II

mediados de diciembre el adusto criado Aelfrico regresó a los huertos en busca de hierbas para la cocina de su ama. Ya se había convertido en una figura lo suficientemente conocida como para diluirse en medio del ajetreo y las idas y venidas que habitualmente se producían en el gran patio, donde su solitario silencio solía pasar inadvertido. Cadfael le había visto por las mañanas, pasando por la panadería y la mantequería para recoger las diarias hogazas y medidas de cerveza, siempre mudo, siempre como si tuviera un propósito determinado, con paso rápido y expresión reconcentrada, como si el menor retraso por su parte pudiera entrañar un castigo, cosa que quizá era cierta. Fray Marcos, atraído por un alma al parecer tan solitaria e inquieta como era la suya en otros tiempos, hizo algún intento de trabar conversación con el joven, pero con muy poca fortuna.

—Habla muy poco —dijo Marcos con expresión pensativa, apoyando los pies en el banco de la cabaña de Cadfael mientras removía una pomada—. No creo que fuera tan retraído si no tuviera algo en la cabeza. Cuando le saludo, a veces sonríe un poco, pero nunca se detiene a conversar.

—Tiene cosas que hacer y acaso un amo difícil de contentar —señaló Cadfael.

—Se comenta que está algo indispuesto desde que se mudaron aquí —añadió Marcos—. Me refiero al amo. No verdaderamente enfermo, pero un poco apagado y sin apetito.

—También yo lo estaría —replicó Cadfael— si sólo tuviera que sentarme a pensar en las musarañas y preguntarme si hice bien en desprenderme de mis tierras a pesar de mi vejez. Lo que a primera vista parece una cómoda vida de contemplación, puede ser algo muy duro en la realidad.

—La moza es muy bella —sentenció Marcos—. ¿La habéis visto?

—No. Y tú, muchacho, deberías apartar los ojos de las mujeres. ¿Muy bella dices que es?

—Mucho. No muy alta, redonda y rubia, de abundante cabello y ojos negros. Son de mucho efecto el cabello rubio y los ojos negros. Ayer la vi entrar en el establo con un mensaje para Aelfrico. Cuando se marchó, el mozo la miró con expresión muy rara. A lo mejor, ella es la causa de todos sus males.

Bien pudiera ser, pensó Cadfael, si él era un siervo y la moza una mujer libre. Probablemente no quería poner los ojos en algo tan bajo como el siervo con quien se tropezaba diariamente en la casa, allí con más frecuencia todavía que en la mansión de Mallilie.

—También podría ser la causa de los tuyos, muchacho, si fray Jerónimo o el prior Roberto te sorprenden mirándola —le advirtió Cadfael—. Si no tienes más remedio que admirar a una hermosa doncella, hazlo por el rabillo del ojo. No olvides que están reformando nuestra regla.

—¡Tendré cuidado!

Marcos ya le había perdido el miedo a fray Cadfael, de quien había aprendido en cierto modo unas heterodoxas ideas sobre lo permisible y lo no permisible. Sea como fuere, la vocación del muchacho ya no era dudosa ni corría peligro. En tiempos menos revueltos, quizá hubiera obtenido licencia para estudiar en Oxford, pero, aun sin esa oportunidad, Cadfael estaba razonablemente seguro de que acabaría por ordenarse sacerdote, y un buen sacerdote, consciente de la existencia de las mujeres en el mundo y respetuoso de su presencia y dignidad. Marcos, que había llegado al claustro en contra de su voluntad, encontró allí el lugar que mejor le correspondía. No todos tenían la misma suerte.

La tarde de un nublado día, Aelfrico se presentó en la cabaña, pidiendo un poco de menta seca.

—Mi ama quiere preparar un cordial de menta para mi amo.

—Me han dicho que está un poco bajo de ánimo y salud —comentó Cadfael, rebuscando entre las bolsas de lino que rezumaban dulces y embriagadores aromas.

Las aletas de la nariz del joven se estremecieron y ensancharon de placer inhalando los intensos perfumes. Bajo la suave luz de la cabaña, sus crispadas facciones se relajaron un poco.

—No tiene nada de particular, es más una cosa de la mente que del cuerpo. Se pondrá bien cuando se anime un poco. Los parientes lo traen de cabeza —explicó Aelfrico, dando una inesperada muestra de confianza.

—Y eso repercute en todos vosotros, incluso en la señora —dijo Cadfael.

—Hace por él todo lo que podría hacer una mujer, no se le puede reprochar nada. Este trastorno le ha enemistado con todo el mundo, incluso consigo mismo. Esperaba que su hijo viniera corriendo y se humillara ante él para recuperar la herencia antes de que se formalizara el trato, pero ha sufrido una decepción. Está muy amargado.

Cadfael le miró, sorprendido.

—¿Quieres decir que ha desheredado a su hijo para entregar su herencia a la abadía? ¿Para despechar al chico? Legalmente no podría hacerlo. Ningún monasterio aceptaría semejante ganga sin el consentimiento del heredero.

