ray Dionisio, el hospitalario, que siempre se enteraba de todas las noticias de la ciudad a través de los viajeros que llegaban a la hospedería, comentó, mientras los monjes se dirigían al rezo de vísperas, que la historia de la muerte de Bonel y la búsqueda de su hijastro se había extendido por toda la ciudad de Shrewsbury, y que el oficial del alguacil no había conseguido descubrir nada en la carpintería de Martín Bellecote. Habían registrado toda la casa sin encontrar ni rastro del chico, por lo que el oficial había ordenado buscarle en las calles, pero, si el pueblo se tomaba tanto interés en la búsqueda como el que solía mostrar por todos los asuntos relacionados con la ley, lo más probable era que el pregonero del alguacil perdiera inútilmente el aliento. Un muchacho que aún no había cumplido los quince años y a quien los habitantes de la ciudad sólo conocían por sus ocasionales travesuras…, no, seguramente no perderían demasiado el sueño para colaborar en su captura.
Lo más urgente, tanto en opinión de Cadfael como del oficial, era encontrar al chico. Las madres no son muy imparciales con respecto a sus hijos y tanto menos con los únicos hijos varones nacidos al cabo de muchos años de haber perdido la esperanza de tenerlos. Cadfael sentía un fuerte deseo de ver, oír y juzgar por sí mismo, antes de aventurarse a dar otro paso en aquel asunto.
Riquilda, tras el desahogo del llanto, le indicó dónde estaban la casa y el taller de su yerno, afortunadamente muy cerca de la abadía. Un corto paseo hasta el otro lado del estanque del molino, cruzando el puente y las puertas de la ciudad, que permanecerían abiertas hasta después de completas, y, en dos minutos, subiría por el serpenteante y empinado Wyle y se plantaría en casa de Bellecote. Media hora para ir y volver. Después de la cena (procuraría cenar muy de prisa), saldría subrepticiamente, saltándose las colaciones…, podría hacerlo sin ninguna dificultad porque el prior Roberto se encontraría en sus aposentos en calidad de abad en funciones, tras haber dejado el gobierno mundano del monasterio a fray Ricardo, que se abstendría de hacer cualquier cosa que pudiera suponerle un esfuerzo.
Cadfael terminó apresuradamente la cena a base de pescado salado y legumbres, cruzó a toda prisa el patio y salió. Aunque todavía no había nevado, el aire era frío. Cadfael se envolvió los pies con tiras de lana y se cubrió la cabeza con la cogulla.
Los porteros de la ciudad le saludaron respetuosamente, sabiendo quién era. La curva de la derecha del Wyle le condujo pendiente arriba y, una vez allí, Cadfael volvió a girar a la derecha y entró en el patio abierto de la casa de Bellecote. Tras llamar a la puerta cerrada, se produjo un prolongado y comprensible silencio. No quiso volver a llamar para no alarmarles. La paciencia les tranquilizaría.
Una modosa personita de unos once años, erguida y espléndidamente en guardia como representante de los moradores de la casa, que estarían sin duda aguzando el oído desde dentro, abrió cautelosamente la puerta. Parecía inteligente y vulnerable, pero se notaba que había sido bien aleccionada. Al ver el negro hábito benedictino, la niña respiró hondo y sonrió.
—Vengo de casa de la señora Bonel con un recado para tu padre, si me quiere recibir, hija mía —le dijo Cadfael—. No tengas miedo, estoy solo.
La chiquilla abrió la puerta con dignidad de matrona y le franqueó la entrada. Tomás, de ocho años, y Diota, de cuatro, las criaturas más intrépidas de la casa, salieron de detrás de las faldas de su hermana para observarle con sus cándidos ojos antes incluso de que Martín Bellecote apareciera desde una puerta medio a oscuras del interior de la casa. Tomó a sus dos hijos menores, colocándoselos uno a cada lado con las manos protectoramente apoyadas sobre sus hombros. Era un hombre de figura agradable, grandes manos y hermosas facciones, con una expresión de profundo recelo en los ojos, cosa que a Cadfael le pareció muy normal. Demasiada confianza en un mundo tan imperfecto como el nuestro es una locura.
—Pasad, hermano —dijo Martín—, y tú, Alys, cierra y atranca la puerta.
—Perdonadme las prisas —dijo Cadfael mientras la puerta se cerraba a su espalda, pero el tiempo apremia. Hoy han venido en busca de un joven, y me han dicho que no le encontraron.
—Así es —convino Martín—. No regresó a casa.
—No os preguntaré dónde está. No me digáis nada. Sólo quiero preguntaros, a vos que le conocéis, si es posible que pueda haber hecho aquello de que se le acusa.
La mujer de Bellecote salió de la estancia interior con una vela en la mano. Tenía un notable parecido con su madre, pero era un poco más suave y redonda y de tez más clara, aunque los ojos eran los mismos.
—¡Totalmente imposible! —dijo con indignada convicción—. Si hay un ser en este mundo que manifieste siempre sus sentimientos y lo haga todo a la luz del día, ése es mi hermano. Ya desde que era pequeño y apenas sabía andar, cuando estaba enojado por algo, se enteraba todo el mundo a una legua a la redonda, aunque nunca fue rencoroso. Y mi hijo es exactamente igual.
