I

quella mañana de principios de diciembre del año 1138, fray Cadfael acudió al capítulo sintiendo paz de espíritu y dispuesto a ser tolerante hasta con las aburridas y prosaicas lecturas de fray Francisco y con la prolija verborrea jurídica de fray Benito, el sacristán. Los hombres eran variables y falibles, y uno tenía que ser indulgente con las debilidades ajenas. El año, tan tormentoso en sus primeros meses, y convulsionado por los asedios, las matanzas y la destrucción, prometía terminar en calma y relativa abundancia. La marea de la encarnizada guerra entre el rey Esteban y los partidarios de la emperatriz Matilde había retrocedido hacia las fronteras suroccidentales, permitiendo con ello que Shrewsbury se recuperara de las heridas sufridas y del sangriento precio pagado por su apoyo al bando más débil. Después de un espléndido verano, y a despecho de las dificultades que hubo para una buena labranza, la recolección había culminado con éxito, los graneros estaban llenos a rebosar, los molinos trabajaban sin descanso, las ovejas y el ganado mayor prosperaban en los pastos todavía verdes y exuberantes, y el tiempo seguía sorprendentemente suave, con sólo algún que otro atisbo de heladas en las primeras horas del día. Nadie se encogía de frío y nadie pasaba hambre todavía. La situación no se prolongaría mucho tiempo, pero cada día que pasaba era una bendición.

En el pequeño reino particular de Cadfael, la cosecha fue también muy rica y variada. De los aleros de su cabaña en el huerto colgaban numerosas bolsas de lino con hierbas secas, sus jarras de vino se alineaban en gozosas hileras y en los estantes se amontonaban las redomas y los frascos de medicinas para todas las dolencias invernales, desde los catarros hasta las articulaciones agarrotadas, las irritaciones pectorales y las dificultades respiratorias. Era un mundo mucho mejor de lo que parecía en primavera; y un final que mejora los comienzos es siempre una buena noticia.

De ahí que fray Cadfael se arrellanara satisfecho en su asiento preferido de la sala capitular, oportunamente oculto en un oscuro rincón, detrás de una columna, observando con soñolienta benevolencia el desfile de sus hermanos hacia sus respectivos asientos: el anciano abad Heriberto, bondadoso, inquieto y dolorosamente consumido por el turbulento año que ya estaba tocando a su fin; el prior Roberto Pennant, inmensamente alto y aristocrático, rostro marfileño y cejas y cabello plateados, siempre erguido y majestuoso como si ya sostuviera sobre su cabeza la mitra a la que aspiraba. No era viejo ni frágil, sino un delgado pero vigoroso hombre de cincuenta y cinco años, aunque él se empeñara por todos los medios en parecer un patriarca santificado por toda una vida de prácticas virtuosas; ya tenía aproximadamente el mismo aspecto diez años atrás, y casi con toda certeza no cambiaría ni un ápice en los veinte años venideros. Le seguía fray Jerónimo, su fiel amanuense, reflejando el placer o el disgusto de Roberto como un pequeño espejo deformado. Detrás de ellos entraron el viceprior, el sacristán, el hospitalario, el limosnero, el enfermero, el custodio del altar de santa María, el cillerero, el chantre y el maestro de novicios. Todos se preparaban decorosamente para lo que prometía ser un día de trabajo sin ningún incidente especial.

El joven fray Francisco, aquejado de romadizo y sin demasiados conocimientos de latín, procuró capear lo mejor que pudo el temporal de la lectura de la lista de santos y mártires de los que se haría memoria en las preces de los días siguientes, y farfulló un devoto comentario sobre el ministerio del apóstol san Andrés, cuya festividad acababa de celebrarse. El sacristán fray Benito trató de reivindicar para su persona, como responsable que era del mantenimiento de la iglesia y el recinto abacial, el derecho a disponer de la mayor parte de una suma legada conjuntamente para este propósito y para el abastecimiento de velas con destino al altar de la capilla de Nuestra Señora, cuyo custodio era fray Mauricio. El chantre dio cuenta de la donación de una nueva composición musical para el «Sanctus», ofrecida por el protector del artista, si bien, a juzgar por el dudoso entusiasmo con que había recibido tan generosa dádiva, no debía de estar muy convencido de sus méritos, por lo que probablemente la pieza no se escucharía muy a menudo. Fray Pablo, el maestro de novicios, tenía una queja contra uno de sus pupilos, sospechoso de haber cometido una ligereza más allá de lo permitido a la juventud e inexperiencia: se le había oído cantar en los claustros, mientras se hallaba ocupado en la copia de una plegaria de san Agustín, una canción profana de escandaloso significado, en la cual un peregrino cristiano prisionero de los sarracenos se lamentaba y se consolaba, estrechando contra su pecho la camisa que su enamorada le había entregado el día de la despedida.

La mente de fray Cadfael experimentó una sacudida que le despertó de su incipiente sueño, y le hizo reconocer y recordar la hermosa y conmovedora canción. Él, que participó en aquella cruzada, conocía la tierra y los sarracenos, y las inquietantes luces y sombras de semejante prisión y semejante dolor. Vio que fray Jerónimo cerraba devotamente los ojos y sufría convulsiones de congoja ante la mención de la prenda más íntima de una mujer. Tal vez porque nunca se acercó lo bastante como para tocarla, pensó Cadfael, todavía dispuesto a ser caritativo. La consternación se apoderó de varios ancianos e ingenuos monjes de toda la vida para quienes la mitad de la creación era un libro cerrado y prohibido. Cadfael hizo un esfuerzo, del todo insólito durante un capítulo, y preguntó cortésmente qué había alegado el mozo en su descargo.

—Dijo —contestó fray Pablo— que aprendió la canción de su abuelo, el cual combatió por la Cruz en la toma de Jerusalén, y le pareció tan bella que llegó a considerarla sagrada. Porque el peregrino que la entonaba no era un monje ni un soldado, sino una humilde persona que hizo el largo viaje por amor.

