l capítulo de la mañana siguiente prometía ser tan aburrido como de costumbre, una vez finalizadas las lecturas de fray Andrés y resueltos todos los asuntos del día; pero Cadfael, adormilado detrás de su columna, estuvo lo suficientemente alerta como para aguzar el oído cuando fray Mateo, el cillerero, anunció que la hospedería estaba llena a rebosar y se necesitaban más establos para acoger las bestias de otros nobles personajes que esperaban, por lo que sería necesario trasladar algunos caballos y mulas de la abadía a otras cuadras, para así poder acoger a las cabalgaduras de los viajeros dentro de las murallas del monasterio. Muchos mercaderes, aprovechando la benignidad del otoño, regresaban a casa para celebrar las fiestas, después de un verano de asedios y trastornos; y los nobles de los castillos de la comarca querían celebrar la Natividad del Señor al amor de la lumbre en sus mansiones, lejos de las armas y las inquietudes de los bandos enfrentados en el sur. Los establos estaban abarrotados y el gran patio registraba una creciente animación, merced a las constantes llegadas y partidas.
—Está también la cuestión del caballo de maese Bonel, a quien hoy daremos sepultura —dijo fray Mateo—. Nuestro compromiso de proporcionarle establo y comida ha terminado, aunque sé que el caso está en suspenso hasta que se aclare su muerte y se conozca el destino de sus propiedades. Lo que no ofrece duda es que la viuda no tiene derecho a reclamar la manutención del caballo. Tiene una hija casada en la ciudad y seguramente podrá encontrar acomodo para la bestia, aunque nosotros la albergaremos, como es natural, hasta que ella disponga otra cosa, pero no tiene por qué ocupar una casilla en nuestros establos principales. ¿Cuento con vuestra aprobación para trasladar el caballo con nuestras bestias de carga al establo del henil en el recinto de la feria de caballos?
¡Con la aprobación de Cadfael no contaba, por supuesto! Éste permaneció inmóvil, presa de la alarma y la zozobra, y furioso por su desafortunada elección del escondrijo, más que por las comprensibles sugerencias de Mateo. Sin embargo, ¿cómo hubiera podido preverlo? Raras veces se utilizaban los establos del henil, aparte de su habitual uso como alojamiento temporal durante las ferias de caballos y la feria de San Pedro. Y ahora, ¿cómo podría llegar a tiempo hasta Edwin para salvarle del peligro de ser descubierto, en pleno día y con las limitaciones que los ineludibles deberes espirituales de la jornada impondrían a su libertad de movimiento?
—Me parece un alojamiento adecuado —convino el prior Roberto—. Convendría efectuar el traslado inmediatamente.
—Daré instrucciones a los mozos. ¿Estáis también de acuerdo, padre, en que el caballo de la viuda Bonel sea trasladado junto con las demás bestias?
—¡Por supuesto! —Roberto ya no estaba tan interesado por la familia Bonel, ahora que probablemente ya no podría conseguir la propiedad de Mallilie, pese a que no tenía intención de renunciar a ella sin resistencia. La muerte de Bonel en circunstancias no aclaradas, y sus consecuencias, le escocían como una espina clavada en la carne, por lo que gustosamente hubiera apartado de allí no sólo el caballo sino también a todos los habitantes de la casa, de haber sido ello posible. No quería que se asociara el asesinato con el monasterio, no quería que los oficiales del alguacil interrogaran a sus huéspedes y no quería que la vaharada de la notoriedad envolviera la abadía con su desagradable hedor—. No habrá más remedio que afrontar las complicaciones legales del desdichado acuerdo, que ahora queda inevitablemente en suspenso a no ser que un nuevo señor opte por confirmarlo y completarlo. Pero, como es natural, nada se podrá hacer hasta que maese Bonel sea enterrado. De todos modos, el caballo se puede trasladar. Dudo que a la viuda le sirva de algo, pero eso no es asunto nuestro.
Ya se arrepiente, pensó Cadfael, de haber autorizado, en un inicial arrebato de compasión, el entierro de maese Bonel en el crucero. Pero ahora su dignidad no le permitirá echarse atrás. Por suerte, Riquilda tendrá el consuelo de un solemne funeral, ya que todo lo que hace Roberto tiene que ser excepcional. Gervasio yace de cuerpo presente en la capilla de la abadía y será enterrado al anochecer. Eso tranquilizará a Riquilda. Cadfael estaba seguro de que en cierto modo se sentía culpable de la desgracia de su marido. Siempre que se sintiera sola, se entregaría al debilitante e inútil juego del «Si no… si no le hubiera aceptado… si hubiera sabido llevar mejor las relaciones entre él y Edwin… si no… ¡es posible que hoy estuviera vivo y más fuerte que un roble!».
Cadfael cerró los oídos a la inconexa discusión sobre la posible compra de unas tierras para la ampliación del cementerio y se centró en su problema más acuciante. No le sería imposible buscar alguna excusa para dirigirse a la barbacana en el momento en que los mozos trasladaran los caballos a su nuevo alojamiento; los hermanos legos no se extrañarían de verle. Le sería tan fácil sacar a Edwin de su escondrijo disfrazado de benedictino como introducirlo en él, siempre y cuando eligiera el momento adecuado. Pero, una vez fuera, ¿adónde lo conduciría? Hacia la caseta de vigilancia, por supuesto que no. En el camino de San Gil vivían una o dos familias que habían tenido tratos con él cuando alguien se había puesto enfermo, y otras a cuyos hijos había sanado de las fiebres. Tal vez accederían a cobijar a un joven, aunque no le gustaba mucho la idea de comprometerlos. Al final del camino estaba la leprosería de San Gil, donde los jóvenes pupilos pasaban una parte de su noviciado atendiendo a aquellos desventurados. Sin duda algo se podría hacer para ocultar a un muchacho perseguido.
Cadfael oyó con incredulidad que alguien pronunciaba su nombre y abandonó bruscamente sus reflexiones. Al otro lado de la sala capitular, en su sitial lo más cerca posible del prior Roberto, fray Jerónimo se había levantado y de su boca se escapaba un torrente de palabras mientras su enjuta figura mantenía una actitud de falsa humildad y sus penetrantes ojos simulaban una devota mansedumbre. ¡Y acababa de pronunciar el nombre de fray Cadfael con fingida preocupación y afecto!