—Es que no se trata de su verdadero hijo —Aelfrico se encogió de hombros y sacudió la cabeza—. Es el hijo del anterior matrimonio de su mujer, por eso no tiene ningún derecho legal. Cierto que él otorgó testamento nombrándolo heredero, pero el acuerdo con la abadía lo deja sin efecto…, o lo dejará cuando sea sellado en presencia de testigos. La ley no le ampara. Se distanciaron y ahora el chico ha perdido la mansión que esperaba y no hay más que decir.

—¿Qué falta le hizo merecedor de tal trato? —preguntó Cadfael.

Aelfrico encogió sus hombros huesudos, anchos y erguidos, mientras Cadfael le observaba con interés.

—Es joven y desobediente. Mi amo es viejo e irritable y no está acostumbrado a que le lleven la contraria. Tampoco lo estaba el chico; se resistió mucho cuando vio que ponían límites a su libertad.

—¿Y qué ha sido de él ahora? Si no recuerdo mal, me dijiste que erais sólo cuatro en la casa.

—Es tan terco como mi amo y se ha ido a vivir con su hermana casada y su familia para aprender un oficio. Esperaban que volviera con el rabo entre las piernas, mi señor contaba con ello. Pero no ha habido ni una señal, y dudo que la haya.

La situación debía de ser muy dolorosa para la madre del joven desheredado, pensó tristemente Cadfael. Y comprendió la melancolía del viejo, que probablemente se había arrepentido de su decisión.

—Tendrá que desmenuzarla ella misma, pero así conserva mejor el aroma —dijo Cadfael, entregándole al criado un manojo de menta con las hojas todavía enteras y con restos de su color verde inicial por haber sido secada al calor del estío—. Si quiere más y me lo dices de antemano, yo mismo se la picaré, pero esta vez no la haremos esperar. Confío en que eso le dulcifique un poco el corazón, tanto por él como por ella. Y también por ti —añadió, dándole al mozo una cariñosa palmada en el hombro.

Las tensas facciones de Aelfrico se suavizaron en una especie de mueca semejante a una sonrisa, aunque más bien amarga y resignada.

—Los siervos de la gleba están ahí para convertirse en chivos expiatorios —dijo el mozo con súbita violencia.

Después se retiró a toda prisa, murmurando por lo bajo unas palabras de agradecimiento.

Al llegar la Navidad, era costumbre que muchos mercaderes de Shrewsbury y numerosos señores de las mansiones de la comarca dedicaran un culpable pensamiento al bien de sus almas y a su condición de devotos cristianos, buscando pequeños medios de adquirir méritos, cuanto más baratos, mejor. La comida conventual, a base de legumbres, alubias, pescado y, ocasionalmente, un poco de carne, mejoraba con las súbitas aportaciones de carne y pollo destinadas a los monjes de San Pedro. Las tortas de miel, los frutos secos, las gallinas e incluso, a veces, un pernil de venado, servían para alegrar la pitanza y convertir un sacramento en una insólita indulgencia y un día laborable en una fiesta.

Algunos seleccionaban sus dádivas y procuraban que las limosnas llegaran al abad o al prior, en la creencia de que las oraciones de éstos les serían de más provecho que las de los humildes monjes. Un caballero del sur del condado de Shrop, ignorante de que el abad Heriberto había sido llamado a Londres, envió para su deleite una perdiz en espléndidas condiciones después de una estación especialmente propicia. El prior Roberto la recibió con placer, y la envió a la cocina para que Pedro preparara con ella un plato exquisito.

Pedro, que estaba disgustado por lo ocurrido con el abad Heriberto, contempló con rabia la hermosa pieza y estuvo tentado de estropearla, quemándola o asándola demasiado o sirviéndola con una salsa que destruyera su perfección. Pero era un cocinero orgulloso de sus habilidades, y no pudo hacerlo. Lo «peor» que se le ocurrió fue prepararla tal como a él le gustaba, con vino tinto y una aromática salsa muy picante, cocida a fuego lento, en la esperanza de que el prior Roberto no pudiera digerirla.

El prior estaba muy satisfecho de su encumbrada posición y confiaba en alcanzar en un futuro no lejano la mitra abacial. También se alegraba de la donación de Mallilie, que había estudiado a través de los informes del administrador y le parecía un regalo extraordinariamente generoso. No cabía duda de que Gervasio Bonel se había dejado llevar excesivamente por la ira, de otro modo no hubiera cambiado semejante propiedad por las simples necesidades de la vida cuando ya había superado los sesenta años y no podría gozar mucho tiempo de su retiro. No costaría demasiado ofrecerle unas cuantas atenciones adicionales. Fray Jerónimo, que siempre se enteraba de todas las noticias, tanto dentro como fuera del monasterio, le había comentado que maese Bonel estaba un poco desanimado y apenas tenía apetito. Tal vez apreciaría el pequeño obsequio de un plato de la mesa del abad. Habría más que suficiente, pues la perdiz era un ave de carnes abundantes.