—Un digno y santificado amor —señaló fray Cadfael, utilizando unos términos que no le eran muy propios, puesto que él consideraba el amor como una fuerza santificadora que no necesitaba justificarse—. ¿Hay algo en la letra de esta canción que pueda sugerir que la mujer no era su esposa? Yo no recuerdo nada. Y la música es muy estimable. No es, ciertamente, el propósito de nuestra orden obliterar o censurar el sacramento del matrimonio en aquéllos que no tienen vocación al celibato. No creo que el joven haya cometido una falta grave. ¿No convendría que nuestro hermano el chantre comprobara si tiene buena voz? A veces, los que cantan durante el trabajo necesitan usar un don que les ha regalado Dios.

El chantre, sorprendido por la interpelación y no excesivamente sobrado de voces a las que pudiera moldear, comentó que tendría sumo interés en oír cantar al novicio. El prior Roberto frunció las austeras cejas y arrugó la aristocrática nariz; si de él hubiera dependido, el descarriado mozo hubiera recibido un duro castigo. Pero el maestro de novicios no era muy partidario de la disciplina férrea y se conformaba con que se diera una interpretación favorable al desliz de su pupilo.

—Es cierto que ha mostrado muy buena disposición y voluntad en el poco tiempo que lleva con nosotros, padre abad. Es fácil olvidar el comedimiento en momentos de concentración, pero sus copias son muy cuidadosas y fieles.

El joven consiguió salvarse con una ligera penitencia que no le mantendría de rodillas el tiempo suficiente como para que se le entumecieran. El abad Heriberto siempre tendía a la clemencia, y aquella mañana parecía más preocupado y distraído que de costumbre. Estaban llegando al final de los asuntos del día. El abad se levantó, dando fin al capítulo.

—Aquí hay unos documentos para sellar —dijo fray Mateo, el cillerero, pensando, mientras revolvía apresuradamente unos pergaminos, que el abad no recordaba aquel deber—. Tenemos la cuestión de la granja en aparcería de Hales, y la concesión que otorgó Walter Aylwin, y también el acuerdo de hospedaje con Gervasio Bonel y su esposa, a quienes asignaremos la primera casa al otro lado del estanque del molino. Maese Bonel desearía mudarse lo antes posible, antes de las fiestas de Navidad…

—Sí, sí, no lo he olvidado —el abad Heriberto, menudo, digno y resignado, permaneció de pie ante ellos, sosteniendo con ambas manos un rollo de pergamino—. Hay algo que debo anunciaros a todos. Los documentos no se podrán sellar hoy, por una razón más que suficiente. Es muy posible que ya estén fuera de mis competencias y yo no tenga autoridad para ultimar un acuerdo en nombre de esta comunidad. Tengo aquí una instrucción que me fue entregada ayer desde la corte del rey en Westminster. Ya sabréis que el papa Inocencio ha reconocido el derecho del rey Esteban al trono de este reino, y ha enviado en su apoyo a un legado con plenos poderes, el cardenal-obispo Alberico de Ostia. El cardenal se propone convocar un concilio menor para la reforma de la Iglesia, al que he sido invitado a asistir para dar cuenta de mi gestión como abad de este monasterio. Los términos dicen con toda claridad —añadió Heriberto con tristeza— que mi ministerio está a disposición del legado. Hemos vivido un año muy agitado, entre dos pretendientes al trono de nuestro país. No es un secreto, y lo reconozco, que Su Alteza, cuando estuvo aquí este verano, no me apreciaba demasiado, porque en la confusión de los tiempos no vi el camino muy claro y tardé un poco en aceptar su soberanía. Por consiguiente, ahora considero que mi cargo está en suspenso hasta que, o a menos que, el concilio del legado lo confirme. No puedo sancionar ningún documento o acuerdo en nombre de nuestra casa. Lo que está incompleto deberá seguir así hasta que se haga un nombramiento firme. No puedo traspasar los límites que me han sido impuestos.

Dijo lo que tenía que decir y después volvió a sentarse, cruzando pacientemente las manos mientras los perplejos y desolados murmullos se convertían poco a poco en un hirviente zumbido de consternación. Aunque no todo el mundo estaba horrorizado, tal como vio Cadfael sin el menor asomo de duda. El prior Roberto, tan sorprendido como los demás y muy avezado en conservar las apariencias, no pudo evitar que el semblante se le iluminara bajo la marfileña palidez, tras haber llegado a la obvia conclusión. Fray Jerónimo, interpretando rápidamente el mensaje, se llenó de júbilo y cruzó los brazos en el interior de las holgadas mangas de su hábito al tiempo que en su rostro se dibujaba una compungida expresión de simpatía y dolor. Y no porque tuvieran nada contra Heriberto, como no fuera el hecho de que ocupara un cargo que ciertos subordinados impacientes contemplaban con codicia. Un viejo muy bondadoso, por supuesto, pero demasiado anticuado y excesivamente blando. Algo así como un rey que, por vivir demasiado, tienta a otros a que le asesinen. Los restantes monjes revolotearon y se asustaron como gallinas atacadas por un zorro, y empezaron a vociferar:

—¡Pero, padre abad, sin duda alguna el rey os confirmará en el cargo!

—¡Nos quedaremos como ovejas sin pastor que nos guíe!

El prior Roberto, que se consideraba perfectamente capacitado para pastorear el rebaño de san Pedro en caso necesario, dirigió al monje que había pronunciado esta última frase una fugaz mirada de basilisco, pero no sólo se abstuvo de replicar sino que expresó en un murmullo su compasión y desaliento.

—Mi deber y mis votos —dijo tristemente Heriberto— están en la Iglesia. Obedeceré la orden, como fiel hijo que soy. Si la Iglesia tiene a bien confirmarme en mi cargo, regresaré para continuar mi misión aquí. Si otro es nombrado en mi lugar, regresaré también entre vosotros, si así me lo permiten, y viviré como un fiel monje de este monasterio bajo nuestro nuevo superior.

