VII

a prisión de la abadía constaba de dos pequeñas celdas muy limpias, adosadas a la parte de atrás de la caseta de vigilancia, con dos camas no más incómodas que las que soportaban los novicios y muy raramente ocupadas. El período estival de la feria de San Pedro era el principal proveedor de ocupantes de las celdas, que cada noche solían albergar a un par de criados o hermanos legos borrachos, los cuales aceptaban sin rencor las modestas sanciones y castigos, pensando que bien merecían la pena a cambio de la diversión. De vez en cuando, se producía algún trastorno más grave que obligaba a encerrar, por ejemplo, a un monje desequilibrado, cuyo odio le inducía a cometer actos de violencia, a un criado lego que robaba o a un novicio que infringía excesivamente las normas que le habían sido impuestas. Pero, en general, el tribunal de la abadía no tenía mucho trabajo.

Cadfael y Edwy se sentaron el uno al lado del otro en una de las celdas. Había una reja en la puerta, pero no era probable que alguien les escuchara. El hermano que guardaba las llaves estaba medio dormido y, además, la causa del encierro del prisionero le traía sin cuidado. Lo difícil sería aporrear la puerta lo bastante fuerte como para despertarle cuando Cadfael tuviera que irse.

—No fue muy duro —dijo Edwy, suspirando de alivio tras terminarse un cuenco de gachas de avena que le había llevado un compasivo cocinero—; un primo de mi padre vive a orillas del río, justo al lado de vuestras tierras en el Gaye. Tiene un huerto con un cobertizo para el burro y el carro, con espacio suficiente para ocultar a Rufo. Su chico nos lo vino a decir. Tomé el caballo de mi padre y me reuní con Edwin allí. Nadie se fijó en un caballo pío tan flaco como nuestro Japhet, nadie me miró cuando crucé el puente sin darme prisa. Alys me acompañó sentada a mujeriegas para vigilar que nadie nos siguiera. Al llegar allí, intercambiamos la ropa y los caballos, y Edwin se fue…

—¡No, no me lo digas! —le cortó rápidamente Cadfael.

—No, así podréis decir de verdad que no lo sabéis. Pero no tomó el camino que yo seguí a la ida. Tardaron mucho rato en alcanzarme —dijo Edwy con desprecio—, a pesar de que Alys les ayudó. En cuanto me descubrieron, tuve que ingeniármelas para entretenerles y darle tiempo a Edwin para escapar. Hubiera podido llevarles todavía más lejos, pero Rufo estaba agotado y dejé que me capturaran. Al final, tuve que hacerlo para que se alegraran. Cuando enviaron a un hombre para mandar que se interrumpiera la persecución, Edwin ya debía de estar muy lejos. ¿Qué pensáis que me van a hacer ahora?

—Si no hubieras estado bajo la responsabilidad de la abadía y la jurisdicción del prior —contestó Cadfael con toda franqueza—, te hubieran arrancado el pellejo por haberles obligado a ese esfuerzo y haberte burlado de ellos. No digo que al prior Roberto no le hubiera gustado hacer otro tanto, pero su dignidad se lo prohíbe y su autoridad le impide entregarte al brazo secular para que otros te despellejen en su nombre. Aunque me parece —añadió con simpatía, contemplando los cardenales que ya se estaban empezando a formar en la mandíbula y en el pómulo de Edwy— que ya te han hecho pagar una parte de lo que les debes.

El muchacho se encogió de hombros con gesto desdeñoso.

—No puedo quejarme. Ellos también las han pasado moradas. Hubierais tenido que ver al soldado que cayó de cabeza en la ciénaga… y, sobre todo, oírle cuando se levantó. Fue divertido y conseguimos que Edwin escapara. Nunca había montado un caballo así, mereció la pena. Pero ahora, ¿qué pasará? No me pueden acusar de asesinato ni de haber robado a Rufo, ni siquiera el hábito, porque esta mañana no estuve en el establo y hay muchos testigos que me vieron en la carpintería y el patio.

—Dudo que hayas quebrantado la ley —convino Cadfael—, pero te has burlado de ella, y eso a quienes ocupan un cargo de responsabilidad no les gusta. Podrían encerrarte durante algún tiempo en el castillo por haber facilitado la huida de un perseguido por la justicia. Podrían incluso amenazarte en la esperanza de que Edwin regresara para salvarte.

Edwy sacudió enérgicamente la cabeza.

—Edwin no se preocupará, sabe que no pueden acusarme de ningún delito. Y yo soy capaz de soportar las amenazas mejor que él. Edwin pierde los estribos. Ahora ha mejorado un poco, pero aún le queda mucho por aprender. —¿Estaría tan convencido de lo que decía como aparentaba? Cadfael no estaba muy seguro, pero, ciertamente, el mayor de los dos muchachos había convertido su superioridad de cuatro meses en una sólida ventaja, tal vez porque ya desde la cuna se sintió responsable de su improbable tío—. Puedo mantener la boca cerrada y esperar —añadió serenamente Edwy.

—Bien, ya que el prior Roberto ha exigido que mañana venga el alguacil en persona para encargarse de ti —dijo Cadfael, suspirando—, procuraré, por lo menos, estar presente y ver si puedo conseguir algo para ti. Me han enviado aquí para exhortarte a que enmiendes tu vida, pero a decir verdad, muchacho, me parece que tu vida no necesita más enmienda que la mía y pienso que el hecho de intentarlo sería una presunción por mi parte. No obstante, si unes tu voz a la mía en las plegarias, es posible que Dios nos oiga.

