III

ilberto Prestcote, alguacil del condado de Shrop desde que la ciudad cayera en poder del rey Esteban el verano anterior, vivía en el castillo de Shrewsbury, que había hecho fortificar para el rey y desde donde gobernaba el condado ya pacificado. Si el segundo alguacil hubiera estado en Shrewsbury cuando el mensaje del prior Roberto llegó al castillo, Prestcote le hubiera enviado a él, lo cual hubiera sido un gran alivio para fray Cadfael, que confiaba mucho en el instinto de Hugo Berengario; pero el joven se encontraba en su mansión y fue un oficial, con una escolta de un par de soldados, quien finalmente llegó a la casa junto al estanque del molino.

El oficial, un hombre alto y barbudo que hablaba con voz de trueno y gozaba de la plena confianza del alguacil, estaba dispuesto a actuar en su nombre con toda autoridad. Miró primero a Cadfael, por ser un miembro de la abadía de donde se había recibido la llamada, y éste le refirió todos los acontecimientos desde el instante en que se solicitó su intervención. El oficial ya había hablado con el prior Roberto, el cual debió de explicarle sin duda que el plato sospechoso procedía de su cocina y había sido enviado por orden suya.

—¿Y podéis jurar que fue un veneno? ¿Lo ingirió con la comida de este plato y no de otro?

—Sí —contestó Cadfael—, puedo jurarlo. Los restos son muy escasos, pero una mínima cantidad de salsa, si la colocarais en vuestros labios, os provocaría un fuerte escozor al cabo de unos minutos. Yo mismo lo he confirmado. No hay ninguna duda.

—Y el prior Roberto, que comió lo mismo, está vivo y no ha sufrido ningún malestar, a Dios gracias. Por consiguiente, el veneno se añadió al plato en el trayecto entre la cocina del abad y esta mesa. La distancia no es mucha y el tiempo tampoco. ¿Eres tú, muchacho, quien trae los platos desde la cocina hasta esta casa? ¿Hoy también lo hiciste? ¿Te detuviste en algún sitio? ¿Hablaste con alguien? ¿Dejaste la bandeja en algún lugar?

—No hice tal —contestó Aelfrico a la defensiva—. Si me entretengo, la comida se enfría y tengo que responder de ello. Hago lo que me mandan, y así lo hice hoy también.

—¿Y aquí? ¿Qué hiciste con los platos al llegar?

—Me los entregó a mí —terció Aldith con tanta rapidez y firmeza que Cadfael no tuvo más remedio que mirarla con renovado interés—. Dejó la bandeja encima del banco junto al brasero y yo misma coloqué el platito sobre la rejilla para que se conservara caliente mientras servíamos el plato principal a nuestro amo y a su esposa. Después, nos sentamos en la cocina y comimos.

—¿Nadie observó nada extraño en la perdiz? ¿En su color o su aspecto?

—Era una salsa espesa y muy sazonada, olía muy bien. No, no notamos nada. El amo se la comió y no le encontró nada extraño hasta que empezó a picarle y escocerle la boca, pero eso fue después.

—Una salsa tan sazonada puede ocultar muy bien el sabor y el olor —confirmó Cadfael, consultado por el oficial con una rápida mirada—. Además, la cantidad necesaria es muy pequeña.

—Y tú… —el oficial se dirigió a Meurig—. ¿Tú también estabas aquí? ¿Perteneces a esta casa?

—Ahora, no —contestó Meurig—. Procedo de la mansión de maese Bonel, pero ahora trabajo en la ciudad, en el taller del maestro carpintero Martín Bellecote. Hoy vine a visitar a un tío abuelo mío en la enfermería, tal como os confirmará el monje enfermero. Aprovechando que estaba en la abadía, vine a esta casa. Entré por la puerta de la cocina cuando Aldith y Aelfrico se disponían a comer. Me invitaron a compartir su comida y acepté.

—Había más que suficiente —dijo Aldith—. El cocinero del abad es muy generoso.

—O sea que los tres estabais comiendo juntos, y removiendo de vez en cuando el platito del brasero, ¿verdad? Y allí… —El oficial cruzó de nuevo la puerta y echó un segundo vistazo a la desordenada mesa—. Maese Bonel y la señora, naturalmente. —No, no tenía un pelo de tonto, sabía contar y había observado la ausencia de una persona tanto en la casa como en la conversación, como si todos se hubieran puesto unánimemente de acuerdo para excluirla de ellas—. Aquí hay tres cubiertos. ¿Quién era el tercer comensal?

Alguien tendría que responder. Riquilda intentó salir de la situación lo mejor que pudo. Con aparente ingenuidad y como si se sorprendiera de la mención de aquel detalle sin importancia, contestó:

—Mi hijo. Pero se fue mucho antes de que mi marido se pusiera enfermo.

—¡Sin terminarse la comida! ¿Era ése su lugar?

—Sí —contestó dignamente Riquilda sin añadir más explicaciones.