Sí, claro, también estaba el invisible Edwy, tan escurridizo como Edwin. Allí no había ni rastro de ellos.
—Tú debes de ser Sibila —dijo Cadfael—. Recientemente he hablado con tu madre. En cuanto a mis credenciales…, ¿oíste hablar alguna vez de un tal Cadfael a quien ella conoció de chica?
La luz de la vela se reflejó de pronto en unos ojos súbitamente redondos y brillantes a causa del asombro y la sincera curiosidad.
—¿Vos sois Cadfael? Sí, muchas veces hablaba de vos y se preguntaba… —Al observar su hábito negro y su cogulla, la sonrisa de Sibila se trocó en una expresión delicadamente comprensiva. Como mujer que era, debía de pensar que a Cadfael se le partió el corazón de pena cuando se encontró que su antiguo amor al regresar se había casado; de lo contrario, jamás hubiera tomado aquel triste hábito. De nada hubiera servido decirle que las vocaciones caen desde el cielo como flechas arrojadas al azar por Dios y en modo alguno se deben a un amor no correspondido—. Habrá sido un consuelo para ella teneros otra vez al lado en esta situación tan terrible —añadió cordialmente la joven—. ¡Estoy segura de que confía en vos!
—Así lo espero —contestó Cadfael con semblante, muy serio—. Sé que puede confiar. He venido sólo para deciros que estoy a vuestra disposición, como ella ya sabe. La medicina que se utilizó en el crimen la había elaborado yo, y eso es algo que me obliga a intervenir en el asunto. Soy amigo de cualquier persona que sea injustamente acusada. Haré todo lo posible por descubrir al culpable. Si vosotros o cualquier persona tiene motivo para hablar conmigo o tiene algo que decirme, me podrá encontrar entre los oficios en la cabaña de los huertos de hierbas medicinales, donde estaré trabajando hasta que acuda a medianoche al rezo de maitines. Vuestro aprendiz Meurig conoce la abadía, aunque no ha visitado mi cabaña. ¿Está aquí?
—Sí —contestó Martín—, duerme en el henil del otro lado del patio. Nos ha contado lo ocurrido en la abadía. Pero os doy mi palabra de que ni él ni nosotros hemos visto al chico desde que huyó de casa de su madre. Lo que sí sabemos sin asomo de duda es que no es un asesino, ni jamás pudo serlo.
—Entonces, dormid tranquilos —dijo Cadfael— porque Dios está despierto. Y ahora ábreme la puerta en silencio, Alys, y atráncala cuando la cierres. Tengo que regresar a toda prisa para el rezo de completas.
La niña descorrió la aldaba y abrió la puerta, mirándole con asombro. Los más pequeños observaron su salida de la casa sin temor ni hostilidad. Los padres se limitaron a desearle buenas noches, pero él comprendió, mientras bajaba presuroso por el Wyle, que habían entendido su mensaje y se lo agradecían.
—Aunque necesitéis con urgencia una nueva decocción de jarabe para la tos antes de mañana —dijo fray Marcos, caminando al lado de Cadfael mientras ambos salían de completas—, no veo ninguna razón para que yo no pueda prepararla. ¿Qué necesidad tenéis de andar toda la noche por el huerto después de una jornada tan dura? ¿O acaso creéis que he olvidado dónde guardamos el gordolobo, el dulce perifollo, la ruda, el romero y la mostaza?
La lista de los ingredientes formaba parte de la discusión. El muchacho estaba adquiriendo un sentido de la responsabilidad un tanto posesivo con respecto a su maestro.
—Eres joven —contestó Cadfael— y tienes que dormir.
—Me abstendré —replicó cautelosamente fray Marcos— de daros la obvia respuesta.
—Más te vale. Bien, tienes síntomas de resfriado y conviene que te vayas a la cama.
—No los tengo en absoluto —discrepó fray Marcos con firmeza—. Pero, si eso significa que tenéis un trabajo entre manos, del cual no queréis que yo me entere, de acuerdo, iré a la sala de calefacción como un hombre juicioso, y después me acostaré.
—De aquello que ignores jamás podrán acusarte —dijo fray Cadfael en tono conciliador.
—En fin, ¿hay algo que pueda hacer por vos en mi bendita ignorancia? Me ordenaron obedeceros cuando me enviaron a trabajar a vuestras órdenes en el huerto.
—Sí —dijo Cadfael—. Puedes proporcionarme un hábito más o menos de tu medida y dejarlo debajo de mi cama en mi celda sin que nadie lo vea. Puede que no haga falta, pero…
—¡Es suficiente! —el hecho de que fray Marcos no hiciera preguntas no significaba que no discurriera por su cuenta—. ¿Necesitaréis también unas tijeras para la tonsura?
—Te estás volviendo muy descarado —comentó Cadfael en tono más de aprobación que de censura—. No. Dudo que aceptaran eso, nos fiaremos de la cogulla y de la frialdad de la mañana. Ahora vete a calentar media hora, muchacho, y acuéstate después.
