IX

for de Morgan respiró hondo e, irguiéndose en toda su impresionante estatura, se acercó a su inesperado visitante.

—Oídme bien, buen hombre —dijo con una poderosa voz que ya era de por sí un arma—, soy el amo de esta casa y todavía no os habéis dirigido a mí. A ciertos visitantes los invito y a otros los recibo con agrado, aunque no los espere. A vos no os conozco ni os he invitado, y no os recibo con agrado. Tened la bondad de daros a conocer si queréis algo de mí o de otras personas que se hallan bajo mi techo. En caso contrario, abandonad esta casa.

Aunque el oficial no se sintió humillado porque su cargo le protegía de cualquier humillación, no pudo menos que apreciar el valor de aquel venerable anciano y moderar sus agresivos modales.

—Tengo entendido que sois Ifor de Morgan. Yo soy Guillermo Warden, oficial al servicio de Gilberto Prestcote, alguacil del condado de Shrop, y se me ha encomendado la búsqueda de Edwin Gurney por sospecha de asesinato. He recibido órdenes de conducirle por el medio que sea a Shrewsbury, donde deberá responder de esta acusación, y eso es lo que vaya a hacer. Vos también, como habitante de esta región, estáis sujeto a la ley.

—Pero no a la ley inglesa —replicó Ifor.

—¡A la ley! Sabiendo que el asesinato es un asesinato bajo cualquier ley. ¡Asesinato por envenenamiento, abuelo!

Fray Cadfael miró a Edwin, y le vio inmóvil y con el rostro intensamente pálido, en trance de extender una mano para asir el brazo del anciano en gesto de consuelo, pero incapaz de completar el gesto, por la gran reverencia que Ifor le inspiraba. Cadfael lo hizo por él, apoyando una mano en la delgada muñeca. Nada podría impedir que se llevaran al muchacho. Si eran tres y dos vigilaban la parte posterior de la casa, ¿quién les detendría? Aquel hombre tan arrogante y seguro de sí mismo, capaz de vengarse de las pasadas ofensas, también sabía protegerse el pellejo ante un segundo alguacil como Hugo Berengario, siempre muy escrupuloso con el trato dispensado a los prisioneros. ¿Por qué irritarle innecesariamente, si tal vez con una actitud más razonable se podría proteger con más eficacia a Edwin?

—Mi señor oficial, vos me conocéis y sabéis que no considero culpable de ningún delito a este muchacho. Pero yo también os conozco a vos y sé que tenéis un deber que cumplir. Debéis obedecer las órdenes recibidas y nosotros no podemos interponernos. Decidme, ¿fue Hugo Berengario quien os envió aquí en mi busca? Porque estoy seguro de que nadie me siguió desde Shrewsbury. ¿Qué os trajo a esta casa?

El oficial se alegró de poder exhibir su inteligencia.

—No, no se nos ocurrió seguiros cuando os fuisteis, hermano, porque pensamos que regresaríais a la abadía. Cuando Hugo Berengario regresó con las manos vacías de su incursión por el río y supo que habíais preguntado por él, fue a la abadía para hablar con vos y le dijeron que os habíais ido al norte, a Rhydycroesau. Entonces pensé que la mansión de Bonel estaba muy cerca y vine para averiguar qué os proponíais. El administrador de la mansión no se sorprendió de que un oficial de Shrewsbury preguntara por fray Cadfael. ¿Por qué iba a sorprenderse o por qué se iban a extrañar los criados? Nos dijeron que habíais preguntado por un par de casas de este lado de las colinas, y aquí, en la segunda, os hemos encontrado. Donde está el uno, dije, el otro no andará lejos.

O sea que nadie había informado deliberadamente sobre el fugitivo; la noticia sería del agrado de Ifor de Morgan, el cual se hubiera sentido avergonzado y deshonrado si alguien de los suyos hubiera traicionado a un huésped de su casa. La noticia también era importante para Cadfael por otras razones.

—Entonces, ¿Hugo Berengario no ordenó esta búsqueda?, «pensé», habéis dicho. ¿Y él qué hace mientras vos estáis aquí?

—Ha vuelto al río donde seguramente hará otra vez el ridículo. Madog, el barquero, le ha enviado recado esta mañana de que bajara a Atcham, y allá fue, más esperanzado que nunca, aunque ya veréis cómo no sacará nada en claro. Yo aproveché la ocasión y seguí mi propio instinto. ¡La sorpresa que se llevará esta noche cuando vuelva sin haber conseguido nada y descubra que le he traído al prisionero!

La explicación era tranquilizadora porque significaba que el oficial estaba deseando presentar su trofeo y no cabía en sí de gozo por su triunfo, por cuyo motivo no era probable que maltratara al chico.

—Edwin —dijo Cadfael—, ¿quieres mi consejo?

—Sí —contestó Edwin sin vacilar.

—Pues, entonces, ve tranquilamente con ellos y no te preocupes. Sabes que no hiciste nada malo y, por lo tanto, no pueden demostrar tu culpabilidad. Eso tiene que darte valor. Cuando te entreguen en manos de Hugo Berengario, contesta sin temor a todo lo que te pregunte, y dile toda la verdad. Te prometo que no permanecerás mucho tiempo en prisión (que Dios me ayude a convertir esta promesa en realidad). Si el chico se compromete voluntariamente a seguiros sin intentar escapar, no será necesario que le atéis, oficial. El camino es muy largo y tendréis que daros prisa antes de que oscurezca.

—Podrá usar las manos a su antojo —contestó Warden con indiferencia— porque los hombres que tengo aquí afuera son hábiles arqueros. Si intentara escapar, no llegaría muy lejos.

—No lo intentaré —dijo Edwin con firmeza—. Os doy mi palabra. Estoy preparado —añadió, acercándose a lfor de Morgan e hincando respetuosamente la rodilla ante él—. Gracias, abuelo, por toda vuestra bondad. Sé que no pertenezco realmente a vuestra familia, ¡ojalá perteneciera!, pero ¿queréis darme un beso, de todos modos?