—Creo, señora —dijo el oficial, esbozando una paciente sonrisa—, que será mejor que os sentéis y me habléis un poco más de este hijo vuestro. Según me ha dicho el prior Roberto, vuestro marido estaba a punto de otorgar sus tierras a la abadía a cambio de esta casa que él y vos ocuparíais como huéspedes hasta el final de vuestros días. Después de lo ocurrido, parece que el acuerdo tendrá que quedar en suspenso puesto que todavía no está sellado. Sería muy conveniente para el heredero de estas tierras, suponiendo que lo hubiera, eliminar a vuestro marido antes de que se ratificara el acuerdo. Sin embargo, de haber sido hijo de vuestro matrimonio, habría sido necesario su consentimiento antes de la formalización del acuerdo. Resolvedme este acertijo. ¿Cómo consiguió vuestro esposo desheredar a su hijo?

La viuda no quería decir más de lo necesario, pero era lo suficientemente lista como para saber que una obstinada reticencia despertaría sospechas.

—Edwin es hijo de mi primer matrimonio —contestó con resignación—. Gervasio no tenía ninguna obligación paternal con él. Podía disponer de sus tierras a su antojo. —Había algo más, pero, si ella hubiera permitido que se averiguara a través de terceros, habría sido mucho peor—. Aunque previamente había hecho testamento en favor de Edwin, nada le impedía cambiar de parecer.

—¡Ya! El heredero que iba a ser desposeído a través de este acuerdo, tendría mucho que ganar dejándolo sin efecto. Y disponía de muy poco tiempo…, sólo unos cuantos días o semanas, hasta el nombramiento de un nuevo abad. Por favor, no me interpretéis mal, tengo la mente abierta a todas las posibilidades. La muerte de cualquier hombre siempre es útil a una persona, y con frecuencia a más de una. Podía haber otras que también tuvieran algo que ganar. Pero convendréis conmigo en que vuestro hijo es ciertamente una de ellas.

Riquilda se mordió el tembloroso labio y tardó un instante en recuperar el aplomo y contestar:

—No discuto vuestros razonamientos. Conozco a mi hijo y sé que, por mucho que ambicionara la posesión de las tierras y la mansión, jamás la aceptaría a este precio. Está aprendiendo un oficio, quiere ser independiente y forjarse su propio futuro.

—Pero hoy estuvo aquí. Y al parecer se fue con cierta prisa. ¿Cuándo vino?

—Vino conmigo —dijo Meurig—. Trabaja también de aprendiz con Martín Bellecote, que es el marido de su hermana y mi amo. Vinimos juntos esta mañana, tal como habíamos hecho otra vez, para visitar a mi anciano tío en la enfermería.

—¿O sea que llegasteis juntos a la casa? ¿Y estuvisteis juntos todo el rato? Hace un momento, dijiste que entraste tú en la cocina. «Entré», dijiste, no «entramos».

—Él se adelantó. Se puso nervioso al cabo de un rato… es joven y se cansó de permanecer de pie junto a la cama del viejo mientras nosotros hablábamos en galés. Su madre le esperaba aquí. Se adelantó y ya estaba en la mesa cuando yo llegué.

—Y se levantó de la mesa casi sin probar bocado —dijo el oficial en tono meditabundo—. ¿Por qué? ¿Podía ser una mesa agradable para un muchacho que viene a comer con el hombre que lo ha desheredado? ¿Era la primera vez que se reunían desde que la abadía lo suplantó?

Estaba olfateando una buena pista y no era de extrañar. El rastro era lo suficientemente claro como para atraer a un tierno cachorro, y aquel hombre distaba mucho de ser tal cosa. ¿Qué hubiera dicho yo en su lugar, ante semejante cúmulo de circunstancias?, se preguntó Cadfael. Un joven con la urgente necesidad de impedir ese acuerdo antes de que fuera demasiado tarde y que, casualmente, se encuentra aquí poco antes de que ocurra el desastre, procedente de la enfermería que había visitado en otra ocasión y en la que se encuentra el medio que necesita para conseguir este fin.

Riquilda, sosteniendo la mirada del oficial del alguacil con sus grandes ojos desafiantes, lanzaba de vez en cuando desesperadas miradas a Cadfael, ¡suplicándole en silencio que la ayudara a sacar a su querido retoño del comprometedor lodazal donde se encontraba! Por su parte, él le contestó en silencio que revelara inmediatamente todo lo que pudiera perjudicar a su hijo, sin omitir ningún detalle, ya que sólo así evitaría las acusaciones que, de otro modo, podrían formularse contra él.

—Era la primera vez —contestó Riquilda—. Fue un encuentro muy desagradable, pero Edwin quiso afrontarlo por mí. No porque esperara modificar la decisión de mi marido sino para tranquilizarme. Meurig llevaba algún tiempo tratando de convencerle de que nos visitara, y hoy lo consiguió, y le agradezco sus esfuerzos. Pero mi esposo lo recibió de mala manera y se burló de él por venir a cortejar la mansión que le había prometido, ¡porque es cierto que se la prometió!, cuando Edwin no pensaba en tal cosa. ¡Sí, hubo una discusión! Ambos son muy irascibles y acabaron insultándose. Edwin se levantó para marcharse y mi marido le arrojó esa bandeja…, ya veis los trozos allí, contra la pared. Ésa es toda la verdad, preguntadle a mis criados. Preguntádselo a Meurig, que lo sabe muy bien. Mi hijo salió corriendo de la casa y estoy segura de que regresó a Shrewsbury, donde sabe que ahora tiene su hogar, junto a su hermana y su familia.