—… yo no digo, padre, que haya habido nada reprobable en la conducta de nuestro amadísimo hermano. Pero suplico ayuda y guía para su alma, que se encuentra en peligro. Padre, ha llegado a mi conocimiento que, hace muchos años, antes de que sintiera la bendita llamada a esta vocación, fray Cadfael tuvo una relación de afecto mundano con la dama que es ahora la señora Bonel, huésped de esta casa. Con motivo de la muerte de su esposo, nuestro hermano entró nuevamente en contacto con ella, sin la menor culpa por su parte; oh no, no cabe hablar de culpa porque fue llamado para auxiliar a un moribundo. ¡Pero reparad, padre, en la prueba tan dura que habrá supuesto para la sincera devoción de nuestro hermano el hecho de encontrarse de nuevo en estrecho e inesperado contacto con un afecto mundano largo tiempo olvidado!
A juzgar por la forma en que el prior Roberto levantó la arrogante cabeza y estiró el cuello para poder contemplar desde una mayor altura al pobre monje en peligro, debía de estar reparando en ello con gran detenimiento. Lo mismo hizo Cadfael con asombrada indignación que rápidamente cristalizó en fría y hostil comprensión. Había subestimado la audacia de fray Jerónimo casi tanto como su malicia. Aquella enorme y vigorosa oreja debía de haber estado amorosamente pegada al ojo de la cerradura de Riquilda para haber averiguado tantas cosas.
—¿Insinuáis —preguntó Roberto con incredulidad— que fray Cadfael ha mantenido trato ilícito con esa mujer? ¿En qué ocasión? Todos sabemos muy bien que atendió a maese Bonel en su lecho de muerte e hizo todo lo posible por él en presencia de su desconsolada esposa. No tenemos ningún reproche a este respecto. Su deber era acudir donde le necesitaban.
Fray Cadfael, a quien nadie había dirigido todavía la palabra, permaneció sentado en silencio y les dejó seguir, sabiendo que aquel ataque era tan inesperado para Roberto como para él.
—Oh, eso ninguno de nosotros podría ponerlo en duda —convino Jerónimo—. Su deber de cristiano era ayudar conforme a sus conocimientos, tal como efectivamente hizo. Pero he sabido que nuestro hermano ha visitado de nuevo a la viuda y ha hablado con ella, precisamente anoche. Sin duda para consolar y bendecir a la afligida dama. Pero no necesito manifestaros los peligros que pueden suponer tales encuentros, padre. Dios nos libre de que alguien pudiera pensar que un hombre, antaño comprometido en matrimonio con una mujer que se casó con otro, pudiera sucumbir a los celos muchos años después, al reencontrarse con el objeto de su afecto, tras haber abandonado el mundo. No, eso no hay ni que pensarlo. Pero ¿no sería mejor que nuestro amado hermano se viera apartado por completo de las tentaciones del recuerdo? Hablo así porque me preocupa grandemente su bienestar y su salud espiritual.
Hablas así, pensó Cadfael, rechinando los dientes, porque finalmente tienes un arma contra un hombre al que odias infructuosamente desde hace muchos años. Que Dios me perdone, pero si ahora te pudiera retorcer el huesudo cuello, lo haría con sumo gusto.
Después, se levantó en su escondido rincón para que todos le vieran. —Aquí estoy, padre prior, examinad mis acciones como os parezca oportuno. Fray Jerónimo está tan excesivamente preocupado por mi vocación, que no corre el menor peligro.
Eso, por lo menos, era absolutamente cierto.
El prior Roberto le miraba con demasiado interés. Aunque hubiera estado dispuesto a luchar contra cualquier insinuación de mal comportamiento por parte de alguna de las ovejas de su rebaño, defendiéndolas de los ataques del mundo por su propio bien, tal vez hubiera acogido con agrado la oportunidad de refrenar las independientes actividades de un hombre que siempre le causaba cierta desazón, como si, en su tolerante autosuficiencia, se ocultara una vena secreta de ironía y diversión. Siendo un hombre tan listo, difícilmente hubiera podido pasar por alto la invitación indirecta a creer que, enfrentado de nuevo con su antigua prometida, casada después con otro, Cadfael podía haber sucumbido a los celos hasta el extremo de eliminar a su rival con sus propias manos. ¿Quién, mejor que él, conocía todas las propiedades de las hierbas y las plantas, y las proporciones en las cuales se podían utilizar con provecho? «Dios nos libre de que alguien pudiera pensar», había dicho santurronamente Jerónimo, insinuando con claridad la idea que afirmaba deplorar. Era dudoso que Roberto se tomara en serio aquella posibilidad, aunque tampoco le haría ningún reproche a Jerónimo, que siempre le servía con tan indefectible lealtad. Tampoco se podía asegurar que tal cosa era absolutamente imposible. Cadfael había elaborado el aceite de acónito y conocía sus aplicaciones. Ni siquiera habría tenido que buscarlo en secreto ya que él mismo lo custodiaba; y, si le habían mandado llamar para que auxiliara a un hombre mortalmente enfermo, ¿quién podía asegurar que primero no le administró el veneno que más tarde simuló combatir? Yo vi a Aelfrico cruzando el patio, pensó Cadfael, y hubiera podido detenerme a charlar un momento con él, levantando la tapa del plato para aspirar mejor su aroma; tras averiguar a quién estaba destinado, habría podido añadirle con disimulo otro ingrediente. Un momento de distracción, y hubiera podido hacerlo. ¡Qué fácil es atraer sobre uno una sospecha que nadie puede refutar!
—¿Es cierto, hermano —preguntó severamente Roberto— que conocisteis íntimamente a la señora Bonel en vuestra juventud, antes de tomar los hábitos?
—Sí, lo es —contestó Cadfael, sin andarse con rodeos—, si por «íntimamente» os referís tan sólo a una estrecha amistad. Antes de que me fuera a Tierra Santa, nos considerábamos prometidos, aunque nadie más lo sabía. De eso hace más de cuarenta años, y desde entonces no había vuelto a verla. Se casó en mi ausencia. A mi regreso, tomé el hábito.
Cuantas menos palabras, mejor.
—¿Por qué no lo comentasteis cuando ellos entraron en nuestra casa?
—No sabía quién era la señora Bonel hasta que la vi. El nombre no significaba nada para mí, sólo sabía de su primer matrimonio. Me llamaron a la casa, como vos sabéis, y fui allí de buena fe.