—Lo haré de buen grado —dijo Edwy, arrodillándose como un devoto chiquillo mientras cruzaba reverentemente las manos y cerraba los ojos.

En mitad de las oraciones, sus labios se curvaron en una leve sonrisa; tal vez recordaba el lenguaje extremadamente profano del soldado cuando salió de la ciénaga.

Cadfael se levantó antes de prima por si la escolta del prisionero llegara temprano. El prior Roberto se molestó enormemente la víspera, pero en seguida comprendió que ello le permitiría exigir que el alguacil se hiciera cargo de inmediato de un prisionero sobre el cual él no tenía ninguna autoridad. Aquél no era el muchacho que robó un hábito benedictino y un caballo del que era responsable la abadía benedictina, sino un bribonzuelo que se puso lo uno y montó lo otro para burla y escarnio de varios soldados bobalicones. Que se lo llevaran y sanseacabó. Sin embargo, el prior consideraba que su dignidad abacial bien merecía la presencia del alguacil o de su delegado para compensar las molestias que ello había ocasionado a la abadía y llevarse al perturbador elemento. Roberto quería una demostración pública de que, a partir de aquel instante, toda la responsabilidad recaería en el brazo secular y no dentro de las sagradas murallas del monasterio.

Fray Marcos se encontraba al lado de Cadfael cuando llegó la escolta hacia las ocho y media de la mañana, antes de la segunda misa. Eran cuatro soldados montados y un joven moreno y delgado a lomos de un alto, flaco y porfiado caballo rucio con manchas de distintos colores, desde rubias a casi negras. Marcos oyó que fray Cadfael lanzaba un profundo suspiro de gratitud al verle, y se alegró de aquel buen presagio.

—El alguacil se habrá ido al sur para celebrar las fiestas con el rey —comentó Cadfael con inmensa satisfacción—. Dios nos protege, al final. Ése no es Gilberto Prestcote sino su delegado Hugo Berengario de Maesbury.

—Ahora —dijo Berengario un cuarto de hora más tarde—, he calmado al prior, le he prometido librarle de la presencia de este desesperado bravucón, le he enviado a misa y al capítulo aceptablemente satisfecho y os he recuperado a vos, amigo mío, impidiendo que le acompañarais con el pretexto de que tenéis que responder a unas preguntas. —Berengario cerró la puerta del cuarto de la caseta de vigilancia de la que había hecho salir a sus hombres para que le aguardaran fuera, y se sentó frente a Cadfael, al otro lado de la mesa—. Y es posible que así sea, aunque tal vez no las que él se imagina. Por consiguiente, antes de que saquemos a este pequeño cangrejo de su caparazón, contadme todo lo que sepáis sobre este curioso asunto. Me consta que sabéis mucho más sobre él que cualquier otro hombre, por muy seguro que esté mi oficial de la precisión de sus deducciones. Jamás hubiera podido ocurrir semejante ruptura de la monotonía monástica sin que vos os enterarais y estuvierais metido de lleno en la cuestión. Contádmelo todo.

Puesto que Berengario representaba la máxima autoridad en ausencia de Prestcote, quien se disponía a celebrar las fiestas, sentado a la mesa de su soberano, Cadfael no veía ninguna razón para la reserva, por lo menos en lo que a él respectaba. Así pues, lo contó todo, o casi todo.

—Vino a vos y vos le ocultasteis —dijo Berengario.

—Así es. Y volvería a hacerlo en las mismas circunstancias.

—Cadfael, debéis comprender, lo mismo que yo, la gravedad de las acusaciones que pesan ahora sobre el muchacho. ¿Qué otra persona tenía algo que ganar con esta muerte? Sin embargo, os conozco bien y donde vos tengáis alguna duda, yo la tendré también.

—No tengo ninguna duda —dijo con firmeza Cadfael—. El chico es inocente hasta de la idea del asesinato. Y el veneno es algo tan alejado de sus intenciones que jamás se le hubiera podido ocurrir. Les puse a prueba a los dos y ninguno de ellos conocía las circunstancias del crimen. Me creyeron cuando les dije que lo habían apuñalado. Le puse al muchacho bajo las narices el medio que se utilizó para el asesinato y no palideció. Sólo recordaba haber aspirado el mismo olor cuando a fray Rhys le hicieron una friega en los hombros, en la enfermería.

—Acepto vuestra palabra —dijo Berengario— y me parece una buena prueba, aunque en sí misma no sea definitiva. ¿Y si vos y yo subestimáramos la astucia de estos jóvenes simplemente por el hecho de ser jóvenes?

—Cierto —convino Cadfael con una amarga sonrisa—, vos mismo sois muy joven, y que yo sepa, aún no se conocen los límites de la vuestra. Pero, creedme, estos dos no están hechos de la misma madera que vos. Los conozco, y vos no, ¿de acuerdo? Estoy obligado a cumplir con mi obligación según mi recto entender. Vos también tenéis que cumplir con la vuestra conforme al cargo que ocupáis. Eso no lo discuto. Pero, en este momento, Hugo, no sé si tengo medios de adivinar dónde está Edwin Gurney; de lo contrario, le instaría a que se entregara a vos y confiara en vuestra honradez. Huelga decir que este leal sobrino suyo que ha recibido tantos golpes por él, sí sabe dónde está, o por lo menos sabe dónde buscarle. Podéis preguntárselo, pero, como es natural, no os contestará. Ni con vuestros métodos de interrogatorio ni con los de Prestcote.

Hugo tamborileó con los dedos sobre la mesa y reflexionó en silencio.