Cadfael creyó observar una leve sonrisa de complacencia en el rostro de Roberto. Al prior no le hubiera molestado demasiado tener finalmente bajo su gobierno a su antiguo superior, convertido en un humilde monje de la abadía.

—Lo que está claro —añadió Heriberto con modestia— es que no puedo alegar ningún derecho como abad hasta que se resuelva esta cuestión, por lo que los acuerdos quedarán pendientes hasta mi regreso, o hasta que otro los considere y dé su parecer sobre ellos. ¿Hay alguno que sea urgente?

Fray Mateo revolvió los pergaminos y los estudió, todavía trastornado por la repentina noticia.

—La concesión de Aylwin puede esperar; es un viejo amigo de nuestra orden y su oferta seguirá en pie el tiempo que haga falta. Y el contrato de aparcería de la granja de los Hales lleva la fecha del día de Nuestra Señora del año que viene, por consiguiente, hay tiempo. Pero maese Bonel quiere cerrar el trato cuanto antes. Está esperando para trasladar sus pertenencias a la casa.

—Recordadme los términos, por favor —dijo el abad en tono de disculpa—. Tengo la cabeza tan ocupada en otros asuntos, que los he olvidado.

—Pues él nos cede con carácter absoluto su mansión de Mallilie con todos sus arrendatarios, a cambio de una casa aquí en la abadía (la primera casa en el lado de la ciudad que da al estanque del molino está libre y sería la más adecuada) junto con su manutención, la de su mujer y un par de criados. Los detalles son los habituales en estos casos. Recibirán diariamente dos hogazas de monje y una hogaza de siervo, dos medidas de cerveza conventual y una de siervo, un plato de carne como los que reciben los oficiales de la abadía los días de carne y uno de pescado de la cocina del abad, los días de vigilia, y una ración adicional siempre que haya plato especial. Todo ello lo recogerá su criado. Tendrán también un plato de carne o pescado diario para sus dos criados. Maese Bonel recibirá anualmente una túnica como la de los oficiales de mayor antigüedad de la abadía, y su esposa, porque así lo prefiere, recibirá anualmente diez chelines para la compra del vestido que prefiera. Recibirán, además, diez chelines anuales para ropa de cama, calzado, leña para las chimeneas y manutención de un caballo. A la muerte de uno de ellos, el otro conservará la posesión de la casa y recibirá la mitad de las antedichas cantidades, excepto si la sobreviviente es la mujer, en cuyo caso no se le facilitará la manutención del caballo. Ésos son los términos. Yo tenía intención de hacer venir a los testigos después del capítulo para la ratificación. El juez tiene a un escribano esperando.

—Aun así, me temo que eso también tendrá que esperar —dijo el abad con semblante abatido—. Mis derechos están en suspenso.

—Será un trastorno para maese Bonel —dijo el cillerero, preocupado—. Ya están preparados para mudarse y piensan hacerlo en los próximos días. Se acercan las fiestas de Navidad y no podemos dejarles sin una respuesta definitiva.

—La mudanza se podría hacer de todos modos —sugirió el prior Roberto—, aunque la ratificación se demore un poco. No es probable que un nuevo abad anule el acuerdo.

Puesto que se encontraba en la línea de sucesión y sabía que gozaba del favor del rey Esteban en mayor medida que su superior, el prior hablaba con autoridad. Heriberto aceptó gustosamente la sugerencia.

—Creo que eso sería factible. Sí, fray Mateo, podéis seguir adelante, en espera de la sanción definitiva que estoy seguro se producirá. Tranquilizad a nuestro huésped a ese respecto y autorizadle a trasladar inmediatamente sus enseres. Es justo que para la Navidad estén cómodamente instalados. ¿No hay otros asuntos que exijan nuestra atención inmediata?

—Ninguno, padre —contestó fray Mateo. Tras una breve pausa, preguntó en voz baja—: ¿Cuándo emprenderéis el viaje?

—Tendría que marcharme pasado mañana. Últimamente cabalgo muy despacio y el viaje durará varios días. Como es natural, en mi ausencia el prior Roberto se encargará de todos los asuntos de la casa.

El abad Heriberto levantó una distraída mano en gesto de bendición y abandonó la sala capitular. El prior Roberto le siguió, sintiéndose ya investido de autoridad como para gobernar todas las cosas de la abadía benedictina de San Pedro y San Pablo de Shrewsbury y esperando poder hacerlo hasta el final de sus días.

Los monjes salieron en luctuoso silencio y sólo rompieron a hablar en agitados susurros cuando se dispersaron por el gran patio. Heriberto era abad del monasterio desde hacía once años y siempre había sido un hombre muy fácil de servir, accesible y bondadoso, aunque tal vez un poco despreocupado. Los cambios no les hacían demasiada gracia.

Faltaba media hora para la misa mayor de las diez, y Cadfael se encaminó con aire pensativo hacia su cabaña del huerto de hierbas medicinales para echar un vistazo a unas medicinas que estaba preparando. El huerto, rodeado de setos tupidos y bien recortados, estaba empezando a secarse con los primeros fríos, todas las hojas aparecían marchitas, frágiles y parduscas, y las plantas más tiernas se estaban retirando hacia el calor de la tierra; pero en el aire aún perduraba la aromática fragancia de los maravillosos perfumes estivales y, en el interior de la cabaña, la intensa dulzura aturdía los sentidos. Cadfael solía reflexionar allí para así gozar de una mayor intimidad. Además, estaba tan acostumbrado a la embriagadora atmósfera que apenas la notaba, si bien, en caso necesario, habría podido distinguir todos los ingredientes que la formaban e identificar su origen.