La mixtura del jarabe, hervida largo rato con hierbas secas y miel, exigía el uso del brasero; si un huésped tuviera que pasar la noche en la cabaña, estaría cómodamente abrigado hasta la mañana. Cadfael trituró las hierbas muy despacio y empezó a remover la pócima sobre la rejilla del brasero. No estaba seguro de si alguien picaría el anzuelo que él había arrojado, pero no cabía duda de que el joven Edwin Gurney necesitaba con urgencia un amigo y protector que le ayudara a salir del cenagal donde había caído. Tampoco estaba seguro de que la familia Bellecote conociera el paradero del mozo, pero sospechaba que Alys, la niña de once años con dignidad de matrona y de virginal silencio, conocería muy bien los secretos de su hermano, aunque no gozara de su confianza. Si Riquilda le había dicho la verdad, donde estuviera Edwy allí estaría Edwin. Cuando un peligro amenazaba al uno, el otro estaba a su lado. Era una virtud que Cadfael aprobaba sin reservas.
La noche estaba muy silenciosa y seguramente habría heladas al amanecer. Sólo el burbujeo de la mixtura y el ocasional susurro de su manga mientras removía el líquido puntuaban el silencio. Ya estaba pensando que el pez no picaría el anzuelo pero, pasadas las diez, oyó que en la oscuridad de la noche alguien levantaba sigilosamente la aldaba de la puerta. Una ráfaga de aire frío penetró en la cabaña cuando se abrió un resquicio de la puerta. Cadfael permaneció inmóvil, sin dar señales de haberse enterado. No quería que el asustadizo mozo se alarmara. Al cabo de un rato, una recelosa vocecita dijo en un susurro:
—Fray Cadfael…
—Estoy aquí —contestó en voz baja—. Entra y seas bienvenido.
—¿Estáis solo?
—Lo estoy. Pasa y cierra la puerta.
El muchacho entró a toda prisa y empujó la puerta con la espalda, pero sin cerrada con la aldaba.
—Me han dicho… —no pensaba revelar quién—. Me han dicho que hablasteis con mi hermana y mi hermano esta tarde, y les dijisteis que estaríais aquí. Necesito un amigo. Dijisteis que conocisteis a mi ab… a mi madre hace años; vos sois el Cadfael de quien tanto nos hablaba, el que se fue a la Cruzada… ¡Os juro que no he tenido parte en la muerte de mi padrastro! No supe lo ocurrido hasta que me dijeron que los hombres del alguacil me buscaban como asesino. Dijisteis que sois un buen amigo de mi madre y que podemos confiar en vuestra ayuda, por eso he venido. ¡No tengo a nadie más a quien recurrir! ¡Ayudadme! ¡Por favor, ayudadme!
—Acércate al fuego —le dijo cariñosamente Cadfael— y siéntate aquí. Respira tranquilo y respóndeme con toda sinceridad y solemnidad a una pregunta; después podremos hablar. ¡Sobre todo, dime la verdad! ¿Asestaste tú el golpe que provocó la muerte de Gervasio Bonel?
El muchacho estaba sentado en el borde del banco, casi al alcance de la mano de Cadfael, pero no del todo. La luz del brasero que le iluminaba el rostro y la figura mostraba a un ágil y desgarbado joven, delgado, pero muy alto para su edad, vestido con los largos calzones y la chaquetilla propia de los mozos del campo, con el capuchón colgando a su espalda y una mata de cabello rizado que, a la rojiza luz del brasero, parecía castaño, pero que tal vez a la luz del día tuviera un suave tono más claro. Las mejillas y la barbilla conservaban todavía la redondez infantil, aunque ya estaban empezando a despuntar algunos huesos de apariencia más viril. En aquel momento, la mitad del rostro eran dos ojos enormes que miraban sin pestañear a fray Cadfael.
—Jamás levanté la mano contra él —contestó con vehemencia—. Me insultó delante de mi madre y me enfurecí, pero no le ataqué. ¡Lo juro por mi alma!
Hasta los muy jóvenes, si son listos y están muy asustados, son capaces de utilizar toda suerte de engaños para protegerse, pero Cadfael hubiera podido jurar que allí no había la menor sombra de engaño. El joven ignoraba de qué forma habían matado a Gervasio; eso nadie se lo habría contado a su familia ni se habría proclamado por las calles. Para cometer un asesinato, se solía utilizar una hoja de acero. Edwin aceptó aquella posibilidad sin ningún reparo.
—¡Muy bien! Ahora, cuéntame la historia de lo ocurrido allí y ten por seguro que te escucho con atención.
El muchacho se humedeció los labios con la lengua e inició su relato, que coincidió punto por punto con lo que había dicho Riquilda. Fue con Meurig, cediendo a sus requerimientos, para hacer las paces con Bonel y evitar los sufrimientos de su madre. Sí, se enfureció al verse privado de la prometida herencia porque Mallilie le gustaba mucho, tenía allí muy buenos amigos y hubiera cuidado y conservado la propiedad cuando llegara a sus manos. Pero estaba aprendiendo un oficio y el orgullo no le permitía aspirar a lo que no podía tener, ni darle una satisfacción al hombre que le había quitado lo prometido. Sin embargo, como estaba preocupado por su madre, accedió acompañar a Meurig.