—A ver si lo entiendo bien —dijo el oficial con sospechosa delicadeza—. ¿Decís que salió corriendo de la casa a través de la cocina… donde vosotros tres estabais comiendo? —El movimiento de su cabeza hacia Aldith y los dos mozos ya no fue tan delicado—. ¿Y le visteis abandonar la casa sin detenerse por el camino?

Los tres vacilaron un instante, mirándose unos a otros con incertidumbre, lo cual fue un error. Al final, Aldith contestó en nombre de todos:

—Cuando empezaron a gritar y a tirarse cosas, los tres entramos corriendo para intentar calmar al amo… o por los menos para…

—Para estar conmigo y darme un poco de consuelo —terció Riquilda, terminando la frase.

—Y os quedasteis ahí cuando el chico se fue. —El oficial parecía satisfecho de su deducción. Los rostros de los criados la afirmaban, aunque a regañadientes—. Ya me lo parecía. Hace falta tiempo para calmar a un hombre enojado. Por eso ninguno de vosotros vio si el joven se detenía en la cocina, nadie puede asegurar que no se detuvo para vengarse, vertiendo algo en el plato de perdiz. Había estado en la enfermería por la mañana, tal como ya hiciera otra vez, y quizá sabía dónde se guardaba el aceite y qué efectos tenía. Debió de venir preparado para la paz o la guerra, pero no consiguió la paz que buscaba.

—¡Vos no le conocéis! —exclamó Riquilda, sacudiendo enérgicamente la cabeza—. Era mi paz lo que él buscaba. Además, Aelfrico tardó apenas unos minutos en salir tras él para convencerle de que volviera. Le siguió hasta el puente, pero no pudo alcanzarle.

—Es verdad —dijo Aelfrico—. Seguro que no se detuvo. Soy tan veloz como una liebre. Le llamé, pero fue en vano.

El oficial no parecía muy convencido.

—¿Cuánto se tarda en vaciar un frasquito en un plato destapado? Una vuelta con la cuchara, ¿y quién se iba a enterar? Cuando vuestro amo se calmó, el regalo del prior debió de satisfacer su orgullo y por eso se lo comió de buen grado.

—Pero ¿cómo podía saber el joven —preguntó Cadfael, interviniendo con mucha cautela— que el plato que había en la cocina estaba destinado exclusivamente a maese Bonel? No creo que corriera el riesgo de causarle daño a su madre.

El oficial ya estaba demasiado seguro de su presa como para que semejante argumento le hiciera mella. Miró con dureza a Aldith y la joven palideció levemente a pesar de su firmeza.

—En esta curiosa reunión, ¿no es razonable suponer que la moza no perdió la ocasión de distraer a su amo? Cuando le serviste la carne, ¿acaso no le comentaste la amable atención del prior y le ensalzaste la exquisitez del plato que le esperaba?

La chica bajó la mirada y estrujó su delantal.

—Pensé que eso le ablandaría —dijo, con gran desconsuelo.

El oficial ya tenía todo lo que necesitaba (o por lo menos eso pensaba) para atrapar al asesino. Miró por última vez a los desconsolados presentes y dijo:

—Bueno, creo que ya podéis ordenarlo todo. He visto todo lo que tenía que ver. El monje enfermero está preparado para ayudaros a arreglar al difunto. Si necesitara haceros otras preguntas, tengo que asegurarme de que estaréis aquí.

—¿Y en qué otro lugar podríamos estar? —preguntó Riquilda con un hilillo de voz—. ¿Qué pretendéis hacer? ¿Me haréis saber, por lo menos, lo que ocurre, si vos… si tuvierais que…? —no pudo expresarlo con palabras. Enderezó la erguida y flexible espalda y dijo con dignidad—: Mi hijo no ha tenido parte en esta villanía, ya lo comprobaréis. Aún no ha cumplido los quince años, ¡no es más que un niño!

—El taller de Martín Bellecote, habéis dicho.

—Lo conozco —terció uno de los soldados.

—¡Bien! Mostradme el camino y veremos qué nos dice el chico.

El oficial se volvió hacia la puerta, seguido de sus hombres, para dirigirse al camino principal.

Fray Cadfael consideró oportuno arrojar por lo menos una perturbadora piedrecilla en el apacible estanque de su complacencia.

—Está la cuestión del frasco que contenía el aceite. Quienquiera que lo robara, ya fuera en mi herbario o bien en la enfermería, debió de llevar un frasco donde vertirlo. Meurig, ¿viste tú que Edwin llevara algo así esta mañana? Viniste desde la carpintería con él. En un bolsillo o una bolsa de tela, un frasco se notaría, por pequeño que fuera.

—Yo no vi nada de eso —contestó Meurig sin la menor vacilación.

—Aunque esté bien tapado, este aceite es muy penetrante y deja una mancha y un olor muy fuerte con sólo que escape una gota. Prestad atención a la ropa de cualquier hombre a quien consideréis sospechoso.

—¿Me estáis enseñando mi oficio, hermano? —preguntó el oficial, esbozando una tolerante sonrisa.

—Sólo menciono ciertas peculiaridades del mío que pueden ayudaros a no cometer un error —contestó plácidamente Cadfael.

