V

hora era urgentemente necesario encontrar al asesino ya que, de lo contrario, el chico no podría abandonar su escondrijo ni recomponer su desgarrada vida. Para ello, se tendría que seguir con todo detalle el camino del malhadado plato de perdiz desde la cocina del abad al vientre de Gervasio Bonel. ¿Quién lo tocó? ¿Quién pudo envenenarlo? Puesto que el prior Roberto, encumbradamente instalado en los aposentos del abad, había comido, apreciado y digerido la otra parte del plato sin sufrir el menor daño, estaba claro que se lo habían servido de buena fe y en buenas condiciones. Y él, sin ninguna suerte de manipulación, lo había entregado previamente a su cocinero en las mismas condiciones.

Antes de misa mayor, Cadfael se dirigió a la cocina del abad.

Era una de las pocas personas de la abadía que no le temía al hermano Pedro. Los fanáticos son siempre temibles y el hermano Pedro era un fanático, aunque no de su religión o su vocación, que ésas las daba por descontadas, sino de su arte. El fuego de su ardor le quemaba los ojos y el cabello negro y se los teñía de rojo. Su sangre norteña ardía como sus calderas. Su bárbaro temperamento fronterizo era tan ardiente como su horno. Y, con la misma vehemencia con que amaba al abad Heriberto, detestaba al prior Roberto.

Al entrar, Cadfael lo sorprendió supervisando su campo de batalla de aquel día y ordenando su ejército de cacerolas, pucheros, espetones y platos, con menos satisfacción de la que habitualmente le hubiera deparado aquella tarea dado que sería Roberto y no Heriberto el que finalmente gozaría del fruto de sus esfuerzos. Pese a ello, no podía menos que hacerlo todo a la perfección.

—¿Aquella perdiz? —dijo Pedro con cara de pocos amigos, interrogado sobre los acontecimientos del fatídico día—. El ave más exquisita que vi en mi vida, aunque no la más grande, sino la mejor alimentada y la más gorda. Si la hubiera aderezado para mi abad, hubiera hecho una obra de arte. Sí, viene el prior y me pide que aparte una ración, sólo para una persona, ¿eh?, y que se la envíe al huésped de la casa del estanque con sus mejores deseos. Y eso hice. Puse la ración más grande en uno de los platos del abad Heriberto. ¡Mis platos, dice Roberto! ¿Que si alguien más lo tocó? Os digo, Cadfael, que esos dos que tengo aquí me conocen muy bien y hacen lo que les mando y nada más. ¿Roberto? Vino para dar las órdenes y aspirar el aroma de mi cacerola, pero entonces todo estaba en la misma cacerola, la ración para maese Bonel la aparté cuando él se marchó de la cocina. No, tenedlo por seguro, nadie más que yo tocó el plato hasta que salió de aquí, y ya era casi la hora de comer cuando el criado… Aelfrico se llama, ¿verdad?… vino con la bandeja.

—¿Qué te parece ese Aelfrico? —preguntó Cadfael—. ¿Lo ves a diario?

—Un tipo muy arisco, o por lo menos muy taciturno —contestó Pedro sin la menor animosidad—, pero muy puntual, ordenado y cuidadoso.

Eso había dicho Riquilda, tal vez incluso demasiado, y con toda la intención de ofender a su amo.

—Aquel día le vi cruzar el patio con su bandeja. Los platos estaban tapados, él no tiene más que dos manos y no se detuvo a este lado de la caseta de vigilancia, pues le vi salir.

Sin embargo, una vez cruzada la caseta, había un banco en una hornacina de la muralla donde hubiera podido posar la bandeja un momento con la excusa de equilibrarla mejor. Aelfrico conocía el camino de la cabaña del huerto, había visto entregar el aceite y estaba amargado por dos razones. Un joven de posibilidades infinitas porque nunca revelaba nada sobre sí mismo.

—Bien, entonces seguro que aquí nadie añadió nada al plato.

—Nada más que el mejor vino y las mejores especias. Si se hubiera envenenado la otra ración de perdiz —añadió Pedro—, podríais mirarme con recelo y tendríais razón. Pero, si alguna vez llegara al extremo de prepararle a ése un estofado de acónito, tened por seguro que no me equivocaría de escudilla.

No había ninguna razón, pensó Cadfael mientras cruzaba el patio para asistir a misa, para tomarse demasiado en serio las palabras del hermano Pedro. A pesar de su fiereza, era un hombre de palabras más que de hechos. ¿O acaso convendría tener en cuenta la posibilidad? La eventualidad de que el plato destinado a Roberto hubiera sido erróneamente enviado a Bonel no había pasado por la cabeza de Cadfael hasta aquel momento, aunque justo era reconocer que el propio Pedro le había apuntado la idea, apresurándose a rechazarla como absurda. ¿Con excesiva prisa? Más de una vez habían surgido odios asesinos entre aquéllos que hubieran tenido que convivir en santa fraternidad, y sin duda seguirían surgiendo. Quizás el hermano Pedro había apuntado una sospecha que él mismo quiso apagar. No era muy probable que fuera el asesino, pero tampoco se podía descartar.

En las semanas que precedían a los principales festejos del año siempre se observaba un aumento de la asistencia a misa porque, en tales fechas, quienes durante el resto del año se tomaban a la ligera sus deberes espirituales, sentían la necesidad de tranquilizar sus conciencias. Aquella mañana había en la iglesia un considerable número de personas, entre las cuales Cadfael no se sorprendió de descubrir la blanca cofia y la rubia melena de la joven Aldith. Cuando terminó la celebración, observó que la muchacha no salía por la puerta oeste, como todo el mundo, sino por la del sur que daba al claustro y al gran patio. Allí, la doncella se arrebujó en su capa y se sentó en un banco de piedra adosado a la pared del refectorio.