—Y primero fuiste con él a la enfermería —le espoleó Cadfael—, a visitar a su anciano pariente Rhys.
El muchacho tuvo un momento de asombro y vacilación. Fue entonces cuando Cadfael se levantó de su asiento junto al brasero y empezó a recorrer la cabaña como si buscara algo. La puerta abierta no pareció atraer su atención, pero él no perdía de vista ni por un momento el resquicio de oscuridad ni el intenso frío que penetraba por allí.
—Sí…, yo…
—Y ya habías estado allí otra vez, ¿verdad?, cuando llevasteis el facistol para la capilla de Nuestra Señora.
El muchacho pareció tranquilizarse un poco, pero no por ello dejó de fruncir el ceño.
—Sí, ell… sí, nosotros lo bajamos juntos. Pero ¿eso qué tiene que…?
En sus cautelosos merodeos, Cadfael había llegado a la puerta y, encorvando los hombros, estaba a punto de acercar la mano a la aldaba como si quisiera cerrarla, pero, en su lugar, abrió la puerta de golpe y extendió la mano libre hacia afuera para agarrar un mechón de áspero y tupido cabello. Le respondió un ahogado grito de indignación mientras la criatura de afuera, olvidando la posibilidad de huida que le había sugerido el miedo, se erguía, siguiendo la dirección del puño hacia el interior de la cabaña. Fue, a su manera, una entrada triunfal, con la mandíbula proyectada hacia adelante y los ojos encendidos de rabia, ignorando estoicamente el puño con que Cadfael le había apresado dolorosamente los bucles.
Era un atlético y esbelto joven muy semejante al primero, exceptuando tal vez la expresión enfurruñada de sus facciones por el hecho de estar más asustado que el otro y sentirse también más avergonzado de su miedo.
—¿Maese Edwin Gurney? —preguntó Cadfael, soltando el mechón de cabello castaño con un gesto que casi pareció una caricia—. Te esperaba —esta vez cerró la puerta con la aldaba porque fuera no había nadie que pudiera escucharles y actuar en consecuencia, como un animalillo perseguido y agazapado en la noche, donde le acechaban sus perseguidores—. Bien, ahora que estás aquí, siéntate con tu gemelo… ¿Quién es el tío y quién el sobrino? ¡Jamás lograré distinguiros!… Ponte cómodo. Aquí se está más caliente que fuera y vosotros sois dos. Acabo de recordar que ya no soy tan joven como antes. No tengo la menor intención de pedir ayuda para que os atrapen y vosotros tampoco necesitáis ayuda para acabar conmigo. ¿Por qué no cotejamos nuestras versiones de la verdad, a ver qué ocurre?
El segundo joven iba sin capa como el primero, y estaba tiritando de frío. Se acercó al banco junto al brasero, se frotó las manos ateridas y se sentó al lado del otro. Vistos juntos, ambos tenían facciones muy similares, en las que Cadfael creyó adivinar un atisbo de la Riquilda de su juventud, aunque no había lugar para la confusión. No obstante, vistos por separado, la identificación ya no hubiera resultado tan fácil.
—Lo que me imaginaba —comentó Cadfael—, Edwy se ha hecho pasar por Edwin para que éste pudiera librarse de la trampa, caso de haberla habido, y no darse a conocer hasta estar seguro de que yo no pretendía apresarle y entregarle al alguacil. Y, además, Edwy había sido muy bien aleccionado…
—Aun así, ha metido la pata —señaló Edwin con sincero y tolerante desprecio.
—¡No es verdad! —replicó airadamente Edwy—. Sólo me contaste la mitad de la historia. ¿Qué tenía yo que contestar cuando fray Cadfael me preguntó si había estado en la enfermería esta mañana? No me dijiste ni una sola palabra de eso.
—¿Y por qué hubiera tenido que hacerlo? Ni se me ocurrió pensarlo, ¿qué más daba? Pero tú metiste la pata. Te oí decir «abuela» en lugar de «madre»… sí, y dijiste «ellos» en lugar de «nosotros». Fray Cadfael también se dio cuenta. ¿Cómo hubiera adivinado si no que yo estaba escuchando fuera?
—¡Pues, porque te oyó! Resoplando como un viejo asmático… y temblando de frío —replicó Edwy para justificarse.
No había la menor inquina en aquellas disputas, eran las normales manifestaciones de afecto entre dos muchachos que se hubieran defendido el uno al otro hasta la muerte contra cualquier amenaza exterior. Tampoco hubo la menor malicia cuando Edwin golpeó con fuerza el brazo de su sobrino y Edwy respondió, agarrándole por el hombro cuando aún no estaba bien equilibrado, y le derribó al suelo. Cadfael los asió a los dos por el pescuezo, sujetando en cada mano un trozo de capuchón, y los empujó firmemente hacia el banco, sentándoles esta vez a cierta distancia, no porque estuviera exasperado sino más bien para proteger su borboteante jarabe.