—Cadfael, debo deciros que reanudaré la búsqueda del muchacho hasta el límite y no desdeñaré utilizar toda suerte de estratagemas. Por consiguiente, cuidado con vuestros movimientos.

—Me parece un trato realmente justo —replicó Cadfael—. Vos y yo fuimos rivales con nuestras estratagemas y, al final, terminamos siendo aliados. En cuanto a mis movimientos, os parecerán monstruosamente aburridos. ¿Acaso no os lo ha dicho el prior Roberto? Estoy confinado dentro de las murallas de la abadía, no puedo salir.

Hugo arqueó sus ágiles cejas negras hasta casi la raíz del cabello.

—Santo cielo, ¿y por qué falta claustral? ¿Qué habéis hecho para incurrir en semejante prohibición? —preguntó Hugo con ojos risueños.

—Me pasé demasiado rato hablando con la viuda, y unas orejas muy largas se enteraron de que antaño ambos nos conocimos muy bien, cuando éramos jóvenes. —Era algo que no hubiera sido necesario contar, pero Cadfael no vio ninguna razón para ocultárselo a Hugo—. Me preguntasteis una vez cómo no me había casado, y os contesté que tuve intención de hacerlo, antes de irme a Tierra Santa.

—¡Lo recuerdo! Incluso me mencionasteis un nombre. Me comentasteis, por cierto, que ella ya debía de tener hijos y nietos… ¿Es así, Cadfael? ¿Esa dama es vuestra Riquilda?

—Esa dama —puntualizó Cadfael— es efectivamente Riquilda, pero mía no es. Tuve, hace dos maridos, un derecho transitorio sobre ella, y eso es todo.

—¡Tengo que verla! Debe de merecer la pena cultivar a la seductora criatura que atrajo vuestra mirada. Si vos fuerais otro hombre, diría que esta circunstancia debilita enormemente la fuerza de la defensa de su hijo, pero, conociéndoos, sé que cualquier mocoso de su edad que tuviera algún problema os traería al retortero. De todos modos, iré a verla por si necesita ayuda o consejo. Me parece que hay un enredo legal que habrá que aclarar.

—Hay otra cosa que podéis hacer y que tal vez os demuestre lo que yo solamente puedo sugeriros. Os comenté que el muchacho afirmó haber arrojado al río una cajita de madera incrustada, de tamaño muy pequeño —Cadfael la describió minuciosamente—. Si se pudiera encontrar, quedaría fuertemente reforzada la veracidad de un relato sobre el que no tengo, por supuesto, la menor duda. Yo no puedo salir a hablar con los pescadores y los barqueros del Severn y pedirles que intenten encontrar ese objeto tan pequeño en los lugares donde suelen depositarse las cosas que flotan. Pero vos sí, Hugo. Podéis mandarlo anunciar en Shrewsbury y en las márgenes del río. Merece la pena intentarlo.

—Tened por seguro que lo haré —dijo Berengario—. Hay un hombre cuya triste habilidad consiste en saber, siempre que algún desdichado se ahoga en el Severn, en qué lugar de la orilla aparecerá el cuerpo. No sé si los objetos pequeños siguen el mismo camino, pero él lo sabrá. Le encargaré esta misión. Y ahora, si ya nos lo hemos dicho todo, será mejor que vayamos a ver a ese bribón. Menos mal que le conocíais. No creo que le creyeran si les hubiera dicho que no era el chico que buscaban. ¿De veras se parecen tanto?

—No más de lo que suelen parecerse los miembros de una misma familia si uno los conoce o los ve el uno al lado del otro. Pero, separados, pueden inducir a error, a menos que alguien les conozca bien. Y vuestros hombres persiguieron al jinete de este caballo, sin abrigar la menor duda sobre su identidad. ¡Venid a verle!

Mientras ambos se dirigían a la celda donde Edwy esperaba, esta vez con cierta inquietud, Cadfael aún no sabía exactamente qué iba a hacer Berengario con el prisionero, aunque no temía que el muchacho sufriera el menor daño. Aparte de lo que pudiera pensar sobre la culpabilidad o la inocencia de Edwin, Hugo no era un hombre capaz de castigar con dureza la solidaridad de Edwy con un pariente suyo.

—Sal aquí afuera, Edwy —dijo Berengario, sosteniendo abierta la puerta de la celda—, y deja que te vea. No quiero tener dudas sobre cuál de los dos tengo en mis manos la próxima vez que os hagáis pasar el uno por el otro. —Cuando Edwy le obedeció, levantándose y saliendo al patio tras mirar por el rabillo del ojo para asegurarse de que fray Cadfael estaba allí, el segundo alguacil del condado le tomó por la barbilla, le levantó el rostro y le observó detenidamente. Las magulladuras ya estaban moradas, pero los ojos color avellana eran tan luminosos como siempre—. Te sabré reconocer —sentenció Hugo con toda seguridad—. Bueno, mi joven señor, nos has costado mucho tiempo y muchas dificultades, pero no pienso seguir perdiéndolo intentando hacerte confesar. Te lo preguntaré sólo una vez: ¿Dónde está Edwin Gurney?

El tono de la pregunta y la expresión del moreno rostro no permitían adivinar qué sucedería en caso de que no hubiera respuesta; las posibilidades eran infinitas. Edwy se humedeció los labios y contestó en el tono más conciliador y respetuoso que Cadfael le hubiera oído:

—Señor, Edwin es mi pariente y mi amigo. Si yo hubiera querido decir dónde está, no me hubiera tomado la molestia de ayudarle a llegar hasta allí. Creo que comprenderéis que no puedo traicionarle y no pienso hacerlo.