O sea, que el rey Esteban no había olvidado sus persistentes rencores y el abad Heriberto sería el chivo expiatorio que pagara la ofensa de Shrewsbury al haberse opuesto a sus aspiraciones. Sin embargo, Esteban no era un hombre vengativo por naturaleza. Tal vez sentía la necesidad de contentar al legado en agradecimiento al Papa que le había reconocido como rey de Inglaterra y le había prestado el apoyo pontificio, arma en modo alguno despreciable en su disputa con la emperatriz Matilde, la rival pretendiente al trono. Aquella dama tan pertinaz no se daría fácilmente por vencida y seguiría defendiendo su causa en Roma, sabiendo que hasta los papas podían cambiar sus alianzas. A Alberico de Ostia se le ofrecerían por tanto toda suerte de facilidades para llevar adelante sus planes de reforma de la Iglesia, y tal vez Heriberto sería una víctima propiciatoria ofrecida en bandeja a su celo.

Otro tema muy curioso se insinuaba persistentemente en las meditaciones de Cadfael. La cuestión de los llamados huéspedes ocasionales de la abadía, las almas que optaban por abandonar el mundo, a veces en la flor de la edad, y ofrecían su herencia a la abadía a cambio de una cómoda y retirada vida inactiva en una de sus casas, ¡con comida, vestido y leña a su disposición sin necesidad de mover un solo dedo! ¡Soñaban con ello durante años mientras se afanaban en el cuidado de las ovejas parideras, o se esforzaban durante la cosecha o trabajaban en un duro oficio! ¿Un pequeño paraíso donde la comida llovía del cielo y uno no tenía nada que hacer, aparte de tomar sol y aire en verano y brindar junto al fuego de la chimenea con cerveza azucarada en invierno? Y, cuando finalmente lo conseguían, ¿cuánto tiempo duraba el hechizo? ¿Cuánto tardaban en hartarse de no hacer nada o no tener necesidad de hacer nada? En un hombre ciego, tullido o enfermo, podía comprenderlo. Pero ¿en los que estaban sanos y acostumbrados a ejercitar el cuerpo y la mente? No, eso no lo comprendía. Tenía que haber otros motivos. No todos los hombres podían engañarse o dejarse engañar, tomando el ocio por una bendición. ¿Qué otra cosa podía provocar semejante decisión? ¿Deseo de un heredero? ¿Necesidad, todavía no reconocida, de llevar una vida monástica sin tener el valor inmediato de llegar hasta el fondo? ¡Quizá! En un hombre casado ya entrado en años y cada día más consciente de su final, tal vez fuera así. Muchos hombres tomaban el hábito y la cogulla muy tarde, cuando ya tenían hijos y nietos y habían dejado atrás el ardor de una larga jornada. La casa en la abadía y la situación de huésped podían ser una fase del camino. ¿O acaso algunos hombres se despojaban finalmente del trabajo de su vida por despecho contra el mundo, contra un hijo desagradecido o contra el peso de sus propias almas?

Fray Cadfael cerró la puerta, dejando en su interior el intenso aroma del marrubio contenido en una mixtura para la tos, y acudió bastante serio a la misa mayor.

El abad Heriberto emprendió el camino de Londres, dejando a su espalda la ciudad de Shrewsbury, al amanecer de un día nublado en el que por primera vez se advirtió el mordisco de las heladas en el aire y su pálido resplandor en la hierba. Se llevó a su amanuense fray Emanuel y a los dos mozos que más tiempo llevaban trabajando en la abadía. Iba montado en su mula blanca y se despidió con semblante risueño, aunque su menuda figura resultó más bien patética cuando los cuatro jinetes se perdieron en la lejanía. Ahora ya no era un jinete, en caso de que alguna vez lo hubiera sido, y utilizaba una alta silla con reborde de protección en la que se hundía como un saco, sin llenarla del todo. Muchos monjes se congregaron en la puerta para mirarle con rostros inquietos y apesadumbrados hasta que se perdió de vista. Algunos de los pupilos se unieron a ellos, todavía más desolados, porque el abad permitía que fray Pablo dirigiera la escuela a su aire, cosa que éste hacía con mucha tolerancia. Con Roberto al frente de la abadía, nadie podría actuar sin trabas y la disciplina sería rígida.

A decir verdad, Cadfael no podía desconocer que dentro de aquellos muros se necesitaba un poco de mano dura. En los últimos tiempos, Heriberto se mostraba muy desilusionado con el mundo de los hombres y cada vez se encerraba más en sus oraciones. El asedio y la caída de Shrewsbury, con todo el derramamiento de sangre y las venganzas que entrañó, fue suficiente para entristecerle, aunque ello no constituía excusa para abandonar el esfuerzo de defender el bien y oponerse al mal. Sin embargo, llega un momento en que los ancianos se cansan, y el peso del mando les resulta muy difícil de soportar. Quizá si le libraran de aquel peso Heriberto no estaría tan triste como Cadfael imaginaba.

La misa y el capítulo de aquel día transcurrieron con intachable decoro; la misa mayor se celebró con gran devoción y todas las obligaciones de la jornada se cumplieron como de costumbre. Roberto era demasiado sensible a su propia imagen como para frotarse visiblemente las manos o relamerse los labios en presencia de testigos. Todo lo que hiciera sería conforme a la justicia, la devoción y la santidad. Sin embargo, todo aquello a que se considerara con derecho, se lo apropiaría hasta el último privilegio.

