ubiera querido apartarse del Wyle e ir a ver a Martín Bellecote para comprobar por sí mismo que ya no vigilaban a la familia, pero no lo hizo, en parte porque tenía una misión más urgente que cumplir, y en parte porque no quería llamar la atención de nadie sobre la casa y la familia. Hugo Berengario era un hombre independiente y justo, pero los oficiales del alguacil del condado de Shrop ya eran otra cuestión y, como es natural, se inspiraban más en Gilberto Prestcote por ser el primer representante del rey Esteban en aquella comarca. La justicia de Prestcote era siempre más expeditiva y corta de vista, y apuntaba sobre todo a una rápida y satisfactoria conclusión. Aunque Prestcote estuviera en Westminster y Berengario ocupara nominalmente su puesto, los oficiales y sus hombres seguirían actuando tal como tenían por costumbre hacer, y tratarían de atrapar a la presa más obvia. Si alguien vigilara la carpintería de Bellecote, Cadfael no tenía la menor intención de provocarle. Y si no, tanto mejor, significaría que se habían impuesto las órdenes de Hugo.
Subió por el Wyle, pasó por delante del patio de Bellecote sin dirigirle ni una sola mirada, y entró en la ciudad. Para dirigirse al noroeste, hubiera tenido que atravesar el puente que conducía a Gales, pero no lo hizo sino que ascendió por la colina hasta la Cruz desde donde el camino bajaba por una suave pendiente para volver a subir después hasta la caseta de vigilancia del castillo.
La guarnición del rey Esteban había tomado plena posesión del castilo tras el asedio del verano anterior y la guardia vigilaba tranquilamente sin temer ningún ataque por sorpresa. Cadfael desmontó y condujo la mula de las riendas hasta llegar a la sombra de la entrada. El guardia le esperó plácidamente.
—¡Buenos días, hermano! ¿En qué puedo serviros?
—Deseo hablar con Hugo Berengario de Maesbury —contestó Cadfael—. Decidle que está aquí fray Cadfael, y creo que me dedicará una pequeña parte de su tiempo.
—Mala suerte, hermano. Hugo Berengario no está y no creo que vuelva hasta el atardecer. Fue a buscar algo al río con Madog, el barquero.
La noticia alentó a Cadfael tan repentinamente como le había desalentado la de la ausencia de Berengario. Hubiera sido mejor dejarle el frasco a fray Marcos, el cual hubiera efectuado una segunda visita, tras fallar la primera. Cadfael no confiaba en nadie más que en Berengario, pero ahora se encontraba atrapado en una situación imprevista. Hugo había iniciado inmediatamente la búsqueda del relicario de Edwin y, además, participaba personalmente en ella, en lugar de encomendar la tarea a sus subordinados. Pero no podía esperarle tanto rato; el hermano Bernabé estaba enfermo y él tenía que ir a cuidarle, cuanto antes mejor. No sabía si confiar su valiosa prueba a otra persona o guardarla hasta que pudiera entregársela personalmente a Berengario. Al fin y al cabo, Edwin estaba todavía libre y no le amenazaba ningún peligro inmediato.
—Si habéis venido por el asunto del envenenamiento —dijo amablemente el soldado—, podéis hablar con el oficial que ostenta el mando en ausencia de Berengario. Dicen que en el monasterio ha habido muchas extrañas idas y venidas. Ya estaréis deseando que os dejen en paz y atrapen de una vez a ese bellaco. Pasad, hermano, os ataré la mula y enviaré decir a Guillermo Warden que estáis aquí.
Bueno, no habría nada de malo en echar un vistazo al sustituto de Berengario y obrar en consecuencia. Cadfael esperó en una antesala de la caseta de vigilancia y dejó el objeto de su visita oculto en su bolsa hasta que decidiera qué hacer con él. Sin embargo, en cuanto vio entrar al oficial, estuvo prácticamente seguro de que el frasco tendría que quedarse en su escondrijo. Era el mismo que había acudido por primera vez a la casa de Bonel a instancias del prior, barbudo, musculoso, nariz aguileña, seguro de sí mismo e impaciente por llegar al final una vez olfateado un inequívoco rastro. En seguida reconoció a Cadfael y esbozó una despectiva sonrisa, dejando al descubierto la blancura de sus dientes entre la poblada barba.
—¿Otra vez vos, hermano? ¿Tratando todavía de encontrar una docena de razones por las cuales el joven Gurney tiene que ser inocente, cuando lo único que nos falta es un testigo que le viera cometer la acción? Habréis venido para arrojarnos un poco más de polvo a los ojos mientras el culpable huye a Gales, ¿verdad?
—He venido —contestó fray Cadfael, sin faltar estrictamente a la verdad— para averiguar si se sabía algo sobre el asunto del que ayer informé a Hugo Berengario.
—No se sabe nada ni se sabrá. Conque habéis sido vos quien le ha aconsejado esa empresa descabellada en el río, ¿eh? ¡Hubiera tenido que suponerlo! ¡Un joven bribón con mucha labia os cuenta una historia como ésta y vos no sólo os la tragáis sino que, encima, contagiáis a personas que están muy por encima de vos! ¡Menuda estupidez! ¡Mandar que unos hombres recorran de arriba abajo el Severn con el frío que hace, buscando un relicario que nunca existió! Tendréis que responder de muchas cosas, hermano.
—Ciertamente que sí —convino Cadfael—. Todos tendremos que responder de nuestros actos, incluso vos. Pero el deber de Berengario es buscar la verdad y la justicia, como lo es también el mío y el vuestro. Yo hago lo que puedo y me abstengo de agarrarme a lo primero que encuentro, cerrando los ojos a todo lo demás para no complicarme la vida y poder estar tranquilo. Bueno, parece que os he molestado por nada. De todos modos, decidle a Hugo Berengario que estuve aquí y pregunté por él.