Pedro estaba rellenando amorosamente la rechoncha perdiz con salsa de vino, una pizca de romero y un poco de ruda, cuando el prior Roberto entró en la cocina, imperialmente alto y papalmente austero. Se detuvo ante la olla y aspiró con su alabastrina nariz el tentador aroma mientras sus gélidos ojos estudiaban el aspecto de aquel plato, tan atrayante como su fragancia. Pedro se agachó para ocultar su rostro, tan amargo como la hiel, y reanudó su trabajo confiando en que sus mejores esfuerzos tropezaran con un paladar inepto y causaran desagrado en lugar de placer. Sin embargo, no caería esa breva. El aroma le gustó tanto a Roberto que poco faltó para que abandonara su generoso propósito de compartir aquella satisfacción. Faltó poco, pero no todo. Mallilie era una propiedad francamente apetecible.

—Me han contado —dijo el prior— que nuestro huésped de la casa del estanque no anda bien de salud y ha perdido el apetito. Aparta una porción de este plato y envíaselo al enfermo con mis mejores deseos, Pedro, como un detalle especial después del principal plato del día. Deshuésalo y sírvelo en una de mis escudillas. Si no le apetecen otras comidas, esto seguramente le gustará, y agradecerá la atención. Tiene un aroma excelente —añadió Roberto con toda sinceridad.

—Hago lo que puedo —chirrió Pedro, sintiendo casi el deseo de poder deshacer su obra.

—Como todos —reconoció austeramente Roberto—, es nuestra obligación.

El prior se retiró tan majestuosamente como había entrado, alegrándose de aquella feliz circunstancia y del venturoso estado de su espíritu. El hermano Pedro le miró frunciendo el ceño y reprendió a sus dos sollastres, que solían retirarse a un rincón de la cocina cuando él preparaba algún plato, aunque siempre estaban preparados para obedecer sus órdenes.

Incluso para Pedro, las órdenes eran las órdenes. El hermano cocinero hizo lo que le habían mandado, pero a su manera, procurando que la ración del huésped contuviera los trozos más apetitosos y una mayor cantidad de salsa.

—Conque ha perdido el apetito, ¿eh? —dijo, tras probar el plato por última vez, sin poder reprimir su satisfacción—. Pues esto sería capaz de inducir a un hombre en su lecho de muerte a terminarse hasta la última gota.

Mientras se dirigía al refectorio, fray Cadfael vio a Aelfrico cruzando el gran patio desde la cocina del abad hacia la caseta de vigilancia, con una bandeja de madera de altos bordes llena de platos tapados. Los huéspedes disfrutaban de una dieta un poco más sustanciosa que la de los monjes, aunque en realidad sólo difería en la cantidad de carne, que, en la época del año en que estaban, sería cecina. A juzgar por el aroma de la bandeja, les habrían preparado carne hervida con cebollas, con guarnición de alubias. Un pequeño cuenco tapado despedía un aroma mucho más apetitoso. Estaba claro que el huésped iba a disfrutar de un plato especial, antes de comerse las manzanas del vergel. Aelfrico sostenía la pesada bandeja con cuidadosa concentración, empeñado en trasladarla cuanto antes a la casa del estanque. El camino no era muy largo. Al salir de la caseta de vigilancia, se giraba a la izquierda hasta el límite de la muralla del monasterio, después se pasaba por delante del estanque del molino, se volvía a girar a la izquierda y la primera casa que se encontraba era el destino de Aelfrico. Un poco más allá se encontraba el puente del Severn, y la muralla y la puerta de Shrewsbury. No estaba lejos, pero lo bastante como para que en diciembre la comida se enfriara. En la casa, aunque apenas se cocinaba, habría sin duda una buena chimenea y cacerolas y platos en abundancia, aparte de la leña incluida en el trato.

Cadfael llegó al refectorio. La comida consistía en un poco de carne hervida con alubias, tal como él había previsto. No habría ningún plato especial. Fray Ricardo, el viceprior, presidió la refección. El prior Roberto comió en privado en los aposentos que ya consideraba como propios. La perdiz le pareció exquisita.

Se acababa de rezar la acción de gracias después de la carne y los monjes se estaban levantando de la mesa, cuando de pronto la puerta se abrió casi ante las narices de fray Ricardo y un hermano lego de la portería irrumpió en la sala. Con palabras inconexas preguntó por fray Edmundo, aunque le faltó el aliento para explicar de qué se trataba.

—Maese Bonel… La criada ha venido corriendo en busca de ayuda. —El lego respiró hondo y consiguió reprimir los jadeos el tiempo suficiente como para hablar con claridad—. Se ha puesto muy enfermo, parece que está a las puertas de la muerte… ¡Su ama pide que alguien acuda en su auxilio!

Fray Edmundo lo asió por el brazo.

—¿Qué le ocurre? ¿Es un ataque? ¿Una convulsión?

—No, por lo que ha dicho la moza, no es eso. Comió con buen apetito y parecía muy contento, pero un cuarto de hora más tarde empezó a notar hormigueos en la boca y la garganta. Sintió ganas de vomitar pero no pudo hacerlo. Los labios y el cuello se le han quedado rígidos y duros como una piedra… ¡Eso dijo la chica!

A juzgar por la descripción, la muchacha debía de ser un buen testigo, pensó Cadfael, encaminándose hacia la puerta para dirigirse a su cabaña del huerto.