La breve pelea les había calentado, librándoles como por ensalmo del temor. Ambos sonreían, levemente avergonzados.
—¿Queréis quedaros sentados un minuto para que os vea bien? Tú, Edwin, eres el tío, y el más joven de los dos… Sí, os podría distinguir. Eres más moreno y de complexión más robusta, y me parece que tienes los ojos castaños. Los de Edwy son de color…
—Avellana —dijo Edwy, deseoso de ayudarle.
—y tienes una pequeña cicatriz junto a la oreja, cerca del pómulo. Un pequeño semicírculo blanco.
—Se cayó de un árbol hace tres años —le informó Edwy—. Nunca supo trepar.
—¡Bueno, ya basta! Vamos a ver, Edwin, ahora que estás aquí y sé quién eres, permíteme hacerte la misma pregunta que a tu pariente. Por tu alma y tu honor, ¿asestaste el golpe que mató a maese Bonel?
El muchacho le miró con expresión súbitamente solemne y contestó con firmeza:
—No. No llevo armas y, aunque las llevara, ¿por qué iba a querer hacerle daño? Sé lo que estarán diciendo de mí, que me enfurecí porque no cumplió su palabra, y eso es verdad. Pero yo no nací en una mansión, soy hijo de artesanos y puedo ganarme la vida con un oficio, me avergonzaría si no pudiera. No, quien le hirió de muerte no fui yo. Pero ¿cómo pudo ocurrir así, tan de repente? ¡Por mi alma os lo juro!
Aunque apenas dudaba de sus palabras, Cadfael aún no quería darlo a entender.
—Cuéntame lo ocurrido.
—Dejé a Meurig en la enfermería con el viejo y fui solo a casa de mi madre. Pero no entiendo eso de la enfermería. ¿Tan importante es?
—Dejemos eso ahora, y prosigue. ¿Cómo te recibieron?
—Mi madre se puso muy contenta —contestó el chico—. Pero mi padrastro empezó a presumir como un gallo que acabara de ganar una riña. Procuré no hacerle caso y lo soporté por mi madre, pero eso le puso más furioso, y entonces empezó a buscar la manera de pincharme. Éramos tres en la mesa y Aldith ya había servido la carne. Le dijo que el prior había tenido el detalle de enviarle un plato de su propia mesa. Mi madre lo quiso distraer, comentándole el gran honor que eso suponía, pero estaba deseando herirme a toda costa. Me dijo que había vuelto con el rabo entre las piernas, tal como él se esperaba, como un perro apaleado, para suplicarle que cambiara de parecer y me devolviera la herencia. Después me dijo que, si la quería, tendría que pedírselo de rodillas y entonces, a lo mejor, se compadecería de mí. Perdí los estribos y le contesté que antes verle muerto que pedirle un solo favor, y tanto menos arrastrarme de rodillas ante él. No recuerdo bien todo lo que dije, pero él empezó a arrojarme cosas y… y mi madre se puso a llorar. Salí corriendo y crucé el puente para regresar a la ciudad.
—Pero no fuiste a casa de maese Bellecote. ¿Oíste que Aelfrico te llamaba y te seguía hasta el puente, pidiéndote que volvieras?
—Sí, pero ¿de qué hubiera servido? Sólo para agravar las cosas.
—Pero no fuiste a casa.
—No estaba en condiciones de ir. Y me daba vergüenza.
—Se fue a la maderería de mi padre junto al río —explicó Edwy—. Es lo que hace siempre que está a malas con el mundo. Solemos escondernos allí cuando hacemos alguna trapacería, hasta que todo se olvida o, por lo menos, ya ha pasado lo peor. Allí le encontré. Cuando el oficial del alguacil se presentó en la carpintería y dijo que lo buscaba porque su padrastro había sido asesinado, supe dónde encontrarle. No porque pensara que hubiera hecho algo malo —declaró Edwy con firmeza—, aunque a veces hace muchas tonterías. Pero comprendí que algo grave le había ocurrido. Fui a avisarle y, como es natural, él no sabía nada del asesinato. Había dejado a su padrastro vivito y coleando, aunque muy enojado.
—¿Y habéis permanecido escondidos desde entonces? ¿No habéis ido a casa?
—¡Él no podía! Le estarán buscando. Yo tenía que quedarme con él. Abandonamos la maderería porque allí nos hubieran encontrado. Pero conocemos otros sitios. Después vino Alys y nos habló de vos.
—Ésa es toda la verdad —confirmó Edwin—. ¿Qué haremos ahora?
—En primer lugar —dijo Cadfael—, dejadme que retire esta mixtura del fuego y la ponga a enfriar antes de embotellarla. ¡Eso es! Supongo que habréis entrado por la puerta parroquial de la iglesia, cruzando el claustro, ¿verdad? —La puerta occidental de la iglesia de la abadía se encontraba fuera de las murallas y nunca estaba cerrada, salvo en los malos tiempos del asedio a la ciudad, porque aquella parte del templo correspondía a la parroquia—. Una vez en los huertos, os habréis guiado por el olfato. Este jarabe tiene un olor muy fuerte.