—Con vuestro permiso —dijo el oficial, volviéndose a mirarle desde la puerta—, creo que primero le echaremos el guante al principal sospechoso. Dudo que necesitemos vuestros sabios consejos, una vez le tengamos.

Y echó a andar con sus hombres por el corto sendero hacia el camino donde habían dejado atados los caballos.

El oficial y sus soldados llegaron a la carpintería de Martín Bellecote en el Wyle a última hora de la tarde. El carpintero, un alto y apuesto artesano de unos cuarenta años, levantó jovialmente los ojos de su trabajo y preguntó qué asunto les traía sin dar la menor muestra de asombro o alarma. Había hecho un par de trabajos para la guarnición de Prestcote y la presencia de un oficial del alguacil en su taller no representaba para él la menor amenaza. Su agraciada y morena esposa asomó la cabeza por la puerta y tres niños irrumpieron uno a uno en el taller para examinar sin el menor temor a los presuntos clientes. Eran una niña de unos once años, de aspecto muy pulcro y ordenado, un chiquillo de unos ocho, y una angelical criatura de menos de cuatro, con una muñeca de madera bajo el brazo. Todos ellos miraron y escucharon. La puerta de la casa estaba abierta, y el oficial tenía una voz muy recia y autoritaria.

—Tenéis aquí un aprendiz llamado Edwin. Vengo a hablaros de él.

—Lo tengo —convino amablemente Martín, incorporándose y sacudiéndose el polvo de las manos—. Edwin Gurney, el hermano menor de mi mujer. Aún no ha vuelto a casa. Fue a ver a su madre en la barbacana. Tendría que estar de vuelta, pero supongo que ella lo habrá entretenido. ¿Qué deseáis de él?

Hablaba todavía muy tranquilo, porque no sospechaba que hubiera ocurrido nada malo.

—Se fue de la casa de su madre hace doce horas —contestó lacónicamente el oficial—. Venimos de allí. No lo toméis como una ofensa, amigo mío, si decís que no está aquí, pero es mi deber buscarle. ¿Dais vuestro permiso para que registremos la casa y el patio?

La placidez de Martín se desvaneció de golpe y le indujo a fruncir el ceño. La morena cabeza de su mujer asomó de nuevo por la puerta del fondo, su bello rostro se contrajo en una mueca y sus ojos negros miraron con inquietud. Los niños contemplaron la escena sin pestañear. La pequeña, convertida en la voz de la justicia natural en conflicto con la ley, sentenció con firmeza:

—¡Hombre malo!

Y nadie la hizo callar.

—Si os digo que no está aquí —explicó serenamente Martín—, podéis estar seguro de que es cierto. Pero comprobadlo por vos mismo. La casa, la carpintería y el patio no tienen nada que ocultar. ¿Qué es lo que vos ocultáis? Ese muchacho es mi hermano por serlo de mi mujer, es aprendiz mío por su propia voluntad y le tengo mucho cariño. ¿Por qué le buscáis?

—En la casa de la barbacana que él visitó esta mañana —contestó el oficial con deliberada lentitud—, maese Bonel, el padrastro que le había prometido dejarle en herencia la mansión de Mallilie, pero después cambió de parecer, yace muerto en estos momentos, asesinado por alguien. Busco al joven Edwin como sospechoso de asesinato. ¿Os parece suficiente?

Fue más que suficiente para el hijo mayor de aquel hogar hasta entonces feliz, quien lo había escuchado todo desde una estancia interior y no acertaba a comprender aquella horrible e inexplicable noticia. La ley seguía el rastro de Edwin, ¡y Edwin ya hubiera tenido que estar de vuelta si todo hubiera ido razonablemente bien! Edwy llevaba un buen rato preocupado, y temió alguna desgracia cuando todavía los mayores daban por sentado que no ocurría nada. El muchacho saltó al patio desde la ventana trasera antes de que los soldados entraran en la casa, se encaramó a los maderos amontonados, trepó por el muro con la agilidad de una ardilla, y echó a correr en silencio hacia el portillo de la ciudad, siempre abierto en tiempo de paz y a través del cual se bajaba a la abrupta pendiente de la orilla del río, no lejos de los viñedos del abad.

Varios artesanos y mercaderes de la ciudad habían vallado algunas parcelas de tierra para guardar sus mercaderías, y entre ellas estaba la maderería de Martín Bellecote. Era un viejo refugio que usaban los chicos de la casa cuando tenían alguna dificultad, y era el lugar donde se hubiera escondido Edwin si… pero no, no si hubiera matado a alguien, ¡eso era ridículo!… más bien si le hubieran rechazado, humillado, ofendido y disgustado. ¡Disgustado casi hasta el extremo de querer matar, pero nunca del todo! Eso no era propio de él.

Edwy corrió, convencido de que nadie le seguía, y penetró por el portillo de la parcela de su padre, cayendo de cabeza sobre los pies de un enfurruñado, lloroso y vulnerable Edwin.