Berengario miró a Cadfael con una expresión que hubiera sido muy seria, de no ser por el centelleo de sus ojos.

—Bien, Edwy, no esperaba otra cosa, a decir verdad. Conservar la lealtad no es censurable. Pero quiero tenerte a mano cuando te necesite y estar seguro de que no te irás por ahí a rescatar a quien yo me sé.

Edwy, que ya se imaginaba una celda en el castillo de Shrewsbury, contrajo los músculos de su estoico rostro para enfrentarse con lo peor.

—Dame tu palabra de que no abandonarás la casa y la tienda de tu padre —dijo Berengario— hasta que yo te conceda libertad de hacerlo, y podrás irte ahora mismo a casa. ¿Por qué alimentarte a expensas del erario público durante las fiestas de Navidad, sabiendo que, cuando das tu palabra, la cumples siempre con fidelidad? ¿Qué dices a eso?

—¡Oh, os doy mi palabra! —contestó Edwy con la voz entrecortada por la sorpresa y el alivio—. No saldré del patio hasta que me deis permiso. ¡Os doy las gracias!

—¡Muy bien! Y yo te tomo la palabra, tal como tú puedes tomar la mía. Mi misión, Edwy, no es condenar a toda costa a tu tío o a quien sea por asesinato, sino descubrir quién cometió en realidad el asesinato, y eso es lo que me propongo hacer. Ahora, ven, yo mismo te acompañaré a casa; unas cuantas palabras con tus padres no estarán de más.

Se fueron antes de que empezara la misa mayor a las diez, Berengario con Edwy montado a su espalda en el huesudo rucio capaz de soportar una carga dos veces superior al liviano peso de su amo, y los cuatro soldados de la escolta siguiéndoles en dos parejas. Sólo en mitad de la misa, cuando su mente hubiera tenido que estar ocupada en cuestiones más altas, recordó Cadfael otras dos concesiones que hubiera podido obtener de haber pensado en ellas a tiempo. Martín Bellecote se habría quedado sin caballo y la abadía gustosamente se hubiera librado de la responsabilidad de Rufo mientras que Riquilda, por su parte, se hubiera alegrado de que lo albergara su yerno y de que ella no tuviera que depender de la abadía para su manutención. A Hugo probablemente le hubiera hecho gracia ofrecerle un caballo al carpintero con el pretexto de evitarle a la abadía aquella molestia. Pero la otra cuestión era más importante. La víspera, él tenía intención de buscar el frasco del veneno en la orilla del estanque, pero tuvo que permanecer confinado dentro de las murallas del monasterio. ¿Por qué no se había acordado de pedirle a Berengario que siguiera aquella tenue pero importante línea de investigación, tras haberle rogado que mandara buscar a los barqueros el relicario de madera de peral? Ahora ya era demasiado tarde y no podía seguir a Berengario a la ciudad para reparar aquella omisión. Irritado por su descuido, contestó incluso de malos modos a fray Marcos cuando éste le preguntó por el resultado de los acontecimientos de la mañana. Sin darse por vencido, Marcos le siguió después de comer hasta su refugio del huerto.

—Soy un viejo insensato —dijo Cadfael, emergiendo de su depresión— y he perdido una excelente oportunidad de conseguir que me hicieran el trabajo en lugares a los que no puedo ir. Pero de eso no tienes la culpa, siento haberla tomado contigo.

—Si es algo que queréis que se haga fuera de las murallas —dijo Marcos pensando razonablemente—, ¿por qué iba a ser yo menos útil hoy de lo que fui ayer?

—Muy cierto, pero ya te he comprometido demasiado. Y, si no hubiera sido un necio, lo hubieran hecho los propios representantes de la ley, y todavía hubiera sido mejor. Aunque no se trata de algo peligroso o indigno —añadió Cadfael, animándose—, sólo es cuestión de buscar una vez más el frasco…

—La otra vez —dijo Marcos, sorprendido— buscábamos algo que esperábamos no fuera un frasco. Lástima que no lo encontráramos.

—Es verdad, pero esta vez tiene que ser un frasco, si el presagio de la venida de Berengario en lugar de Prestcote significa algo. Te diré dónde.

Cadfael se lo dijo, subrayando la importancia de una ventana abierta al sur en un día despejado, a pesar de las ligeras heladas.

—Voy ahora mismo —dijo fray Marcos—. Podéis pasaros el mediodía durmiendo con la conciencia tranquila. Mis ojos son más jóvenes que los vuestros.

—Recuerda llevar una servilleta y, si lo encuentras, envuélvelo sin apretar y tócalo sólo lo imprescindible. Necesito ver cómo se derramó y secó el aceite.

Fray Marcos regresó cuando la luz de la tarde ya empezaba a declinar. Todavía faltaba media hora para vísperas, pero, a partir de aquel momento, la búsqueda de un objeto de pequeño tamaño en una angosta pendiente cubierta de hierba hubiera sido una empresa inútil y absurda. Los días de invierno empiezan tan tarde y terminan tan pronto como la vida humana pasadas las tres veintenas.

Cadfael siguió al pie de la letra el consejo de fray Marcos y pasó toda la tarde durmiendo. No podía ir a ningún sitio, no tenía nada que hacer allí y ninguna tarea requería su participación. De repente, despertó de su sueño y vio la enjuta y austera figura de fray Marcos, de pie a su lado con la misma sonrisa sacerdotal que había visto en él cuando entró en aquellos muros, dominado por un infantil y temeroso resentimiento. La alegre y suave voz borró los años y, aunque el mozo tenía dieciocho, de pronto pareció que tuviera muchos menos.