—Y muy bueno —dijo Edwy, admirando respetuosamente el interior de la cabaña con los manojos y las bolsas de hierbas secas que susurraban suavemente en medio del creciente calor del brasero.
—No todas mis medicinas huelen tan bien. Aunque ninguno de estos olores me desagrada. Son fuertes, por supuesto, pero agradables.
Cadfael destapó la enorme jarra que contenía el aceite de acónito para friegas e inclinó su cuello hacia la inquisitiva nariz de Edwin. El muchacho parpadeó al aspirar el intenso aroma, echó la cabeza hacia atrás y estornudó. Después miró a Cadfael y se rio al notar que le escocían los ojos y se le escapaban las lágrimas. Después, se inclinó cautelosamente hacia adelante, volvió a inhalar y frunció el ceño con aire pensativo.
—Huele como aquella cosa que usó Meurig para hacerle friegas en el hombro al viejo. No esta mañana sino la otra vez que vine aquí con él. Había un frasco en la alacena de la enfermería. ¿Es lo mismo?
—Sí —contestó Cadfael, colocando de nuevo la jarra en el estante.
El rostro del chico se mantenía sereno y el olor sólo le significaba un recuerdo sin relación con la tragedia y la culpa. Edwin pensaba que Gervasio Bonel había muerto de una forma repentina a causa de un ataque con arma, y sólo sentía remordimiento por haber perdido los estribos, abandonando su juvenil dignidad y haciendo llorar a su madre. Cadfael ya no abrigaba la menor duda. El muchacho era sincero como el día, se hallaba atrapado en una terrible situación y, sobre todo, necesitaba amigos que le ayudaran.
Por otra parte, tenía una mente extremadamente perspicaz. Una cuestión empezó a preocuparle cuando casi parecía que ya todo había terminado.
—Fray Cadfael… —dijo en tono reverentemente vacilante, no impresionado por aquel monje sino por el cruzado que antaño fuera Cadfael, tan cariñosamente recordado por una feliz y satisfecha esposa y madre que sin duda exageraba al hablar de su apostura, su gallardía y su audacia—. Sabéis que estuve en la enfermería con Meurig. Se lo preguntasteis a Edwy. No comprendo por qué. ¿Es importante? ¿Tiene algo que ver con la muerte de mi padrastro? No veo la razón.
—El que no veas la razón, hijo mío —dijo fray Cadfael—, es prueba de una inocencia que tal vez tendremos dificultades en demostrar a los demás, aunque yo la acepto sin dudar. Siéntate otra vez al lado de tu sobrino… Ay, Dios mío, no sé cuándo entenderé estas enrevesadas relaciones familiares… Procura no pelearte con él hasta que te explique lo que todavía no es del dominio público fuera de estos muros. Sí, las dos visitas que hiciste a la enfermería son muy importantes y también lo es el aceite que viste usar allí, aunque debo decir que muchas otras personas lo conocen y están más familiarizadas que tú con sus propiedades, tanto las buenas como las malas. Perdóname si te hice creer que a maese Bonel lo mataron con una daga o una espada. Bien puedes perdonarme porque, aceptando la historia, te libraste de toda culpa, por lo menos, a mi entera satisfacción. No fue así, muchachos. Maese Bonel murió a causa de un veneno que vertieron en el plato que el prior le envió, y el veneno fue precisamente el aceite de acónito. Quienquiera que lo añadiera al plato de perdiz, lo sacó de esta cabaña o del frasco que se guarda en la enfermería. Todos los que conocían cualquiera de ambas fuentes y sabían el peligro que entrañaba su ingestión son sospechosos.
Los dos muchachos, a pesar de lo sucios, fatigados y acosados que se sentían, le miraron horrorizados y se acurrucaron el uno junto al otro en el banco, como se acurrucan las crías amenazadas en las madrigueras o los nidos. Ya no eran unos adolescentes sino unos chiquillos asustados y perseguidos.
—¡Él no lo sabía! —gritó Edwy—. Sólo dijeron que había muerto asesinado. ¡Pero tan de repente! Cuando él se fue corriendo, sólo estaban allí los de la casa. Ni siquiera vio el plato…
—Yo sabía lo del plato —dijo Edwin—. Ella nos lo comentó y sabía que estaba allí, pero ¿qué me importaba eso a mí? Sólo quería irme a casa…
—¡Calla, calla! —le reprendió Cadfael—. No tienes que convencerme. Ya te he sometido a todas las pruebas que necesitaba. Ahora siéntate tranquilamente y no temas, sé que no tienes nada de que arrepentirte. —Tal vez hubiera sido excesivo decirle semejante cosa a un hombre hecho y derecho. Sin embargo, aquellas criaturas no tenían sobre su conciencia más que las habituales trapisondas de unos jóvenes rebosantes de energía. Ahora que tenía tiempo para estudiarlos sin buscar delitos ni engaños, pudo descubrir también otras cosas—. Dadme un poco de tiempo para pensar, porque no nos queda mucho. Decidme, ¿habéis comido durante todas estas horas? Sé que uno de vosotros apenas probó bocado.