Miró detenidamente al oficial y no estuvo muy seguro de que cumpliría su encargo. No, no se podía dejar una prueba que apuntaba en otra dirección en manos de un hombre tan convencido de sus razones como para ser capaz de torcer las circunstancias y los hechos a su antojo y conveniencia. Mal que le pesara, el frasquito tendría que acompañarle hasta Rhydycroesau y esperar a que el hermano Bernabé se restableciera y pudiera regresar junto a sus ovejas.
—Decís bien, hermano —contestó generosamente Guillermo—, pero, en cuestiones como ésta, os alejáis demasiado del claustro. Mejor dejarlas para los que tienen experiencia.
Cadfael se despidió sin ulteriores comentarios. Montó en su mula y atravesó la ciudad hasta el pie de la colina, donde la calle de la derecha le condujo al puente del oeste. Por lo menos, no se había perdido nada y Berengario estaba siguiendo la pista que él le había indicado. Ya era hora de pensar en el viaje que tenía por delante, y apartar de su mente los asuntos de Riquilda y su hijo hasta que hubiera hecho todo lo posible por sanar al hermano Bernabé.
El camino de Shrewsbury a Oswestry era uno de los principales de la región y estaba bastante bien cuidado. Lo habían tendido los romanos hacía mucho tiempo, cuando mandaban en Britania, y era el mismo que discurría por el sureste hasta la ciudad de Londres, donde el rey Esteban se disponía a celebrar las Navidades entre sus señores, y el cardenal Alberico de Ostia se hallaba ocupado en un concilio para la reforma de la Iglesia, en el cual el abad Heriberto saldría probablemente derrotado. Pero allí, en dirección contraria, el camino era ancho y recto, sin apenas hierba y maleza, y atravesaba fértiles tierras y frondosos bosques hasta llegar a la ciudad de Oswestry, situada a no más de seis leguas. Cadfael lo siguió sin demasiada prisa, para no cansar la mula. Las majadas se encontraban a algo más de una legua de la ciudad. A lo lejos, mientras cabalgaba hacia el oeste, las colinas de Gales elevaban su noble mole azulada y la gran cordillera de Berwyn se mezclaba con un cielo ligeramente brumoso.
Antes del anochecer llegó a la pequeña granja situada en un repliegue de las colinas. Una achaparrada cabaña de madera albergaba a los frailes y, algo más allá, se encontraban unos espaciosos establos donde resguardar a las ovejas del hielo y la nieve; en la suave ladera se veían las vallas de piedra que cercaban los pastizales donde las ovejas se alimentaban de raíces y trigo, en caso de que les faltaran la hierba y los rastrojos. Las más robustas se encontraban todavía en libertad en las colinas. El perro del hermano Simón empezó a ladrar al oír los cascos de la mula, que apenas hacían ruido sobre la tierra del camino.
Cadfael desmontó al llegar a la puerta y Simón salió alegremente a recibirle. Era un hombre fuerte y delgado, de unos cuarenta y tantos años de edad, que se desconcertaba como un niño cuando fallaba algo en cualquier cosa que no estuviera relacionada con las ovejas. Conocía las ovejas como las madres conocen a sus hijos, pero la enfermedad del hermano Bernabé le tenía totalmente confuso. Estrechó las manos de Cadfael entre las suyas, y se alegró de no tener que estar solo con su paciente.
—Está mal, Cadfael, se oye el susurro de las hojas de su corazón cuando respira, como los pies de un hombre en el bosque cuando llega el otoño. No he podido hacerle sudar, aunque lo he intentado…
—Lo intentaremos de nuevo —dijo tranquilamente Cadfael, entrando antes que él en la oscura choza de madera. Dentro, el ambiente era cálido y seco; la madera es la mejor defensa contra las inclemencias del tiempo cuando no hay peligro de incendio, y allí no había ninguno. El mobiliario era el mínimo indispensable. En la estancia interior, el hermano Bernabé yacía en su cama en un estado de duermevela, susurrando como las hojas cada vez que respiraba, con la frente ardorosamente seca y los ojos entreabiertos. Era un hombre muy fornido, todo músculo y hueso, con unas reservas para vencer la enfermedad que sólo necesitaban un poco de ayuda.
—Haz lo que tengas que hacer —dijo Cadfael, desatando la correa de la bolsa y dejándola abierta a los pies de la cama y déjame con él.
—¿Necesitáis algo? —preguntó ansiosamente Simón.
—Un puchero de agua en el fuego de allí afuera, un lienzo y una jarra, eso es todo. Si quiero algo más, ya lo buscaré.
Por suerte, el hermano Simón siguió sus instrucciones al pie de la letra; tenía una confianza ciega en todos los que practicaban misteriosos ritos. Cadfael pasó toda la noche cuidando de Bernabé a la luz de una vela encendida por Simón cuando oscureció. Una piedra caliente envuelta en franela galesa para los pies del enfermo, una fuerte friega en el pecho, la garganta y las costillas hasta la cintura con un ungüento de grasa de ganso impregnada de mostaza y otras hierbas capaces de aumentar el calor, y un buen trago de vino azucarado mezclado con especias, borraja y otras hierbas febrífugas. La poción bajó despacio y en seguida alivió la respiración y relajó los tendones. El paciente tuvo un sueño muy agitado, pero, en mitad de la noche, el sudor estalló como una tormenta de lluvia, dejando la cama completamente empapada. Los dos solícitos enfermeros levantaron al paciente cuando hubo pasado lo peor, retiraron la manta que tenía debajo, le pusieron otra limpia, lo envolvieron en una tercera y lo taparon bien para que estuviera abrigado.
—Ya puedes irte a dormir —dijo Cadfael, satisfecho—, se está recuperando muy bien. Cuando rompa el alba, despertará y estará hambriento.
En eso se equivocó de unas cuantas horas: el hermano Bernabé durmió como un tronco hasta casi el mediodía del día siguiente, cuando despertó con los ojos completamente despejados y la respiración regular, pero tan débil como un corderillo recién nacido.