—Adelantaos, Edmundo, me reuniré con vos en seguida. Llevaré lo que pueda hacer falta.

Salió corriendo y Edmundo hizo lo propio. El mensajero regresó casi sin resuello a la caseta de vigilancia, donde le esperaba la criada. Hormigueo en los labios, la boca y la garganta, pensó Cadfael mientras corría hacia el huerto, hormigueo y después rigidez, y una urgente necesidad de vomitar lo que había comido, pero sin conseguir hacerlo. Y un cuarto de hora después de comer, si la sustancia estaba en los platos que comió. Quizás ya sería demasiado tarde para administrarle la mostaza que le provocaría el vómito, pero tenía que intentarlo. Aunque probablemente no sería más que una simple indisposición provocada por un normal desacuerdo entre un hombre malhumorado y una comida perfectamente saludable. Cualquier otra cosa hubiera sido imposible. Pero el hormigueo en la boca y la garganta y la rigidez subsiguiente… Aquello más parecía una violenta enfermedad presenciada por él en cierta ocasión y que a punto estuvo de costarle la vida a la víctima; conocía muy bien su causa. Cadfael tomó apresuradamente de los estantes las medicinas que necesitaba y corrió hacia la caseta de vigilancia.

A pesar de la fría temperatura de aquel día de diciembre, la puerta de la primera casa más allá del estanque del molino estaba abierta de par en par. A su alrededor reinaba el silencio, pero dentro se oían murmullos de temblorosa agitación y confusión, rumores de voces apagadas y movimientos sigilosos. Una excelente casa, con tres habitaciones, la cocina, y en la puerta trasera un jardín que bajaba hasta el estanque. Cadfael la conocía muy bien porque había visitado al anterior huésped a propósito de un asunto mucho menos desesperado. La puerta de la cocina no daba al estanque sino a la ciudad de Shrewsbury, al otro lado del río. La luz norteña a aquella hora del día y en aquella época del año hacía que el interior resultara un poco oscuro, aunque la ventana que daba al sur tenía los postigos abiertos para permitir la entrada de luz y aire sobre el brasero que se facilitaba a los huéspedes con los utensilios de la cocina. Cadfael vio el grisáceo brillo del agua agitada por el viento; en aquella parte, la franja del jardín era estrecha, aunque la casa se había construido muy por encima del nivel del agua.

Junto a la puerta interior, de la que se escapaban murmullos de voces asustadas, una mujer permanecía de pie, esperándole temblorosa, con las manos fuertemente entrelazadas bajo el pecho. Cuando la mujer se adelantó al verle entrar, Cadfael pudo distinguirla con toda claridad. Debía de tener más o menos su misma edad y estatura. Vestía un pulcro y sencillo atuendo, llevaba el cabello oscuro, con alguna que otra hebra de plata, trenzado y recogido hacia arriba, y en su lozano rostro ovalado no se observaban más que los agradables surcos que la alegría y el buen humor habían marcado en el ángulo exterior de sus hermosos ojos castaños oscuros. Sus carnosos labios eran también extremadamente atractivos. Pero, en aquellos momentos, la alegría había desaparecido de su semblante y la mujer se retorcía las manos angustiada, sin que ello bastara para empañar su hermosura, intacta a lo largo de los cuarenta y dos años transcurridos.

Cadfael la reconoció en seguida. Llevaba sin verla desde que ambos tenían diecisiete años y se comprometieron en matrimonio sin que nadie lo supiera. De haberse enterado la familia de la muchacha, probablemente hubiera cortado la relación por lo sano. Pero él abrazó la Cruz y zarpó rumbo a Tierra Santa. Y a pesar de sus promesas de volver, se olvidó de todo en medio de la fiebre, el ardor y el peligro de una vida repartida como soldado en tierra y marinero en la mar, y tardó demasiado en regresar. Por su parte y pese a su promesa, ella se cansó de esperarle y, al final, obedeció a los requerimientos de sus padres y se casó con un hombre de existencia más estable, cosa que nadie podía reprocharle. Cadfael confiaba en que hubiera sido feliz, pero jamás en su vida hubiera imaginado que se reencontrarían allí. No se casó con Bonel, señor de una mansión norteña, sino con un honrado artesano de Shrewsbury. No esperaba encontrarla y no tenía tiempo para preguntas.

Pero la reconoció en seguida. ¡Al cabo de cuarenta y dos años, pudo reconocerla! Por lo visto, no había olvidado demasiadas cosas. La ansiedad con la cual se inclinó hacia él, la forma de ladear la cabeza, incluso la manera de recogerse el cabello; y sobre todo los ojos, grandes, sinceros y claros como la luz a pesar de ser tan negros.

Por suerte, en aquel momento ella no le reconoció. ¿Cómo hubiera podido? Debía de estar mucho más cambiado que ella; medio mundo le había marcado, alterado y adaptado, modificando toda la configuración de su cuerpo y su mente. Sólo veía en él a un monje que sabía de hierbas y remedios y cuya ayuda había solicitado para su marido enfermo.