Edwin, tal vez debido a las lágrimas, empezó a golpear a Edwy en cuanto se levantó del suelo, siendo a su vez golpeado por éste con idéntica indignación. Lo primero que ambos hacían cuando estaban nerviosos, era pelearse. Era algo que no tenía el menor significado. Simplemente estaban en guardia y convenía que nadie se interpusiera entre ellos, so pena de acabar recibiendo algún golpe. En cuestión de pocos minutos, Edwy transmitió el mensaje a los perplejos, incrédulos y, finalmente, convencidos y desalentados oídos de Edwin. Después, se sentaron para elaborar rápidamente un estratégico plan.

Aelfrico se presentó en los huertos de hierbas medicinales una hora antes de vísperas. Cadfael llevaba allí menos de media hora, tras haber colaborado en la limpieza y adecentamiento del cadáver y su posterior traslado a la capilla mortuoria, y haber dejado a los afligidos habitantes de la casa libres por lo menos de ir a donde quisieran y expresar su dolor de la forma que consideraran más conveniente. Meurig había regresado a la carpintería de la ciudad para comunicar al carpintero y a su familia lo ocurrido, y tratar de consolarles y advertirles. Cadfael suponía que, a aquella hora, los hombres del alguacil ya habrían detenido al joven Edwin… Santo cielo, había olvidado incluso cómo se llamaba el hombre con quien se casó Riquilda, y Bellecote era sólo su yerno.

—La señora Bonel os pide que vayáis a hablar con ella en privado —dijo solemnemente Aelfrico—. Os suplica, por la antigua amistad que os unió, que seáis ahora su amigo.

No fue una sorpresa. Cadfael sabía que pisaba terreno peligroso, a pesar de los cuarenta y tantos años transcurridos. Hubiera estado más tranquilo si la lamentable muerte del esposo no hubiera planteado ningún misterio, si el hijo no corriera peligro y el futuro de la viuda no fuera asunto de su incumbencia, pero no podía evitarlo. Su juventud, una considerable parte de los recuerdos que lo habían convertido en el hombre que era, estaban en deuda con ella y ahora que se encontraba en apuros, no tenía más remedio que resarcirla con la mayor generosidad.

—Iré —dijo—. Adelántate, que yo me reuniré con ella dentro de un cuarto de hora.

Cuando llamó a la puerta de la casa junto al estanque del molino, abrió la propia Riquilda. No estaban allí Aldith ni Aelfrico, pues ella se había encargado de que ambos pudieran hablar absolutamente a solas. En la habitación interior todo estaba ordenado, el caos de la mañana había desaparecido y la mesa de caballete aparecía doblada y adosada a una pared. Riquilda se sentó en la silla de su marido e invitó a Cadfael a sentarse a su lado en el banco. La estancia estaba bastante oscura, sólo había una pequeña vela de junco; la otra luz que brillaba era la de los ojos de Riquilda, una luz oscura y resplandeciente que a cada minuto que pasaba él recordaba con mayor claridad.

—Cadfael… —dijo ella con tono vacilante. Tras una pequeña pausa, añadió: —¡Pensar que eres tú realmente! Nunca tuve noticias tuyas desde tu regreso. Pensé que te habrías casado y que a estas horas ya serías abuelo. Mientras te miraba esta mañana, examinaba mi propia mente y me preguntaba por qué estaba tan segura de conocerte… Cuando ya me había dado por vencida, ¡oí pronunciar tu nombre!

—Pues tú también te presentaste aquí de una forma totalmente inesperada —replicó Cadfael—. Jamás supe que te habías quedado viuda de Eward Gurney, ¡ahora recuerdo su nombre!, y tanto menos que te hubieras vuelto a casar.

—Hace tres años. —Riquilda suspiró tal vez de pesar o quizá de alivio por el brusco final de aquellas segundas nupcias—. No quiero que pienses mal de él, Gervasio no era un mal hombre, sino simplemente un viejo testarudo y acostumbrado a que le obedecieran. Era viudo desde hacía muchos años y no tenía hijos, por lo menos, de su matrimonio. Me cortejó durante mucho tiempo, yo estaba sola y él me prometió… Verás, como no tenía ningún heredero legítimo, me prometió nombrar heredero a Edwin, si yo le aceptaba. Su señor feudal sancionó la unión. Debo hablarte de mi familia. Tuve a mi hija Sibila un año después de casarme con Eward y después, no sé por qué, pasó el tiempo y no hubo más. Quizá recuerdes que Eward trabajaba en Shrewsbury como maestro carpintero y grabador. Era un buen artesano, un buen maestro y un buen marido.

—¿Fuiste feliz? —preguntó Cadfael, alegrándose de oírlo de sus propios labios.

El tiempo y la distancia les habían ayudado, llevándoles finalmente al lugar que les correspondía.