—No te preocupes —le dijo alegremente Cadfael—, aunque pudieras levantarte, no te dejaríamos salir fuera por lo menos durante un par de días, o tal vez más. Tienes tiempo suficiente para disfrutar del ocio. Nosotros nos bastamos para cuidar de tu rebaño.
El hermano Bernabé, ya recuperado de las molestias, le tomó la palabra y decidió gozar de su convalecencia. Al principio comió sin apetito, pues con la fiebre había perdido el gusto, pero poco a poco lo recuperó y su apetito se convirtió en hambre canina.
—La mejor señal que puede haber —dijo Cadfael—. Un hombre que disfruta de la comida ya va camino de la recuperación.
Dejaron que el enfermo durmiera con tanta fruición como había comido, y fueron a cuidar de las ovejas, las gallinas, la vaca y los demás animales.
—Hasta ahora hemos tenido un buen año —dijo el hermano Simón, contemplando con satisfacción sus robustas ovejas montaraces. Unas ovejas tan galesas como fray Cadfael pastaban hacia el suroeste, donde, en la distancia, se levantaba la larga cordillera de los Berwyn; rostros largos e inescrutables, oído muy fino y sabios ojos amarillos capaces de sostenerle la mirada a un pacienzudo santo—. Todavía hay muchos pastos porque creció bastante la hierba. Además, cuando terminó la cosecha se dieron un hartazgo de rastrojos. También tenemos tallos de remolacha, muy buenos como forraje. Los vellocinos serán mucho mejores que los de otros años cuando se haga la trasquila, a menos que el invierno recrudezca más adelante.
Desde lo alto de la colina por encima de los vallados apriscos, fray Cadfael miró hacia el suroeste, donde la larga cordillera bajaba hacia unos valles rodeados por colinas.
—La mansión de Mallilie debe de estar por aquellos valles —indicó.
—Sí. Una legua por el camino más fácil; la mansión está cercada por las colinas y las tierras se extienden hacia el sureste. Las tierras de esos parajes son extremadamente fértiles. Me alegré mucho de que tuviéramos un administrador allí cuando necesité un mensajero. ¿Tenéis algún asunto a tratar, hermano?
—Tengo que resolver una cuestión cuando el hermano Bernabé ya esté mejor y podáis prescindir un poco de mi presencia —Cadfael miró hacia el este—. Aquí debemos de estar a media legua o más del antiguo muro de piedra que marca la frontera galesa. Nunca estuve aquí pues no soy pastor. Soy de Gwynedd, de la región más extrema de Conwy. Aun así, en estas colinas me siento como en casa.
La mansión de Gervasio Bonel debía de estar todavía más cerca de las tierras galesas que aquellos altos pastizales. Los benedictinos no tenían mucho arraigo en Gales porque los galeses preferían su antiguo cristianismo celta, la solitaria ermita del santo varón que se apartaba voluntariamente del mundo y las pequeñas y sencillas comunidades de monjes celtas, antes que las altivas y poderosas edificaciones que miraban hacia Roma. En el sur, los aventureros seglares normandos habían penetrado más profundamente, pero Mallilie, tal como decía fray Rhys, debía de estar clavada como una espina en la carne galesa.
—El camino hasta Mallilie no es muy largo —dijo solícito el hermano Simón—. Nuestro caballo es viejo, pero está fuerte como un roble y casi nunca tiene ocasión de hacer ejercicio. Si queréis ir mañana, me las arreglaré sin problemas.
—Primero, veremos qué tal se encuentra mañana el hermano Bernabé.
El hermano Bernabé ya se encontraba muy bien, una vez recuperado de la fiebre. Al anochecer, se cansó de estar en la cama e insistió en levantarse para estirar un poco las debilitadas piernas. La fortaleza de su constitución y su buen ánimo le ayudarían a recuperarse por completo. Además, tomaba con tolerancia las medicinas que le daba Cadfael y permitía que éste le hiciera friegas en el pecho y la garganta con su ungüento.
—No os preocupéis por mí —dijo Bernabé—, en seguida estaré más sano que un cachorro de sabueso. Y si tengo que pasar uno o dos días sin salir a las colinas, ¡aunque sé muy bien que podría hacerla si me lo permitierais!, me dedicaré a las tareas de la casa y a cuidar de las gallinas y la vaca.
A la mañana siguiente, Bernabé se levantó para acompañarles en el rezo de prima y no quiso regresar a la cama, aunque accedió a sentarse frente a la chimenea y después se limitó a cocer el pan y preparar la comida.
—Entonces, me voy, Simón. Si te las puedes arreglar solo, partiré ahora mismo para aprovechar la luz diurna y regresaré a tiempo para el trabajo de la noche —dijo Cadfael.
El hermano Simón le acompañó hasta la bifurcación del camino y le dio instrucciones. Pasada la aldea de Croesau Bach, llegaría a una encrucijada y debería girar a la derecha; a partir de aquel punto, vería una hendidura en las colinas y, dirigiéndose hacia ella, llegaría a Mallilie. Pasada la propiedad, el camino proseguía hacia el oeste hasta Llansilin, sede principal de la comunidad de Cynllaith.