—Por aquí, hermano…, está aquí dentro. El enfermero lo ha acostado. ¡Ayudadle, os lo ruego!

—Si puedo y Dios lo quiere —contestó Cadfael, entrando con ella en la estancia contigua.

La habitación principal de la casa estaba amueblada sencillamente, con una mesa y unos bancos, y mostraba los restos diseminados de una comida interrumpida por algo más que la repentina indisposición de un hombre. Sea como fuere, habían dicho que tras la comida parecía encontrarse bien; sin embargo, allí había trozos de platos rotos, caóticamente esparcidos sobre la mesa y el suelo. Rápidamente entraron al dormitorio.

Fray Edmundo se levantó del asiento al lado de la cama, mirando a su compañero con expresión abatida. Había conseguido calmar un poco al enfermo, colocándole sobre la cama envuelto en una manta, pero poco más podía hacer. Cadfael se acercó y miró a Gervasio Bonel, un hombre alto y fuerte, con abundante cabello castaño entrecano y una corta barba ahora mojada por la saliva que se escapaba por las comisuras de una rígida boca entreabierta. Tenía el rostro de un plomizo color azul y las pupilas dilatadas e inmóviles. Sus hermosas y recias facciones estaban congeladas en una rígida máscara. Cadfael le tomó el pulso y comprobó que era débil e irregular, y que respiraba superficial y entrecortadamente. Los perfiles de la mandíbula y la garganta parecían de piedra.

—Traedme una escudilla —dijo Cadfael, arrodillándose—, y que batan un par de claras de huevo con un poco de leche. Intentaremos sacárselo, aunque me temo que ya es demasiado tarde y puede hacerle tanto daño al subir como al bajar.

No se volvió a mirar quién corría a cumplir su encargo.

No se había percatado todavía de que en la casa había otras tres personas, aparte de fray Edmundo, la señora Bonel y el enfermo. Aelfrico y la doncella, sin duda, pero a la tercera sólo la reconoció cuando alguien se inclinó para acercar una escudilla de madera al lívido rostro del paciente y ladeó su cabeza sobre ella.

Cadfael aprobó aquel rápido y silencioso gesto y, al levantar los ojos, vio el horrorizado rostro de Meurig, el sobrino nieto galés de fray Rhys.

—¡Muy bien! Levantadle la cabeza, Edmundo, y sostenedle bien la frente.

No fue difícil introducir la mezcla emética de mostaza por la boca entreabierta, pero la garganta tuvo dificultades para tragarla y buena parte del líquido resbaló por la barba hacia la escudilla. A fray Edmundo le temblaron las manos mientras aguantaba la atormentada cabeza, y lo mismo le ocurrió a Meurig, que sostenía la escudilla. El vigoroso cuerpo experimentó una convulsión que le debilitó todavía más el pulso. Ya era tarde para Gervasio Bonel. Cadfael se dio por vencido y dejó que cesara el paroxismo, temiendo empeorar las cosas.

—Dadme la leche y los huevos.

Introdujo el líquido muy despacio en la boca abierta, sin importarle que una parte resbalara por la rígida garganta, en cantidades muy pequeñas para que Bonel no corriera el riesgo de atragantarse. Demasiado tarde para evitar los estragos producidos por el veneno en la garganta, pero tal vez aún sería posible aliviar las partes dañadas y mejorar su situación por medio de una película protectora. Cadfael siguió administrando al enfermo pequeñas cucharaditas mientras los presentes lo observaban todo en silencio y casi conteniendo la respiración.

El enorme cuerpo aparecía encogido e inmóvil sobre la cama, el errático pulso era cada vez más débil y los ojos estaban empañados. Los músculos de la garganta ya no hacían el menor esfuerzo por tragar, sino que estaban totalmente rígidos y petrificados. El final se produjo de golpe y consistió simplemente en el cese de la respiración y el pulso.

Fray Cadfael dejó la cuchara en el cuenco de leche y se sentó sobre los talones; después, contempló el círculo de aterrados y perplejos rostros y por primera vez los vio con absoluta claridad: Meurig, sosteniendo en sus trémulas manos el cuenco con su horrible contenido; Aelfrico, pálido y asustado, mirando la cama por encima de los hombros de fray Edmundo; la doncella (fray Marcos no había exagerado, era muy bonita, de cabello rubio y grandes ojos negros), paralizada por el espanto y con ambas manos cerradas en puño sobre la boca, demasiado sobresaltada para poder llorar; y la viuda, la señora Bonel, antaño Riquilda Vaughan, contemplando con rostro de mármol y ojos llorosos el cadáver de su marido.

—Ya no podemos hacer nada más por él —dijo fray Cadfael—. Ha muerto.

Todos se movieron brevemente, como sacudidos por una repentina ráfaga de viento. Las lágrimas de la viuda rodaron por su inmóvil rostro, como si todavía estuviera demasiado aturdida para comprender la razón. Fray Edmundo apoyó una mano en su brazo y le dijo en un afectuoso susurro:

—Necesitaréis que os ayuden. Estoy muy apenado, todos lo estamos. Nos encargaremos de todo lo que sea preciso. Lo trasladaremos a nuestra capilla hasta que se tomen las disposiciones pertinentes. Mandaré que…

—No —dijo Cadfael, levantándose con las piernas entumecidas—, eso todavía no se puede hacer, Edmundo. No ha sido una muerte natural. Ha muerto a causa de un veneno ingerido con la comida. Es asunto del alguacil. No podemos tocar ni retirar nada de aquí hasta que sus oficiales lo hayan examinado.