—Lo sé —reconoció Roberto—. No observé nada impropio en vuestro comportamiento allí.
—No quiero insinuar, padre prior —se apresuró Jerónimo—, que fray Cadfael haya cometido ninguna falta… —la frase inconclusa añadió en silencio: «… todavía», aunque él no se atrevió a expresarlo—. Sólo quisiera protegerle de los peligros de la tentación. El diablo puede tentarnos incluso por medio de un afecto cristiano.
El prior Roberto seguía observando detenidamente a Cadfael y, si bien su semblante no reflejaba la menor condena, sus arqueadas cejas y las distendidas ventanas de su nariz revelaban una inequívoca desaprobación. Ningún monje de aquel monasterio tenía que fijarse en las mujeres, a menos que lo exigiera su ministerio sacerdotal o algún difícil asunto.
—Al atender a un enfermo, cumplisteis ciertamente con vuestro deber, fray Cadfael. Pero ¿es también cierto que visitasteis a esa mujer de noche? ¿Por qué razón? Si necesitaba algún consuelo espiritual, hubiera podido recurrir al sacerdote de la parroquia. Hace dos días tuvisteis motivo para acudir allí, anoche no lo teníais.
—Acudí a la casa —contestó pacientemente Cadfael, dado que la impaciencia no le serviría de gran cosa y nada podía mortificar más a fray Jerónimo como el hecho de ser tratado con fría condescendencia— para hacer ciertas preguntas que tal vez guarden relación con la muerte de su esposo, cuestión, padre prior, que tanto vos como yo y todos nuestros hermanos desearíamos ver resuelta cuanto antes para que esta casa pueda recuperar la tranquilidad.
—Eso compete al alguacil y a sus oficiales —replicó secamente Roberto— y no es asunto de vuestra incumbencia. Que yo sepa, no hay ninguna duda sobre el culpable. Sólo falta echarle las manos encima al joven que cometió acto tan execrable. No me gusta vuestra excusa, fray Cadfael.
—Con el debido respeto —dijo Cadfael—, me inclino ante vuestro juicio, pero no debo despreciar el mío. Yo creo que existe una duda y que la verdad no se podrá descubrir fácilmente. Mi motivo no era una excusa; fui a la casa con ese propósito. Mi medicina, destinada a aliviar el dolor, fue utilizada para provocar una muerte, y ni este monasterio ni yo, como monje de esta casa, podremos descansar en paz hasta que se averigüe la verdad.
—Al decir eso, demostráis falta de confianza en los representantes de la ley, cuya misión es hacer justicia, lo cual no os compete a vos. Es una actitud arrogante, que deploro —lo que quiso decir el prior era que deseaba aislar al monasterio benedictino de San Pedro y San Pablo del desagradable acontecimiento ocurrido justo al otro lado de sus murallas y que buscaría el medio de impedir la actuación de una conciencia tan molesta para sus propósitos—. A mi juicio, fray Jerónimo tiene razón y nuestro deber es procurar que no corráis ningún peligro espiritual y cometáis alguna locura. No mantendréis más contactos con la señora Bonel. Hasta que se decida su futuro y deje la casa donde actualmente reside, permaneceréis dentro de las murallas del monasterio y dedicaréis vuestras energías al trabajo que os ha sido encomendado y a las prácticas de adoración.
Estaba perdido. Los votos de obediencia, voluntariamente aceptados, no pueden rechazarse cuando a uno le conviene. Cadfael inclinó la cabeza (¡«reverencia» hubiera sido una palabra impropia, porque fue más bien el movimiento del toro que agacha su armada testuz, preparándose para la embestida!) y dijo humildemente:
—Cumpliré la orden que se me ha dado, tal como es mi deber.
—Pero tú, mi joven amigo —le dijo a fray Marcos en la cabaña del huerto un cuarto de hora más tarde, tras haber cerrado la puerta para reprimir la furia de la frustración y rebeldía de Marcos más que la suya propia—, no tienes que cumplir esa orden.
—Eso estaba pensando yo —dijo fray Marcos—. Pero temía que no opinarais lo mismo.
—Por nada del mundo quisiera mezclarte con mis pecados, bien lo sabe Dios —suspiró Cadfael—, si no se tratara de algo tan urgente. Y tal vez no debo hacerlo… Quizá sería mejor dejar que se defendiera él solo, pero teniendo tantas cosas en contra suya…
—¡Él! —exclamó fray Marcos con expresión meditabunda, retirando los pies del banco donde los tenía apoyados—. ¿Es aquél cuyo objeto, que no era un frasco, no pudimos encontrar? Por lo que he podido deducir, es casi un niño. Los evangelios nos exhortan a cuidar de los niños.
Cadfael le miró con afecto. Este niño le llevaba apenas cuatro años al otro, y en su infancia, desde que muriera su madre cuando él contaba tres años, nadie le cuidó, aparte de echarle un poco de comida y proporcionarle cobijo a regañadientes. El otro había sido amado, mimado y admirado toda su vida hasta los últimos meses de conflicto y el desesperado peligro que corría en aquellos momentos.
—Es un niño muy animoso y capacitado, Marcos, pero confía en mí. Me hice cargo de él y le di órdenes. Sin embargo, creo que hubiera podido arreglárselas solo.
—Decidme sólo adónde debo ir y qué debo hacer, y lo haré —dijo Marcos, ya un poco más tranquilo.
Cadfael se lo dijo.
—Pero no hasta después de misa mayor. No debes ausentarte ni poner tu reputación en peligro. Si surgiera alguna dificultad, te mantendrás a distancia para librarte de cualquier responsabilidad… ¿me oyes?
—Os oigo —contestó fray Marcos, sonriendo.
A las diez de aquella mañana, cuando empezó la misa mayor, Edwin ya estaba harto de la obediencia y la virtud. Nunca había permanecido inactivo tanto tiempo desde que por primera vez se encaramara por los barrotes de su cuna y se dirigiera a gatas al patio donde la enfurecida Riquilda lo encontró entre las ruedas del carro. No obstante, le había prometido obediencia a fray Cadfael y sólo en la oscuridad de la noche se atrevió a salir para estirar las piernas y explorar los senderos y callejuelas de los alrededores de la feria de caballos, la silenciosa y desierta extensión de la barbacana y el gran camino que conducía directamente a Londres. Cuidó de estar de vuelta en el henil mucho antes de que el cielo empezara a clarear por el este. Y allí estaba, sentado sobre un tonel abandonado, pasándolo en grande, comiendo una de las manzanas de Cadfael y deseando que pronto ocurriera algo. A través de los angostos respiraderos penetraba en el henil la suficiente luz como para que el día fuera de un oscuro color pajizo.