Cadfael estaba acostumbrado a disponer de dos ayudantes durante toda la parte activa de la estación hortícola puesto que también cultivaba otras cosas en su huerto cerrado, aparte de hierbas, si bien los principales huertos de la abadía se hallaban fuera de sus murallas, al otro lado del camino principal, en la fértil franja de tierra llamada El Gaye, que discurría paralela al río. Las aguas del Severn la anegaban regularmente durante la temporada de lluvias, las tierras eran muy ricas y daban excelente rendimiento. Dentro de los muros de la abadía, Cadfael había creado, prácticamente él solo, el huerto cerrado de las valiosas hierbas medicinales; pero, en los niveles superiores, bajando hacia el arroyo Meole que alimentaba el molino, cultivaba plantas comestibles, alubias, repollos, legumbres y campos de guisantes. Sin embargo, ahora que se acercaba el invierno y la tierra se disponía a dormir como los erizos bajo los setos, con todas las púas protegidas por la paja, la hierba y las hojas muertas, sólo tenía un novicio que le ayudaba a mezclar las pociones, confeccionar las píldoras, agitar los aceites para las fricciones y machacar los emplastos que servían no sólo para curar a los monjes sino también a muchos que pedían ayuda para sus dolencias desde la ciudad y la barbacana, y a veces incluso desde las aldeas diseminadas por la comarca. Cadfael no había estudiado aquella ciencia sino que la había aprendido a través de la experiencia, acumulando conocimientos a lo largo de los años, hasta que, al final, muchos preferían encomendarse a sus cuidados, antes que a los de los más afamados médicos.

Su ayudante era, a la sazón, un novicio que aún no había cumplido los dieciocho años, fray Marcos, un huérfano que representaba un incordio para un tío negligente, el cual a los dieciséis años le envió a la abadía para librarse de él. Al principio era un jovenzuelo taciturno, solitario y nostálgico, que parecía todavía más joven de lo que era y que cumplía humildemente lo que le mandaban como si lo mejor que pudiera esperar en la vida fuera la liberación del castigo. Pero bastaron unos cuantos meses de trabajo en el huerto de fray Cadfael para que se le soltara la lengua y sus temores desaparecieran como por ensalmo. Su estatura era todavía inferior a la media y aún se mostraba ligeramente receloso ante la autoridad, pero estaba fuerte y sano, trabajaba muy bien en el huerto y había adquirido mucha práctica en la preparación de las medicinas, tarea por la cual sentía un enorme interés. Hablaba muy poco con sus compañeros, pero lo compensaba con creces en la cabaña del huerto, conversando con fray Cadfael. A pesar de su silencio y su actitud reservada tanto en el claustro como en el patio, Marcos se enteraba de todos los chismes antes que nadie.

Una hora antes de vísperas regresó de un recado al molino, cargado de noticias.

—¿Sabéis lo que ha hecho el prior Roberto? ¡Instalarse en los aposentos del abad! ¡De veras! El viceprior ha recibido la orden de dormir en la celda del prior en el dormitorio a partir de esta noche. ¡Y el abad Heriberto apenas ha cruzado la puerta! ¡Me parece una gran presunción por su parte!

También se lo parecía a Cadfael, aunque se abstuvo de decirlo o comentarlo abiertamente con fray Marcos.

—Cuidado con los juicios que emitas sobre tus superiores —le advirtió amablemente—, por lo menos hasta que sepas ponerte en su lugar y ver las cosas tal como ellos. Tal vez, aunque nosotros lo ignoremos, el abad Heriberto le ha exigido que ocupe sus aposentos para subrayar mejor su autoridad durante su ausencia. Es el lugar destinado al padre espiritual del monasterio.

—¡Pero el prior Roberto todavía no lo es! Y el abad Heriberto lo habría dicho en el capítulo si ése hubiera sido su deseo. Por lo menos, se lo hubiera comunicado al viceprior, pero no fue así. Vi la cara de asombro y consternación que puso. ¡Él no se hubiera tomado esta libertad!

Muy cierto, pensó Cadfael, machacando unas raíces en un mortero, el viceprior fray Ricardo era el más humilde de los hombres; corpulento, bondadoso y amante de la paz hasta el extremo de llegar a la pereza, nunca se tomaba la molestia de hacer méritos ni siquiera por medios legítimos. Algunos de los monjes más jóvenes y audaces pensarían muy pronto que habían ganado con el cambio. Estando Ricardo en la celda del prior, desde la que se dominaba todo el dormitorio, sería mucho más fácil que el eventual pecador bajara sigilosamente por la escalera nocturna, una vez apagadas las luces; e incluso en el caso de que la falta se descubriera, probablemente jamás se denunciaría. Lo más cómodo es hacer la vista gorda ante cualquier cosa que pueda suponer una molestia.

—Todos los criados de la casa echan chispas —añadió fray Marcos—. Ya sabéis lo mucho que aprecian al abad Heriberto, ¡y ahora, tener que servir a otro, antes incluso de que su puesto esté vacante! Enrique dice que es casi una blasfemia. Y Pedro está furioso y murmura por lo bajo entre las marmitas. Asegura que, una vez el prior Roberto haya cruzado la puerta, ¡hará falta una dosis de cicuta para volver a sacarle cuando regrese el abad Heriberto!

Cadfael ya se lo imaginaba. Pedro, el cocinero del abad, llevaba mucho tiempo a su servicio. Era un moreno bárbaro de ojos de fuego, originario de una comarca fronteriza con Escocia y muy dado a tempestuosas y exageradas declaraciones que no podían tomarse demasiado en serio; pero lo malo era que nunca se sabía dónde trazar exactamente la línea.

—Pedro dice muchas cosas que más le valdría no decir, aunque nunca se propone nada malo, como bien sabes. Además, es un cocinero de primera y seguirá abasteciendo noblemente la mesa del abad, quienquiera que se siente a su cabecera, porque no tendrá más remedio que hacerlo.

—Pero contra su voluntad —dijo fray Marcos, muy convencido.

No cabía duda de que el curso de la jornada había sido gravemente trastornado. Sin embargo, la disciplina dentro de aquellos muros estaba tan bien regulada que todos los monjes, tanto si estaban contentos como si no, seguirían cumpliendo sus obligaciones con la misma escrupulosidad de siempre.

—Cuando regrese el abad Heriberto, una vez confirmado en su puesto —dijo Marcos, dándolo firmemente por hecho—, al prior Roberto se le descoyuntará la nariz.