—Pero ¿cómo puede ser? —dijo Aelfrico con voz enronquecida por la emoción—. ¡No es posible! Todos hemos comido lo mismo. Tendríamos que haber sufrido los mismos efectos.

—¡Es verdad! —terció la viuda con un hilillo de voz, sollozando sin poderlo evitar.

—Menos aquel platito —señaló la criada en tono temeroso, pero decidido, ruborizándose por la osadía de hablar. Aun así, añadió con firmeza—: El que le envió el prior.

—Pero eso formaba parte de la comida del prior —replicó Aelfrico, escandalizado—. El hermano Pedro me dijo que tenía orden de apartar una ración y enviársela a mi amo con sus mejores deseos, a ver si eso le abría el apetito.

Fray Edmundo miró aterrado a fray Cadfael y vio su inquietante pensamiento reflejado en los ojos de su compañero.

—Voy a ver al prior —se apresuró a decir—. ¡Dios quiera que no le haya ocurrido nada! Mandaré avisar al alguacil, o quiera el cielo que eso pueda hacerlo el propio prior. Hermano, quedaos aquí hasta que regrese y cuidad de que no se toque nada.

—Así lo haré —dijo Cadfael con rostro apesadumbrado.

Tan pronto como las agitadas pisadas de las sandalias de fray Edmundo se perdieron por el camino, Cadfael hizo salir a los aturdidos presentes hacia la estancia exterior, lejos de la horrible atmósfera del dormitorio, llena de enfermedad, sudor y muerte. Y también de otra cosa, débil y persistente, a pesar de la variada combinación de olores que allí se respiraba; algo que estaba seguro de poder identificar si tuviera un momento para pensar con calma.

—No había nada que hacer —dijo en tono comprensivo—. No podemos hacer nada sin autorización, hay una muerte de por medio. Pero tampoco es necesario que os quedéis allí, alimentando vuestro dolor. Sentaos aquí afuera. Si hay vino o cerveza en aquella jarra, sírvele una copa a tu ama y toma tú también un poco, siéntate y procura serenarte, hija mía. La abadía os había acogido y ahora os ayudará en todo lo posible.

Todos siguieron sus indicaciones en sobrecogido silencio. Sólo Aelfrico contempló con impotencia los platos rotos y la desordenada mesa y preguntó con trémula voz, recordando sus obligaciones como criado.

—¿Puedo retirar todo esto?

—No, no toques nada todavía. El alguacil tiene que verlo así antes de que lo arreglemos.

Cadfael se levantó y regresó un momento al dormitorio, cerrando la puerta. El curioso aroma era casi imperceptible en medio del fuerte olor del vómito, pero él se inclinó sobre los labios entreabiertos del difunto y volvió a percibirlo con más claridad. La nariz de Cadfael era chata y estaba curtida por el sol y la intemperie, pero su olfato era tan agudo e infalible como el de un ciervo.

Ninguna otra cosa le llamaba la atención en aquella cámara mortuoria. Regresó a la habitación contigua para reunirse con los demás. La viuda permanecía sentada con las manos fuertemente entrelazadas sobre el regazo, sacudiendo la cabeza sin dar crédito a lo ocurrido, mientras murmuraba por lo bajo una y otra vez:

—Pero ¿cómo ha podido suceder? ¿Cómo ha podido suceder?

Sentada a su lado, sin haber derramado todavía ni una sola lágrima, la doncella le rodeaba los hombros con su brazo, en gesto celosamente protector; estaba claro que aquello era algo más que el afecto de una criada.

Los dos jóvenes iban de un lado para otro, sin poder estarse quietos. Cadfael se retiró a un rincón en sombras y observó con sus perspicaces ojos la desordenada mesa. Tres cubiertos, tres copas, una de ellas en el lugar correspondiente al señor de la casa, donde una silla que sustituía los bancos sin respaldo aparecía volcada en medio de un charco de cerveza. Debió de ocurrir cuando Bonel se sintió indispuesto y se levantó a toda prisa. El gran plato que contenía la comida principal estaba en el centro, todavía con las sobras frías. La comida de un trinchero apenas se había tocado, la de los demás platos se había terminado casi en su totalidad. Cinco personas, no, aparentemente seis, comieron de aquel plato, y todas, salvo una, habían resultado indemnes. Había también una escudilla del abad Heriberto, la misma que había visto en la bandeja de Aelfrico cuando se cruzó con él en el patio. Sólo quedaban en ella unos pequeños restos de salsa; por lo visto, el obsequio del prior Roberto había sido altamente apreciado.

—¿Nadie más que maese Bonel probó la comida de este plato? —preguntó Cadfael, inclinándose para aspirar el olor.