Si los deseos son plegarias, los de Edwin se vieron cumplidos con angustiosa celeridad. El muchacho estaba acostumbrado a oír el paso de caballos por la barbacana y las ocasionales voces de la gente que iba a pie, por lo que no se alarmó al oír el pausado rumor de unos cascos de caballos y las voces monosilábicas de personas procedentes de la ciudad. De pronto, la gran puerta de doble hoja de abajo se abrió ruidosamente y los cascos de unos caballos llevados seguramente por las riendas pasaron al interior del establo.
Edwin se incorporó en silencio y aguzó el oído. Un caballo…, dos…, varios más, de peso más liviano y paso ligero, con cascos más pequeños…, ¿mulas tal vez? Y por lo menos dos mozos, probablemente tres o cuatro. Se quedó paralizado, temiendo moverse e incluso mascar la manzana. Si sólo se propusieran estabular las bestias durante el día, quizá todo iría bien. Le bastaría con estarse quieto y pasarse el rato escondido.
Había una pesada trampa en el suelo para que, en caso necesario, los mozos pudieran acceder al henil sin tener que salir al exterior ni llevar consigo la otra llave. Edwin bajó del tonel y se tendió silenciosamente en el suelo, aplicando la oreja a la rendija.
Una joven voz estaba tranquilizando a un inquieto caballo, y Edwin oyó que una mano acariciaba el cuello del animal.
—¡Tranquilo, precioso! Eres un caballo magnífico. Desde luego, hay que reconocer que el viejo entendía de caballos. Se está estropeando por falta de ejercicio. Es una lástima que no se aproveche.
—Mételo en la casilla —ordenó una áspera voz— y ven a echarnos una mano con estas mulas.
Los mozos entraban y salían constantemente del establo. Edwin se levantó en silencio y se puso el hábito benedictino sobre la ropa que llevaba puesta por si alguien le viera, aunque tenía la impresión de que todo se resolvería satisfactoriamente. Regresó a su puesto de escucha justo a tiempo para oír una tercera voz, diciendo:
—Llena los comederos. Si no hay suficiente forraje aquí abajo, arriba hay mucho más.
¡Al final, iban a invadir su refugio! Ya se oía el rumor de pies en los travesaños de una escala de mano. Edwin se levantó a toda prisa sin preocuparse por el ruido e hizo rodar el pesado barril hasta colocarlo sobre la trampa, porque los pestillos debían de estar en la parte inferior. El rumor de alguien que intentaba descorrerlos ahogó el ruido del tonel. Edwin se encaramó a lo alto de su barricada y pensó que ojalá pesara el triple. Pero es difícil empujar un peso hacia arriba, y el suyo, a pesar de ser liviano, fue suficiente. La trampa se estremeció un poco, pero no ocurrió nada.
—No se abre —gritó una exasperada voz desde abajo—. Algún idiota la cerró por arriba.
—No hay pestillos arriba. Haz un esfuerzo, que no estás tan delgado.
—Pues, entonces es que han colocado un peso sobre la trampa. Te digo que esto no se mueve —insistió el desconocido, volviendo a empujar hacia arriba para demostrado.
—Baja de ahí y verás lo que puede hacer un hombre —replicó una voz malhumorada.
Se oyó el crujido de la escalera y el alarmante rumor de unos pies más pesados en los travesaños. Edwin contuvo la respiración y contrajo los músculos, como si con ello pudiera aumentar de peso. La trampa vibró, pero no se levantó ni un ápice. El mozo jadeó y lanzó una maldición.
—¿Qué te decía, Will? —dijo su compañero, satisfecho.
—Tendremos que utilizar la otra puerta. Por suerte tengo las dos llaves. Wat, ven a ayudarme a retirar lo que bloquea la trampa y a echar un poco de heno aquí abajo.
No necesitaba llave porque la puerta estaba abierta, aunque él no lo sabía. La voz se alejó rápidamente escalera abajo y las pisadas se perdieron en el exterior del establo. Dos de los mozos habían salido y, en cuestión de un momento, le descubrirían; no le daba tiempo siquiera a esconderse entre el heno, aunque la estratagema no hubiera sido muy segura en caso de que utilizaran horcas. Si sólo eran tres, ¿por qué no enfrentarse con uno de ellos en lugar de con dos? Edwin empujó rápidamente el tonel contra la puerta y después regresó a la trampa, tirando con fuerza de ella. La levantó con tanta facilidad que poco faltó para que cayera hacia atrás, aunque en seguida recuperó el equilibrio y descendió rápidamente. No podía entretenerse en volver a cerrar la trampa, toda su atención estaba centrada en los peligros de abajo.
¡Eran cuatro, no tres! Dos de ellos se encontraban todavía allí entre los caballos y, aunque uno estaba de espaldas, llenando con una horca uno de los comederos del fondo del establo, el otro, un delgado y vigoroso sujeto de lanudo cabello gris, se hallaba a escasa distancia de la escalera y en aquel momento salía de una de las casillas.
Ya era demasiado tarde para modificar el plan, y Edwin jamás se echaba atrás. Sin pensarlo ni un momento, saltó sobre el mozo. El hombre captó el repentino movimiento y levantó la cabeza en el preciso instante en que Edwin descendía sobre él en medio de una nube de negros faldones, derribándole al suelo y dejándole momentáneamente sin respiración. Tras el primer ataque, el muchacho perdió la inicial ventaja que le hubiera podido reportar el hábito. El otro mozo, que se había vuelto a mirar tras el grito de asombro de su compañero, se desconcertó al ver a un monje benedictino levantándose del suelo con el hábito recogido en una mano mientras extendía la otra hacia la vara que había soltado el agredido. El mozo jamás había visto a un monje comportarse de semejante manera. Se armó de valor y corrió indignado hacia él, pero se detuvo bruscamente al ver que la vara le apuntaba directamente al pecho. Para entonces, el hombre derribado ya estaba levantándose del suelo en el espacio situado entre el fugitivo y la puerta abierta de par en par.