La mañana era ligeramente brumosa, pero el sol atravesaba la niebla y, en la húmeda tierra, brillaba la escarcha medio derretida. Cadfael tomó el caballo de la granja, porque la mula ya había hecho mucho ejercicio durante el camino de ida al norte y se había ganado un merecido descanso. El caballo era un bayo desgarbado, de aspecto más bien modesto, pero de buen carácter y corazón animoso, dispuesto a hacer todo lo que le mandaran. Fue agradable cabalgar solo en una hermosa mañana de invierno sobre la mullida tierra, entre las colinas que le devolvían a su infancia, sin ningún deber que cumplir y sin necesidad de hablar como no fuera para saludar de vez en cuando a alguna mujer cortando leña o algún hombre que se dirigía con sus ovejas a otros pastizales, pero eso también fue un placer porque, instintivamente, Cadfael empezó a dar los buenos días en galés. Las alquerías eran escasas y estaban muy, dispersas hasta que, pasada Croesaq, llegó a una tierra más fértil donde las parcelas de ordenadas tierras de cultivo le hicieron comprender que ya estaba entrando en la propiedad de Mallilie. A la derecha, vio un arroyo que le acompañó hacia la hendidura, donde las laderas de las colinas de ambos lados volvían a juntarse. Más adelante; fue un pequeño río con prados a ambos lados de sus rodillas y oscuros surcos de tierra labrada junto a ellos. La parte superior de las laderas estaba cubierta de arbolado y el valle se orientaba hacia el sureste, una tierra excelente, con las granjas de los aparceros bien cuidadas y protegidas. Al fondo del desfiladero, en un repliegue de la ladera a la izquierda, rodeada por un semicírculo de bosque, Cadfael vio la mansión.
La rodeaba una alta y sólida empalizada de madera, pero la casa se levantaba en terreno más elevado. Había sido construida en granito gris del país y tenía un alargado tejado de tejas de pizarra que brillaban como escamas de pescado bajo el sol que estaba convirtiendo la escarcha en rocío. Tras cruzar el río a través de un puente de madera y llegar a la entrada abierta de la empalizada, Cadfael vio toda la casa. Una alta escalera de piedra conducía hasta la puerta principal situada en el ala izquierda. En la planta baja, tres puertas lo suficientemente anchas como para que por ellas pudieran pasar los carros, daban acceso a una sala abovedada con espacio suficiente como para almacenar víveres durante un prolongado asedio. A juzgar por las ventanas del gablete, debía de haber otra pequeña estancia encima de la cocina. Las ventanas de la planta principal y la solana eran grandes y tenían parteluces de piedra. Adosados a la parte interior de la empalizada había numerosos establos, caballerizas y almacenes. Con razón los señores normandos, los presuntos herederos y las abadías benedictinas codiciaban semejante propiedad. Riquilda se había casado sin duda con alguien perteneciente a una clase muy superior a la suya.
Los criados de allí serían criados de Bonel y ahora seguirían realizando sus tareas bajo un nuevo amo. Un mozo se acercó para tomar las riendas del caballo de Cadfael sin necesidad de hacerle preguntas, a la vista de su hábito benedictino.
Había pocas personas en el patio, pero todas parecían sentirse a sus anchas. A pesar de lo grande que era la casa, no debía de necesitar muchos criados. Eran gente de la tierra, lo cual quería decir gente galesa, como la criada que calentó el lecho de su amo y le dio un hijo bastardo. ¡Cosas que ocurrían! Bonel debía de ser entonces un hombre muy bien parecido. Por lo menos, mantuvo a la criada y al hijo en la casa, aunque como simples servidores, no como miembros de su familia. Era un hombre que no tomaba más de lo que legalmente le correspondía, pero que no estaba dispuesto a prescindir de nada que en justicia le correspondiera; un hombre que cedió una granja sujeta a servidumbre de la gleba al hambriento hijo menor de una familia libre, según las normas del servicio consuetudinario, y que después, con la ley en la mano, le declaró siervo de la gleba según los derechos establecidos, y no sólo a él sino también a su descendencia.
En aquella disputada tierra fronteriza, Cadfael se sentía galés en cuerpo y alma, pero no podía negar que el inglés se había atenido a su propia ley, cuidando mucho de no transgredirla. No era un hombre malvado, sino un hijo de su tiempo y lugar, y su muerte había sido un asesinato.
Propiamente hablando, Cadfael no tenía nada que hacer allí como no fuera observar, tal como estaba haciendo en aquel momento. Pese a ello, subió por la escalera exterior y entró en el pasillo que daba a la sala. Un muchacho que salía de la cocina le saludó, aceptándole como si fuera alguien de la casa. La sala tenía un techo alto sustentado por vigas. Cadfael se dirigió a la solana. Allí debió de querer colocar Bonel los entrepaños que le encargó a Martín Bellecote, en cuya casa puso por vez primera los ojos y el corazón en Riquilda Gurney, que antaño se llamara Riquilda Vaughan, hija de un honrado y modesto comerciante.
Martín hizo un buen trabajo y después lo colocó en su sitio con amorosa habilidad. La solana era más estrecha que la sala principal de la casa, y disponía de una habitación y una pequeña capilla. Se aspiraba el perfume del roble, cuyo suave grano plateado brillaba bajo la luz de los anchos ventanales. Edwin tenía un buen hermano y un buen maestro. No tendría que apenarse en caso de que perdiera la engañosa herencia.
—¡Perdón, hermano! —dijo una respetuosa voz a su espalda—. Nadie me anunció la llegada de un mensajero de Shrewsbury.
Cadfael se volvió sobresaltado y vio al administrador seglar de la abadía, un experto en leyes lo suficientemente joven como para mostrarse deferente con sus subordinados, pero lo suficientemente maduro como para saber mandar.
—Soy yo quien debe pediros perdón —contestó Cadfael— por haber entrado sin permiso. A decir verdad, no me trae nada por aquí, pero, estando tan cerca, sentí curiosidad por ver nuestra nueva propiedad.
—Si es que efectivamente nos pertenece —dijo amargamente el administrador, mirándole con astucia, como si calculara lo que la abadía iba a perder—. De momento, la cuestión no está decidida, aunque ello no es óbice para que yo esté aquí administrándola, cualquiera que sea el resultado final. La propiedad se ha administrado con mucho provecho. Pero, si no habéis venido para reuniros con nosotros aquí, decidme dónde os alojáis, hermano. Mientras la mansión esté en nuestras manos, podríamos ofreceros alojamiento, si os apetece quedaros.