—¡Despertad! ¡Tengo algo para vos! ¡Fijaos! ¡Yo mismo lo he hecho! —dijo Marcos, como un niño que acabara de recibir un regalo de su padre.

La blanca servilleta cuidadosamente doblada fue depositada con sumo cuidado sobre las rodillas de Cadfael. Fray Marcos retiró los pliegues y mostró el contenido con semejante gesto de tímida victoria que la analogía fue absolutamente completa. Allí estaba, un pequeño frasco de vidrio verdoso y forma ligeramente irregular, con un lado coloreado por el residuo de un líquido amarillo pardusco que aún se movía en su interior.

—¡Enciéndeme aquella lámpara! —dijo Cadfael, tomando la servilleta con ambas manos para acercarse un poco más el trofeo a los ojos.

Fray Marcos se afanó con el pedernal y la yesca y encendió el pabilo de la pequeña lámpara de aceite en su cuenco de arcilla, pero la luz no mejoró la visión ni por dentro ni por fuera. El tapón era de madera, envuelto en un trozo de lienzo de lana. Cadfael olfateó la tela en la parte teñida de color amarillo. El débil olor era inconfundible, su nariz lo conocía muy bien. El hielo lo había debilitado un poco, pero aún se notaba. Había un fino y largo reguero de aceite reseco en un lado del frasco.

—¿Está bien? ¿Es lo que vos queríais? —preguntó ansiosamente fray Marcos.

—¡Vaya si lo es, muchacho! Este pequeño objeto llevaba la muerte dentro, y, como ves, cabe en la mano de un hombre. ¿Lo encontraste así, de lado? ¿Sobre la parte en que se ha concentrado el residuo en el interior? Y también en el exterior… Lo taparon y lo arrojaron a toda prisa, y, si la persona no lleva todavía encima alguna señal, significa que este hilillo de aceite que se escapa del cuello del frasco es un grandísimo hipócrita. Ahora siéntate aquí y cuéntame dónde y cómo lo encontraste, porque de eso depende casi todo. ¿Podrías volver a encontrar el lugar exacto?

—Podría porque lo señalé —arrebolado de placer por el hecho de haber complacido a su maestro, fray Marcos se sentó y se inclinó sobre la manga de Cadfael—. Ya sabéis que las casas de allí tienen una franja de jardín que llega casi hasta el agua y que sólo hay un pequeño sendero que bordea el estanque de abajo. No me gustó inventarme un motivo para entrar en los jardines. Además, son muy estrechos y empinados. No es difícil arrojar algo desde la casa hasta la orilla del agua o incluso más allá… Podría hacerlo una mujer o un hombre que tuviera prisa. Por consiguiente, primero recorrí la parte del sendero que corresponde a la ventana de la cocina, la cual estaba abierta aquel día, según vos. Pero no fue allí donde lo encontré.

—Ah, ¿no?

—No, algo más allá. Ahora hay un reborde de hielo en la esquina del estanque, pero la corriente del canal del molino impide que el agua se hiele en el centro. Encontré el frasco al volver cuando, tras haber buscado entre la hierba y los arbustos, decidí mirar por el otro lado, justo al borde del agua. Allí estaba, medio enterrado en el hielo. Clavé una rama de avellano en la tierra del otro lado, y el agujero de donde lo arranqué se conservará a menos que se produzca un deshielo. Creo que debieron de arrojar el frasco lejos del hielo que había entonces, pero no lo bastante como para que se lo llevara la corriente del molino; y, como estaba tapado, flotó y regresó a la orilla donde lo atrapó la escarcha. Pero no pudieron arrojarlo desde la ventana de la cocina porque estaba demasiado lejos, Cadfael.

—¿Estás seguro? Entonces, ¿desde dónde? ¿Tan grande es la distancia?

—No, pero la trayectoria es imposible. Está demasiado a la derecha y hay unos arbustos entremedios. El terreno es inadecuado. Si un hombre lo hubiera arrojado desde la ventana de la cocina, el frasco no hubiera podido ir a parar donde lo encontré. En cambio, desde la ventana de la otra habitación, sí se hubiera podido arrojar. ¿Recordáis si aquella ventana también estaba abierta, Cadfael? ¿La habitación donde comían? Cadfael trató de recordar la escena de la casa, cuando Riquilda salió a su encuentro y le acompañó al dormitorio, pasando junto a una desordenada mesa sobre la que había tres platos.

—¡Lo estaba, lo estaba!… Las contraventanas estaban abiertas, el sol entraba meridianamente.

Edwin huyó enfurecido de aquella estancia y salió por la cocina donde se creía que cometió el crimen, desprendiéndose posteriormente de la prueba. Sin embargo, no estuvo solo ni un instante en la habitación interior; los moradores de la casa únicamente dejaron de verle en el momento de su precipitada huida.

—¿Comprendes, Marcos, lo que esto significa? Por lo que dices, o bien este frasco fue arrojado desde la ventana interior o bien alguien lo arrojó al estanque desde aquel sendero. Edwin no pudo hacer ninguna de estas dos cosas. Pudo haberse detenido un momento en la cocina, tal como ellos suponen, pero no pudo recorrer el sendero del borde del estanque antes de dirigirse al puente ya que, en tal caso, Aelfrico lo hubiera alcanzado. ¡No, se le hubiera adelantado o le hubiera interceptado en la puerta! Tampoco tuvo ocasión, más tarde, de desprenderse del frasco en aquel lugar. Permaneció escondido hasta que Edwy le encontró, y, a partir de aquel momento, ambos se ocultaron en su escondrijo hasta que vinieron a verme. Este pequeño objeto, Marcos, es la prueba de que Edwin es tan inocente como tú o como yo.