Sólo se podía seguir un camino, y Edwin lo siguió, retrocediendo hacia la casilla que tenía más cerca, sin soltar la vara.
Sólo entonces observó, con la escasa atención que le dejaban libre sus adversarios, la presencia de un caballo a su lado, el que según el mozo estaba tan inquieto y se estaba echando a perder por falta de ejercicio. Una fogosa bestia zaina con las crines y la cola pálidas y una mancha blanca en la frente, piafando excitada en medio de aquella confusión, mientras acercaba el morro al cabello de Edwin y relinchaba en su oído.
El animal se había apartado del comedero para contemplar la pelea, y no estaba atado. Edwin le rodeó el cuello con el brazo y lanzó un grito de jubiloso reconocimiento.
—¡Rufo… oh, Rufo!
Soltó la vara, se agarró a la crines con la mano cerrada en puño y brincó, sentándose a horcajadas sobre la grupa del caballo. ¿Qué importaba que no tuviera ni silla ni brida, si había montado al animal tantas veces que ya ni se acordaba, en los tiempos en que aún gozaba del favor de su propietario? Clavó los talones y apretó las rodillas, instando a su cómplice a emprender la huida.
Los mozos, que estaban dispuestos a enfrentarse con Edwin, una vez comprobada la falsedad de su condición, no lo estaban a interponerse en el camino de Rufo. El caballo salió de su casilla como la flecha de una ballesta y los mozos se apartaron con tanta prisa que el mayor de ellos resbaló cuan largo era en el suelo. Edwin inclinó el cuerpo hacia adelante, sujetándose con los puños a la crin mientras susurraba incoherentes palabras de gratitud y estímulo en las enhiestas orejas. Abandonaron el triángulo de la feria de caballos y Edwin utilizó el talón y la rodilla para desviar al caballo de la ciudad y dirigirlo hacia la barbacana.
Los dos que habían subido por la escalera posterior y tuvieron dificultades para abrir la puerta hasta que, al final, descubrieron que estaba inexplicablemente abierta, oyeron el rumor de la precipitada carrera y salieron corriendo para ver qué ocurría.
—¡Dios nos valga! —exclamó Wat, contemplando la escena con los ojos desorbitados—. ¡Es un monje! ¿Por qué tendrá tanta prisa?
En aquel momento, el aire penetró en la cogulla de Edwin y la hizo resbalar sobre sus hombros, dejando al descubierto su enmarañado cabello y los rasgos infantiles de su rostro. Will lanzó un grito y bajó precipitadamente por la escalera.
—¿Habéis visto eso? ¡No hay tonsura y eso no es un monje! Es el chico que busca el alguacil. ¿Quién, si no, se hubiera escondido en nuestro establo?
Pero Edwin ya estaba lejos y en el establo no había ningún caballo capaz de perseguirle y darle alcance. El joven mozo tenía razón: Rufo estaba harto de la falta de ejercicio y ahora sentía un enorme deseo de galopar. Sólo quedaba un obstáculo para la libertad. Edwin recordó demasiado tarde la advertencia de Cadfael de que no tomara el camino de Londres, pues sin duda habría una patrulla en San Gil, en las afueras de la ciudad, vigilando a todos los que pasaban por allí en la esperanza de conseguir atraparle. Lo recordó tan sólo cuando vio en la distancia un grupo de cuatro jinetes desplegados a todo lo ancho del camino y cabalgando sin prisa. Acababa de producirse el relevo de la guardia y los soldados regresaban al castillo.
No habría podido atravesar aquella barrera y el hábito negro no le habría servido para hacerse pasar por monje, dada la velocidad de su carrera. Edwin hizo lo único que podía hacer. Con voz suplicante y apremiantes movimientos de la rodilla, consiguió refrenar al fogoso y disgustado caballo y dio media vuelta, lanzándose nuevamente al galope. A su espalda oyó unos gritos y comprendió que le perseguía una cuadrilla armada, en la certeza de que era un pillastre, aunque los soldados no estuvieran todavía seguros de su identidad.
Fray Marcos, corriendo por el perímetro de la feria de caballos después de misa mayor, recordó la advertencia de que entrara en el henil sin que le vieran para que nadie pudiera jurar después que entró uno y salieron dos. Llegó a las inmediaciones del establo justo a tiempo para oír los gritos y ver a Edwin galopando a lo largo de la barbacana con la cogulla y los faldones ondeando y la cabeza inclinada sobre la crin del caballo. Jamás había visto a Edwin Gurney, pero, aun así, no le cupo la menor duda sobre quién era aquel desesperado. Por desgracia, tampoco le cupo ninguna sobre la inutilidad de su misión. La presa había salido de su escondrijo, aunque todavía no la habían atrapado. Sin embargo, fray Marcos no podía prestarle la menor ayuda.
Will, el intrépido capataz de los mozos, había sacado al mejor caballo del establo y se disponía a perseguir al fugitivo cuando, justo en el momento de montar, vio al zaino regresando en dirección contraria. Espoleó la bestia, tratando de interceptarlo, aunque las posibilidades de conseguirlo no fueran muchas. Le falló el valor de su cabalgadura, que se encabritó y se desvió a un lado ante la presencia del cuello erguido, las orejas enhiestas y los ojos ardientes de Rufo. Uno de los mozos arrojó una vara en su dirección, aunque con cierta desgana, por lo que Rufo se limitó a pegar un brinco lateral sin perder velocidad en su alocada carrera hacia la ciudad.
Will le hubiera seguido sin demasiadas esperanzas de alcanzar aquella dorada cola volando al viento, pero, justo en aquel instante, oyó el clamor de los perseguidores, acercándose por la barbacana, y se alegró de cederles la tarea. Al fin y al cabo, su misión era atrapar a los malhechores y, aparte cualquier otra cosa que hubiera podido hacer, aquel falso monje había robado el caballo de la viuda Bonel, cuya custodia se había encomendado a la abadía. Tenían que denunciar el robo inmediatamente. Will se adelantó hacia los guardias que cabalgaban al galope y les hizo señas de que se detuvieran. Sus tres compañeros se acercaron para dar su versión de lo ocurrido.