—¡Muy feliz! No hubiera podido tener un marido mejor. Pero no hubo más hijos entonces. Al cumplir los diecisiete años, Sibila se casó con el jornalero de Eward, Martín Bellecote, un joven muy bueno. ¡Su matrimonio es tan feliz como lo fue el mío, gracias a Dios! Bueno, pues, al cabo de dos años, mi hija quedó encinta y yo me llevé una inmensa alegría…, ¡el primer nieto! Siempre ocurre lo mismo. Yo estaba loca de contento, cuidándola y haciendo planes para el niño. Por su parte, Eward estaba tan orgulloso como yo y, entre una cosa y otra, cualquiera hubiera dicho que éramos recién casados. No sé qué ocurrió, pero cuando Sibila estaba embarazada de cuatro meses, ¡descubro que yo también lo estoy! ¡Después de tantos años! El caso es que, a los cuarenta y cuatro años, di a luz un varón, lo mismo que mi hija, y, aunque se llevan cuatro meses, más parecen gemelos que tío y sobrino… ¡Y encima, el tío es más joven que el sobrino! Incluso se parecen porque los dos han salido a mi marido. Desde que empezaron a andar, los niños han estado tan unidos como si fueran hermanos y son los dos tan alocados como zorreznos. Así son mi hijo Edwin y mi nieto Edwy. Ninguno de los dos ha cumplido todavía los quince años. Por Edwin es por quien te pido ayuda Cadfael. Te juro que jamás ha hecho ni pudo hacer semejante maldad, pero al hombre del alguacil se le ha metido en la cabeza que fue Edwin quien vertió el veneno en el plato. Si le conocieras, Cadfael, si le conocieras, comprenderías que eso es imposible.

Eso parecía, a juzgar por el cariñoso tono maternal de su voz. Sin embargo, más de un hijo menor de quince años había matado a su padre para despejar de obstáculos su propio camino, tal como Cadfael sabía muy bien. Y él no era el padre de Edwin, y pocos lazos de afecto podían existir entre ambos.

—Háblame de tu segundo matrimonio y de las ventajas que te reportó —dijo.

—Eward murió cuando Edwin contaba nueve años, Martín se hizo cargo de la carpintería y la lleva tan bien como Eward le enseñó a llevarla. Todos vivíamos juntos hasta que Gervasio vino a encargarnos unos entrepaños para su casa y se enamoró de mí. Tenía muy buena figura, gozaba de una salud de hierro y era extremadamente atento. Me prometió, si me casaba, con él, nombrar heredero a Edwin y dejarle Mallilie. Martín y Sibila tenían tres bocas más que alimentar y me pareció oportuno asegurar el futuro de Edwin.

—Pero no fue así, y se comprende —dijo Cadfael—. Un hombre que nunca tuvo hijos y que ya era mayor, conviviendo con un muchacho tan joven…, no tenían más remedio que pelearse.

—Llevaba un poco de razón —confesó Riquilda, suspirando—. Edwin estaba muy consentido. Hacía lo que quería, se salía siempre con la suya y se escapaba constantemente con Edwy, tal como siempre había hecho. Gervasio le reprochaba que siempre anduviera mezclado con sencillos artesanos y gente del pueblo, pensaba que eran compañías impropias para un joven heredero de una mansión. Eso enfurecía a Edwin, que ama mucho a los suyos. ¡Sin contar ciertos amigos menos respetables que tenía! Cada día tenían motivos para discutir. Cuando Gervasio le pegaba, Edwin se escapaba a la carpintería de Martín y se quedaba allí varios días. Cuando Gervasio lo encerraba, se las arreglaba para salir o se vengaba de otra manera. Al final, Gervasio dijo que, puesto que el chico tenía aficiones tan plebeyas y andaba todo el día con los bribones de la ciudad, mejor sería que aprendiera un oficio en serio, ya que no servía para otra cosa. Edwin fingió tomarle la palabra y siguió el consejo al pie de la letra, provocando el enojo de Gervasio. Fue entonces cuando mi marido anunció que cedería la mansión a la abadía y se retiraría a vivir aquí. «No le importan las tierras que pensaba dejarle —dijo—. ¿Por qué molestarme en cuidarlas para semejante ingrato?». Y eso fue lo que hizo, preparó el acuerdo para que pudiéramos mudarnos aquí antes de Navidad.

—¿Y qué dijo el chico a eso? Porque supongo que nunca pensó que pudiera ser cierto.

—¡Nunca! Regresó a toda prisa, arrepentido e indignado. Aseguró que apreciaba mucho Mallilie, que jamás tuvo intención de desdeñarla y que cuidaría muy bien las tierras cuando las heredara. Pero mi marido no quiso rectificar, a pesar de que todos se lo suplicamos. Edwin estaba disgustado porque le habían hecho una promesa, y las promesas hay que cumplirlas. Pero el trato ya estaba hecho y nadie pudo convencer a mi marido de que lo anulara. No siendo su hijo, nadie pidió ni necesitó el consentimiento de Edwin…, ¡él nunca lo hubiera dado! Se marchó furioso a casa de Martín y Sibila. No le había vuelto a ver hasta hoy, y ojalá no hubiera venido. ¡Pero vino, y ahora el hombre del alguacil le persigue como a un malvado capaz de matar al marido de su propia madre! Semejante idea jamás hubiera podido anidar en la cabeza de mi niño, te lo juro, Cadfael, pero si lo detienen… ¡Oh, no podría soportarlo!

—¿No has tenido noticias desde que se fueron? Las noticias se transmiten volando por el camino principal. Creo que si le hubieran encontrado en la casa, a estas horas ya lo sabríamos.

—No me han dicho ni una sola palabra. Pero ¿a qué otro sitio hubiera podido ir? No tiene ningún motivo para ocultarse. Se fue de aquí sin saber lo que ocurriría después, simplemente estaba disgustado por el mal recibimiento.