—Pero no demuestra quién es el culpable —dijo Marcos.

—No. Pero, si el frasco fue arrojado desde la ventana de aquella habitación interior, eso significa que lo arrojaron mucho después de la muerte de Bonel, porque dudo que alguien se quedara solo en la estancia antes de la llegada y partida del oficial del alguacil. Y, si el responsable conservó el frasco todo este rato, tan mal tapado como está ahora, tiene que haberle quedado alguna señal. Seguramente habrá intentado quitar la mancha, pero eso no es tan fácil. ¿Y quién puede permitirse el lujo de tirar una chaqueta o una túnica? No, las señales estarán ahí.

—Pero ¿y si lo hubiera hecho alguien que no perteneciera a la casa, arrojando posteriormente el frasco desde el sendero? Al principio, tuvisteis ciertas dudas sobre el cocinero y los sollastres…

—No digo que sea imposible. Pero ¿te parece probable? Desde el sendero, hubiera sido muy fácil arrojar el frasco al centro del estanque y en mitad de la corriente. Aunque no se hundiera, ¡cosa harto improbable!, la corriente lo hubiera llevado hasta el arroyo y el río. Pero, como ves, cayó en la orilla y lo hemos encontrado.

—¿Qué tenemos que hacer ahora? —preguntó Marcos, excitado.

—Tenemos que ir a vísperas, hijo mío, si no, llegaremos tarde. Mañana, deberás presentarte con este testigo ante Hugo Berengario en Shrewsbury.

No solían asistir muchos feligreses al rezo de vísperas, pero siempre había alguien. Aquel día, Martín Bellecote bajó de la ciudad para manifestar su profundo agradecimiento, primero a Dios y después a Cadfael, por el regreso de su hijo sano y salvo a casa. Una vez finalizado el oficio religioso, esperó en el claustro la salida de los monjes y se acercó a la puerta sur para saludar a Cadfael.

—Hermano, os debemos que el chico haya vuelto a casa, aunque esté un poco escaldado, en lugar de ir a dar con sus huesos en una celda del castillo.

—A mí no, pues yo no hubiera podido concederle la libertad. Fue Hugo Berengario quien consideró oportuno enviarle a casa. Y os doy mi palabra de que, ocurra lo que ocurra, podréis confiar en él por ser un hombre honrado que no tolera la injusticia. En cualquier encuentro que tengáis con él, decidle siempre la verdad.

Bellecote esbozó una amarga sonrisa.

—La verdad, pero no toda. Ni siquiera a él…, aunque fue muy generoso con mi chico, lo reconozco. Pero, hasta que el otro esté tan a salvo como Edwy, no diré dónde está. Pero a vos, hermano…

—No —le interrumpió Cadfael—, tampoco me lo digáis a mí, aunque espero que muy pronto no haya motivo para ocultarle. Sin embargo, ese momento no ha llegado todavía. ¿La familia está bien? ¿Y Edwy? ¿La experiencia no le ha dañado?

—De ninguna manera. Sin las magulladuras, hubiera valorado mucho menos la aventura. Todo fue idea suya. Pero durante algún tiempo procurará ser un poco más prudente. Nunca pensé que fuera tan valeroso, y eso no es malo. Trabaja con más entusiasmo de lo habitual en él. No es que tengamos muchos encargos ahora que se acercan las fiestas, pero nos falta Edwin. Y como Meurig se ha ido a pasar las Navidades con sus parientes, tengo un sinfín de cosas para mantener ocupado a este bribón.

—O sea, que Meurig pasará las fiestas con su familia, ¿eh?

—Es lo que siempre hace por Navidad y por Pascua. Tiene primos y un tío, o algo así, en la frontera. Regresará antes de final de año. Meurig le tiene mucho apego a su familia.

Sí, eso le dijo a Cadfael la primera vez que ambos se vieron. «Mi familia es la familia de mi madre, yo voy con los míos. Mi padre no era galés». Era natural que quisiera pasar las fiestas con los suyos.

—¡Ojalá todos podamos celebrar en paz la Natividad del Señor! —dijo Cadfael, un poco más animado desde que se descubriera el pequeño testigo que guardaba en un estante de su cabaña.

—¡Así sea, hermano! Mi familia y yo os queremos dar las gracias por vuestra ayuda. Si alguna vez necesitáis la nuestra, no tenéis más que decirlo.

Martín Bellecote regresó a su casa tras haber cumplido con su deber, y fray Cadfael y fray Marcos se fueron a cenar sin haber cumplido todavía con el suyo.

—Iré temprano a la ciudad —susurró fray Marcos al oído de Cadfael en un rincón de la sala capitular durante las inaceptables lecturas en latín de fray Francisco después de la comida—. Me saltaré prima, ¿qué importa si después tengo que hacer penitencia?

—No harás tal cosa —contestó firmemente Cadfael en voz baja—. Esperarás hasta después de comer, cuando puedas irte a tu trabajo, porque eso será un verdadero trabajo, el mejor que podrías hacer. No permitiré que incumplas ni una sola parte de la regla.

—¡Como si vos jamás lo hubierais hecho, claro! —replicó Marcos mientras su desconfiado rostro se iluminaba con una sonrisa muy semejante a las de Edwin o Edwy.

—Sólo cuando se trata de cuestiones de vida o muerte. ¡Y siempre reconociendo mi falta! Además, tú no eres yo y no debes imitar mis pecados. No importa que sea antes o después de la comida —añadió en tono tranquilizador—. Pedirás por Hugo Berengario…, no hables con nadie más, ¿entendido?, sólo me fío de él. Acompáñale al lugar donde encontraste el frasco, y creo que con eso la familia de Edwin podrá llamarle a casa muy pronto.