El anciano lo tomó por los hombros y se inclinó para besarle la mejilla.

—¡Que Dios te acompañe! ¡Y vuelve cuando quieras!

Edwin tomó la silla de montar y la brida que guardaba en un rincón y avanzó con la cabeza alta y la barbilla levantada mientras los soldados se situaban uno a cada lado. En cuestión de pocos minutos, Cadfael y el anciano vieron cómo se alejaba el pequeño cortejo formado por el oficial que marchaba en cabeza, el mozo cabalgando entre dos soldados a caballo y los dos arqueros detrás. Ya había refrescado, pero la luz aún no había desaparecido. Llegarían a Shrewsbury de noche; un viaje muy triste, cuyo término sería una dura celda de piedra en el castillo. Que no sea por mucho tiempo, Dios mío. Dos o tres días, si todo iba bien. Pero bien, ¿para quién?

—¿Qué le diré a mi nieto Meurig —dijo tristemente el anciano— cuando vuelva y descubra que he permitido que se llevaran a su huésped?

Cadfael cerró la puerta tras contemplar por última vez el cabello castaño y la delgada figura de Edwin. A pesar de lo alto que era, el muchacho parecía muy frágil entre sus dos fornidos guardianes.

—Decidle a Meurig —contestó Cadfael tras reflexionar largo rato— que no se preocupe por Edwin. Al final se descubrirá la verdad y ésta lo salvará.

Le quedaba un día de inactividad por delante y, puesto que no podía hacer nada por Edwin de momento, convendría que, por lo menos, aprovechara bien la espera. El convaleciente hermano Bernabé no tendría que encargarse de los trabajos pesados y disfrutaría del calor de la casa mientras que el hermano Simón podría tomarse un día de descanso, tanto más cuanto que, a la mañana siguiente, Cadfael volvería a ausentarse. Por si fuera poco, los tres podrían rezar juntos los principales oficios del día, exactamente igual que si estuvieran en la abadía de San Pedro. El simple recitado de las fórmulas ya sería en sí mismo una oración.

Tendría todo el día para pensar mientras diera de comer a las gallinas, ordeñara la vaca, almohazara al viejo caballo bayo y llevara las ovejas a pastar a las colinas. Edwin ya estaría en su celda de la prisión, aunque no sin antes haber mantenido una prolongada y serena entrevista con Hugo Berengario, pensó Cadfael. ¿Se habría enterado Martín Bellecote de su captura? ¿Sabría Edwy que su carrera de reclamo no había servido para nada? ¿Y Riquilda…? ¿La habría visitado Berengario para comunicarle la captura de su hijo? En caso afirmativo, lo habría hecho con la mayor cortesía y amabilidad posible, aunque no habría modo de aliviar el dolor y el temor que sentiría.

Cadfael estaba preocupado por el anciano Ifor de Morgan, que se había quedado solo tras la breve experiencia de recibir en custodia a una tierna y joven criatura en la que había visto reflejada su propia juventud. Ifor de Morgan había domado el turbulento vigor que indujera a Edwin a rebelarse y guerrear contra Gervasio Bonel, transformándolo en una dócil voluntad de obedecer y servir. Todos somos víctimas y herederos de nuestros semejantes.

—Mañana —dijo Cadfael durante la cena al amor de la lumbre de unos resinosos troncos cuyo ondulante humo azulado era tan aromático como las hierbas de su cabaña de Shrewsbury—, tendré que salir muy temprano. —El tribunal se reuniría al amanecer, confiando en terminar a tiempo para que todos los presentes pudieran regresar a sus casas antes de que anocheciera—. Procuraré estar de regreso para encerrar las ovejas en el redil al anochecer. No me habéis preguntado dónde voy esta vez.

—No, hermano —convino dulcemente Simón—. Hemos visto que tenéis muchas cosas que os preocupan y no hemos querido molestaros con preguntas. Cuando queráis, ya nos diréis lo que necesitemos saber.

Pero era una larga historia sobre la cual, en la soledad de su sereno mundo imperturbable, ellos no conocían ni siquiera el comienzo. Mejor no decir nada.

Se levantó antes de la alborada y ensilló el caballo, tomando el mismo camino que siguiera dos días atrás hasta el vado, donde se desvió para atravesar el tributario y dirigirse a casa de Ifor. Esta vez no se desvió, sino que se adentró en el valle del Cynllaith y cruzó un puente de madera. Desde allí, la distancia hasta Llansilin era muy corta. El sol ya brillaba, velado un poco por la bruma, cuando llegó a la aldea donde toda la gente se estaba congregando en la iglesia de madera. Todas las casas debían de haber alojado aquella noche a parientes y amigos de otros lugares porque la población normal de la aldea no debía de ser más que una décima parte de todas las almas que allí se habían reunido. Cadfael entró con su caballo en la dehesa situada al lado del cementerio, donde había un abrevadero de piedra, y se unió a la lenta procesión de los hombres que se dirigían a la iglesia. En el camino llamaba la atención por su negro hábito benedictino, tan insólito por aquellos parajes, pero, en la iglesia, se podría ocultar en un rincón apartado. No quería que se fijaran en él demasiado pronto.

El juez que presidía el tribunal dio el veredicto. Habían examinado las dos fincas en litigio y las habían medido según los títulos de propiedad. Su juicio era que Hywel Fynchan había desplazado efectivamente el mojón de piedra de una esquina para adueñarse de unas cuantas varas de tierra de su vecino, pero Owain de Rhys, con más discreción y tras haber descubierto el engaño del acusado, se había vengado desplazando la valla de separación para resarcirse de la pérdida. Decretaban por tanto que ambas señales fueran colocadas en sus anteriores posiciones e imponían a ambas partes una pequeña sanción pecuniaria. Como era de prever, Owain y Hywel se estrecharon amistosamente las manos, aceptando el veredicto. Más tarde, se gastarían en vino lo que les hubiera sobrado de las multas que esperaban pagar en comparación con las que les impusieron. Cadfael, que estaba familiarizado con aquel deporte nacional, sabía que el juego se repetiría al año siguiente.