Al imaginarse aquel augusto órgano doblado como el maltrecho pico de un viejo soldado, el joven novicio experimentó tal consuelo que hasta se sintió con ánimos para volverse a reír. Cadfael no tuvo el valor de reprenderle porque a él también le hacía cierta gracia la idea.

Fray Edmundo, el enfermero, se presentó a media tarde en la cabaña de Cadfael, una semana después de la partida del abad Heriberto, para recoger unas medicinas destinadas a sus pacientes. Las heladas, aunque todavía no muy fuertes, habían pillado por sorpresa a más de un joven monje, después de un tiempo tan agradable, difundiendo un catarro que no tendría más remedio que ser controlado aislando a los enfermos, casi todos ellos activos mozos que trabajaban al aire libre con las ovejas. Cuatro de ellos estaban en la enfermería junto con unos cuantos ancianos que ahora pasaban sus jornadas allí sin más deberes que los religiosos, esperando pacíficamente su final.

—Para curarse como es debido, lo único que estos muchachos necesitan es quedarse unos días en cama bien abrigados —dijo Cadfael, agitando y vertiendo desde un frasco grande a otro más pequeño una mixtura marrón de aroma cálido y dulzón—. Pero no hay razón para que lo pasen mal, aunque sólo sea unos días. Dadles a beber una dosis de esto, dos o tres veces al día y también por la noche, en una cuchara pequeña, y ya veréis cómo mejoran.

—¿Qué hay aquí dentro? —preguntó fray Edmundo con curiosidad.

Muchos de los preparados de Cadfael ya los conocía, pero siempre había cosas nuevas. A veces se preguntaba si el propio Cadfael las probaba primero.

—Hay romero, marrubio y saxífraga, todo mezclado con aceite de linaza, y el cuerpo es un vino de cerezas con sus huesos. Ya veréis lo bien que les sienta a los que tienen fluxiones en los ojos o la cabeza, y hasta sirve para la tos. —Cadfael tapó cuidadosamente el frasco grande y limpió el cuello—. ¿Necesitáis algo más? ¿Para los ancianos quizás? Deben de estar muy nerviosos a causa de las alteraciones que estamos viendo. Pasadas las tres veintenas, los hombres no aceptan de buen grado los cambios.

—En cualquier caso, no aceptan un cambio como éste —reconoció tristemente fray Edmundo—. Nunca supimos cuánto apreciábamos a Heriberto hasta que empezamos a sentir su pérdida.

—¿Creéis que le hemos perdido?

—Me temo que es muy probable. No es que Esteban sea muy rencoroso, pero para tener al Papa de su parte hará cualquier cosa que le pida el legado. ¿Pensáis que un ágil espíritu reformador, con poderes para configurar la Iglesia de nuestro reino a su gusto, encontrará mucho eco en nuestro abad? Esteban tenía sus dudas cuando todavía estaba enfadado, pero será Alberico de Ostia quien sopesará a nuestro pequeño y bondadoso abad, y lo descartará por excesivamente blando —contestó fray Edmundo, pesaroso—. No me vendría mal otro tarro de este ungüento para las llagas. Fray Adriano ya no puede durar mucho, el pobre.

—El solo hecho de moverle para aplicarle el ungüento debe de ser muy doloroso —dijo fray Cadfael en tono comprensivo.

—Está en los puros huesos. No sabéis lo que nos cuesta hacerle tragar la comida. Se marchita como una hoja.

—Si alguna vez necesitáis una mano para levantarle, avisadme. Aquí está lo que queréis. Creo que esta vez será todavía más eficaz porque contiene una mayor cantidad de manto de Nuestra Señora.

Fray Edmundo se guardó el frasco y el tarro en la bolsa y se detuvo a pensar si necesitaba alguna otra cosa, sosteniéndose la puntiaguda barbilla entre el índice y el pulgar.

La súbita brisa helada que entró por la puerta les hizo volver tan bruscamente la cabeza que el joven que se había asomado inclinó inmediatamente la cabeza en gesto de disculpa.

—Cierra la puerta, muchacho —le dijo Cadfael, encorvando la espalda.

Una sumisa voz se apresuró a contestar mientras un enjuto rostro moreno desaparecía tras la puerta:

—¡Perdón, hermano! Esperaré aquí fuera.

—No, no —dijo Cadfael con jovial impaciencia—, no quería decir eso. Pasa y cierra la puerta para que no se cuele este viento tan frío. Hace humear el brasero. Entra. En seguida estaré contigo, cuando el hermano enfermero haya terminado.

La puerta se abrió justo lo suficiente para que un delgado joven se introdujera por el resquicio que rápidamente volvió a cerrar, pegándose contra la pared como si quisiera ser invisible e inaudible, aunque sus ojos contemplaban con asombro y curiosidad aquel almacén de hierbas perfumadas, con los bancos y estantes llenos de tarros y redomas en los que se cobijaba la secreta cosecha estival.

—Ah, sí —dijo fray Edmundo, recordándolo—, hay otra cosa. Fray Rhys se queja de crujidos y dolores en los hombros y la espalda. Ahora se mueve muy poco y le duele tanto que, a veces, le veo hacer muecas de dolor. Tenéis un aceite que antes le alivió mucho.

—Lo tengo. Esperad, a ver si encuentro un frasco más pequeño donde ponerlo. —Cadfael tomó una gran botella de piedra del lugar que ocupaba en un banco, y en los estantes buscó otra más pequeña de vidrio. Destapó cuidadosamente la botella grande y vertió en la pequeña un viscoso aceite oscuro que despedía un fuerte y penetrante olor. Después volvió a colocar el tapón de madera, recubierto con un trozo de lino, y limpió cuidadosamente con un trapo los cuellos de ambas botellas, arrojando el trapo en el pequeño brasero, junto al cual hervía a fuego lento un puchero de barro—. Esto le irá bien, sobre todo si alguien con los dedos muy fuertes le frota las articulaciones. Pero cuidad de no acercároslo a los labios. Lavaos bien las manos después del uso y aseguraos de que haga lo mismo quienquiera que lo toque. Es bueno para el exterior de un hombre, pero muy malo para su interior. No lo uséis sobre heridas, rasguños o cortes en la piel. Es una sustancia muy fuerte.