Cadfael la siguió, la saludó muy serio y le preguntó por su ama. La muchacha levantó un rostro bello y sereno, cuyas delicadas facciones parecían contradecir la oscura intensidad de sus ojos. Era, pensó Cadfael, tan misteriosa en su comportamiento como Aelfrico, y lo que ella no revelara sobre sí misma sería muy difícil de descubrir sin ayuda.

—Bastante bien en el cuerpo —contestó Aldith con aire pensativo—, pero muy afligida en el espíritu. Por Edwin, naturalmente. No hay noticias de que lo hayan apresado, y estoy segura de que si lo hubieran descubierto ya lo sabríamos. Eso es un consuelo. Pobre señora mía, necesita que la consuelen.

Cadfael hubiera podido tranquilizarla por medio de aquella mensajera, pero no lo hizo. Puesto que Riquilda sólo quería hablar con él, tenía que respetar su deseo. En una situación tan delicada, en la que sólo parecía correr peligro un puñado de personas relacionadas con la misma casa, ¿cómo podía Riquilda estar segura de su joven pariente, de su hijastro o de su criado? Y él, por su parte, ¿podía estar seguro de Riquilda? Las madres son capaces de hacer cosas terribles para defender los derechos de sus hijos. Gervasio Bonel había hecho un trato con ella, pero después lo incumplió.

—Si me lo permites, me sentaré un rato contigo. No tienes prisa por volver, ¿verdad?

—Aelfrico vendrá muy pronto por la comida —contestó Aldith—. Estoy esperándole para ayudar a llevarlo todo. Hoy también tiene que recoger la cerveza y el pan —mientras Cadfael se sentaba a su lado, añadió—: Es terrible para él tener que hacer el mismo servicio cada día, después de lo que pasó ayer. Pensar que la gente le mira de reojo con recelo. Incluso vos, hermano, ¿no es cierto?

—Es inevitable —contestó Cadfael con toda sinceridad— hasta que averigüemos la verdad. El oficial del alguacil cree haberla averiguado. ¿Tú estás de acuerdo con él?

—¡No! —contestó la joven en tono levemente despectivo al tiempo que esbozaba una sonrisa—. Los que usan veneno no son los chicos ruidosos y alocados que dan a conocer a todo el mundo sus agravios, sus berrinches y sus alegrías. Pero ¿de qué me sirve decíroslo, deciros que lo creo o no lo creo, si estoy metida en el mismo apuro? ¡Sé que lo estoy! Cuando Aelfrico entró en la cocina con la bandeja y me habló del obsequio del prior, fui yo quien colocó el plato sobre la rejilla del brasero mientras Aelfrico llevaba el plato grande al comedor. Después, le seguí con las bandejas y la jarra de cerveza. Ellos tres estaban sentados a la mesa sin saber nada de la perdiz hasta que yo lo comenté… creyendo complacer a mi amo. La atmósfera era allí tan fría que apenas se podía respirar. Creo que fui quien primero regresó a la cocina, me senté junto al brasero para comer y removí la escudilla cuando empezó a calentarse. La removí más de una vez, y después la aparté del fuego. ¿De qué me sirve decir que no añadí nada? Es lo que yo o cualquier otra persona diría si se encontrara en mi situación, pero eso no significa nada hasta que se descubra una prueba en un sentido o en otro.

—Eres muy sensata y juiciosa —dijo Cadfael—. Y dices que Meurig entró en el momento en que regresabas a la cocina. O sea que no estuvo solo con la escudilla… aunque hubiera sabido lo que era y para quién estaba destinada.

La muchacha arqueó las cejas oscuras bajo la pálida frente y el dorado cabello rubio.

—La puerta estaba abierta de par en par, eso lo recuerdo muy bien, y Meurig se estaba sacudiendo la tierra de los zapatos antes de entrar. Pero ¿qué motivo hubiera podido tener Meurig para desear la muerte de su padre? Aunque no era muy generoso con él, le era más útil vivo que muerto. No tenía ninguna esperanza de heredar nada, y lo sabía, pero podía perder una modesta asignación.

Muy cierto. Ni siquiera la Iglesia se hubiera atrevido a defender el derecho de un bastardo a la herencia, y el poder civil se lo hubiera negado incluso en caso de que los padres se casaran después de su nacimiento. Las criadas solían encontrarse a menudo en semejante situación. No, era imposible que Meurig hubiera tenido parte en aquel asesinato. En cambio, Edwin podía recuperar una mansión, y Riquilda, el futuro de su adorado hijo. ¿Y Aelfrico?

La joven levantó la cabeza y miró hacia la caseta de vigilancia, por donde acababa de aparecer Aelfrico con la bandeja de madera de alto reborde bajo el brazo y una bolsa para las hogazas de pan, colgada del hombro. Aldith se alisó la capa y se levantó.

—Dime una cosa —preguntó Cadfael en voz baja—, ahora que ha muerto maese Bonel, ¿a quién pertenece Aelfrico? ¿A la mansión, a la abadía o a otro señor? ¿O acaso fue excluido del acuerdo, y se le asignó de por vida al servicio de maese Bonel?

—Fue excluido —contestó la muchacha, mirándole con gesto adusto, a punto de alejarse para ir al encuentro de Aelfrico—. Asignado al servicio de mi señor como siervo de la gleba.

—Entonces, sea cual fuere el destino de la mansión, él se irá con la persona que herede los efectos personales… la viuda o el hijo, eso si el hijo se libra de la acusación de asesinato. Tú que conoces bien a la señora Bonel, Aldith, ¿no crees que gustosamente le concedería la libertad a Aelfrico? ¿Y que el hijo haría otro tanto?