—No es posible —contestó Cadfael—. Me enviaron desde Shrewsbury para cuidar a un hermano enfermo, un pastor de nuestros apriscos de Rhydycroesau, a quien deberé sustituir hasta que se recupere.
—¿Vuestro paciente ya estará mejor, supongo?
—Tanto que decidí echar un vistazo a la hacienda que tal vez se nos escape de las manos. ¿Tenéis alguna razón inmediata para temer que la perdamos, aparte de la evidente dificultad de la ratificación del acuerdo?
El administrador frunció el ceño y se mordió el labio con gesto dubitativo.
—La situación es extremadamente extraña, porque, si el heredero secular y la abadía pierden sus derechos a ella, el futuro de Mallilie sería muy incierto. El conde de Chester es el señor feudal y puede otorgarla a quien le parezca y, en tiempos tan revueltos como los actuales, dudo mucho que quiera dejarla en manos monásticas. Podríamos apelar a él, ciertamente, pero no hasta que Shrewsbury tenga un nuevo abad con plenos poderes. Lo único que podemos hacer entretanto es administrar la propiedad hasta que se adopte una decisión legal. ¿Comeréis aquí conmigo, hermano? ¿O aceptaréis tomar, por lo menos, una copa de vino?
Cadfael declinó la invitación a comer; era muy temprano y necesitaría las horas diurnas que todavía quedaban. Pero aceptó complacido el vino. Ambos se sentaron en la solana donde el moreno sollastre galés les sirvió una jarra de vino y dos cuernas.
—¿No habéis tenido ninguna dificultad con los galeses del oeste? —preguntó Cadfael.
—Ninguna. Están acostumbrados a que los Bonel sean sus vecinos desde hace más de cincuenta años y no hay mala sangre entre ellos. Aunque, en realidad, sólo he mantenido contacto con los arrendatarios galeses. Ya sabéis, hermano, que a ambos lados de la frontera los galeses viven mezclados con los ingleses y que casi todos los de un lado tienen parientes en el otro.
—Uno de nuestros monjes más viejos procede de esta región —dijo Cadfael—, precisamente de una aldea situada entre esta propiedad y Llansilin. Me habló de sus parientes cuando supo que venía a Rhydycroesau. Me gustaría transmitirles sus saludos si pudiera encontrarles. Me habló de dos primos, Cynfrith y Owain de Rhys. ¿Les conocéis? Y también de un cuñado, un tal Ifor de Morgan… Aunque debe de hacer muchos años que ha perdido el contacto con ellos y es posible que ese Ifor de Morgan haya muerto hace tiempo. Debe de tener la edad de Rhys, y pocos de nosotros duramos tanto tiempo.
El administrador sacudió la cabeza con gesto dubitativo.
—He oído hablar de Cynfrith de Rhys, tiene una granja a media legua de aquí. En cuanto a lfor de Morgan…, no, no sé nada de él. Pero os diré una cosa. Si vive, el chico lo sabrá porque es de Llansilin. Preguntádselo antes de marcharos, y habladle en galés, aunque conoce perfectamente el inglés. Obtendréis más de él si le habláis en galés…, y más de buen grado —añadió el administrador con una sonrisa— si no estoy presente. No tienen mala disposición, pero se muestran muy cerrados. Siempre que les conviene, dicen no entender el inglés.
—Lo intentaré —dijo Cadfael—, y os agradezco el consejo.
—Me perdonaréis que no os acompañe a la puerta para despediros. Os las arreglaréis mejor solo.
Cadfael aceptó el consejo y la despedida en la solana y atravesó la sala para dirigirse a la cocina a través del pasillo. El chico estaba allí, sacando del horno una bandeja de hogazas recién cocidas. Miró cautelosamente a Cadfael mientras dejaba las hogazas sobre una superficie de arcilla para que se enfriaran poco a poco. No era temor ni desconfianza sino la astucia de una criatura salvaje, alerta a la presencia de cualquier ser vivo, curiosa y dispuesta a entablar amistad, pero también escéptica y pronta a desaparecer.
—¡Dios te guarde, hijo mío! —le dijo Cadfael en galés—. Si has terminado de cocer el pan, haz una obra cristiana y acompáñame a la puerta para indicarme el camino de la granja de Cynfrith de Rhys o de su hermano Owain.
Los ojos del muchacho se iluminaron de placer al oír que le hablaba en galés.
—¿Sois de Shrewsbury, mi señor? ¿Monje?
—Sí.
—¿Pero galés?
—Tan galés como tú, muchacho, aunque no de aquí. El valle de Conwy es mi tierra natal, cerca de Trefriw.
—¿Qué queréis de Cynfrith de Rhys? —preguntó el chico sin andarse con rodeos.
Ahora sé que estoy en Gales, pensó Cadfael. Un criado inglés, en caso de que se atreviera a hacer alguna pregunta, lo haría obsequiosamente y de manera indirecta por temor a que le dieran un tirón de orejas; en cambio, el galés le dice lo que piensa incluso a un príncipe.
—En nuestra abadía —contestó amablemente Cadfael—, hay un anciano monje a quien solían llamar en estas tierras Rhys de Griffith, y es primo de estos otros dos hijos de Rhys. Cuando salí de Shrewsbury, prometí transmitir sus saludos a sus parientes, y así lo haré si puedo encontrarles. También me dio otro nombre y puede que tú sepas, por lo menos, si está vivo o muerto, porque debe de ser muy viejo. Rhys tenía una hermana llamada Marared que se casó con Ifor de Morgan. Tuvieron una hija, Angharad, aunque creo que murió hace años. Si lfor está vivo, me gustaría saludarle.
—Mi señor, lfor de Morgan vive todavía. Su casa queda un poco lejos, muy cerca de Llansilin. Os acompañaré y os indicaré el camino.