Hubo otros dos litigios de tierras, uno de los cuales se resolvió amistosamente mientras que la sentencia sobre el otro fue aceptada con amargura por la parte perdedora. Una viuda le reclamó a un pariente de su marido una franja de tierra y ganó gracias al testimonio nada menos que de siete vecinos. La mañana iba pasando y Cadfael, que miraba constantemente hacia la puerta, empezó a preguntarse si se habría equivocado en su cálculo de las probabilidades. ¿Y si hubiera interpretado erróneamente todos los signos? En tal caso, tendría que repetirlo todo desde el principio, Edwin correría un grave peligro y su único recurso sería Hugo Berengario, cuyo mando terminaría cuando Gilberto Prestcote regresara de celebrar las Navidades con el rey.

La agradecida viuda se estaba retirando en compañía de sus testigos, arrebolada por la dicha y la emoción, cuando la puerta de la iglesia se abrió de par en par. La luz del exterior iluminó la asamblea mientras un numeroso grupo de personas avanzaba por la nave central. Cadfael, como todo el mundo, se volvió a mirar y vio a Meurig, seguido de siete ancianos.

Cadfael observó que vestía la misma chaqueta y el mismo calzón que siempre le había visto y que debían de ser los mejores que tenía. Sus restantes prendas eran al parecer las que llevaba para trabajar. La bolsa de lino que llevaba colgada del cinto mediante correas de cuero también era la misma que vio Cadfael en la enfermería, cuando el joven intentaba, por pura bondad y sin recibir nada a cambio, aliviar los dolores de las oxidadas articulaciones de un viejo. Aquellas bolsas costaban lo suyo y duraban muchos años. No era probable que tuviera otra.

El fornido joven moreno hubiera podido ser, por su aspecto, el hijo o el hermano de cualquiera de los presentes. Permaneció inmóvil en el centro de la nave, con los pies separados y los brazos colgando a los lados, pero como preparados para la lucha, como si tuviera un arma al alcance de cada mano, aunque, en aquel lugar doblemente sagrado por ser una iglesia y un tribunal, no debía de llevar tan siquiera un cuchillo de caza. Iba recién rasurado y bañado, y la suave luz del interior del templo destacaba todos los huesudos perfiles de su poderoso rostro y de su cráneo apenas cubierto por la morena carne. Sus ojos eran como ardientes lámparas hundidas en unos cavernosos huecos y le conferían un aire conmovedoramente joven y viejo a la vez, como de alguien que estuviera muriéndose de inanición.

—Pido licencia a este tribunal —dijo con voz alta y clara—. Tengo una reclamación que no puede esperar.

—Estábamos a punto de dar por concluida esta asamblea —dijo afablemente el juez que presidía el tribunal—. Pero estamos aquí para servir. Decidnos vuestro nombre y el asunto que os trae.

—Me llamo Meurig, hijo de Angharad, hija de Ifor de Morgan, a quien conocen todos los que hoy se encuentran reunidos aquí. Por esta misma Angharad, soy hijo de Gervasio Bonel, que tuvo en su poder la mansión de Mallilie mientras vivió. He venido para reclamar mi derecho a esta mansión en mi calidad de único hijo de Gervasio Bonel. Quiero presentar pruebas de que esta tierra es galesa y se halla sometida por tanto a la ley galesa, y de que soy el único hijo que este hombre engendró. Por la ley galesa, reclamo la propiedad de Mallilie ya que, por esta misma ley, un hijo es un hijo, tanto si nace dentro del matrimonio como fuera, siempre y cuando su padre le haya reconocido —el joven respiró hondo y la tensión de su pálido rostro creció—. ¿Querrá este tribunal escucharme?

Los murmullos que recorrieron el templo hicieron estremecer incluso las ennegrecidas tablas de madera de sus muros. Los tres jueces se agitaron en sus asientos y miraron a su alrededor, procurando conservar el equilibrio y la calma. El presidente contestó con comedimiento:

—Debemos escuchar y escucharemos a quienquiera que nos presente una demanda urgente, tanto si lo hace con consejo legal como si lo hace sin él, aunque el caso podría exigir un aplazamiento para seguir el necesario procedimiento. Teniendo en cuenta esta consideración, podéis hablar.

—Muy bien, pues. En cuanto a la tierra de Mallilie, tengo aquí a cuatro respetados hombres, a quienes todos conocen, cuyas tierras lindan con las de la propiedad, rodeando nueve décimas partes de las tierras de la mansión. Sólo la décima parte restante linda con tierra inglesa. Todo está en la parte galesa del muro divisorio, tal como saben todos estos hombres. Pido a mis testigos que hablen en mi nombre.

El más viejo de ellos se limitó a decir:

—La mansión de Mallilie se encuentra en tierra galesa y los litigios que a ella se refieren han sido dirimidos según la ley galesa en dos ocasiones durante mi vida, pese a que la mansión se encontraba en manos inglesas. Cierto que algunas cuestiones se resolvieron también según la ley inglesa y por parte de tribunales ingleses, pero Gervasio Bonel siempre prefería apelar a este tribunal, acogiéndose a la ley galesa. Sostengo que la ley galesa jamás ha perdido sus derechos sobre parte alguna de estas tierras porque pertenece a esta comunidad, quienquiera que sea su propietario.

—Y nosotros somos del mismo parecer —dijo el segundo de los ancianos.

—¿Ésta es la opinión de todos vosotros? —preguntó autoritariamente el juez.

—Lo es.

—¿Hay alguien entre los presentes que quiera refutar este parecer?

Varios hombres tomaron la palabra más bien para confirmarlo; alguien recordó haber tenido una disputa con Bonel sobre una cuestión de extravío de ganado, dirimida allí mismo por un tribunal del que formaba parte uno de los jueces presentes. Tal como sin duda el interesado debía de recordar sin necesidad de que nadie le refrescara la memoria.