Lo único que le ofreció la joven a modo de respuesta fue un breve y deslumbrador destello de sus inteligentes ojos negros y un súbito movimiento de los párpados y de las largas pestañas oscuras. Después, Aldith fue al encuentro de Aelfrico para acompañarle a los aposentos del abad. Caminaba con paso ligero y le saludó con cortés indiferencia. Aelfrico se situó silenciosamente a su lado y no permitió que ella tomara la bolsa que llevaba colgada del hombro. Cadfael permaneció sentado un momento, observándolos perplejo hasta que la perplejidad se transformó en leve asombro. Cuando se levantó para lavarse las manos antes de ir a comer al refectorio, el asombro ya se había convertido en convicción y replanteamiento.

Era la media tarde y Cadfael estaba en el henil del establo del abad, eliminando de las bandejas de peras y manzanas las piezas podridas para que no contagiaran a sus vecinas, cuando fray Marcos le llamó a gritos desde abajo.

—Ha vuelto el hombre del alguacil —anunció Marcos cuando Cadfael asomó en lo alto de la escalera— y pregunta por vos. Aún no han apresado al sospechoso…, aunque no sé si eso es una novedad para vos.

—No es una buena noticia que quiera hablar conmigo —reconoció Cadfael, bajando por la escalera con tanta agilidad como un mozalbete—. ¿Qué es lo que quiere? O por lo menos ¿con qué ánimo viene?

—No creo que suponga ninguna amenaza para vos —contestó Marcos con expresión pensativa—. Está molesto porque aún no le ha echado el guante el chico, naturalmente, pero creo que le preocupan pequeños detalles como el nivel del aceite de friegas que guardáis en la cabaña. Me preguntó si me parecía que faltaba algo, pero soy muy distraído y no me fijo en nada, tal como sabéis muy bien. Cree que vos lo sabréis con toda precisión.

—En tal caso, es un necio. Para matar basta con uno o dos sorbos de esta sustancia, y en un recipiente tan ancho que no se puede abarcar con los dedos de ambas manos y tan alto como una banqueta, ¿quién puede saber si alguien ha sustraído una cantidad diez veces superior? De todos modos, vamos a ver qué se propone ahora y hasta qué extremo piensa que ya lo ha descubierto todo.

En la cabaña del huerto, el representante del alguacil estaba metiendo la poblada barba y la aguileña nariz en todos los sacos, jarras y tarros de Cadfael con cautelosa curiosidad. Si esta vez llevaba escolta, debió de dejarla en el gran patio o en la caseta de vigilancia.

—Es posible que aún podáis ayudarnos, hermano —dijo, al ver entrar a Cadfael—. Nos interesaría saber de qué recipiente de aceite se tomó el veneno, pero el joven monje no supo indicarnos si aquí falta algo. ¿Podríais ser vos más explícito?

—A este respecto, no —contestó Cadfael—. La cantidad necesaria es muy pequeña y mis provisiones son muy grandes, como veis. Nadie podría saber con certeza si falta algo. Pero una cosa sí os puedo decir. Ayer examiné el cuello y el tapón de esta botella y no había la menor huella de aceite en el borde. Dudo que un ladrón con prisas se molestara en limpiarlo antes de taparla, tal como yo hago siempre.

El oficial asintió, casi satisfecho.

—Entonces es más probable que lo robaran de la enfermería. Aquel frasco es mucho más pequeño que éste, pero estuve allí y nadie se atrevió a aventurar una opinión. Los viejos utilizan mucho este aceite, y ¿quién puede saber si alguien lo usó una vez más sin motivo?

—Me temo que no habéis hecho muchos progresos —dijo fray Cadfael.

—Aún no hemos apresado a nuestro hombre. Nadie sabe dónde permanece oculto Edwin Gurney. Por la carpintería de Bellecote no ha aparecido y el caballo del carpintero se encuentra en su establo. Apuesto a que el chico todavía está en la ciudad. Estamos vigilando la carpintería y las puertas de la ciudad y no perdemos de vista la casa de su madre. Le apresaremos, es sólo cuestión de tiempo.

Cadfael se sentó en el banco, con las manos extendidas sobre las rodillas.

—Estáis muy seguro de que es él. Sin embargo, por lo menos hay otras cuatro personas que estaban en la casa, y varias más que, por una u otra razón, conocen las aplicaciones y efectos de este preparado. Sí, sé que hay muchas razones para inculpar al chico. Yo podría acusar a una o dos personas más, pero no lo haré. Prefiero considerar los factores capaces de aportar no sospechas, sino pruebas, y no contra una determinada presa sino contra la persona, quienquiera que sea, hacia la que apuntan los hechos. El período de tiempo que nos interesa es muy breve, media hora todo lo más. Yo mismo vi al criado salir de la cocina del abad con los platos y cruzar la caseta de vigilancia. A menos que sospechemos de quienes sirven en la cocina del abad, el plato era todavía inocuo cuando abandonó el recinto de la abadía. No creo —añadió Cadfael en voz baja— que debáis descartar a ninguno de nosotros, yo incluido, por el simple hecho de vestir un hábito.

El oficial se mostró indulgente, pero no impresionado.

—¿A qué factores y a qué hechos os referís, hermano?

—Ya os lo mencioné ayer y, si os tomáis la molestia de aspirar el olor de la botella y verteros una gota en la manga, os daréis cuenta de que eso no puede pasar inadvertido al olfato ni a la vista. El olor no se elimina fácilmente, y cuesta mucho quitar la mancha grasienta de la ropa. No es sólo el acónito el que despide un olor tan penetrante sino también la mostaza y las restantes hierbas. Cuando apreséis a alguien, buscad en su ropa estas señales. No digo que el hecho de que no las haya sea una prueba de inocencia, pero sí debilita la evidencia de la culpa.

—Sois muy curioso, hermano, pero no convincente —dijo el oficial.