—En tal caso, puede que no haya querido regresar a la carpintería hasta que se le pase el enfado. Los chiquillos ofendidos se esconden hasta que el miedo y el dolor desaparecen. Cuéntame lo que sucedió en la comida. Parece que Meurig fue el intermediario entre vosotros y lo trajo aquí para que hicierais las paces. Se comentó algo sobre una visita anterior…

—Pero no a mí —dijo tristemente Riquilda—. Ambos vinieron a traer el facistol que Martín había hecho para la capilla de Nuestra Señora, y Meurig se fue con mi chico a ver al anciano monje pariente suyo. Después intentó convencer a Edwin de que viniera a visitarme, pero él no quiso. Meurig es un buen chico, ha hecho todo lo que ha podido. Hoy lo consiguió, ¡pero mira lo que ha pasado! Gervasio se burló y fue tremendamente injusto con él… le dijo que había venido como un pordiosero a suplicarle que le devolviera la herencia, cosa que Edwin jamás tuvo intención de hacer. ¡Antes hubiera preferido morir! ¡Al final, te has domesticado!, le dice Gervasio. Bueno, pues, si te arrodillas, le dice, y me pides perdón por tu rebeldía, quién sabe, a lo mejor me arrepiento. ¡Arrástrate y suplícame que te dé la mansión! Siguió insultándole de esta guisa hasta que, al final, Edwin estalló, diciendo que no estaba domesticado ni jamás se dejaría domesticar por un viejo monstruo perverso y despótico, cosa que Gervasio no era, te lo aseguro, sólo un hombre testarudo y de mal carácter. ¡Oh, no sabes la de cosas que se llegaron a decir! —Riquilda suspiró con tristeza—. Pero te diré una cosa, para que Edwin perdiera los estribos hizo falta que Gervasio le pinchara mucho, lo cual dice bastante en su favor. Por mí, lo hubiera soportado, pero fue demasiado para él. Dijo lo que tenía que decir, y a gritos, por cierto. Gervasio le arrojó una bandeja y también una copa. Entonces vinieron Aldith, Aelfrico y Meurig para ayudarme a calmarle. Edwin se marchó furioso… y eso fue todo.

Cadfael guardó silencio un instante, pensando en los demás miembros de la casa. Un muchacho orgulloso y de genio exaltado hubiera podido atacar a Bonel con los puños e incluso con una daga, pero no era probable que lo hubiera hecho con un veneno. Cierto que había estado dos veces con Meurig en la enfermería y seguramente conocería dónde se guardaban las medicinas; tenía razones para estar ofendido y se le ofrecía la oportunidad de vengarse. Pero no era posible que un muchacho tan abierto y confiado tuviera el amargo y oscuro temperamento de un envenenador. Al fin y al cabo, en la casa también había otras personas.

—Esa moza, Aldith…, ¿la tienes desde hace mucho tiempo?

—Es pariente lejana —contestó Riquilda, esbozando una sonrisa casi de extrañeza—. La conozco desde que era pequeña y la llevé a casa cuando se quedó huérfana hace dos años. Es como una hija para mí.

Eso pensó Cadfael cuando vio el gesto protector de la muchacha mientras aguardaban la llegada de los representantes de la ley.

—¿Y Meurig? Tengo entendido que también era criado de maese Bonel, antes de irse a trabajar con tu yerno.

—Meurig… Bueno, verás, su madre era una criada galesa de Mallilie y, como suele ocurrir muchas veces, le hizo a su amo un bastardo. Sí, Meurig es hijo natural de Gervasio. La primera esposa de mi señor debía de ser estéril porque Meurig es el único hijo que engendró, a no ser que haya uno o dos más por el condado, de los que nosotros no tenemos noticia. Mantuvo a Angharad hasta que murió, cuidó de que Meurig estuviera bien atendido y le dio un trabajo en la mansión. Cuando nos casamos —reconoció Riquilda— tuve ciertos escrúpulos. Me pareció una crueldad que un joven tan bueno y juicioso no tuviera derecho a reclamarle nada a su padre. ¡Él jamás se quejó! Aun así, le pregunté si no le gustaría aprender un oficio con el que pudiera ganarse la vida, y contestó que sí. Entonces convencí a Gervasio de que le dejara ir con Martín para aprender el oficio de carpintero, y a él le pedí que vigilara a Edwin, tras huir éste de casa, y procurara traerle para hacer las paces con Gervasio —añadió Riquilda con voz trémula—. Nunca pensé que mi hijo cediera, pues es muy listo y sabe abrirse camino por su cuenta. Simplemente quería recuperarle. Hubo un tiempo en que me echó en cara haberle postergado en favor de mi esposo. Pero ya me había casado con él… y me daba lástima… —De pronto, se le quebró la voz e hizo una pausa—. Estoy muy contenta de Meurig, a los dos nos ha demostrado su amistad.

—Se llevaba bien con tu marido, ¿verdad? ¿No estaban enojados el uno con el otro?