Varios viandantes se detuvieron para contemplar aquella prometedora confusión y muchas personas salieron de las casas cercanas para averiguar la causa de semejantes galopes. Durante la pausa que se produjo para intercambiar información, varios niños se aproximaron con curiosidad. Todo ello retrasó el reinicio de la persecución. Las madres bloquearon el camino un minuto largo mientras recogían a sus hijos. Sin embargo, no hubo ningún motivo razonable para que, en el último momento, cuando todos ya se habían lanzado prácticamente al galope, el caballo del capitán de la guardia lanzara un agudo relincho de indignación, se encabritara y a punto estuviera de derribar a su jinete, el cual no esperaba aquel contratiempo y tuvo que pasarse unos cuantos minutos intentando dominar a su ofendido caballo, antes de poder reunir a sus hombres y alejarse al galope en pos del fugitivo.
Fray Marcos, estirando el cuello entre los mirones, observó que los guardias galopaban hacia la ciudad, en la absoluta certeza de que el zaino habría tenido tiempo más que suficiente para perderse de vista. El resto dependería de Edwin Gurney. Marcos cruzó las manos en el interior de sus holgadas mangas, estiró la cogulla hacia adelante para cubrirse el modesto rostro y regresó a la caseta de vigilancia de la abadía, pensando en los extraños acontecimientos que acababa de presenciar. Por el camino, soltó la segunda piedra que había recogido junto al establo. En casa de su tío, le habían puesto a trabajar a los cuatro años para que se ganara el sustento, siguiendo el arado con un saquillo lleno de piedras para asustar a los pájaros que se comían las semillas. Tardó dos años en descubrir que les tenía simpatía a los hambrientos pajarillos y no quería causarles ningún daño; pero, para entonces, ya era un caso irremediable, y no había perdido sus aptitudes.
—¿Y llegaste hasta el puente? —preguntó ansiosamente Cadfael—. ¿Y los vigilantes del puente no le habían visto? ¿Y los hombres del alguacil perdieron su rastro?
—Desapareció como por ensalmo —contestó fray Marcos, rebosante de satisfacción—. No entró en la ciudad, o por lo menos no lo hizo por aquel camino. Si queréis que os dé mi opinión, no creo que se apartara del camino y siguiera alguna de las callejuelas que arrancan del puente, porque allí hubieran podido atraparle. Más bien creo que se ha dirigido al Gaye, hacia la orilla del río donde los árboles frutales pueden ofrecerle un poco de protección. Pero no adivino qué puede haber hecho después. Lo que sí es cierto es que no le han atrapado. Lo buscarán por la ciudad, pero no lo encontrarán —al ver el preocupado rostro de Cadfael, añadió con una sonrisa—: Sabéis que conseguirá demostrar su inocencia. ¿Por qué os inquietáis?
El hecho de que alguien dependiera tan absolutamente del triunfo de la verdad y de la influencia que tenía fray Cadfael en el cielo, ya era de por sí motivo de preocupación; pese a ello, los acontecimientos de aquella mañana no habían conseguido empañar el entusiasmo del joven Marcos, lo cual era también de por sí un motivo de gratitud.
—Ven a comer —dijo Cadfael, esperanzado— y después descansa, pues con la fe que tienes, bien te lo puedes permitir. Estoy seguro de que cuando apuntas deliberadamente con una piedra das en el blanco. Por cierto, ¿cuál es tu objetivo? ¿Un obispado?
—Papa o cardenal —contestó Marcos con aire risueño—. No me conformo con menos.
—Oh, no —exclamó fray Cadfael muy serio—. Más allá de un obispado con tareas pastorales, creo que desaprovecharías tus cualidades.
Durante todo el día los hombres del alguacil buscaron a Edwin Gurney por la ciudad, donde pensaban que habría pedido ayuda tras haber cruzado el puente sin que le identificaran. Al no encontrar ni rastro de él, desplegaron varias patrullas por los principales caminos que arrancaban de la península. Situada en un meandro muy cerrado del Severn, Shrewsbury tenía sólo dos puentes; uno conducía a la abadía y a Londres, era por el que ellos creían que había entrado, y el otro, en dirección a Gales, con toda una serie de caminos que se abrían en abanico hacia el oeste.
Estaban convencidos de que el fugitivo había intentado tomar el camino de Gales, por ser el que más rápidamente le alejaría de su jurisdicción, aunque su futuro en aquellas comarcas sería más bien azaroso. La patrulla que recorría los parajes de la orilla del río sin excesivas esperanzas de encontrarle, se llevó una sorpresa cuando una excitada personita de unos once años cruzó corriendo los campos y casi sin resuello preguntó si era cierto que el hombre a quien buscaban iba disfrazado de monje y montado en un caballo marrón claro, con la crin y la cola de un color amarillo rojizo como el de las prímulas. Sí, ella acababa de verle salir cautelosamente de aquella arboleda y trotar hacia el este como si quisiera cruzar el siguiente recodo del río y rodearlo para alcanzar el camino de Londres, un poco más allá de San Gil. Puesto que, en un principio, el fugitivo tomó aquella dirección y encontró el camino bloqueado en las afueras de la ciudad, la información de la chiquilla parecía razonable. Probablemente, debió de encontrar algún refugio donde esconderse un rato, confiando en que sus perseguidores le buscaran en la dirección contraria, y, ahora que se sentía más seguro, había vuelto a intentarlo. La niña creía que se dirigía al vado de Uffington.
Los soldados le dieron efusivamente las gracias, enviaron un hombre para informar de la noticia e ir en busca de refuerzos, y se dirigieron en seguida hacia el vado. Tras perderles de vista, Alys regresó al camino y el puente. Nadie vigilaba las idas y venidas de una niña de once años.
Más allá del vado de Uffington, los perseguidores vislumbraron por primera vez a su presa, avanzando casi al trote por el angosto camino que conducía a Upton. Tan pronto como se volvió y les vio, el jinete se lanzó al galope; el color y los andares del caballo eran inconfundibles, y los perseguidores se sorprendieron de que el fugitivo todavía llevara el hábito robado, que en aquellos momentos resultaba más un inconveniente que una ventaja, ya que todo el mundo en la campiña debía de estar buscándole.