—¿Tan peligroso es? ¿De qué está hecho? —preguntó Edmundo, agitando el frasco en su mano para ver cómo se movían los espesos aceites contra el vidrio.

—En su mayor parte de raíz molida de acónito (también llamada matalobos), mezclada con aceite de mostaza y aceite de linaza. Si se traga es un poderoso veneno; un pequeño sorbo de esto podría matar a un hombre; por consiguiente, guardadlo bien y lavaos las manos después de tocarlo. Pero obra maravillas en las articulaciones desgastadas. El paciente notará un calorcillo cuando se lo apliquen, después se le calmará el dolor y se encontrará mejor. Bien, ¿alguna otra cosa? ¿Queréis que vaya yo mismo a hacerle la friega? Sé localizar los dolores, y hay que procurar que penetre bien.

—Sé que tenéis dedos de hierro —dijo fray Edmundo, tomando el frasco—. Una vez los usasteis conmigo y pensé que ibais a partirme por la mitad. Pero confieso que al día siguiente ya me movía mejor. Sí, venid si tenéis tiempo, se alegrará de veros. Últimamente se le va la cabeza y apenas reconoce a los monjes más jóvenes, pero creo que a vos no os habrá olvidado.

—Recordará a cualquiera que hable el galés —dijo Cadfael—. Regresa a la infancia, como suelen hacer los ancianos.

Fray Edmundo tomó la bolsa y se volvió hacia la puerta. El joven delgado y todo ojos se apartó a un lado, se la abrió amablemente y la volvió a cerrar mientras él se lo agradecía con una sonrisa. El muchacho no era tan delgado como parecía, superaba la robusta constitución de Cadfael y se mantenía muy erguido, revelando en todos sus flexibles movimientos una aguda conciencia de cuanto le rodeaba. Tenía el cabello castaño claro, despeinado por el viento, y una rubia barba recortada alrededor de los labios y la barbilla, la cual acentuaba la hambrienta austeridad de un rostro de enjutas facciones aguileñas. Los grandes ojos azul claro miraban con inteligente brillo y se mantenían a la defensiva, apuntando como venablos, pero en seguida se clavaron en Cadfael y sostuvieron su mirada sin pestañear, como lanzas en posición de descanso.

—Bien, amigo mío —dijo Cadfael, apartando un poco la olla del calor directo— ¿en qué puedo servirte? —preguntó, volviéndose para examinar al desconocido de la cabeza a los pies—. No te conozco, pero seas bienvenido. ¿Qué necesitas?

—Me envía la señora Bonel —contestó el joven en una bien modulada voz extremadamente agradable, de no haber sido por su exagerada tensión y cautela— para pediros unas hierbas que le hacen falta en la cocina. El monje hospitalario le dijo que vos se las proporcionaríais de buen grado cuando necesitara alguna. Mi amo se ha mudado hoy a una casa de la barbacana como huésped de la abadía.

—Ah, sí —dijo Cadfael, recordando la mansión de Mallilie cedida al monasterio a cambio de la manutención del donante—. O sea que ya están cómodamente instalados, ¿eh? ¡Que Dios les conceda disfrutarlo! Y tú eres el criado que se encargará de llevarles las comidas… Tendrás que aprender a orientarte por aquí. ¿Ya estuviste en la cocina del abad?

—Sí, mi amo.

—Yo no soy amo de nadie —dijo con indulgencia Cadfael—, sino hermano de todos. ¿Cómo te llamas, amigo? Puesto que nos veremos muy a menudo en los días venideros, mejor será que nos conozcamos.

—Me llamo Aelfrico —contestó el muchacho. Se había apartado de la puerta y miraba a su alrededor con interés. Sus ojos se posaron con temor en la botella que contenía el aceite de acónito—. ¿De veras es tan mortal? ¿Sólo una pequeña cantidad puede matar a un hombre?

—Lo mismo que otras muchas cosas cuando se usan mal o se usan con exceso —contestó Cadfael—. Incluso el vino, si uno toma demasiado. Hasta una comida saludable, si la devoras sin moderación. ¿Están contentos tus amos con la nueva casa?

—Aún es pronto para decirlo —contestó cautelosamente el mozo.

¿Qué edad tendría? ¿Unos veinticinco años tal vez? No muchos más. Se erizaba como un puercoespín al simple contacto y estaba en guardia contra el mundo entero. No es libre, pensó compasivamente Cadfael, y tiene una mente muy rápida y vulnerable. ¿Criado de un amo menos sensible que él? Bien pudiera ser.

—¿Cuántos sois en la casa?

—Mi amo, mi ama y yo. Y una doncella.

¡Una doncella! No dijo más. Su ancha y móvil boca se cerró fuertemente tras pronunciar esta última palabra.

—Bien, Aelfrico, puedes venir aquí cuando quieras. ¿Qué puedo ofrecerle a tu señora de lo que tengo? ¿Qué puedo enviarle esta vez?

—Necesita un poco de salvia y un poco de albahaca, si tenéis. Se trajo un plato para calentarlo por la noche —contestó Aelfrico, descongelándose ligeramente— y lo puso a calentar en la rejilla del brasero, pero le falta salvia. Y mi señora no tiene. Es un tiempo un poco raro para mudarse de casa; se habrá dejado un montón de cosas en la otra.

—Lo que yo tenga, puede mandar a buscarlo y con mucho gusto se lo enviaré. Aquí tienes, Aelfrico, un manojo de cada hierba. ¿Es buena contigo tu ama?