Habían estado tan preocupados por otras cosas que apenas tuvieron apetito; pero ahora que contaban con un aliado, aunque de poder más bien escaso, y un refugio, aunque transitorio, ambos sintieron de repente un hambre canina.
—Tengo aquí unas tortas de avena que hice yo mismo, un trozo de queso y unas manzanas. Comed un poco mientras pienso lo que podemos hacer. Tú, Edwy, será mejor que vuelvas a casa en cuanto se abran las puertas de la ciudad por la mañana, entra sin que te vean y compórtate como si sólo hubieras salido a cumplir un recado cualquiera. Mantén la boca cerrada y sólo habla con las personas de tu entera confianza (de este modo, toda la familia estaría unida y fortificada en defensa de los suyos). En cuanto a ti, amigo mío…, la cuestión ya es más complicada.
—¿No le abandonaréis? —preguntó Edwy con la boca llena, instantáneamente alarmado.
—Por supuesto que no.
Sin embargo, lo mejor hubiera sido aconsejarle al muchacho que se entregara, declarara su inocencia y confiara en la justicia; eso, si él hubiera confiado plenamente en la infalible justicia de la ley. Pero no era así. La ley necesitaba un reo y el oficial estaba absolutamente seguro de la culpabilidad del joven al que perseguía y nadie podría convencerle de que buscara en otra dirección. Él no había sido testigo de las pruebas de Cadfael y las rechazaría despectivamente, pensando que un viejo senil se había dejado embaucar por un astuto mozalbete.
—No puedo ir a casa —dijo solemnemente Edwin, sin que la seriedad de su rostro sufriera el menor menoscabo a causa de una mejilla distendida por un trozo de manzana y de otra tiznada de verde por una rama—. Tampoco puedo volver a casa de mi madre porque eso le traería más dificultades.
—Por esta noche, podéis quedaros aquí, vigilando mi brasero. Hay unos sacos limpios debajo del banco. Estaréis cómodos y abrigados. Pero, de día, siempre hay gente que va y viene. Tendréis que salir temprano, el uno para irse a casa y el otro… En fin, esperemos que sólo tengas que permanecer escondido unos cuantos días. No creo que te busquen aquí, en el monasterio.
Cadfael reflexionó un rato en silencio. Los heniles encima de los establos estaban siempre calientes gracias al heno y a los cuerpos de los caballos, pero allí entraba bastante gente y, como había muchos viajeros por los caminos antes del comienzo de los festejos, quizás algunos criados tendrían que dormir allí para estar cerca de sus bestias. Sin embargo, fuera del recinto de la abadía, en un rincón del espacio abierto donde se celebraban la feria de caballos y la feria estival del monasterio, había un establo destinado a las bestias de la feria, y un henil con forraje. El establo pertenecía a la abadía, pero lo utilizaban todos los mercaderes. En aquella época del año los visitantes eran muy pocos y el henil estaba lleno de heno y paja que podrían servir de cama durante unos días. Además, si algún accidente imprevisto amenazara al fugitivo, la huida desde fuera de las murallas sería más fácil que desde dentro. ¡Aunque Dios no quiera que ocurra!
—Sí, conozco un lugar que podrá sernos útil. Te acompañaremos allí por la mañana, temprano y te facilitaremos una buena provisión de comida y cerveza para todo el día. Tendrás que tener paciencia para permanecer escondido, lo sé, pero no hay más remedio.
—Mejor que caer en las garras del alguacil —dijo ardorosamente Edwin—, y os lo agradezco mucho. Pero… ¿qué provecho obtendré al final? No puedo pasarme la vida escondido.
—Sólo hay un medio de que puedas sacar provecho de ello, muchacho —contestó Cadfael—, y será el descubrimiento del hombre que cometió la acción de que se te acusa. Y, puesto que eso no puedes hacerlo tú, tendrás que dejarlo de mi cuenta. Haré todo lo que pueda, por mi honor y por el tuyo. Ahora tengo que dejaros para ir al rezo de maitines. Por la mañana, antes de la hora prima, vendré para sacaros de aquí.
Fray Marcos había cumplido perfectamente el encargo. El hábito estaba enrollado debajo de la cama de Cadfael. Éste se lo puso debajo del suyo cuando se levantó una hora antes de que sonara la campana de prima, y abandonó el dormitorio, bajando por la escalera nocturna para atravesar la iglesia. En invierno amanece muy tarde, y aquella noche estaba nublada y sin luna. Cadfael cruzó el patio desde el claustro hasta los huertos en la oscuridad más absoluta y sin tropezarse con nadie. Edwy podría marcharse sin ser visto a través de la iglesia y la puerta parroquial, tal como había venido, cruzar el puente y entrar en Shrewsbury en cuanto se abriera la puerta. El muchacho sin duda conocería la ciudad lo bastante bien como para llegar a su casa por otro camino y evitar a los guardias, incluso en caso de que vigilaran la carpintería.