Sus planes fueron en buena parte inútiles. El capítulo de la mañana siguiente desbarató todos sus propósitos y los descompuso de arriba abajo.

El viceprior fray Ricardo se levantó antes de que se debatieran los asuntos de menor importancia, anunciando que tenía una cuestión urgente para la cual suplicaba la atención del prior.

—El cillerero acaba de recibir un mensajero de nuestra majada de Rhydycroesau, junto a Oswestry. El hermano lego Bernabé ha caído enfermo del pecho y tiene fiebre, y el hermano Simón tiene que cuidar él solo del rebaño. Pero lo peor es que no está seguro de saber atender debidamente a su compañero enfermo y pide, si es posible, que alguien con más conocimientos vaya a ayudarle durante algún tiempo.

—Siempre pensé —dijo el prior Roberto, frunciendo el ceño— que deberíamos tener más de dos hombres allí. Tenemos más de doscientas ovejas en las colinas, un lugar muy remoto. Pero ¿cómo se las arregló el hermano Simón para enviarnos el mensaje, estando él solo?

—Pues aprovechó la afortunada circunstancia de que nuestro administrador se ha hecho cargo de la mansión de Mallilie. Parece que está a dos pasos de Rhydycroesau. El hermano Simón se dirigió a caballo hasta allí e inmediatamente enviaron a un mozo. No se habrá perdido el tiempo, si hoy podemos enviar a alguien que le ayude.

La mención de Mallilie indujo al prior a aguzar el oído y le provocó un sobresalto a Cadfael, tratándose de algo tan claramente relacionado con los asuntos que se llevaba entre manos. ¡O sea que Mallilie se encontraba a escasa distancia de los apriscos de la abadía cerca de Oswestry! Nunca se había detenido a pensar en el significado que pudiera tener la ubicación de la mansión, y aquel repentino descubrimiento desencadenó la desconcertante carrera de toda una serie de liebres mentales.

—Está claro que así deberemos hacerlo —dijo Roberto, recordando de una forma casi tangible que la tarea podría encomendarse al mejor herbario y boticario de la abadía, con lo cual se le apartaría eficazmente no sólo de cualquier contacto con la viuda Bonel sino también de su fastidiosa insistencia en investigar los acontecimientos que la habían convertido en viuda. El prior movió su majestuosa cabeza plateada y miró directamente a fray Cadfael, cosa que normalmente prefería no hacer. Las mismas consideraciones se le habían ocurrido a fray Cadfael con los satisfactorios efectos que cabe suponer. Si eso me lo hubiera inventado yo, pensó Cadfael, no hubiera podido ser más a propósito. Ahora el joven Marcos podrá dejarme la misión a mí y quedarse inocentemente en la abadía.

—Fray Cadfael, parece que este deber os corresponde, ya que tan experto sois en medicinas. ¿Podéis preparar de inmediato los remedios que puedan ser necesarios para nuestro hermano enfermo?

—Puedo y así lo haré, padre —contestó Cadfael con tanto entusiasmo que, por un instante, el prior Roberto dudó de su propia sabiduría y perspicacia.

¿Por qué se alegraba tanto aquel hombre ante la perspectiva de un largo viaje invernal a caballo y un agotador trabajo en el que tendría que actuar no sólo como médico sino también como pastor, después de haber metido tanto las narices en los asuntos de la familia Bonel? Sin embargo, la distancia era una garantía; desde Rhydycroesau, no tendría ocasión de inmiscuirse donde no debía.

—Confío en que no tenga que ser por mucho tiempo. Rezaremos por el feliz restablecimiento del hermano Bernabé. En caso necesario, podréis enviarnos mensajes por medio de los mozos de Mallilie. ¿Está el novicio Marcos bien preparado para atender dolencias menores en vuestra ausencia? En casos más graves, podríamos llamar al médico.

—Fray Marcos está perfectamente capacitado —contestó Cadfael casi con paternal orgullo— y podéis confiar plenamente en él ya que, si sintiera la necesidad de mejores consejos, lo diría con toda humildad. Hay suficientes provisiones de todos los remedios que se pueden necesitar en esta estación del año. Tuvimos buen cuidado de prepararnos para un riguroso invierno.

—Muy bien, pues. A la vista de esta necesidad, podéis dejar el capítulo y prepararos para el viaje. Tomad una buena mula de los establos, llevad comida para el camino y procurad ir bien provisto de remedios contra la enfermedad que el hermano Bernabé parece haber contraído. Si hay alguien en la enfermería a quien consideréis necesario visitar antes de vuestra partida, hacedlo. Os enviaremos a fray Marcos para que le deis las instrucciones pertinentes.

Fray Cadfael abandonó la sala capitular y les dejó con sus habituales asuntos. Dios nos sigue protegiendo, pensó, entrando en su cabaña para recoger de los estantes todo lo que necesitaba. Medicinas para la garganta, el pecho y la cabeza, un ungüento para friegas, grasa de ganso y hierbas fuertes. El resto lo harían el calor, los buenos cuidados y una alimentación adecuada. En Rhydycroesau tenían gallinas ponedoras y una vaca lechera que les proporcionaban sustento durante todo el invierno. Finalmente, una cosa que tendría que llevar a Shrewsbury: el frasquito de vidrio verde, aún envuelto en la servilleta. Fray Marcos se presentó casi sin resuello, tras haber dejado sus clases de latín con fray Pablo.