—¡No, de ninguna manera! —Riquilda pareció sorprenderse de la pregunta—. Estaban muy bien avenidos y nunca hubo el menor roce. Gervasio era muy generoso con él, ¿sabes?, aunque nunca le hizo mucho caso. Y le da una buena asignación…, mejor dicho, le daba… Oh, ¿cómo se las arreglará ahora si ya no le corresponde? Tendré que pedir consejo, no entiendo nada de cuestiones legales…

Al parecer, por allí tampoco llegaría a ninguna parte, aunque Meurig sabía, como muchos otros, dónde conseguir un veneno. También lo sabía Aelfrico, que estuvo en la cabaña y vio dónde se guardaba. Si alguien salía perjudicado con la muerte de Bonel, era Meurig. Los hijos bastardos de los señores proliferaban por doquier y el hombre que sólo tenía uno era más bien moderado. El bastardo a quien se permitía aprender un oficio y recibía una asignación con que vivir, podía considerarse afortunado y no tenía motivo de queja. Meurig tendría más motivos para lamentar la muerte de su padre.

—¿Y Aelfrico?

La oscuridad del exterior hacía que la luz de la vela pareciera más brillante; el ovalado rostro de Riquilda se iluminó de repente y sus ojos resplandecieron como lunas.

—El de Aelfrico es un caso muy complicado. No creas que mi marido era peor que los de su clase o que tomaba deliberadamente más de lo que le permitía la ley. El padre de Aelfrico nació libre como tú y como yo, pero era el hijo menor de una casa que no daba siquiera para un solo hijo, por lo que, a la muerte de su padre, antes que dividirla, prefirió dejársela toda a su hermano y aceptó unas tierras destinadas a los siervos de la gleba en las propiedades de mi marido, trabajando por su cuenta como un siervo, en la creencia de que seguía siendo un hombre libre. Aelfrico tenía un hermano mayor y, cuando éste fundó una familia y pudo llevar las tierras sin él, aceptó un puesto de criado en la mansión. Cuando decidió ceder la mansión y venirse a vivir aquí, Gervasio le eligió como criado porque era de los mejores. Al decirle Aelfrico que quería marcharse a aprender un oficio, Gervasio le denunció ante la ley, alegando que era un siervo de la gleba en tanto su padre y su hermano también lo habían sido en tierras de su propiedad. El tribunal falló a favor de mi marido y él se vio convertido en siervo, pese a ser hijo de un hombre libre. Eso le duele mucho —añadió Riquilda—, jamás se ha sentido un siervo sino un hombre libre que trabajaba a cambio de un salario. Muchos son los que se encuentran en esa misma situación, sin pensar jamás que han perdido su libertad hasta que la pierden.

El silencio de Cadfael le dolió. Éste acababa de descubrir que había otro con motivos más que sobrados para vengarse y que, además, sabía dónde encontrar el medio y tenía más oportunidades que nadie para hacerlo. Sin embargo, Riquilda estaba pensando en la lamentable escena que acababa de describir e interpretó el silencio como un mudo reproche a la conducta de su marido. Y, aunque ya no quedara el menor sentimiento de aprecio, trató por lo menos de justificarle.

—Te equivocas al pensar que sólo hubo falta por una parte. Gervasio creyó estar en su derecho, y la ley le dio la razón. Que yo sepa, jamás engañó deliberadamente a nadie, pero defendía firmemente sus privilegios. Aelfrico, por su parte, agravó la situación. Gervasio jamás le acosaba ni le exigía nada porque el mozo trabajaba bien por su propia voluntad; pero ahora que no es libre, se empeña en cumplir sus obligaciones de siervo hasta el fondo… No es servilismo sino arrogancia, arrastra voluntariamente sus cadenas. Obrando así, ofendía a mi marido y creo sinceramente que, al final, acabaron odiándose. Y todavía está enamorado de Aldith… ¡Nunca le ha dicho ni una sola palabra, pero lo sé! La mira como si se le escapara el corazón del pecho, pero ¿qué puede ofrecerle un siervo a una joven libre como ella? Por si fuera poco, Meurig también le ha echado el ojo y tiene un temperamento mucho más jovial que el suyo. No sabes la de angustias y pesares que hemos sufrido en esta casa, Cadfael. ¡Y ahora, esto! ¡Ayúdame, te lo ruego! ¿Quién lo hará sino tú? ¡Ayuda a mi chico! Creo que puedes hacerlo, y lo harás.

—Puedo prometerte que haré todo lo posible por descubrir al asesino de tu marido —dijo Cadfael, tras reflexionar un instante—. Eso lo haré, quienquiera que sea. ¿Te quedas más tranquila?

—¡Sí! —contestó Riquilda—. Sé que Edwin es inocente. Tú no lo sabes todavía. ¡Pero lo sabrás!

—¡Buena chica! —exclamó jovialmente Cadfael—. Así te recuerdo de antaño. Y ya desde ahora, antes de que tu certeza se convierta también en mía, te puedo prometer otra cosa. Sí, ayudaré a tu hijo en toda la medida de lo posible tanto si es culpable como si es inocente, aunque sin ocultar jamás la verdad. ¿Te parece bien?

Riquilda asintió, sin poder hablar a causa de la emoción que la embargaba. Las tensiones no sólo de aquel aciago día sino también de los anteriores, se reflejaron de pronto en su rostro.

—Me temo —dijo Cadfael con dulzura— que te alejaste demasiado de los tuyos, Riquilda, casándote con el señor de una mansión.

—¡Tienes razón! —dijo ella, rompiendo finalmente a llorar con la cabeza apoyada en su hombro.