En cuanto a Edwin, una vez vestido con el hábito negro y la cogulla, parecía un joven y recatado novicio que a Cadfael le recordaba mucho a fray Marcos cuando, al principio, se mostraba tan reservado y no esperaba de su forzada vocación más que lo peor; el nervioso porte defensivo, las manos fuertemente entrelazadas en el interior de las holgadas mangas, las furtivas miradas de soslayo, temiendo en todo momento un desastre. Sin embargo, algo en la actitud del muchacho sugería una perversa diversión; a pesar del peligro que corría, el chico se sentía fuertemente atraído por la aventura, y Cadfael prefería no preguntarse si sabría permanecer discretamente oculto y soportar las horas de inactividad, o si cedería a la tentación de salir y exponerse a algún riesgo.
Cruzaron el claustro y la iglesia y salieron por la puerta occidental al otro lado de la muralla, donde giraron a la derecha para alejarse de la caseta de vigilancia. Aún estaba completamente oscuro.
—Este camino conduce a Londres, ¿verdad? —preguntó Edwin en voz baja desde el interior de la cogulla.
—Pues, sí. Pero no se te ocurra seguirlo aun en el caso de que tuvieras que salir por piernas, Dios no lo quiera, porque seguramente lo tendrán vigilado en San Gil. Pórtate bien, no te muevas y dame unos cuantos días para averiguar todo lo que pueda.
El vasto triángulo del recinto de la feria de caballos estaba cubierto por una ligera capa de escarcha que refulgía un pálido brillo. El establo de la abadía se levantaba en una esquina, casi adosado al muro. La puerta principal estaba cerrada, pero en la parte trasera había una escalera exterior que conducía al henil, al que se accedía a través de una puertecita. Aunque a aquella temprana hora de la mañana ya circulaban algunos carros, nadie prestó la menor atención a dos monjes de San Pedro que subían a su propio henil. La puertecita estaba cerrada, pero Cadfael tenía la llave. Entraron a la seca oscuridad del interior, perfumada por el heno.
—No puedo dejarte la llave porque tengo que devolverla a su sitio, pero tampoco te dejaré encerrado. La puerta se quedará abierta hasta que puedas salir libremente. Aquí tienes una hogaza de pan, alubias, requesón y manzanas, y esto es una botella de cerveza ligera. No te quites el hábito, pues quizá haga frío por la noche, aunque sobre el heno se duerme muy bien. Cuando venga a verte, tal como tengo intención de hacer, me conocerás por esta llamada… Aunque no creo que venga nadie. Si viniera alguien sin llamar de esta manera, tienes heno suficiente para esconderte.
El muchacho permaneció inmóvil, como si de pronto se sintiera perdido. Cadfael extendió la mano y retiró la cogulla que cubría la ensortijada cabeza. Ya empezaba a filtrarse un ligero atisbo de luz que le permitió ver el solemne óvalo del rostro y las fijas y dilatadas pupilas de unos ojos asustados.
—Has dormido muy poco. Yo que tú me acostaría y pasaría el día durmiendo bien calentito. No te abandonaré.
—Lo sé —dijo Edwin sin vacilar. Sabía que tal vez no conseguirían nada, pero por lo menos no estaba solo. Tenía una familia que lo apoyaba y con la que podría comunicarse a través de Edwy, y tenía un aliado dentro de la abadía. Pero una cuestión lo angustiaba. Con una voz que perdió la firmeza durante un angustioso instante, pero que en seguida la recuperó, dijo—: Decidle a mi madre que jamás le hice ni le deseé el menor daño.
—Chiquillo insensato —replicó afectuosamente Cadfael—, eso ya lo sabía yo. ¿Quién crees que me lo dijo sino tu madre? —La débil luz de la aurora era mágicamente suave y el rostro del muchacho se encontraba en aquella fase entre la infancia y la adolescencia en que aún no estaba formado del todo, y lo mismo hubiera podido ser el de un chico que el de una moza, el de una mujer o el de un hombre—. Te pareces mucho a ella —dijo Cadfael, recordando a una joven poco mayor que aquel mozuelo, besada y abrazaba bajo una luz tan clandestina como aquélla, mientras sus progenitores la suponían en la cama, durmiendo en virginal soledad. Había olvidado momentáneamente a todas las mujeres que conoció durante el intervalo transcurrido, tanto en Oriente como en Occidente, a ninguna de las cuales creía haber dejado agraviada—. Estaré contigo antes de esta noche —dijo al final, retirándose a la seguridad del aire invernal.
¡Dios bendito, pensó con toda reverencia mientras cruzaba la puerta parroquial a tiempo para asistir a prima, ese pedazo de carne tan joven, tierna y salvaje, hubiera podido ser mío! ¡Él y el otro también, el hijo y el nieto! Fue la primera y única vez que puso en duda su vocación o se arrepintió de ella, aunque el arrepentimiento duró sólo un instante. Aun así, se preguntó si, en algún lugar del mundo, por la gracia de Ariadna, Bianca o Mariam, o… (¿hubo quizás una o dos más amadas aquí y allí, pero ya olvidadas?) habría dejado alguna huella de sí mismo tan hermosa y extraordinaria como aquel hijo parido por Riquilda y engendrado por otro.