El muchacho bajó veloz por la escalera de piedra, adelantándose a Cadfael, y trotó hacia la entrada. Cadfael le siguió, tomando el caballo de las riendas, y miró hacia el oeste, entre las colinas, donde el muchacho le indicaba con el dedo.
—La casa de Cynfrith de Rhys está muy cerca, pegada a la derecha del camino y con una valla de juncos alrededor del patio. Veréis sus cabras blancas en una pequeña dehesa. Para ver a lfor de Morgan, tendréis que ir más lejos. Seguid el mismo camino hasta pasar las colinas y, en el valle, tomad el camino de la derecha que vadea nuestro río antes de juntarse con el Cynllaith. Un poco más adelante, mirad otra vez a la derecha entre los árboles y veréis una casita de madera. Ahí vive Ifor. Ya es muy viejo, pero todavía vive solo.
Cadfael le dio las gracias y montó en su cabalgadura.
—Y, en cuanto al otro hermano, Owain —dijo alegremente el joven, dispuesto a decirle todo lo que le pudiera ser útil—, si os quedáis un par de días por aquí, puede que le veáis en Llansilin pasado mañana cuando se reúna el tribunal de la región, porque tiene una disputa que quedó aplazada en la última sesión, junto con otras varias. Los jueces han examinado las tierras demandadas y pasado mañana dictarán sentencia. Nunca les gusta dejar que la mala sangre se prolongue hasta la fiesta de Navidad. La granja de Owain está bastante lejos de la ciudad, pero seguro que le encontraréis en la iglesia de Llansilin. Uno de sus vecinos desplazó el mojón de piedra que separa las propiedades, o eso dice él por lo menos.
El chico había dicho mucho más de lo que pensaba, pero era inocentemente ajeno a la impresión que había causado en fray Cadfael. Una pregunta, quizá la más trascendental de todas ellas, había sido contestada sin necesidad de formularla.
Cynfrith de Rhys (la familia estaba tan llena de personas con éste nombre que, a veces, tenían que enumerarse hasta tres generaciones para distinguirlas) fue más fácil de localizar y se mostró muy bien dispuesto a pasar el día con un monje benedictino, tras haber comprobado que éste hablaba el galés. Invitó a Cadfael a entrar en su casa y la invitación fue aceptada con placer. La casa constaba de una sola habitación, un armario y una cocina, y no había en ella ningún signo de otras criaturas que no fueran Cynfrith, sus cabras y sus gallinas. Cynfrith era un sólido y robusto galés de prominentes huesos, fuerte cabello negro, ahora un poco plateado en las sienes y algo ralo en la coronilla, y unos rápidos y perspicaces ojos, rodeados por la telaraña de arrugas que suelen tener los hombres que viven al aire libre. Debía de ser por lo menos veinte años más joven que su primo, el de la enfermería de Shrewsbury. Ofreció a su invitado pan, queso de cabra y dulces manzanas arrugadas.
—¡El bueno de mi primo todavía vive! Muchas veces me lo preguntaba. Es primo hermano de mi madre, no mío, pero hace tiempo le traté mucho. Debe de andar por los ochenta, supongo. ¿Y todavía se encuentra a gusto en el claustro? Le enviaré un frasquito de un licor muy bueno, hermano, si sois tan amable de llevárselo. Lo destilo yo mismo y le ayudará a pasar bien el invierno; una gotita a tiempo es buena para el corazón y no perjudica la memoria. Bien, bien, ¡y pensar que todavía se acuerda de nosotros! ¿Mi hermano? Tened por seguro que le transmitiré los saludos a Owain cuando le vea. Tiene una buena esposa y dos hijos mayores. Decidle al viejo que Elis, el mayor, se casará en primavera. Pasado mañana veré a mi hermano porque tiene un juicio pendiente en el tribunal de Llansilin.
—Eso me han dicho en Mallilie —dijo Cadfael—. Le deseo buena suerte.
—Dice que Hywel Fynchan, el vecino de al lado, desplazó uno de los mojones de separación, y yo creo que es verdad, pero no juraría que Owain no haya hecho lo mismo en el pasado. Es una de nuestras distracciones…, aunque no hace falta que os lo diga, siendo vos del país. Se atendrán a la sentencia del tribunal hasta la próxima vez, pero no se guardarán rencor. Estas Navidades beberán juntos.
—Lo mismo deberíamos hacer todos —sentenció Cadfael. Después se despidió con toda la rapidez y la amabilidad que pudo, alegando que tenía otro recado que hacer y no quedaban muchas horas de luz diurna, y siguió adelante, bordeando el pequeño río, reconfortado y animado por aquel encuentro con una sincera e intrépida buena voluntad. El pequeño frasco de fuerte aguardiente destilado en casa se movía en el interior de su bolsa. Cadfael se alegró de haber dejado el otro, el del veneno, en la granja.
Llegó al final del desfiladero y vio el valle del Cynllaith abierto ante él, y el camino de la derecha que serpenteaba entre la alta hierba para vadear el pequeño tributario. Un poco más adelante, el bosque cubría la ladera de la loma, por lo que tal vez en pleno verano hubiera sido difícil distinguir la casita de madera entre los árboles; pero, ahora que habían caído todas las hojas, la casa destacaba tanto entre las ramas desnudas como una gallina doméstica en un corral. La hierba llegaba casi hasta la valla y seguía por detrás, donde los árboles estaban un poco apartados como si fueran una cortina descorrida. Cadfael se acercó a ella y la rodeó, siguiendo la hierba, al ver que no había ninguna puerta en la pared que daba al camino. Un caballo atado con una cuerda muy larga dobló la esquina, pastando tranquilamente. Era un caballo tan alto, desgarbado y feo como el que montaba Cadfael, aunque probablemente unos cuantos años más viejo. Al verlo, Cadfael se detuvo y se lo quedó mirando antes de desmontar y pisar la áspera hierba.