—El tribunal está de acuerdo con el testimonio de los vecinos —dijo el juez que lo presidía, tras consultar con sus compañeros mediante una simple mirada y un asentimiento con la cabeza—. No cabe duda de que las tierras en cuestión se encuentran en territorio galés, por lo que cualquier demandante que presente una reclamación sobre ellas tiene derecho a hacerla según la ley galesa, si así lo desea. ¡Proseguid!

—En cuanto a la segunda cuestión —dijo Meurig, humedeciéndose los labios resecos por la tensión—, declaro ser el único hijo de Gervasio Bonel y pido que quienes me conocen desde que nací testifiquen sobre mi parentesco, y que cualquiera de los presentes que conozca la verdad hable también en mi favor.

Esta vez hubo muchos que se levantaron para confirmar la declaración de los ancianos: Meurig, hijo de Angharad, hija de Ifor de Morgan, había nacido en la mansión de Mallilie, donde su madre era criada, y antes del nacimiento todo el mundo sabía que su madre estaba embarazada de su señor. Nunca fue un secreto, y Bonel acogió y mantuvo al hijo en la casa.

—Aquí hay una dificultad —dijo el juez presidente—. No basta con que la opinión común considere que cierto hombre es el padre, porque la opinión común podría equivocarse. Incluso la aceptación del deber de alimentar a un hijo no constituye en sí misma una prueba de reconocimiento. Tiene que demostrarse que el padre reconoció al niño como hijo suyo. Ésa es la ratificación que requiere el parentesco para que un joven pueda tener plenos derechos, y ésa es la ratificación necesaria para que pueda heredarse una propiedad.

—No hay ninguna dificultad —dijo orgullosamente Meurig, sacándose de la pechera de la chaqueta un pergamino enrollado—. Si este tribunal desea examinarlo, verá que en este contrato de aprendizaje, cuando yo empecé a trabajar, el propio Gervasio Bonel me llamaba su hijo, y puso su propio sello.

El joven se adelantó y entregó el pergamino al escribano de los jueces, los cuales lo desenrollaron y estudiaron.

—Es lo que él dice. Esto es un acuerdo entre Martín Bellecote, maestro carpintero de Shrewsbury, y Gervasio Bonel, para que el joven Meurig aprenda el oficio de carpintero y grabador. Se acordó la paga y se entregó una pequeña suma para su manutención. El sello está conforme y el joven es llamado «mi hijo». No cabe ninguna duda. Fue reconocido.

Meurig lanzó un profundo respiro y esperó. Los jueces deliberaron en voz baja.

—Hemos llegado a la conclusión —dijo el juez que presidía el tribunal— de que la prueba es irrefutable, de que vos sois lo que alegáis ser y tenéis derecho a reclamar la posesión de las tierras. Pero es bien sabido también que se concertó un acuerdo, jamás ratificado, por el cual la mansión sería entregada a la abadía de Shrewsbury y, por esa razón, antes de la infortunada muerte de este hombre, la abadía envió a uno de sus administradores para que se hiciera cargo del gobierno de la finca. En tales circunstancias, la reclamación por parte de un hijo tiene que estar abrumadoramente justificada, pero, en vista de la complejidad del caso, hay que seguir todos los caminos que marca la ley. Debemos tener en cuenta al señor feudal inglés y atender las demandas que pueda presentar la abadía, dado que Bonel había manifestado claramente su voluntad, pese a que el acuerdo no llegó a ratificarse. Tendréis que formular una petición formal de propiedad, y os aconsejamos que contratéis cuanto antes los servicios de un hombre de leyes.

—Con el debido respeto —dijo Meurig, más pálido que nunca y con las manos casi cerradas en un puño, como si ya las tuviera llenas de la codiciada tierra—, hay una disposición en la ley galesa, según la cual puedo tomar ahora mismo posesión de las tierras, antes de que se celebre el juicio. Sólo el hijo puede hacerlo, y yo soy el hijo del difunto. Reclamo mi derecho de dadanhudd, el derecho al hogar de mi padre. Dadme la sanción de este tribunal y, en compañía de estos ancianos que respaldan mi reclamación, entraré en la casa que en justicia me pertenece.

Fray Cadfael estaba tan absorto en la intensidad de aquella pasión devoradora que poco faltó para que se le escapara la oportunidad del momento. Toda su sangre galesa ardía ante semejante amor por una tierra que la sangre galesa de Meurig le hubiera otorgado sin duda, pero cuyo nacimiento le había negado según la ley inglesa normanda. En aquellos momentos, el joven tenía una nobleza singular, capaz de arrastrar consigo a los jueces, a los testigos e incluso a Cadfael.

—Este tribunal decreta que vuestra reclamación está justificada —dijo el juez presidente con semblante muy serio y que no se os puede negar el derecho a entrar en la casa. Para respetar la forma, deberemos plantear la cuestión a la asamblea, ya que el caso no se había anunciado con antelación. Si hay alguien aquí que tenga que formular una objeción, que se adelante y hable.

—Sí —dijo Cadfael, haciendo un esfuerzo para sacudirse el aturdimiento de la mente—. Aquí hay alguien que tiene algo que decir antes de que se sancione este derecho. Hay un impedimento.

Todos estiraron el cuello para verle. Los jueces hicieron lo propio, buscando el origen de la voz, ya que Cadfael no era más alto que la mayoría de sus paisanos y hasta su tonsura podía confundirse con muchas calvas producidas por el tiempo y no ya por las órdenes sagradas. Meurig se volvió, con el rostro exangüe y los ojos desorbitados. La voz le había traspasado como un cuchillo aunque no la había reconocido; por un instante, no pudo percibir siquiera el ondulado movimiento que se produjo mientras Cadfael se abría paso entre la gente.

—¿Pertenecéis a la orden benedictina? —preguntó, perplejo, el juez presidente al ver aparecer su robusta figura en el pasillo—. ¿Un monje de Shrewsbury? ¿Habéis venido para hablar en nombre de vuestra abadía?