—No —contestó la viuda con voz temblorosa—. Lo enviaron como un obsequio especial para mi marido…, una amable atención.

Y él se lo había comido todo. Con fatales consecuencias.

—¿Y vosotros tres, Meurig, Aelfrico…, y tú, hija mía, todavía no sé cómo te llamas…?

—Aldith —contestó la moza.

—¡Aldith! ¿Vosotros tres comisteis en la cocina?

—Sí. Yo tenía que conservar caliente el plato especial mientras comían lo otro, y encargarme de servir. Aelfrico siempre come allí. Y Meurig, cuando nos visita —la muchacha hizo una brevísima pausa mientras un leve rubor le teñía las mejillas—, me hace compañía.

Conque por allí soplaban los vientos. Bueno, no tenía nada de extraño: la joven era una criatura verdaderamente deliciosa.

Cadfael se dirigió a la cocina y vio que todas las ollas y cacerolas estaban perfectamente limpias y ordenadas, lo cual significaba que la chica era no sólo bonita sino también hacendosa. El brasero tenía unas piezas de hierro acopladas a ambos lados para sostener una rejilla de hierro sobre el calor, y allí debió de descansar sin duda la escudilla mientras maese Bonel se comía lo otro. Había dos bancos adosados a la pared, cerca del brasero, y, sobre la repisa de la ventana abierta, Cadfael vio tres platos de madera, todos usados. En la estancia, a su espalda, el silencio resultaba opresivo y siniestro a la vez. Fray Cadfael salió por la puerta de la cocina y miró hacia el camino.

Afortunadamente, no tendrían que enfrentarse con una segunda muerte todavía más inquietante que la primera: el prior Roberto, demasiado digno como para correr, pero dotado de unas piernas tan largas que fray Edmundo tenía que trotar para seguir sus rápidas zancadas, avanzaba por el camino en augusta consternación, con el hábito volando a su espalda.

—He enviado un hermano lego a Shrewsbury —dijo el prior, dirigiéndose a los moradores de la casa— para que informe al alguacil de lo ocurrido, pues según me dicen… ¡Señora, lamento vuestra pérdida!… La muerte no ha sido por causas naturales, sino provocada por un veneno. Este hecho tan espantoso, aunque evidentemente repercute en nuestra casa, ha tenido lugar fuera de nuestras murallas y fuera de la jurisdicción de nuestra abadía. —El prior se alegraba de ello, ¡y con razón!—. Sólo las autoridades seculares son competentes en este asunto. Pero le ofrecemos toda la ayuda que necesite. Es nuestra obligación.

Por mucha deferencia que mostrara hacia la viuda y por muy bien elegidas que estuvieran sus palabras de condolencia y sus promesas de ayuda para el entierro, el prior hablaba en tono indignado. ¿Cómo se atrevía a ocurrir semejante cosa durante su mandato en su recién estrenado cargo de abad y por medio de un regalo suyo? Esperaba tranquilizar a la viuda con un funeral solemne y un entierro en algún oscuro rincón de la iglesia, traspasarle el asunto al alguacil y procurar que todo quedara olvidado a la mayor brevedad posible. Roberto experimentó una sensación de repugnancia y desagrado cuando se acercó al dormitorio, se inclinó brevemente ante el muerto, musitó una apresurada plegaria y volvió a cerrar la puerta. En cierto sentido, culpaba a todos los habitantes de aquella casa de los trastornos que aquel hecho le acarrearía, pero sobre todo estaba molesto con Cadfael por su rotunda afirmación de que se trataba de un caso de envenenamiento. El monasterio se veía obligado a examinar por lo menos las circunstancias. Además, estaba la cuestión del acuerdo todavía no sellado y la alarmante posibilidad de que Mallilie se le escapara de las manos. Muerto Bonel antes de la firma definitiva del acuerdo, ¿a quién pertenecía ahora la apetitosa propiedad? ¿Se podría retener mediante un rápido compromiso con el hipotético heredero antes de que éste tuviera tiempo de analizar las consecuencias de la firma del documento?

—Hermano —dijo Roberto, mirando desde lo alto de su desdeñosa nariz a Cadfael, por lo menos una cabeza más bajo que él—, decís que aquí se ha utilizado un veneno. Antes de sugerir esa horrenda posibilidad a los representantes del alguacil, en vez de culpar a un erróneo uso accidental de una sustancia o incluso a una repentina enfermedad, ¡tal como a veces les ocurre a personas que gozan aparentemente de buena salud!, me gustaría escuchar vuestras razones para una afirmación tan tajante. ¿Cómo lo sabéis? ¿En qué fundamentáis vuestras aseveraciones?

—En el carácter de la indisposición —contestó Cadfael—. Le escocían los labios, la boca y la garganta y después sufrió rigidez en esas partes del cuerpo al extremo de no poder tragar ni respirar, a lo cual se añadió luego rigidez en todo el cuerpo y suma debilidad de los latidos del corazón. Tenía los ojos enormemente dilatados. Todo eso lo he visto en otra ocasión. En aquel entonces supe lo que el hombre había ingerido porque sostenía el frasco en la mano. Es posible que lo recordéis, ocurrió hace unos años. Durante la feria un carretero borracho entró en mi cabaña y pensó que había encontrado un frasco de fuerte licor. En aquel caso, pude salvarle porque acababa de beberse el veneno. Pero ahora llegué demasiado tarde. Sin embargo, reconocí los signos y sé de qué veneno se trata. Lo deduzco por el olor que le ha quedado en los labios y en las sobras del plato que comió, precisamente el que vos le enviasteis.