—Pues tened en cuenta lo que ahora os diré. Quienquiera que utilizó el veneno, debió de tener mucha prisa por librarse cuanto antes de la botella ya que, de lo contrario, hubiera tenido que llevarla encima y correr el riesgo de que alguien se la descubriera. Vos llevaréis la investigación como creáis oportuno, pero yo, en vuestro lugar, buscaría con mucho detenimiento un frasquito en las inmediaciones de aquella casa porque, cuando lo encontréis, el lugar del hallazgo os revelará muchas cosas sobre la persona que pudo arrojarlo allí. No tendréis la menor duda de que se trata del frasquito que buscáis —añadió Cadfael sin vacilar.

A Cadfael no le hizo la menor gracia la expresión de indulgente complacencia que asomó al curtido rostro del oficial, como si éste ya disfrutara de antemano de una revelación que echaría por tierra todos sus argumentos en cuanto decidiera divulgarla. Reconocía no haber capturado a su hombre, pero no cabía duda de que en su insensible pecho ocultaba alguna satisfacción secreta.

—¿Acaso ya lo habéis encontrado? —preguntó cautelosamente Cadfael.

—No lo he encontrado, no, pero tampoco lo he buscado mucho. Aun así, sé dónde está. Es inútil que lo busque ahora y, además, no es necesario —dijo el oficial, sonriendo de oreja a oreja.

—Quiero haceros una objeción —dijo Cadfael con firmeza—. Si no lo habéis encontrado, no podéis saber dónde está sino sólo suponerlo, lo cual es muy distinto.

—Es casi lo mismo —replicó el oficial, alegrándose de su ventaja—. Porque vuestro frasquito se fue flotando Severn abajo y es muy posible que nunca volvamos a verlo, pero sabemos que fue arrojado allí y quién lo arrojó. No hemos permanecido ociosos desde que ayer nos fuimos de aquí, os lo aseguro, y hemos hecho algo más que perseguir a un zorrezno, cuyo rastro hemos perdido momentáneamente. Interrogamos a todas las personas que hemos podido encontrar y que ayer estaban en los alrededores del puente y la barbacana a la hora de comer y vieron al criado de Bonel corriendo tras el chico. Hemos encontrado a un carretero que cruzaba el puente justo en aquel momento. La persecución era tan fuerte que apartó el carro, pensando que el perseguidor pretendía atrapar a un ladrón. Cuando el chico pasó corriendo por su lado, vio que el perseguidor abandonaba la carrera sin cruzar el puente porque ya no tenía ninguna posibilidad de alcanzar al fugitivo. Se encogió de hombros y dio media vuelta. Cuando el carretero se volvió a mirar al otro, le vio interrumpir brevemente su carrera y arrojar al agua un pequeño objeto desde el pretil del puente. Era el joven Gurney quien necesitaba desprenderse urgentemente de algo tras haber vertido su contenido en la escudilla destinada a su padrastro, removerla un par de veces con la cuchara y alejarse corriendo con el frasco en la mano. ¿Qué decís a eso, amigo mío?

¿Qué decir, en efecto? El sobresalto fue muy fuerte porque Edwin no había dicho ni una sola palabra sobre aquel incidente. Por un momento, Cadfael consideró la posibilidad de haber sido engañado por un pequeño y astuto hipócrita. Sin embargo, la astucia era lo que menos hubiera podido descubrir en aquel arrogante y belicoso rostro. Procuró recuperarse rápidamente sin traicionar su inquietud.

—Sólo digo que «un pequeño objeto» no es necesariamente un frasco. ¿Preguntasteis al carretero si podía ser eso o alguna otra cosa?

—Se lo pregunté, pero no supo responder con precisión, sólo que era lo bastante pequeño como para caber en el puño de la mano y que reflejó la luz cuando el chico lo arrojó al agua. No vio ni la forma ni el color.

—Vuestro testigo ha sido muy honrado. Decidme ahora un par de cosas más sobre su declaración. ¿Exactamente en qué lugar del puente se encontraba el muchacho cuando arrojó el objeto? Y, ¿vio también el criado cómo lo arrojaba?

—El hombre dice que el mozo que lo perseguía ya había dado media vuelta cuando el otro arrojó el objeto. Puede que el criado no lo viera. En cuanto al lugar donde se encontraba el chico en aquel momento, dijo que hacia la mitad del puente levadizo.

Eso significaba que Edwin había arrojado el objeto en cuanto estuvo seguro de que se encontraba sobre el río, lejos de la orilla, pues sólo la parte exterior del puente se podía levantar. Aun así, tal vez con las prisas cometió un error de cálculo. La maleza y la pendiente se extendían bajo los estribos hasta buena parte del primer ojo. Aún cabía la posibilidad de recuperar el objeto arrojado, en caso de que no hubiera llegado al agua. Al parecer, Aelfrico no había ocultado aquel detalle porque no lo había visto.

—Bien —dijo Cadfael—, por lo que me habéis dicho, el muchacho pasó corriendo por delante del carro, cuyo propietario le estaba mirando, cosa que sin duda también debieron de hacer otras personas que se encontraban por allí en aquel momento, y, sin embargo, se libró de lo que sostenía en la mano sin el menor disimulo. No es muy probable, a mi modo de ver, que un asesino actuara de tal guisa. ¿Qué decís vos?

El oficial se acercó la mano al cinto y soltó una carcajada.

—Digo que sois el mejor abogado del diablo que he visto en mi vida. Pero los mozalbetes asustados que han cometido una acción desesperada no se detienen a pensar. Si no fue un frasquito lo que arrojó al Severn, decidme, hermano, qué fue.

Después, el oficial salió al frío aire del anochecer y dejó a Cadfael reflexionando sobre la pregunta.