—No —contestó fray Cadfael, situado ahora a escasa distancia de Meurig. Los negros y brillantes ojos del joven se habían librado de la bruma de la incredulidad y le habían reconocido con toda claridad—. He venido para hablar en nombre de Gervasio Bonel.

El breve movimiento convulso de la garganta de Meurig reveló que éste pretendía hablar, pero no pudo.

—No os entiendo, hermano —dijo el juez—. Explicaos. Habéis hablado de un impedimento.

—Soy galés —explicó Cadfael—. Apoyo y apruebo la ley galesa, según la cual un hijo es un hijo dentro y fuera del matrimonio, y tiene los mismos derechos aunque la ley inglesa lo califique de bastardo. Sí, un hijo nacido fuera del matrimonio puede heredar… pero no así un hijo que ha asesinado a su padre, tal como ha hecho este joven.

Esperaba oír un clamor, pero en su lugar se produjo un silencio tan profundo como jamás había conocido otro igual. Los tres jueces le miraron petrificados por el asombro, mientras los presentes en la iglesia contenían la respiración. Cuando todos empezaron a salir de su aturdimiento y se volvieron a mirar a Meurig casi con temerosa cautela, el muchacho ya había recuperado el color y la audacia, aunque a cambio de un precio muy alto. La frente y los pronunciados pómulos estaban bañados en sudor, y los músculos del cuello aparecían tan tensos como las cuerdas de un arco, pero él había recuperado el aplomo y podía mirar a su acusador a la cara. No se abalanzó sobre él, sino que más bien apartó dignamente los ojos para mirar con serenidad a los jueces en una elocuente protesta contra una acusación que desdeñaba negar como no fuera a través de un silencioso desprecio. Algunos de los presentes, pensó con tristeza Cadfael, darán por sentado que soy un agente enviado por mi orden para impedir o, por lo menos, retrasar la entrega de Mallilie a su legítimo propietario. Por los medios que sea, incluso recurriendo a los más bajos, como puede ser la acusación de asesinato contra un hombre honrado.

—La acusación es extremadamente grave —dijo el presidente del tribunal, frunciendo el ceño—. Si decís la verdad, debéis demostrarla o, en caso contrario, retirarla.

—Así lo haré. Me llamo Cadfael y soy monje de Shrewsbury. Soy el herbario que preparó el aceite con el cual Gervasio Bonel fue asesinado. Me va en ello el honor. Los remedios destinados a aliviar y curar no deben usarse para matar. Me llamaron para asistir al moribundo, y he venido aquí para pedir justicia por él. Permitidme contaros cómo ocurrió esta muerte.

Cadfael contó la historia muy escuetamente, presentando el círculo de las personas presentes, una de las cuales, el hijastro, parecía ser entonces la única que podría beneficiarse con la muerte.

—Pensamos que Meurig no tenía nada que ganar con ello, pero ahora vosotros y yo acabamos de ver lo mucho que le iba en ello. El acuerdo con mi abadía no se había ratificado y, según la ley galesa, cuya aplicación no pensábamos que fuera procedente en este caso, él es el heredero. Dejadme contaros su historia, tal como la veo. Desde que alcanzó la edad adulta, tuvo muy claro que, según la ley galesa, su situación de heredero era indiscutible, por lo que se mostraba dispuesto a esperar la muerte de su padre, como cualquier otro hijo, para reclamar su herencia. El hecho de que Gervasio Bonel, al contraer segundas nupcias, otorgara testamento, nombrando heredero a su hijastro, no inquietó a Meurig, pues ¿cómo podía semejante decisión anular su derecho como verdadero hijo de aquel hombre? Sin embargo, cuando su padre decidió ceder la mansión a la abadía de Shrewsbury a cambio de su alojamiento y manutención vitalicios, tal como suele estipularse en tales casos, la situación cambió. Creo que, si el acuerdo se hubiera sellado inmediatamente, todo hubiera terminado y este joven hubiera aceptado la pérdida sin jamás convertirse en asesino. Pero, puesto que mi abad fue llamado a Londres con sobrados motivos para suponer que nombrarían a otro en su lugar, el acuerdo no se ratificó y esta pausa renovó las esperanzas de Meurig, que trató desesperadamente de hallar algún medio de impedirlo, dado que, si la abadía hubiera establecido legalmente su derecho mediante una ratificación final, su posición ante la ley hubiera sido irremediable. ¿Cómo hubiera podido enfrentarse con la abadía de Shrewsbury? Los abades tienen influencia suficiente para que cualquier pleito se juzgue según la ley inglesa y, según la ley inglesa, lamento decir que los hijos como Meurig no tienen ningún derecho y no pueden heredar. Fue una simple casualidad, consecuencia de un acto de piedad, la que le mostró dónde encontrar el medio de matar y le tentó a usarlo. Una pena porque este joven jamás hubiera sido un asesino. Sin embargo, es culpable y no debe ni puede entrar en posesión del fruto de su crimen.

El presidente del tribunal lanzó un profundo suspiro de pesar y miró a Meurig, que lo había escuchado todo con el cuerpo inmóvil y el rostro impasible.

—Habéis oído y entendido el delito del que se os acusa. ¿Deseáis responder?

—No tengo nada que responder —contestó Meurig, haciendo gala de una gran presencia de ánimo en medio de su desesperación—. No son más que palabras. No tienen la menor solidez. Sí, estuve en la casa, tal como él ha dicho, con la mujer de mi padre, su hijo y los dos criados. Pero eso es todo. Es cierto que estuve casualmente en la enfermería y averigüé las propiedades de ese aceite de que él habla. Pero ¿dónde está el eslabón que me une al acto? Yo podría acusar de lo mismo a cualquiera de los presentes en la casa aquel día, y sin ninguna prueba, pero no lo haré. Los oficiales del alguacil han sostenido desde el principio que el autor del asesinato fue el hijastro de mi padre. Yo no digo que eso sea cierto.

Sólo digo que no hay ninguna prueba que me implique a mí más que a otro.