Si el rostro del prior Roberto palideció ante las posibles consecuencias, apenas se notó, ya que su tez conservó el mismo color marfileño de siempre. En realidad, no era un hombre timorato.

—¿Cuál es ese veneno, si tan seguro estáis de vuestro juicio? —preguntó sin andarse con rodeos.

—Es un aceite que preparo para friegas en las articulaciones doloridas. Procede de la botella en que lo conservo en mi cabaña o bien de una pequeña cantidad tomada de allí, y sólo conozco un lugar donde lo hay, y es nuestra enfermería. El veneno es el acónito, llamado también matalobos. Su raíz es excelente para las friegas contra el dolor, pero si se ingiere es un fuerte veneno.

—Si vos podéis hacer medicinas con esa planta —dijo el prior Roberto con gélida displicencia—, otros también podrán, y es muy posible que proceda de una fuente muy distinta y no de nuestra casa.

—Lo dudo mucho —replicó testarudo Cadfael—. Conozco muy bien mi medicina y noto no sólo el olor del acónito sino también el de la mostaza y el de la siempreviva mayor. He visto los efectos que produce cuando se ingiere y los reconozco. No tengo la menor duda y así se lo diré al alguacil.

—Me parece muy bien —dijo fríamente Roberto— que un hombre conozca su trabajo. Podéis quedaros aquí y hacer todo lo posible para que mi señor Prestcote o sus delegados descubran la verdad cuanto antes. Ahora soy el responsable de la paz y el buen orden de nuestra casa. Los enviaré aquí. Cuando hayan averiguado todos los datos que necesiten, enviad recado al monje enfermero para que arregle el cuerpo y disponga su traslado a la capilla. Señora —añadió, dirigiéndose a la viuda en un tono de voz completamente distinto—, no temáis que vuestra situación aquí sufra el menor trastorno. No añadiremos nada que pueda aumentar vuestro dolor, y deploramos lo ocurrido de todo corazón. Si necesitáis algo, enviadme a vuestro criado —y dirigiéndose a fray Edmundo, que lo contemplaba todo con semblante entristecido, añadió—: ¡Venid conmigo! Quiero ver dónde están esas medicinas y hasta qué extremo pueden ser accesibles a personas no autorizadas. Fray Cadfael se quedará aquí.

Seguido por el enfermero, el prior Roberto se retiró con la misma majestad y rapidez con que había llegado. Cadfael le miró con tolerante comprensión. Era una lástima que aquello hubiera ocurrido precisamente cuando el prior Roberto sustituía al abad; el prior haría todo lo posible por conseguir que la muerte pasara por una desgracia lamentable, pero perfectamente natural, resultado de un ataque inesperado. No estando el acuerdo todavía concluido, las dificultades serían muy considerables, pero él intentaría por todos los medios alejar la escandalosa sospecha de asesinato o, en caso de no poder evitarlo, reducir la cuestión a un misterio sin resolver, cómodamente atribuido a un desconocido no perteneciente a la abadía. Cadfael no se lo podía reprochar; sin embargo, la obra de sus manos, destinada a aliviar el dolor, se había utilizado para matar a un hombre, y eso era algo que él no podía pasar por alto.

Se volvió y miró con un suspiro a los afligidos moradores de la casa. Entonces observó que los negros y brillantes ojos de la viuda le dirigían una mirada tan luminosa y significativa que, de pronto, pareció que ésta se hubiera quitado veinte años de encima y un enorme peso de los hombros. Cadfael ya había llegado a la conclusión de que, a pesar del innegable sobresalto, la mujer no estaba muy apenada por la pérdida; pero aquello ya era otra cuestión. Volvía a ser de nuevo la Riquilda que dejó a los diecisiete años. Un leve rubor le avivó las mejillas, la vacilante sombra de una sonrisa le estremeció los labios y sus ojos le miraron como si compartiera con él un secreto vedado a todos los demás y que sólo la presencia de otras personas le impedía manifestar.

La verdad se le ocurrió a Cadfael tras un instante de perplejidad, y le pareció la cosa más inoportuna y complicada que hubiera podido ocurrir en aquel momento. El prior Roberto, al retirarse, le había llamado por su nombre, por cierto, nada habitual en aquella región, y ello debió de ser una señal suficiente para alguien que tal vez reconoció confusamente la voz y los movimientos, sin conseguir identificados del todo.

Su imparcialidad e independencia en el asunto estarían bajo asedio a partir de entonces. Riquilda no sólo le reconocía sino que, además, le estaba enviando apremiantes y silenciosos signos de gratitud y confianza absoluta en su ayuda, pese a que Cadfael no se atrevía a hacer la menor conjetura sobre los propósitos que abrigaba.