Fray Marcos, que había permanecido todo el rato discretamente en un rincón, pero con los ojos y los oídos bien abiertos para captar todas las miradas y palabras, observó un respetuoso silencio hasta que, al final, Cadfael se movió y se golpeó las rodillas con los puños cerrados. Entonces dijo, evitando cuidadosamente hacer preguntas:

—Aún nos queda aproximadamente una hora de luz diurna antes de vísperas. Si os parece, podríamos echar un vistazo bajo el puente.

Fray Cadfael, que casi había olvidado la presencia del joven, se volvió a mirarle con simpatía.

—¡Pues, claro! Tus ojos son más jóvenes que los míos. Cuanto menos, podremos recorrer el terreno. Sí, vamos allá. Para bien o para mal, lo intentaremos.

Fray Marcos siguió ansiosamente a su maestro a través del patio, la caseta de vigilancia y el camino que conducía al puente y la ciudad. A su izquierda el estanque del molino brillaba con reflejos plomizos y la casa del otro lado sólo mostraba un muro cerrado. Fray Marcos la miró con curiosidad al pasar. Jamás había visto a la señora Bonel e ignoraba los antiguos vínculos que la unían a Cadfael, pero sabía cuándo su amigo y mentor estaba especialmente interesado en ayudar a alguien, y, después de la Iglesia, toda su lealtad y su entrega pertenecían a Cadfael. Estaba tratando de sacar deducciones de todo lo que había oído en la cabaña. Al apartarse hacia la derecha para bajar por el sendero que conducía a la orilla del río y los vergeles que se extendían a lo largo de los exuberantes prados del Severn, el joven preguntó con aire pensativo:

—Supongo, hermano, que lo que buscamos debe de ser muy pequeño y capaz de reflejar la luz, aunque convendría que no fuera un frasco, ¿verdad?

—Debes suponer —contestó Cadfael, suspirando— que, tanto si lo es como si no, tenemos que procurar encontrarlo. Aunque yo preferiría que encontráramos otra cosa, algo tan inocente como el día.

Bajo los estribos del puente donde no merecía la pena desbrozar el terreno para dedicarlo al cultivo, la maleza era muy densa y la hierba bajaba gradualmente casi hasta el agua. Buscaron en la orilla, donde una película de hielo la prolongaba un poco, hasta que les faltó la luz cuando ya era casi la hora de vísperas, pero no encontraron ningún objeto pequeño, relativamente pesado, y capaz de reflejar un destello de luz al volar por el aire, nada que pudiera ser el misterioso objeto arrojado por Edwin en su huida.

Cadfael salió subrepticiamente después de la cena, saltándose las lecturas en la sala capitular. Tomó un trozo de hogaza, un pedazo de queso y una jarra de cerveza ligera para su protegido y se encaminó discretamente al henil del establo de la abadía en el recinto de la feria de caballos. La noche estaba despejada, pero oscura porque aún no había salido la luna.

Por la mañana, la tierra aparecería cubierta por un manto de plata y la orilla del Severn se habría prolongado un poco más, gracias a una nueva franja de hielo.

Su llamada a la puerta al llegar a lo alto de la escalera sólo obtuvo por respuesta un profundo silencio, cosa que él aprobó. Abrió la puerta, entró y la cerró sigilosamente a su espalda. No se veía nada en la oscuridad, pero el cálido perfume del limpio heno pareció vibrar levemente, y un susurro igualmente leve le indicó el lugar donde el chico había emergido de su nido para saludarle. Se adelantó hacia el rumor y dijo: —Tranquilízate, soy Cadfael.

—Lo sabía —contestó Edwin en voz baja—. Sabía que vendríais.

—¿Ha sido un día muy largo?

—Me he pasado casi todo el rato durmiendo.

—¡Me gustan los chicos valientes! ¿Dónde estás…? ¡Ah! —ambos se movieron juntos, formando con sus cuerpos un calor más intenso. Cadfael rozó una manga y encontró una mano—. Ahora sentémonos a hablar rápidamente, el tiempo apremia. Aun así, es mejor que estemos cómodos. Aquí tienes comida y cerveza.

Unas jóvenes manos invisibles las tomaron ávidamente. Ambos avanzaron a tiendas y se sentaron en el heno, el uno al lado del otro.

—¿Hay alguna noticia esperanzadora para mí? —preguntó ansiosamente Edwin.

—Todavía no. Lo que tengo para ti, jovencito, es una pregunta. ¿Por qué te dejaste la mitad de la historia?

Edwin se incorporó bruscamente, a medio morder un trozo de pan.

—¡No me dejé nada! Os dije la verdad. ¿Por qué iba a ocultaros algo después de haber pedido vuestra ayuda?

—Eso digo yo, ¡por qué! Sin embargo, los hombres del alguacil han hablado con cierto carretero que cruzaba el puente desde Shrewsbury cuando tú saliste huyendo de casa de tu madre, y éste ha declarado que te vio arrojar algo al río desde el parapeto del puente. ¿Es eso cierto?

—¡Sí! —contestó el chico con una curiosa mezcla de perplejidad, turbación e inquietud.

Cadfael tuvo la impresión de que se había ruborizado en la oscuridad, aunque no por la vergüenza de no haber mencionado el incidente sino más bien por la angustia de que se hubiera descubierto accidentalmente un secreto personal.

—¿Por qué no me lo dijiste ayer? De haberlo sabido, hubiera tenido más posibilidades de ayudarte.

—No sé por qué —el muchacho parecía un poco enfurruñado, como si le hubieran herido en su dignidad, pero vacilaba, sin saber qué hacer—. Pensé que no tenía nada que ver con lo ocurrido… y quise olvidarlo. Pero, si es importante, os lo diré ahora. No es nada malo.