Era la media tarde y la luz ya empezaba a escasear. La persecución se prolongó durante varias horas. El muchacho parecía conocer todos los atajos y refugios y consiguió desorientarles varias veces, conduciéndoles a lugares inesperados y peligrosos y abandonando a menudo los caminos para adentrarse en los pantanosos prados donde un valeroso soldado cayó a una maloliente ciénaga, o bien siguiendo caminos quebrados por los que parecía imposible avanzar y en los que un caballo tropezó con una piedra y se torció la pata. Atravesó Atcham, Cound y Cressage sin que pudieran alcanzarle, y les despistó varias veces hasta que Rufo cayó agotado en los bosques más allá de Acton, donde en seguida le rodearon, le agarraron por el hábito y la cogulla y lo maniataron, propinándole, a cambio del esfuerzo que les había obligado a hacer, una soberana paliza que él soportó con estoico silencio. Sólo les pidió que el camino de regreso a Shrewsbury lo hicieran despacio, en bien del caballo.
En determinado momento, el muchacho había conseguido confeccionar una brida con el ceñidor de cuerda de su hábito. Los soldados la utilizaron para atarle a la espalda de aquél de ellos que pesaba menos, por temor a que saltara incluso maniatado y huyera a pie por el bosque en penumbra. De este modo, condujeron al prisionero hasta Shrewsbury y al anochecer llegaron a la caseta de vigilancia de la abadía. El caballo robado fue devuelto inmediatamente al establo y, puesto que, de momento, aquél era el único delito de que se podía acusar al joven, su lugar, hasta que se examinaran con más detenimiento sus acciones, sería la prisión del monasterio. Allí se quedaría hasta que la ley decidiera juzgarle como presunto autor de delitos más graves cometidos fuera del recinto de la abadía y, por consiguiente, dentro de la jurisdicción del alguacil.
El prior Roberto, cortésmente informado de que el fugitivo había sido capturado y debería permanecer bajo custodia en la abadía por lo menos aquella noche, se debatía entre la satisfacción de poder librarse finalmente de las repercusiones del asesinato de maese Bonel y entregarse con más tranquilidad a las cuestiones legales, y la molestia de tener que albergar provisionalmente al criminal en sus propios dominios. Sin embargo, puesto que a la mañana siguiente tendría lugar el arresto por asesinato, el incordio no sería muy grande.
—¿Tenéis al muchacho en la caseta de vigilancia? —le preguntó al soldado que se presentó en sus aposentos para comunicarle la noticia.
—Sí, padre. Dos oficiales de la abadía se encuentran con él allí. Si tenéis la bondad de ordenar que lo mantengan bajo custodia hasta mañana, el alguacil se hará cargo de él para resolver la cuestión del delito más grave de que se le acusa. ¿Queréis venir a interrogarlo sobre el asunto del caballo? Si lo consideráis conveniente, podría acusársele de ataque contra vuestros mozos, un delito bastante grave de por sí, aunque no hubiera robado el caballo.
El prior Roberto no era inmune a la curiosidad humana ni se mostraba reacio a echar un vistazo a aquel joven demonio capaz de envenenar a su padrastro y obligar a los hombres del alguacil a perseguirle como locos por medio condado.
—Iré —dijo—. La Iglesia no debe volver la espalda al pecador sino deplorar su pecado.
En el cuarto del portero de la caseta de vigilancia, el muchacho permanecía impasiblemente sentado en un banco frente al fuego de la chimenea, encorvado como si quisiera defenderse del mundo, pero en modo alguno acobardado a pesar de las magulladuras y el cansancio. Los oficiales de la abadía y los soldados del alguacil le acosaban con sus miradas y con sus preguntas intimidadoras, a las que él sólo contestaba cuando quería, y siempre de modo escueto. Varios estaban sucios y manchados de barro a causa de la carrera, otros tenían rasguños y magulladuras por todas partes. Los perspicaces ojos del muchacho les miraban enigmáticamente, e incluso pareció que sus labios reprimían una sonrisa cuando vio al que había caído de cabeza en los prados de los alrededores de Cound. Le quitaron el hábito y lo entregaron al portero. El chico parecía ahora más delgado, tenía cabello claro, piel blanca y ojos color avellana de expresión inocente. El prior Roberto se desconcertó ante su juvenil prestancia; ¡verdaderamente, el demonio podía asumir formas muy bellas!
—¡Tan joven y tan descastado! —dijo en voz alta desde la puerta; no quería que el chico le oyera, pero, a los catorce años, el oído es muy fino—. Bien, muchacho —añadió, acercándose—, conque tú eres el perturbador de nuestra paz. Tienes muchos pecados sobre tu conciencia y me temo que ya es un poco tarde para rezar por la enmienda de tu vida. Pero yo rezaré. Sabes muy bien, porque ya eres lo suficientemente mayor para saberlo, que el asesinato es pecado mortal.
El chico le miró a los ojos y dijo con enérgica compostura:
—Yo no soy un asesino.
—Vamos, hijo mío, ¿de qué sirve negar lo que ya se sabe? Igual podrías decir que no robaste el caballo de nuestros establos esta mañana, cuando cuatro criados nuestros y otras muchas personas te vieron cometer el acto.
—Yo no robé a Rufo —replicó el mozo con firmeza—. Es mío. Era de mi padrastro y soy su heredero porque el acuerdo con la abadía no se ratificó. El testamento en el que me instituyó heredero vale tanto como el oro. ¿Cómo pude robar lo que me pertenece? ¿A quién se lo he robado?
—Desdichado joven —replicó el prior, erizándose ante el atrevimiento de su desafío y, sobre todo, ante la sospecha de que aquel bribón, a pesar de su apurada situación, tuviera la audacia de burlarse—, ¡piensa bien en lo que estás diciendo! Tendrías que arrepentirte ahora que aún estás a tiempo. ¿Es que ignoras que el asesino no puede ser heredero de su víctima?
—He dicho, y vuelvo a repetir, que no soy un asesino. Niego por mi alma ante el altar o donde vos dispongáis, haberle causado jamás el menor daño a mi padrastro. Por consiguiente, Rufo es mío. O, mejor dicho, cuando se verifique el testamento y mi señor dé su consentimiento, tal como prometió hacer, Rufo y Mallilie y todo lo demás será mío. No he cometido ningún delito, y nada de lo que hagáis o digáis me obligará a reconocerlo. Y nada de lo que hagáis —añadió mientras en sus ojos se encendía repentinamente una chispa— me convertirá jamás en culpable.
