfael—. Estoy vivo, y no fue el temor lo que retuvo tu mano.
—Fue una simple casualidad, dijisteis, consecuencia de un acto de piedad… ¡Una pena, dijisteis! Una pena… ¿Creíais de veras todas esas cosas, hermano? ¿Existe la piedad?
—Creía hasta la última palabra —contestó Cadfael—. Fue una pena que te apartaras hasta tal extremo de tu propia naturaleza, ya que, envenenando a tu padre, te envenenaste a ti mismo. Dime, Meurig, en estos últimos días, ¿no has vuelto a casa de tu abuelo ni has sabido nada de él?
—No —contestó Meurig en voz baja, estremeciéndose al pensar en el orgulloso anciano que tan desolado estaba en aquellos momentos.
—Entonces no sabes que a Edwin se lo llevaron los hombres del alguacil y ahora se encuentra preso en Shrewsbury.
—No, no lo sabía.
Meurig se estremeció al comprender las repercusiones, y sacudió la cabeza, negándolo enérgicamente:
—No, juro que no lo hice. Estuve tentado de… No pude evitar que le echaran la culpa a él, pero no le traicioné…, yo le envié allí. Yo me hubiera encargado de facilitarle la huida…, sé que no es suficiente, pero por lo menos ¡no me culpéis de eso! Dios sabe que yo quería mucho al chico.
—Yo también lo sé —dijo Cadfael— y sé también que no fuiste tú quien les envió para que lo prendieran. Nadie le traicionó deliberadamente. Aun así, lo prendieron. Mañana volverá a ser libre. Eso podrá enderezarse, otras cosas ya no.
Con las manos fuertemente entrelazadas sobre las rodillas de Cadfael, Meurig levantó su atormentado rostro iluminado por la suave luz de la linterna.
—Hermano, habéis sido un bálsamo para la conciencia de otros hombres a lo largo de vuestra vida; por el amor de Dios, os pido que lo seáis también ahora para la mía porque estoy enfermo y mutilado, ya no soy lo que era. Vos hablasteis de piedad. ¡Escuchad todas mis maldades!
—Hijo mío —dijo Cadfael conmovido, apoyando la mano sobre los pétreos puños tan fríos como el hielo—. No soy sacerdote, no puedo darte la absolución, no puedo imponerte una penitencia…
—Sí podéis, vos más que nadie, ¡fuisteis vos quien descubrió lo peor que llevo dentro! Oídme en confesión y estaré mejor preparado; después, imponedme una penitencia, y no me quejaré.
—Habla, si eso te consuela —dijo Cadfael en un susurro, con la mano apoyada sobre la de Meurig mientras éste le contaba la historia a borbotones, como sangre manando de una herida: fue a la enfermería sin mala intención, para ayudar a un anciano, se enteró por pura casualidad de las propiedades del aceite que se usaba en las friegas, pero que también podía emplearse para otros fines. Sólo entonces la semilla empezó a germinar en su mente. Todavía le quedaban unas semanas de esperanza, antes de que Mallilie se perdiera para siempre, y allí se le ofrecía un medio de impedirlo.
—Empecé a pensar que no sería muy difícil… y, la segunda vez que fui allí, llevé un frasco y lo llené. Pero sólo era un sueño insensato… Aquel día, llevaba el frasco y me dije que sería muy fácil verterlo en su hidromiel o en un poco de vino caliente con azúcar y especias… puede que jamás lo hubiera hecho, simplemente lo deseaba, pero eso ya es de por sí un pecado grave. Cuando llegué a la casa, vi que estaban todos reunidos en la habitación interior y le oí decir a Aldith que el prior había enviado un plato de su propia mesa como obsequio especial para mi padre. Vi el plato calentándose sobre la rejilla del brasero, una cucharada… Lo hice casi sin darme cuenta…, entonces oí que Aelfrico y Aldith regresaban a la cocina y sólo tuve tiempo de salir otra vez fuera como si entrara en aquel momento; me estaba sacudiendo el polvo de los zapatos cuando ellos regresaron a la cocina… ¿Qué otra cosa podían pensar sino que acababa de entrar?
»Durante la hora siguiente deseé mil veces que no hubiera sucedido, Dios sabe con cuánta angustia, pero estas cosas no se pueden deshacer, y ahora estoy condenado… ¿Qué podía hacer sino seguir adelante ya que no podía volverme atrás?
En efecto, ¿qué podía hacer sino lo que estaba haciendo en aquel momento, obligado por las circunstancias? Sin embargo, por mucho que él lo creyera, no acudió a aquel encuentro para matar.
—Por consiguiente, decidí luchar con todas mis fuerzas por Mallilie, el fruto de mi pecado. Jamás odié de veras a mi padre, pero amaba con toda mi alma Mallilie, y era mía, mía… ¡Si hubiera podido conseguirla limpiamente! Pero hay una justicia. He perdido y no me quejo. Ahora, entregadme para que pague su muerte con la mía, tal como merezco. Os acompañaré voluntariamente, si me dais vuestra bendición.
El joven apoyó la cabeza sobre la mano de Cadfael, suspiró profundamente y guardó silencio; al cabo de un buen rato, Cadfael apoyó la otra mano sobre el negro cabello. No era sacerdote y no podía dar la absolución, pero se encontraba en la angustiosa situación de ser juez y confesor. La muerte por envenenamiento era el más vil de los asesinatos; el acero en cierto modo era más digno. Y sin embargo… ¿acaso Meurig no había sido gravemente injuriado? Por naturaleza, estaba destinado a ser amable, cariñoso y bueno, pero las circunstancias le habían deformado hasta el punto de obligarle a revolverse fatalmente contra su propia naturaleza, y ahora él mismo comprendía la gravedad de su acción. Una muerte ya era suficiente, ¿qué sacaría con una segunda? Dios tenía otros medios para equilibrar la balanza.