—Es muy importante, aunque no lo supieras cuando lo arrojaste —dijo Cadfael, pensando que sería mejor explicarle el motivo y hacerle comprender que él, por lo menos, no dudaba de su inocencia—, porque lo que arrojaste desde el pretil del puente, hijo mío, es lo que el oficial del alguacil considera el frasco del veneno, vaciado antes de que huyeras de la casa y arrojado al río. Por consiguiente, será mejor que me digas lo que era e intentaré convencer a los representantes de la ley de que siguen un rastro equivocado, tanto con respecto a eso como a todo lo demás.

El muchacho permaneció inmóvil aunque no se sorprendió de aquel nuevo golpe, uno más en la tanda de azotes que le había dejado molido. Era extremadamente listo y en seguida comprendió las consecuencias, tanto para sí mismo como para fray Cadfael.

—¿Y vos no necesitáis primero que os convenza?

—No. Al enterarme me sobresalté un poco, pero ya no. ¡Cuéntamelo todo!

—¡Yo no lo sabía! ¿Cómo podía saber lo que iba a ocurrir? —Edwin respiró hondo y se libró en parte de la tensión del brazo y el hombro confiadamente apoyados en Cadfael—. Nadie más lo sabía, no se lo había comentado a Meurig y ni siquiera se lo había enseñado a mi madre… porque no tuve ocasión. Sabéis que estoy aprendiendo a labrar madera y metales preciosos, y quería demostrar que sé hacer bien las cosas. Hice un regalo para mi padrastro. No porque le tuviera cariño —se apresuró a añadir—. ¡No le tenía ninguno! Pero mi madre estaba disgustada por nuestra pelea y él se mostraba irritado con ella por este motivo…, cosa que antes no ocurría jamás porque la quería mucho, lo sé. Por eso quise ofrecerle un regalo, para hacer las paces… y demostrarle que podría ser un buen artesano y ganarme la vida sin su ayuda. Él tenía una reliquia que valoraba mucho, comprada en Walsingham cuando estuvo allí como peregrino hace mucho tiempo. Decían que era un fragmento del manto de Nuestra Señora, de la parte del dobladillo, pero no lo creo. Él sí lo creía. Es un trozo de tela azul largo como mi dedo meñique, con un hilo de oro en el borde, y está envuelto en un trozo de lienzo dorado. Pagó mucho por él, lo sé. Quise hacerle un pequeño relicario del mismo tamaño. Una cajita con una pequeña bisagra. Se la hice con madera de peral, la pulí e incrusté en la tapa una imagen de Nueva Señora en nácar y plata con el manto en lapislázuli. Creo que me salió bastante bien.

El ligero dolor de su voz conmovió el tranquilizado corazón de Cadfael. El chico tenía derecho a sufrir por la destrucción de un trabajo que amaba.

—¿Lo llevabas para regalárselo ayer? —preguntó Cadfael.

—Sí —contestó lacónicamente Edwin.

Cadfael recordó el recibimiento que le habían dispensado, según Riquilda, cuando, venciendo sus reticencias, tuvo el valor de sentarse a la mesa, llevando consigo el regalo.

—Y lo sostenías en la mano cuando él te obligó a huir de la casa debido a su perfidia. Ya lo imagino.

—Dijo que había venido arrastrándome para pedirle la mansión… —a Edwin se le quebró la voz a causa de la amargura y el resentimiento—, se burló, dijo que si me arrodillaba delante de él… ¿Cómo podía ofrecerle un regalo después de todo eso? Lo hubiera tomado como una confirmación de sus palabras… ¡Y yo no pude soportarlo! Era un simple regalo y no esperaba recibir nada a cambio.

—Yo hubiera hecho lo mismo, muchacho, me lo hubiera guardado en la mano y me hubiera ido sin una palabra más.

—Pero quizá no lo hubierais arrojado al río —dijo Edwin, suspirando tristemente—. ¿Por qué? No lo sé…, quizá porque lo había hecho para él y Aelfrico corría tras de mí, llamándome, y yo no podía volver…

Por eso ni Riquilda ni nadie había comentado el ofrecimiento de paz de Edwin. ¿De paz o tal vez de guerra? El chico pretendía con ello expresar su disposición al perdón y su independencia, cosas ambas no muy agradables para un anciano déspota. Sin embargo, el detalle era hermoso y la intención era buena, teniendo en cuenta que aún no había cumplido los quince años. Por desgracia, nadie se enteró. Nadie más que su autor tuvo ocasión de admirar (¡tal como sin duda hubiera hecho Riquilda, rebosante de orgullo maternal!) la exquisita ensambladura en cola de milano de la cajita, ni las incrustaciones en plata, nácar y lapislázuli que despidieron destellos al caer al río.

—Dime una cosa, ¿la tapa encajaba bien y estaba cerrada cuando arrojaste la cajita al río?

—Sí. —Ahora que se había acostumbrado a la oscuridad, Cadfael vio el asombro de sus ojos. Edwin no comprendía la pregunta, pero estaba seguro de su obra—. Eso también es importante y ojalá no lo hubiera hecho. Veo que he empeorado la situación. Pero ¿cómo iba a saberlo? Nadie me perseguía entonces por haber cometido un asesinato. Sabía que no había hecho nada malo.

—Una cajita de madera bien cerrada flota en el agua, y hay hombres que viven a la orilla del río y pescan y cazan furtivamente. Conocen todos los meandros y las márgenes del río desde aquí hasta Atcham. Alegra el corazón, hijo mío, a lo mejor aún vuelves a ver tu obra si consigo que me escuche el alguacil y pido a los pescadores que vigilen. Si les doy una descripción de la cajita, ¡tranquilízate, no revelaré cómo lo he averiguado!, y alguien la encuentra en el río, ya tendrás una prueba a tu favor; tal vez hasta podré conseguir que busquen el frasco en algún lugar donde no hayas estado y, por consiguiente, no puedas haberlo dejado. Espera uno o dos días más, si puedes resistirlo. En caso necesario, te llevaré a un sitio más distante, donde puedas dejar transcurrir la espera con más comodidad.