—Dicen que os vais y que yo me quedaré de custodio aquí. Oh, Cadfael, ¿cómo me las arreglaré sin vos? ¿Y la prueba que teníamos que entregarle a Hugo Berengario?

—Eso déjalo de mi cuenta —contestó Cadfael—. Para ir a Rhydycroesau, se tiene que atravesar la ciudad; yo mismo la llevaré al castillo. Limítate a hacer lo que has aprendido de mí, porque sé lo aplicado que has sido. En todo momento estaré contigo en espíritu. Imagínate que me haces una pregunta, y obtendrás la respuesta. —Con un frasco de ungüento en una mano, Cadfael extendió la otra para dar unas cariñosas palmadas a la joven y suave tonsura, rodeada por una tupida mata de erizado cabello color pajizo—. Será por muy poco tiempo; ya verás cómo el hermano Bernabé se repone en seguida. Y escúchame bien, hijo mío, he averiguado que la mansión de Mallilie se encuentra a escasa distancia de donde yo estaré, y me parece que la respuesta a lo que necesitamos saber se encuentra allí y no aquí.

—¿De veras lo creéis así? —preguntó esperanzado fray Marcos, olvidándose ya de sus propias inquietudes.

—Sí, y he pensado…, no es más que una vaga idea que se me ha ocurrido durante el capítulo… ¡Bueno, a ver si ahora haces algo de provecho! Ve a elegirme una buena mula en los establos y guarda estas cosas en las alforjas. Tengo que hacer en la enfermería antes de irme.

Fray Rhys se encontraba sentado en su privilegiado lugar junto al fuego, dormitando en su silla, pero lo suficientemente despierto como para abrir un ojo y no perderse ni un solo movimiento o palabra de su alrededor.

Se alegraba de recibir visitas y estuvo casi a punto de animarse cuando Cadfael le dijo que le enviaban al noroeste del condado, a las majadas de Rhydycroesau.

—¡Es vuestra tierra, hermano! ¿Queréis que transmita vuestros saludos a esa tierra fronteriza? Sin duda tendréis parientes allí, tres generaciones.

—¡Los tengo! —Fray Rhys esbozó una sonrisa soñadora, mostrando unas encías desdentadas—. Si vierais por casualidad a mi primo Cynfrith de Rhys o a su hermano Owain, dadles mi bendición. Sí, tengo muchos parientes en aquella región. Preguntad por mi sobrina Angharad, la hija de mi hermana Marared…, es mi hermana menor, la que se casó con Ifor de Morgan. No sé si Ifor habrá muerto, pero, si os enteráis de que vive, decidle que me acuerdo mucho de él y le envío un saludo. La chica tendría que venir a verme, ahora que su hijo trabaja aquí, en la ciudad. Recuerdo cuando no levantaba más de dos palmos del suelo, y era tan preciosa…

—¿Angharad era la moza que entró de criada en casa de Bonel de Mallilie? —preguntó Cadfael, espoleándole suavemente.

—¡Sí, y fue una lástima! Pero los sajones llevan muchos años allí. Con el tiempo, uno se acostumbra a las familias extranjeras. Aunque nunca llegaron muy lejos. Mallilie no es más que una espina clavada en el costado de Cynllaith. Clavada muy hondo…, casi tanto que está a punto de romperse, ¡y puede que un día se rompa! Roza apenas la tierra sajona, un simple arañazo…

—¡No me digáis! —exclamó Cadfael—. Entonces, propiamente hablando, aunque lleve tres generaciones en manos inglesas, ¿Mallilie está en territorio galés?

—Tan galés como Snowdon —contestó fray Rhys, encendiéndose una vez más de ardor patriótico—. Todos los vecinos son galeses y también la mayoría de los aparceros. Yo nací justo al oeste de la propiedad, cerca de la iglesia de Llansilin, el centro de la comunidad de Cynllaith. ¡Tierra galesa desde la creación del mundo!

¡Tierra galesa! Eso no podía cambiar por el simple hecho de que un Bonel, durante el reinado del normando Guillermo el Rojo, se hubiera adentrado en aquel territorio, estableciéndose allí bajo la protección del conde de Chester. ¿Por qué no se me ocurriría antes, pensó Cadfael, preguntar dónde estaba la disputada mansión?

—¿Y Cynllaith tiene jueces galeses debidamente asignados? ¿Con autoridad para administrar justicia según el código de Hywel Dda y no el de la Inglaterra normanda?

—¡Pues, claro! ¡Un tribunal galés como los mejores que pueda haber en Gales! Los Bonel han puesto pleitos muchas veces por cuestiones de lindes y cosas por el estilo, y lo han hecho apelando a la ley que más conviniera a sus propósitos; ¿qué más les daba que fuera inglesa o galesa con tal de conseguir sus fines? Pero a la gente le gusta más el código galés y prefiere utilizar el testimonio de los vecinos, que es la mejor manera de resolver las disputas. ¡Como debe ser! —exclamó fray Rhys, inclinando su vieja cabeza hacia Cadfael—. Pero ¿por qué me habláis de leyes, hermano? ¿Acaso queréis poner un pleito? —preguntó, riéndose como un bendito al pensarlo.

—No —contestó Cadfael, levantándose—, pero creo que alguien que yo me sé podría hacerlo.

Después, se alejó con aire meditabundo. Al salir al patio, el oblicuo sol invernal salió bruscamente y le iluminó los ojos, deslumbrándole por segunda vez. Paradójicamente, en medio de la momentánea ceguera, pudo ver por fin su camino con toda claridad.