—Perdéis la buena voluntad, padre prior —gruñó el oficial del alguacil—, es un joven impenitente que acabará en la horca y pronto recibirá el justo castigo que se merece —sin embargo, en presencia de la augusta mirada de Roberto, se abstuvo de propinarle un manotazo al deslenguado rapaz, cosa que gustosamente hubiera hecho en otras circunstancias—. No penséis más en él y dejad que vuestros servidores le encierren en la celda de allí arriba. Quitáoslo de la cabeza, no es digno de que os preocupéis por él. La ley se encargará de arreglarle las cuentas.
—Cuidad de que no le falte comida —dijo Roberto, compadeciéndose de él y recordando que aquel pobre niño se había pasado todo el día escondiéndose a lomos de un caballo— y procurad que su lecho sea duro, pero suficientemente seco y abrigado. Si se arrepiente y pide… Escúchame, hijo mío, y piensa en la salvación de tu alma. ¿Quieres que uno de los monjes venga a hablar y a rezar contigo antes de irte a la cama?
El muchacho le miró con los ojos iluminados por un repentino fulgor que hubiera podido ser de penitente esperanza, pero que más bien fue de perversa malicia, y contestó con fingida humildad:
—Sí, y os agradecería mucho que tuvierais la bondad de mandar llamar a fray Cadfael.
Ya era hora de pensar un poco en su propia situación, después de todo lo que había soportado.
Esperaba que el nombre provocara cierta sorpresa, tal como así fue, pero Roberto había ofrecido un favor y no podía retirado ni imponer la menor condición sobre él. Con gesto de severa dignidad, el prior se dirigió al portero que aguardaba junto a la entrada.
—Pedidle a fray Cadfael que venga aquí en seguida. Podéis decirle que es para dar consejo y guía espiritual a un prisionero.
El portero se retiró. Ya era la hora de recogerse y casi todos los monjes estarían en la sala de calefacción, pero fray Cadfael no estaba allí y tampoco fray Marcos. Finalmente les encontró en la cabaña del huerto, aunque no elaborando misteriosos mejunjes sino sentados con expresión abatida y hablando en voz baja. La noticia de la captura aún no se había divulgado públicamente; al llegar el nuevo día, correría de boca en boca en cuestión de minutos. Todo el mundo sabía cómo habían pasado la jornada los hombres del alguacil, pero lo que no sabían era con qué resultado la habían culminado.
—Fray Cadfael, piden que vayáis a la caseta de vigilancia —anunció el portero, asomando la cabeza por la puerta. Al ver que Cadfael le miraba sorprendido, añadió—: Hay un joven que os necesita como consejero espiritual, aunque, si queréis que os diga la verdad, me parece que domina muy bien su espíritu, y así se lo ha hecho saber con toda claridad al prior Roberto. Una compañía de soldados del alguacil llegó hacia finales de completas con un prisionero. Sí, al final han conseguido atrapar al joven Gurney.
Conque así había terminado todo, después de los esfuerzos y las plegarias de fray Marcos y después de tanta fe y tantas inútiles reflexiones y averiguaciones por su parte. Cadfael se levantó presuroso.
—Iré a verle. Iré a verle con todo mi corazón. Ahora tenemos toda la batalla en nuestras manos y disponemos de muy poco tiempo. ¡Pobre criatura! Pero ¿por qué no le han llevado directamente a la ciudad? —preguntó, alegrándose, no obstante, de poder verle por sí mismo, confinado dentro de los muros de la abadía, y de que se le ofreciera por lo menos aquella extraña ocasión de mantener un breve encuentro con él.
—Pues porque la única acusación que le pueden hacer y nadie puede discutir, es el robo del caballo con el que huyó esta mañana. Lo teníamos a nuestro cargo dentro de las murallas del monasterio y el tribunal de la abadía está facultado para dictar sentencia. Por la mañana, vendrán a buscarle por el asunto del asesinato.
Fray Marcos les siguió hasta la caseta de vigilancia, profundamente inquieto y abatido, y sin poder hallar ninguna palabra de esperanza. Sentía en lo más hondo de su corazón que aquello era un pecado, un pecado de desesperanza, no de desesperanza por sí mismo sino por la verdad, la justicia y el derecho, y por el futuro de toda la desdichada humanidad. Nadie le había invitado a estar presente, pero él entró de todos modos, entregado por entero a una causa de la que, en realidad, sabía muy poco. Conocía tan sólo la juventud del protagonista y la absoluta confianza que le tenía Cadfael, y eso era suficiente.
Cadfael entró en el cuarto del portero con el corazón desolado, pero no desesperado; eso hubiera sido un lujo que no se podía permitir. Todos se volvieron a mirarle en medio de un silencio sepulcral. Roberto había abandonado sus bienintencionadas pero condescendientes exhortaciones y los hombres del alguacil habían desistido de intentar sacarle al cautivo alguna confesión, aunque se alegraban de que estuviera a buen recaudo y ellos pudieran irse tranquilamente a dormir al castillo. Un círculo de hombres bien protegidos y abrigados rodeaba a un delgado mozuelo vestido con rústicas prendas confeccionadas en casa, con la cabeza al aire y sin capa con que cubrirse en la gélida noche. Sentado en un banco adosado a la pared, el chico parecía dispuesto a enfrentarse a lo que fuera y, con su rostro agradablemente arrebolado por el fuego de la chimenea, les miraba a todos con una increíble expresión casi de complacencia. Sus claros ojos verdosos se clavaron en los de Cadfael. Su cabello era color roble seco. Era delgado, pero muy alto para su edad. Estaba cansado, soñoliento, sucio y magullado, pero a pesar de los ojos cansados y el solemne rostro, se reía por dentro.
Fray Cadfael le miró largo rato y comprendió muchas cosas, las suficientes como para no preocuparse demasiado por las que aún no podía comprender. Contempló detenidamente el círculo y, al final, sus ojos se posaron en el prior Roberto.
—Padre prior, os agradezco que me hayáis mandado llamar y acepto el deber que se me ha impuesto de hacer todo lo posible por el prisionero. Pero debo deciros que estos caballeros están en un error. No pongo en duda sus afirmaciones sobre la captura de este chico, pero les aconsejo que averigüen cómo y dónde transcurrió las horas matinales durante las cuales se dice que huyó del establo de la abadía con un caballo perteneciente a la señora Bonel. Señores —añadió Cadfael, dirigiéndose a los perplejos componentes de la cuadrilla armada del alguacil—, ése a quien habéis capturado no es Edwin Gurney sino su sobrino Edwy Bellecote.