—Podré resistirlo —contestó firmemente Edwin—. Pero ¡ojalá no dure mucho! —añadió con tristeza.

Los monjes estaban saliendo de completas cuando a Cadfael se le ocurrió pensar que había una pregunta importante que tanto él como los demás habían olvidado formular; la única persona que probablemente podría responderla era Riquilda. Aún tendría tiempo de ir a verla antes de que llegara la noche, si se saltaba la media hora final en la sala de calefacción. Tal vez no sería un momento muy oportuno para hacer visitas, pero todo lo relacionado con aquel asunto era urgente, y quizá Riquilda dormiría más tranquila cuando supiera que, de momento, Edwin estaba a salvo y bien atendido. Cadfael se cubrió la cabeza con la cogulla y se encaminó con paso decidido hacia la caseta de vigilancia.

Quiso la mala suerte que fray Jerónimo cruzara el patio en aquel preciso instante y en dirección a la caseta del portero, probablemente para darle alguna instrucción para el día siguiente o quejarse virtuosamente de las irregularidades del día. Fray Jerónimo ya se consideraba el amanuense del abad electo y quería representar dignamente a su señor Roberto, ahora que el santo varón disfrutaba de los privilegios que llevaba aparejados la dignidad de abad. La autoridad delegada en fray Ricardo, y diligentemente evitada por éste siempre que le era posible, sería asumida con avidez por fray Jerónimo. Algunos novicios y pupilos ya habían tenido ocasión de lamentar su celo.

—¿Tenéis alguna misión humanitaria que cumplir a esta hora tan tardía, hermano? —preguntó Jerónimo, con una sonrisa—. ¿No podría esperar a mañana?

—A riesgo de que se produzcan ulteriores daños, tal vez —replicó Cadfael sin detenerse, consciente de que unos ojos entornados lo seguían.

Tenía, dentro de ciertos límites razonables, libertad para entrar y salir e incluso para ausentarse de las celebraciones religiosas siempre que se requiriera su ayuda en algún lugar, y no pensaba darle a fray Jerónimo ninguna explicación verdadera o falsa, pese a que otros menos audaces lo hubieran hecho para no incurrir en la ira de Roberto. Era una lástima, pero no tenía nada que ocultar, y el hecho de dar media vuelta hubiera sugerido lo contrario.

Aún ardía una lucecita en la cocina de la casa del otro lado del estanque; Cadfael la vio a través de una pequeña rendija de la contraventana mientras se acercaba. Sí, había algo que no tuvo en cuenta: la ventana de la cocina daba al estanque, del cual distaba mucho menos que del camino, y la víspera estaba abierta para dejar escapar el humo del brasero. ¿Tal vez para dejar escapar también un frasquito recién vaciado de modo que quedara enterrado para siempre en el cieno del fondo? ¿Qué otra cosa hubiera podido ser más cómoda? Ningún olor ni mancha en la ropa, y ningún peligro de ser descubierto con la prueba.

Mañana, pensó Cadfael esperanzado, buscaré en el agua desde la ventana. ¿Quién sabe si esta vez el objeto arrojado se encontrará oculto entre la hierba de la orilla? De ser así, ¡ya se habría ganado algo! Aunque no pueda demostrar quién lo arrojó, es posible que averigüe algo.

Llamó suavemente a la puerta, esperando que le abriera Aldith o Aelfrico, pero fue la voz de Riquilda la que preguntó desde dentro:

—¿Quién es?

—¡Cadfael! Ábreme unos minutos.

El nombre fue suficiente para que ella se apresurara a abrirle y extendiera una mano para atraerlo hacia la cocina.

—¡No hagas ruido! Aldith está durmiendo en mi cama y Aelfrico se encuentra en la otra habitación. No podía dormir, pensando en mi hijo. Oh, Cadfael, ¿no puedes consolarme? ¿Te pondrás de su parte, si puedes?

—Está bien y todavía es libre —contestó Cadfael, sentándose a su lado en el banco adosado a la pared—. Pero recuerda que no sabes nada, si alguien te preguntara. Puedes decir sin faltar a la verdad que no ha venido por aquí y no sabes dónde está. ¡Mejor así!

—¡Pero tú sí lo sabes! —la lucecita de la vela de sebo iluminaba suavemente el bello rostro sin arrugas. Cadfael no contestó, pensando que quizás ella lo adivinaría y podría decir con toda sinceridad que no sabía nada—. ¿Eso es lo único que puedes decirme? —preguntó Riquilda con un hilillo de voz.

—También puedo darte mi solemne palabra de que el chico no le hizo el menor daño a su padrastro. Eso lo sé. La verdad tendrá que abrirse camino. Debes creerlo.

—Lo creo, pero tienes que descubrirla. Oh, Cadfael, si no estuvieras aquí, me moriría de desesperación. Sufriendo constantes vejaciones y alfilerazos cuando sólo pienso en Edwin. ¡Y a Gervasio no lo entierran hasta mañana! Ahora que se ha ido, no tengo derecho a la manutención de su caballo y, como vendrán muchos viajeros para la fiesta, necesitarán el establo; tendré que llevarlo a otro sitio o venderlo… Pero Edwin lo querrá, si… —Riquilda sacudió la cabeza y no quiso completar la duda—. Me han dicho que le buscarán un establo y le darán de comer hasta que encuentre un sitio donde alojarlo. A lo mejor, Martín podrá tenerlo…

Hubieran podido evitarle semejantes quebraderos de cabeza, pensó Cadfael indignado, por lo menos durante unos días. Ella se había acercado un poco más y le rozaba el hombro con el suyo. Sus susurros en la estancia débilmente iluminada y el calor residual de un brasero ya casi apagado, le hicieron recordar a Cadfael un encuentro robado en un cobertizo de la casa del padre de Riquilda. ¡Mejor no pensar en ello!