—Sí —dijo Cadfael—, existe una prueba. Hay un pequeño detalle que convierte este crimen en algo mucho más execrable porque es la única prueba de que no fue un acto impulsivo, cometido en un instante y lamentado después. Quienquiera que robara una cantidad de aceite de acónito de nuestra enfermería debió de llevar consigo un frasco donde ponerlo. Y después tuvo que esconder el frasco para que no lo vieran y librarse de él cuanto antes y con el mayor sigilo posible. El lugar os demostrará que el muchacho llamado Edwin Gurney, el hijastro de Bonel, no pudo guardarlo allí. Cualquier otra persona de la casa, sí, pero no él. Sus movimientos son conocidos. Huyó directamente de la casa hacia el puente y la ciudad, tal como podrán confirmar los testigos.

—Eso no son más que palabras y, además, palabras falaces —dijo Meurig, que ya se había serenado un poco—. Porque ese frasco no se ha encontrado, de lo contrario los hombres del alguacil lo hubieran dicho. Eso no es más que una historia totalmente inventada para contarla ante este tribunal.

Por supuesto que él no sabía nada; tampoco sabían nada Edwin o Hugo Berengario, sólo Cadfael y fray Marcos. Gracias fueran dadas a Dios porque fray Marcos había hallado el objeto y señalado el lugar sin que nadie pudiera considerarle sospechoso de ser un corrupto agente de terceros. Cadfael introdujo la mano en su bolsa y sacó el frasco de vidrio verde, retirando cuidadosamente la servilleta que lo envolvía.

—Sí, ha sido encontrado. ¡Aquí está! —exclamó, extendiendo el brazo hacia el desconcertado Meurig.

El instante de la desintegración se superó con gallardía, pero Cadfael fue testigo de él y ya no le cupo la menor duda.

Su dolor fue muy grande porque apreciaba de veras al joven. —Esto —dijo Cadfael, mirando a los jueces— fue encontrado no por mí sino por un inocente novicio que apenas sabía nada sobre el caso y no ganaría nada mintiendo. Y fue encontrado en el hielo del estanque del molino bajo la ventana de la habitación de la casa, en un lugar debidamente señalado. Edwin Gurney no estuvo ni un momento solo en aquella habitación y no pudo arrojar este frasco por la ventana. Inspeccionadlo, si queréis, pero con cuidado porque los restos del aceite forman un reguero seco en un costado exterior del frasco, y dentro aún se puede distinguir claramente el poso.

Mientras los tres jueces examinaban el terrible objeto sin sacarlo de la servilleta, Meurig dijo sin perder la calma:

—Aunque eso fuera cierto, ¡porque aquí no está presente quien lo encontró y ni puede hablar por sí mismo!, éramos cuatro y cualquiera de nosotros hubiera podido entrar y salir de aquella habitación durante el resto del día. En realidad, fui el único que se fue porque regresé a la carpintería de mi amo en la ciudad. Los demás se quedaron en la casa.

En contra de su voluntad, la disputa se estaba convirtiendo en un juicio. A pesar de su admirable valentía, el joven no pudo impedir la filtración de una nota defensiva. Él mismo se dio cuenta y tuvo miedo, no por su propia persona sino por el objeto de su apasionado amor, es decir, la tierra en la cual había nacido.

Fray Cadfael se debatía entre dudas cuya intensidad jamás hubiera podido imaginar. Ya era hora de acabar con aquel suplicio mediante un golpe de efecto, capaz de proporcionarle la victoria o la derrota, porque ya no podía soportar por más tiempo aquella división de su mente, mientras Edwin se encontraba en prisión, circunstancia que Meurig ignoraba todavía y que quizás le hubiera tranquilizado, aunque no por ello hubiera dejado de conmoverlo y angustiarlo. Ni una sola vez, durante aquella larga tarde de interrogatorios, intentó Meurig desviar las sospechas hacia Edwin, ni siquiera cuando el oficial del alguacil apuntó en aquella dirección.

—Retirad el tapón —les dijo Cadfael a los jueces, casi gritando a causa de los nervios—. Aspirad el olor; todavía es lo bastante intenso como para que se pueda reconocer. Debéis aceptar mi palabra de que ése fue el medio que provocó la muerte. Observad cómo el contenido se derramó por fuera. Lo taparon apresuradamente porque todo se hizo muy deprisa. Aun así, alguien llevó este frasco encima durante un buen rato, hasta la llegada y la partida de los oficiales del alguacil. En esta situación, grasiento por dentro y por fuera, debió de dejar una mancha de aceite muy difícil de quitar, y con un fuerte olor…, sí, ya veo que notáis el olor —volviéndose a mirar a Meurig, Cadfael señaló la áspera bolsa de lino que el joven llevaba colgada al cinto—. Recuerdo que aquel día llevabas esta bolsa. Deja que los jueces la examinen, con el frasco en la mano, y comprueben si pudiste guardarlo en ella durante una, dos o más horas, y si éste dejó sus señales y su olor. Ven, Meurig, desata y entrega la bolsa.

Meurig acercó una mano a la bolsa como si estuviera a punto de obedecer. Cadfael comprendió entonces que, a lo mejor, no habría nada, pese a tener la absoluta certeza de que el frasco estuvo allí dentro durante la larga y angustiosa tarde de la muerte de Bonel. Bastaría un poco de audacia y un rostro más duro que el bronce para que el frágil testimonio contra Meurig estallara como una burbuja, dejando tan sólo un brumoso rocío de sospecha, como la humedad que deja una burbuja de jabón en la mano. ¡Pero él no podía estar seguro! El hecho de examinar la bolsa y no encontrar nada en ella no le exoneraría por completo, pero, si la examinaran y descubrieran la costura manchada de aceite y el penetrante olor todavía pegado a la tela, equivaldría a una condena sin remisión. Los dedos que estaban a punto de tirar de la primera correa, se cerraron súbitamente en un puño, negándose a hacerlo.