Debía de haber muchos caballos cuyo aspecto coincidiera con la descripción que le habían dado: un viejo pío muy flaco. Aquello era sin duda y sus manchas blancas y negras formaban unos dibujos muy raros. Pero no todos responderían al mismo nombre, ¿verdad?
Cadfael soltó la brida y se acercó despacio al caballo, el cual siguió pastando sin prestarle la menor atención, tras haberle echado un vistazo. Cadfael le llamó en voz baja:
—¡Japhet!
El caballo pío levantó las largas orejas y la enjuta cabeza al tiempo que estiraba el morro y los dilatados ollares hacia el familiar sonido. Tras haber comprobado que no se equivocaba, el animal avanzó confiado hacia la mano que le tendía Cadfael. Éste le acarició la alta frente y el inquisitivo y estirado cuello.
—Japhet, Japhet, amigo mío, ¿qué haces tú aquí?
El rumor de unos pies sobre la hierba seca mientras las cuatro patas de aquella dulce criatura permanecían inmóviles, indujo a Cadfael a mirar bruscamente hacia la esquina de la casa; un venerable anciano le estaba observando en silencio. Era un hombre muy alto, de cabello y barba blancos, pero con cejas todavía tan negras y pobladas como la aulaga y ojos tan intensamente azules como un cielo invernal. Vestía las sencillas prendas de los campesinos, pero su porte y su estatura las convertían en un manto real.
—Me parece —dijo Cadfael, volviéndose hacia él sin apartar la mano del cuello de Japhet— que debéis de ser Ifor de Morgan. Me llamo Cadfael y en otros tiempos me llamé Cadfael de Meilyr de Dafydd de Trefriw. Traigo un mensaje para vos de parte de Rhys de Griffith, hermano de vuestra esposa, el cual es actualmente fray Rhys de la abadía de Shrewsbury. La voz que emergió de los largos, austeros y resecos labios era profunda, sonora y sorprendentemente musical.
—¿Estáis seguro de que vuestro mensaje no es para un huésped que tengo aquí, hermano?
—No lo era —contestó Cadfael—, era para vos. Ahora será para los dos. Y lo primero que os diría es que escondierais a esta bestia porque, si yo le he reconocido a través de una simple descripción, otros también podrán.
El anciano clavó en sus ojos una prolongada y penetrante mirada azul.
—Entrad en la casa —dijo, dando media vuelta para adelantarse.
Cadfael tuvo tiempo de conducir a Japhet detrás de la casa y acortarle la cuerda para que no le siguiera.
En la penumbra del interior, llena de humo y perfumada a madera, el anciano rodeó con su protectora mano el hombro de Edwin, y Edwin, con la impresionable generosidad de los jóvenes, trató de imitar la gracia y la dignidad del anciano, y permaneció de pie, erguido como Ifor de Morgan, copiando el porte de su cabeza y la profunda serenidad de su mirada.
—El chico me dice que sois un amigo —dijo Ifor—. Sus amigos son bienvenidos a esta casa.
—Fray Cadfael ha sido muy bueno conmigo —dijo Edwin— y con mi sobrino Edwy también, tal como nos dijo Meurig. He tenido suerte con los amigos. Pero ¿cómo me habéis encontrado?
—Sin buscarte —contestó Cadfael—. En realidad, yo procuraba ignorar tu paradero y por supuesto que no vine aquí para encontrarte. Vine con un inofensivo mensaje para lfor de Morgan de parte del anciano monje a quien visitaste con Meurig en nuestra enfermería. Rhys de Griffith, el hermano de vuestra esposa, vive todavía, amigo mío, y goza de una salud aceptable para su edad en nuestra abadía. Cuando supo que venía hacia aquí, me encargó que saludara a sus parientes y les enviara sus oraciones. No ha olvidado a los suyos desde la última vez que estuvo aquí, y ya no creo que vuelva. He visitado a Cynfrith de Rhys y le he dejado el mismo mensaje para su hermano Owain, y, si hubiera otros parientes de su generación o alguien que le recuerde, tened la bondad de decirles, cuando les veáis, que él se acuerda de sus gentes y de su tierra, y de todos aquellos cuyas raíces están aquí.
—Lo creo —dijo Ifor, esbozando una afable sonrisa—. Siempre fue leal a su familia y quiso mucho a mi hija y a todos los jóvenes del clan, ya que él no tuvo hijos. Perdió a su esposa muy pronto, de otro modo, aún estaría aquí, entre nosotros. Sentaos, hermano, y contadme cómo está. Si queréis llevarle mi bendición, os lo agradeceré mucho.
—Meurig ya os habrá contado casi todo lo que yo podría deciros —contestó Cadfael, sentándose a su lado en un banco junto a la tosca mesa— cuando os trajo a Edwin para que le dierais cobijo. ¿No está aquí con vos?
—Mi nieto se ha ido a visitar a todos sus parientes y vecinos —contestó el anciano—, porque ahora raras veces viene a casa. Creo que volverá dentro de unos días. Me dijo que visitó al viejo junto con el chico, pero sólo estuvo aquí cosa de una hora antes de irse. Ya habrá tiempo de hablar cuando vuelva.
Cadfael pensó que le convendría abreviar aquella visita porque, aunque no le había pasado por la mente que los oficiales del alguacil pudieran seguirle cuando salió de Shrewsbury, la facilidad con la cual había descubierto a Edwin en aquella casa le tenía un poco intranquilo. Cierto que no esperaba ni deseaba localizar todavía su paradero, pero hasta Hugo Berengario, por no hablar de sus subordinados, hubiera podido pensar lo contrario y hacerle seguir discretamente por uno de sus sabuesos. Sin embargo, no podía transmitir el mensaje y marcharse en seguida porque al anciano le apetecía desempolvar los viejos recuerdos. Estaba hablando de la época en que su mujer vivía con él y de su hija, que era tan bella. Ahora sólo le quedaban un nieto y su propia dignidad e integridad.