—Me has pedido una penitencia —dijo Cadfael finalmente—. ¿Todavía me la pides? ¿Y la cumplirás por terrible que pueda ser?
La cabeza se movió sobre su rodilla.
—Lo haré —contestó Meurig en un susurro— y daré gracias por ello.
—¿No quieres un castigo fácil?
—Quiero pagar mi deuda. ¿De qué otro modo podría encontrar la paz?
—Muy bien, pues, te has comprometido. Viniste a arrebatarme la vida, Meurig, pero en el momento decisivo no pudiste hacerlo. Ahora depositas tu vida en mis manos y yo tampoco te la puedo quitar porque sé que no estaría bien. ¿De qué le sirve al mundo tu sangre? Pero tus manos, tu fuerza, tu voluntad, todo eso lo conservas todavía y puede ser inmensamente útil. Quieres pagar tu deuda, ¡pues págala! Tu penitencia tiene que durar toda la vida, Meurig, y yo dispongo que la vivas hasta el final, ¡y quiera Dios que sea muy larga! Paga toda tu deuda mostrándote considerado con todos los que habitan en este mundo. Es muy posible que la historia de tu bondad sobrepase con creces la de tu maldad. Ésa es la penitencia que te impongo.
Meurig se movió muy despacio y levantó un rostro aturdido que no reflejaba ni alivio ni alegría, sino tan sólo perplejidad.
—¿Lo decís en serio? ¿Es eso lo que debo hacer?
—Eso es lo que debes hacer. Vive y enmiéndate; en tu trato con los pecadores recuerda tu propia fragilidad y con los inocentes pon tu fuerza a su servicio. Haz siempre todo el bien que puedas y déjale el resto a Dios, ¿qué más pueden hacer los santos?
—Me perseguirán —dijo Meurig, todavía receloso y asombrado—. ¿No diréis que os he fallado si me apresan y me ahorcan?
—No te apresarán. Mañana ya estarás muy lejos de aquí. Hay un caballo en la cuadra al lado de este establo, es el que yo he montado hoy. Los robos de caballos son muy frecuentes en esta comarca, es un viejo juego galés que conozco muy bien. Pero ése no lo robará nadie porque yo te lo doy y responderé de su desaparición. Cabalgando se llega a lejanos lugares donde un verdadero penitente puede ir avanzando poco a poco hacia la gracia. Yo que tú, cruzaría las colinas y procuraría alejarme hacia el oeste todo lo que pudiera antes del amanecer, y después me dirigiría al norte, hacia Gwynedd, donde nadie te conoce. Pero tú conoces estas colinas mejor que yo.
—Las conozco muy bien —dijo Meurig, de cuyo rostro había desaparecido la angustia, sustituida ahora por un sincero asombro infantil—. ¿Y eso es todo? ¿Todo lo que pedís de mí?
—Comprobarás que no es fácil —contestó fray Cadfael—. Pero sí, todavía hay otra cosa. Cuando estés lejos de aquí, confiésate ante un sacerdote, pídele que anote tu confesión por escrito y la envíe al alguacil de Shrewsbury. Lo que hoy ha ocurrido en Llansilin liberará a Edwin, pero no quisiera que pesara sobre él la menor sombra de duda cuando tú te vayas.
—Ni yo tampoco —dijo Meurig—. Así lo haré.
—Vamos, pues, tienes un largo peregrinaje por delante. Toma tu cuchillo —añadió Cadfael, sonriendo—. Lo necesitarás para cortar el pan y la carne.
Todo estaba terminando de una forma muy extraña: Meurig se levantó como en un sueño, exhausto y renovado a la vez, como si un aguacero del cielo le hubiera purificado de su agonía y su dolor, haciéndole renacer enteramente transformado. Cadfael tuvo que tomarle de la mano para guiarle cuando apagaron la linterna. Fuera, la gélida noche estrellada estaba totalmente en silencio. En la cuadra, el propio Cadfael ensilló el caballo.
—Déjale descansar en cuanto puedas. Hoy me ha llevado a mí, pero no ha sido un camino muy largo. Te daría la mula porque está descansada, pero sería más lenta y llamaría la atención si la montara un galés. Ya está, monta y vete. ¡Dios te acompañe!
Meurig se estremeció al oír las palabras, aunque la luminosa palidez de su rostro no experimentó ningún cambio. Con un pie ya en el estribo, el muchacho dijo con serena y repentina humildad:
—¡Dadme vuestra bendición! Porque estaré en deuda con vos mientras viva.
Se fue, subiendo por la ladera más allá de los apriscos, siguiendo unos caminos que él conocía mejor que el hombre que le había concedido la libertad de regresar al mundo de los vivos. Cadfael se lo quedó mirando sólo un instante, antes de regresar a la casa. En fin, pensó, si te he dejado libre de ir por el mundo sin que se haya operado en ti ningún cambio, si esta purificación desaparece en cuanto estés a salvo, caiga sobre mí el peso de esta culpa. Sin embargo, no temía demasiado que eso ocurriera; cuanto más analizaba el curso de los acontecimientos, tanto más se tranquilizaba su alma.
—Habéis tardado mucho, hermano —dijo Simón, acogiéndole con placer en la casa agradablemente caldeada por la leña del brasero—. Estábamos preocupados por vos.
—He sentido la tentación de quedarme a meditar un rato entre las ovejas —contestó fray Cadfael—. Son tan apacibles. Y la noche está muy hermosa.