—¡No! —gritó Meurig con la voz ronca—. ¿Por qué tengo que someterme a semejante indignidad? Éste es el hombre que ha enviado la abadía para mancillar mi reputación.

—Me parece una petición razonable —dijo el presidente del tribunal—. No tenéis que mostrarle la bolsa a nadie más que a este tribunal. De este modo, nadie sospechará que tenemos algo que ganar por medio del descrédito. El tribunal os requiere para que la entreguéis al escribano.

El escribano, acostumbrado a ver respetadas las órdenes de los jueces, avanzó con la mano confiadamente extendida. Meurig no se atrevió a correr el riesgo y, dando súbitamente media vuelta, corrió hacia la puerta abierta del templo, provocando la dispersión de los ancianos que le habían acompañado para respaldar su reclamación. Una vez fuera, se alejó con la rapidez de un gamo. Inmediatamente se produjo un tumulto y la mitad de los hombres que se encontraban en la iglesia salió en persecución del fugitivo, aunque pronto desistió del intento tras el instintivo impulso inicial. Vieron que Meurig doblaba la esquina del muro de piedra del cementerio y se dirigía a los bosques que cubrían la ladera de la colina. En cuestión de un momento, lo perdieron de vista entre los árboles.

En la iglesia semi desierta se hizo un silencio absoluto. Los ancianos se miraron unos a otros, perplejos, y no intentaron unirse a la persecución. Los tres jueces empezaron a conversar en voz baja y Cadfael permaneció de pie dominado por un cansancio que parecía haberle privado de toda su energía y capacidad de pensar. Al fin, respiró hondo y levantó la mirada.

—No es una confesión y tampoco se ha formulado oficialmente una acusación contra él ni se le ha sometido a juicio. Pero esto es una prueba para un muchacho que, en estos momentos, se encuentra en la prisión de Shrewsbury como sospechoso de haber cometido este crimen. Dejadme decir lo que puedo y debo decir en favor de Meurig: él no sabía que Edwin Gurney había sido apresado, de eso estoy seguro.

—Ahora no tenemos más remedio que perseguirle —dijo el presidente del tribunal—, y así se hará. Pero, por supuesto que las actas de este tribunal serán enviadas por cortesía al alguacil de Shrewsbury con carácter inmediato. ¿Os parece satisfactorio?

—No pido más. Os ruego que tengáis la bondad de enviar también el frasco, sobre el cual declarará un novicio llamado Marcos, que es quien lo encontró. Enviádselo todo a Hugo Berengario, el segundo alguacil del condado que ostenta actualmente el mando, y tened la amabilidad de entregarle el informe sólo a él. Ojalá pudiera ir yo, pero aún tengo trabajo aquí.

—Nuestros escribanos tardarán unas cuantas horas en hacer las necesarias copias y certificarlas. Pero mañana al anochecer lo más tarde, el informe será entregado. Creo que vuestro prisionero ya no tendrá nada que temer.

Fray Cadfael dio las gracias a los jueces y salió de la iglesia de la aldea, cuyos habitantes parecían enormemente trastornados. La noticia de los acontecimientos de aquella mañana ya había corrido de boca en boca y sin duda habría llegado a la localidad de Cynllaith al otro lado de las colinas, pero ni siquiera los rumores corrieron tanto como Meurig, a quien nadie volvió a ver durante todo el día. Cadfael recogió su caballo en la dehesa, lo montó y se alejó. El cansancio que se apoderó súbitamente de él cuando cesó de pronto la necesidad de esforzarse, estaba convirtiéndose poco a poco en una desesperada tristeza que, al final, se transformó a su vez en una agradecida serenidad. El viaje de regreso lo hizo muy despacio porque necesitaba tiempo para pensar y, sobre todo, para que alguien pensara urgentemente en ciertas cosas. Al pasar por delante de la mansión de Mallilie, se limitó a mirarla con angustia. El final no tendría lugar allí.

Sabía muy bien que el caso aún no había terminado.

—Llegáis muy pronto, hermano —dijo Simón mientras llenaba el brasero de combustible para pasar la noche—. Cualquiera que fuera vuestro negocio, confío en que Dios lo hiciera prosperar.

—Así lo hizo —contestó Cadfael—. Y ahora os toca a vosotros descansar y dejarme el trabajo a mí. Ya he dejado el caballo en la cuadra, lo he almohazado y le he dado de comer; no está muy cansado porque me tomé las cosas con calma. Después de la cena, habrá tiempo para cerrar el corral de las gallinas y atender la vaca, y luz suficiente para bajar las ovejas preñadas al establo, pues me temo que esta noche las heladas serán más fuertes. Es curioso que en estas colinas la luz dure por lo menos media hora más que en la ciudad.

—Vuestros ojos galeses, hermano, están empezando a recuperar su visión normal. Pocas son las noches aquí en que un hombre no pueda viajar tranquilamente, incluso a través de los pantanos en las tierras altas, siempre y cuando conozca bien el terreno. Sólo en los bosques está completamente oscuro. Una vez hablé con un hermano que venía del norte, un pelirrojo escocés que hablaba una lengua que yo apenas podía entender. Me contó que en su lejano país había noches en que el sol casi no se ponía antes de volver a salir por el otro lado, y uno podía orientarse a través de un interminable crepúsculo. Pero no sé si serían fantasías —dijo el hermano Simón en tono nostálgico—. Yo nunca me aventuré más allá de Chester.

Fray Cadfael se abstuvo de describirle sus propios viajes, recordados en aquellos momentos con la atónita satisfacción del hombre que ha decidido descansar. A decir verdad, había gozado de las tormentas tanto como en aquellos momentos gozaba de la calma, si calma podía llamarse: cada cosa tenía su lugar y su tiempo.

—Me he alegrado mucho de poder estar con vosotros —dijo con toda sinceridad—. Esto me sabe a Gwynedd y la gente de aquí me habla en galés, cosa que agradezco mucho porque en Shrewsbury apenas tengo ocasión de practicarlo.