—Riquilda, he venido a preguntarte una cosa. ¿Llegó tu marido a escribir y sellar el documento que nombraba heredero a Edwin?

—Sí —contestó Riquilda, sorprendida por la pregunta—. Era legal y vinculante, pero el acuerdo con la abadía es de fecha posterior y anula el testamento. O lo anulaba… —Súbitamente comprendió que el segundo documento había quedado invalidado más violentamente que el primero—. Claro que éste no tiene ninguna validez ahora. Por consiguiente, el testamento en favor de Edwin es válido. Tiene que serlo, nuestro hombre de leyes lo extendió como es debido y lo tengo por escrito.

—O sea que lo único que se interpone ahora entre Edwin y su mansión es la amenaza de arresto por un asesinato que nosotros sabemos que no cometió. Pero dime una cosa, Riquilda, si la sabes: suponiendo que hubiera ocurrido lo peor, lo cual no es posible, y le condenaran por el asesinato de tu marido… ¿qué sucedería con Mallilie? La abadía no puede reclamar la propiedad y Edwin no podría heredarla. ¿Quién sería el heredero?

Riquilda consiguió mirar más allá de lo peor y reflexionó sobre el destino legal de la herencia.

—Supongo que yo recibiría mi dote como viuda. Pero la mansión tendría necesariamente que revertir al señor feudal, en este caso el conde de Chester, por no existir ningún otro heredero legítimo. Podría otorgarla a quien quisiera. Podría ceder la propiedad a cualquier hombre de esta comarca que gozara de su favor. Probablemente el alguacil o Prestcote, o alguno de sus oficiales.

Así era, en efecto, y ello impedía a todos, menos a Edwin, beneficiarse materialmente de la muerte de Bonel. Para un enemigo consumido por el odio, la muerte podía ser en sí misma un beneficio, pero el hecho de que alguien llegara a semejantes extremos parecía un poco excesivo, por grande que fuera el odio de Edwin.

—¿Estás segura? ¿No hay ningún primo o sobrino suyo en el condado?

—No, ninguno; de otro modo, jamás me hubiera prometido Mallilie para Edwin. Apreciaba mucho los vínculos familiares.

Cadfael había pensado en la posibilidad de que alguien, deseoso de apoderarse de la fortuna, hubiera planeado eliminar de una sola vez a Bonel y Edwin, cuidando bien de que el chico fuera arrestado por el asesinato de su padrastro. Pero estaba claro que no pudo ser así. Nadie hubiera podido prever con certeza el destino final de la mansión de Bonel.

Para consolar y animar a Riquilda, Cadfael apoyó su ancha y nudosa mano en la más delicada de la mujer, observando, con creciente ternura, a la oblicua luz de la vela, los fuertes nudillos y la fina red de venas violeta, más conmovedores de lo que hubiera podido ser la sedosa piel de una mano juvenil. Su rostro era también extremadamente hermoso, con los finos surcos marcados por la alegría y la larga experiencia de felicidad que aquel breve episodio de exasperación, angustia y dolor no había podido empañar. Era su propia juventud lo que Cadfael echaba de menos, no la de Riquilda. Ella se casó con un hombre bueno y fue feliz; su reciente error ya se había subsanado sin daños irreparables, siempre y cuando su querido hijo pudiera librarse del peligro en que se encontraba. Ésa y sólo ésa, pensó Cadfael con gratitud, deberá ser mi misión.

La cálida mano se movió y apretó la suya con fuerza. El seductor rostro se volvió a mirarle con límpidos ojos rebosantes de afecto y una boca en la que parecía adivinarse un complacido remordimiento.

—Oh, Cadfael, ¿tanto te afectó? ¿Tuviste por fuerza que encerrarte en un claustro? Pensé en ti durante mucho tiempo y muy a menudo, pero nunca creí haberte causado tanto daño. ¿Me has perdonado la ruptura de la promesa?

—La culpa fue sólo mía —contestó Cadfael con un fervor un tanto exagerado—. Siempre te deseé lo mejor, y lo mismo te deseo ahora —contestó, haciendo ademán de levantarse del banco; pero ella le retuvo la mano y se levantó con él.

Una mujer muy dulce, pero peligrosa como todas sus congéneres.

—¿Recuerdas —dijo Riquilda en el apagado susurro que exigía la hora, pero también con cierto atisbo de secreta intimidad— la noche en que nos juramos fidelidad? Fue también en diciembre. Lo he estado pensando desde que supe que estabas aquí… ¡convertido en monje! ¿Quién hubiera imaginado que todo terminaría así? ¡Pero estuviste ausente tanto tiempo!

Ya era hora de marcharse. Cadfael retiró suavemente la mano, le deseó buenas noches a Riquilda y se alejó discretamente antes de que pudieran ocurrir cosas peores. Mejor dejarle pensar que su vocación se debía a la pérdida de su encantadora persona, ya que esta convicción le daría fuerzas hasta que su mundo recuperara la calma. En cuanto a él, no se arrepentía de nada. La cogulla no sólo era de su agrado sino que, además, le sentaba muy bien.

A su espalda, mientras regresaba a la caseta de vigilancia, una sombra se apartó del refugio de los aleros de la casa de Riquilda y le siguió por el camino, bien pegada al borde para no ser descubierta. Pero fray Cadfael no se volvió. Acababa de aprender una lección sobre los peligros de semejante ejercicio tan equívoco; y, además, no era su estilo.