El exilio y el refugio en aquel remoto lugar y la compañía de aquel impresionante anciano habían ejercido un profundo efecto en Edwin. El muchacho se retiró a un rincón y dejó en paz a los mayores sin hacer ninguna pregunta sobre su angustiosa situación. Se levantó en silencio, fue por unos vasos y una jarra de hidromiel, les sirvió humildemente y se retiró de nuevo hasta que Ifor extendió su largo brazo y lo atrajo hacia la mesa.
—Muchacho, seguramente tienes cosas que preguntarle y cosas que decirle a fray Cadfael.
El chico no había perdido la lengua y, una vez invitado, se puso a charlar con tanta vehemencia como siempre. Primero, preguntó por Edwy con una ansiedad que jamás hubiera demostrado en presencia de su sobrino, y se alegró de que la aventura hubiera terminado mejor de lo que él temía.
—¿Y Hugo Berengario fue así de justo y generoso? ¿Y os escuchó y está buscando mi cajita? ¡Ojalá la encontrara! No me gustó que Edwy se hiciera pasar por mí, pero él insistió. Me fui con Japhet a un bosquecillo junto al río donde a veces solíamos jugar, Meurig se reunió conmigo allí, me dio una seña de reconocimiento para su abuelo y me indicó el camino. Al día siguiente, vino también él, tal como me había dicho.
—¿Y qué pensabas hacer si jamás se descubriera la verdad? —preguntó Cadfael—. ¿Si no pudieras volver? Dios no lo quiera. Con su ayuda, me encargaré de que eso no ocurra.
El muchacho le miró solemnemente. Había pensado mucho en ello en aquel refugio, y el hecho de contemplar tan de cerca el noble rostro de su protector había creado una luminosa afinidad entre ambos.
—Soy fuerte y puedo trabajar. En caso necesario podría ganarme la vida en Gales, aunque fuera un forastero. Otros hombres han tenido que abandonar sus hogares por injustas acusaciones, y se han abierto camino en el mundo. Lo mismo podría hacer yo, aunque preferiría volver: No quiero dejar a mi madre, ahora que se ha quedado sola y tiene los asuntos tan desordenados. Y no quiero ser recordado como el chico que envenenó a su padrastro y huyó, cuando en realidad jamás le hice ni le deseé ningún daño.
—Eso no ocurrirá —dijo Cadfael con firmeza—. Quédate escondido unos cuantos días más, confía en Dios, y creo que descubriremos la verdad. Podrás regresar a casa con la cabeza bien alta.
—¿De veras lo creéis o lo decís tan sólo para animarme?
—Lo creo. No quisiera darte falsas esperanzas. Además, yo jamás te mentiría, ni siquiera por una buena causa. —Sin embargo, había mentiras o, por lo menos, verdades tácitas que pesaban en su mente en aquella casa, por lo que Cadfael decidió despedirse, escudándose en lo tarde que era y las pocas horas de luz diurna que le quedaban—. Tengo que regresar a Rhydycroesau —dijo, haciendo ademán de levantarse de la mesa—. Le he dejado todo el trabajo al hermano Simón, y el hermano Bernabé aún no se sostiene bien sobre las piernas. No sé si os he dicho que estoy aquí para atender a un enfermo y ocupar su lugar durante la convalecencia.
—¿Volveréis si hay alguna noticia?
Aunque su voz era firme, los ojos de Edwin miraban con inquietud.
—Volveré cuando haya una noticia.
—¿Aún os quedaréis unos días en Rhydycroesau? —preguntó Ifor de Morgan—. Entonces, confío en que volveremos a vernos más despacio.
El anciano iba a acompañar a su huésped a la puerta, rodeando posesivamente con un brazo los hombros de Edwin, cuando, de pronto, se detuvo y, extendiendo la otra mano con los dedos separados, indicó a los demás que se detuvieran y guardaran silencio. La edad no había alterado la agudeza de su oído; fue él quien primero oyó los apagados murmullos de unas voces. No eran voces lejanas sino próximas, pero deliberadamente bajas. La hierba susurró. Uno de los caballos atados a los árboles relinchó inquisitivamente, reconociendo la presencia de otros caballos.
—¡No son galeses! —dijo Ifor en un susurro—. ¡Son ingleses! Edwin, ve a la otra habitación.
El muchacho le obedeció en silencio, pero regresó inmediatamente y dijo desde la puerta:
—Están ahí, frente a la ventana… Son dos, vestidos de cuero, armados…
Las voces sonaban más cerca, junto a la entrada, y ya habían abandonado toda precaución.
—Éste es, el caballo pío… ¡sin ninguna duda!
—¿Qué te dije yo? Que si encontráramos al uno, encontraríamos al otro.
Alguien se rio por lo bajo. De pronto, un puño aporreó la puerta, la misma voz gritó en tono perentorio:
—¡Abrid a la ley!
La mera formalidad fue seguida de un fuerte golpe que empujó la puerta hacia adentro, mostrando la impresionante figura del barbudo oficial de Shrewsbury, acompañado de dos soldados. Fray Cadfael y Guillermo Warden se enfrentaron el uno al otro a una distancia de un par de palmos; el mutuo reconocimiento hizo que uno sonriera y otro temblara.
—¡Bien hallado, fray Cadfael! Siento no tener ninguna orden de arresto contra vos. Vengo por este mozalbete que tenéis a vuestra espalda. Busco a Edwin Gurney. Y me parece que ése eres tú, ¿no es cierto, muchacho?
Edwin se adelantó, apartándose de la puerta interior, con los ojos enormemente abiertos, y tan pálido como su camisa, pero con la barbilla valientemente levantada y una mirada como una lanza en posición de ataque.
—Ése es mi nombre —dijo.
—Entonces, te arresto como sospechoso del asesinato por envenenamiento de Gervasio Bonel; tengo que llevarte en custodia para que respondas de esta acusación en Shrewsbury.