El hermano Bernabé sirvió la cena, consistente en sabroso pan casero, gachas de cebada, queso de leche de oveja y manzanas secas. Respiraba sin dificultad y caminaba por la casa sin cansarse.

—Ya veis que puedo trabajar, hermano, gracias a vuestros cuidados. Yo mismo puedo encerrar a las ovejas esta noche.

—Te guardarás de hacerlo —dijo Cadfael con firmeza—; yo me encargaré de esa tarea, después de haberme pasado todo el día sin hacer nada. Te conformarás con vernos comer este pan tan bueno que has hecho, un arte del que yo carezco y que, por lo menos, he tenido la suerte de conocer; doy gracias a Dios de que haya hombres dotados de esta habilidad.

En Rhydycroesau se cenaba temprano porque, normalmente, la gente trabajaba al aire libre desde las primeras horas del amanecer. Aún reinaba una media luz, con un intenso color azul por el este y un pálido resplandor por el oeste, cuando Cadfael salió para subir a la colina más cercana a recoger las ovejas preñadas. Eran pocas, pero muy apreciadas. A veces hasta alumbraban gemelos que, con pacientes cuidados, lograban sobrevivir. Cadfael adivinaba una profunda y serena satisfacción en la vida de los pastores. Los hijos de aquellas solicitudes raras veces morían a manos de los hombres, a no ser que la enfermedad, las lesiones o la decrepitud los amenazaran, o bien en tiempos de penuria, cuando no se podía alimentar a todo el rebaño durante el invierno. Su lana y su leche eran mucho más valiosas que su carne, y sus preciosas pieles sólo podían aprovecharse una vez, cuando, por desgracia, no había más remedio que sacrificarlos. Por consiguiente, los animales morían de muerte natural, conocían y se encariñaban con sus pastores que tanto los comprendían, confiaban en ellos e incluso tenían nombre. Los pastores formaban una comunidad aparte, eran gentes amables, porfiadas y taciturnas, que no mataban ni por robo ni por bandidaje, no quebrantaban las leyes, no presentaban querellas y no fomentaban rebeliones.

Aun así, pensó Cadfael, mientras subía a grandes zancadas por la ladera de la colina, yo no podría ser pastor durante mucho tiempo. Echaría de menos las cosas que deploro, la capacidad del hombre de elegir entre el bien y el mal. Inmediatamente recordó las luchas, las victorias y las víctimas de aquel día.

Al llegar a la cumbre de la loma, se detuvo a contemplar la inminente noche, sabiendo que debía de ser visible desde una considerable distancia a la redonda. El cielo era inmenso y de un profundo azul, con algunas estrellas débilmente dispersas, tan nuevas y puras que sólo resultaban visibles si se las miraba por el rabillo del ojo; una mirada directa las borraba de inmediato. Cadfael contempló los apriscos vallados y los pequeños y oscuros edificios de abajo, y tuvo la vaga impresión de haber visto un trémulo movimiento en la esquina del establo. Las ovejas, acostumbradas a los cuidados adicionales, ya se estaban congregando voluntariamente a su alrededor, dispuestas a pasar la noche en medio del vaporoso calor del establo. Sus redondeados costados y sus voluminosos vientres oscilaban satisfechos al caminar. En medio de la luz del ocaso, sólo algún que otro fulgor ocasional revelaba la desconcertante mirada amarilla de sus ojos.

Cuando, al final, Cadfael se movió y empezó a bajar poco a poco por la pendiente, las ovejas le siguieron, avanzando sobre sus ágiles patas y empujándose unas a otras mientras el cálido y grasiento olor de sus vellones formaba como una nube a su alrededor. Cadfael las contó y llamó a un par de ellas que se habían quedado rezagadas. Eran jóvenes e irresponsables porque parían por primera vez, pero acudieron corriendo a su llamada. Ahora ya las tenía a todas.

Aparte de Cadfael y su pequeño rebaño, la silenciosa noche estaba desierta, a menos que la momentánea intrusión y la inmediata retirada que le pareció ver entre los edificios de abajo correspondieran a alguna criatura viva. Por suerte, el hermano Simón y el hermano Bernabé habían seguido su consejo y se encontraban dentro de la casa, probablemente dormitando junto al brasero.

Bajó con las ovejas al espacioso establo en el que éstas se albergarían por la noche hasta que alumbraran a sus crías. Las grandes hojas de la puerta se abrían hacia adentro y Cadfael hizo pasar las ovejas al interior, donde había un pesebre y un abrevadero. Los animales no necesitaban luz para encontrar el camino. En el establo a oscuras se veían las vagas sombras de otras voluminosas bestias. Se olía a hierbas y tréboles secos y a lana de oveja. Las ovejas montaraces no tenían la larga lana rizada de las ovejas del valle, pero poseían un corto y tupido vellón con casi tanta lana como los de las otras, aunque de calidad un poco inferior, y aprovechaban muy bien los pastos que sus mimadas primas del valle no podían utilizar. Sólo por los excelentes quesos hubiera merecido la pena mantenerlas.

Cadfael llamó a la más díscola y rezagada de las ovejas para que entrara en el establo y la siguió, avanzando en medio de una oscuridad que le dejó momentáneamente ciego. Sintió una súbita presencia a su espalda y se quedó inmóvil, con todos los músculos en tensión. La fría hoja que le rozó súbitamente la piel de la garganta no provocó el menor movimiento; Cadfael ya había sentido otras veces la frialdad de los cuchillos en la garganta y no era tan tonto como para inducirlos a actuar por miedo o maldad, sobre todo, cuando se aproximaban a él sin previo aviso.

Un brazo le rodeó por detrás, inmovilizándole ambos brazos junto al cuerpo, pero él no opuso resistencia ni se movió.

—¿Pensabais, cuando me destruisteis —le dijo una jadeante voz al oído—, que yo me hundiría solo en la oscuridad, hermano?

—Te estaba esperando, Meurig —dijo fray Cadfael en voz baja—. ¡Cierra la puerta! Puedes hacerlo sin temor, no me moveré. Tú y yo no necesitamos ningún testigo.