—¡Lo es! —contestó el mozo, cerrando inmediatamente la boca tal como hiciera tras mencionar a la doncella. Tras una pausa, frunció el ceño, confuso—. Era viuda cuando se casó con él. —El mozo tomó las hierbas y apretó fuertemente los tallos con los dedos. ¿Como si fueran una garganta? ¿La de quién, puesto que se había derretido al hablar de su ama?—. Os lo agradezco mucho, hermano —añadió, retirándose en silencio.

La apertura y el cierre de la puerta duró sólo un instante. Cadfael permaneció un rato de pie con expresión ensimismada. Todavía faltaba una hora para vísperas. Podía acercarse a la enfermería y verter el dulce sonido del habla galesa en los viajeros y embotados oídos de fray Rhys, al tiempo que le hacía una friega con aceite de acónito para que éste le penetrara profundamente en sus doloridas articulaciones. Sería una buena obra.

Pero aquel joven tan extraño, encerrado con sus agravios, sufrimientos y odios, ¿qué se podría hacer por él? Un siervo de la gleba (Cadfael los reconocía en seguida) con aptitudes superiores a su condición, y algún dolor oculto, o tal vez más de uno. Recordó que, al mencionar a la doncella, el mozo pareció reconcomerse de celos entre dientes.

Bien, los cuatro acababan de llegar. El tiempo lo arreglaría todo. Cadfael se lavó las manos con la misma minuciosidad que recomendaba a sus clientes, revisó su reino dormido y se fue a la enfermería.

El anciano fray Rhys se encontraba sentado junto a su pulcra cama, no lejos de la chimenea, asintiendo con su vieja y canosa cabeza tonsurada. Se le veía orgullosamente satisfecho, como alguien que ha conseguido hacer valer sus derechos contra todas las probabilidades, con la cerdosa barbilla proyectada hacia afuera, las pobladas cejas erizadas en todas direcciones y los pequeños y penetrantes ojos casi incoloros en su palidez, pero triunfalmente brillantes. Porque a su lado tenía a un vigoroso joven moreno sentado en un escabel, atendiéndole amablemente y vertiendo en sus oídos los dulces acentos galeses, tan deleitosos para él como un manantial de montaña. Al anciano le habían desnudado los huesudos hombros, y su cuidador le aplicaba una friega de aceite en las articulaciones, arrancando de su paciente unos agradecidos murmullos de placer.

—Veo que se me han adelantado —susurró Cadfael a fray Edmundo de pie en la puerta.

—Un pariente —comentó en voz baja fray Edmundo—. Un joven galés del norte del condado, de donde procede Rhys. Al parecer, ha venido para ayudar en la mudanza a los nuevos huéspedes de la casa junto al estanque del molino. Tiene alguna relación con ellos…, creo que es jornalero del hijo de la mujer. Ya que estaba aquí, aprovechó para preguntar por el viejo, lo cual es muy amable de su parte. Rhys se quejaba de sus dolores, el mozo se ha ofrecido para lo que hiciera falta y yo le he puesto a trabajar. Pero, ya que habéis venido, decidles algo. Ninguno de los dos tendrá que hablaros en inglés.

—Ya le habréis advertido de que después se lave bien las manos, ¿verdad?

—Sí, y además dónde hacerlo y dónde guardar la botella. Lo ha comprendido. Después del sermón que me habéis echado, no es fácil que ponga en peligro la vida de nadie. Le he explicado los efectos de este aceite si se usa indebidamente.

El joven interrumpió momentáneamente su tarea al ver acercarse a Cadfael. Hizo ademán de levantarse respetuosamente, pero Cadfael se lo impidió con un gesto.

—No, siéntate, muchacho, no te molestaré. He venido para hablar con un viejo amigo, pero veo que ya estás haciendo mi trabajo, y muy bien, por cierto.

El joven le tomó la palabra y siguió aplicando los fuertes aceites a los envejecidos hombros de Rhys. Debía de tener unos veinticuatro o veinticinco años y era muy fornido y vigoroso. Tenía un afable rostro cuadrado, muy bronceado y curtido por la intemperie, un rostro típicamente galés de sólidos huesos y expresión decidida, pulcramente rasurado. Sus pobladas cejas y el abundante cabello eran intensamente oscuros. Miraba sonriendo a fray Rhys y le hablaba como lo hubiera hecho con un niño, detalle cautivador que de inmediato le ganó la simpatía de Cadfael, pues fray Rhys había regresado efectivamente a la infancia. El anciano monje se mostraba más animado que de costumbre. Sin duda la presencia del visitante le había hecho mucho bien.

—¡Bueno, pues, Cadfael! —dijo fray Rhys, sacudiendo un hombro mientras el joven seguía con la friega—. Ya veis que mis paisanos todavía me recuerdan. Éste que ha venido a visitarme es el hijo de mi sobrina Angharad, mi sobrino nieto Meurig. Recuerdo cuando nació… y también recuerdo muy bien cuando nació su madre, la niña de mi hermana. Llevo muchos años sin verla, y a ti también, muchacho. Ahora que lo pienso, hubieras podido venir a verme antes. En los tiempos que corren, los jóvenes ya no tienen mucho sentido de la familia —aun así, se le veía muy complacido y disfrutaba repartiendo alabanzas y absurdos reproches, según el privilegio de los patriarcas—. ¿Y por qué no ha venido la chica? ¿Por qué no has traído a tu madre?

—El viaje desde el norte del condado es muy largo —contestó Meurig— y ella siempre tiene mucho que hacer en casa. Pero ahora vivo más cerca. Trabajo para un carpintero y grabador de esta ciudad. Así que podrás verme más a menudo. Vendré a hacerte las friegas… y, en primavera, te acompañaré a pasear por la ladera con las ovejas.

—Mi sobrina Angharad —musitó el anciano, sonriendo benignamente— era la niña más bonita de medio condado. Al crecer se convirtió en una belleza. ¿Qué edad tendrá ahora? Unos cuarenta y cinco años más o menos, y estará tan hermosa como siempre. No me lo niegues porque nadie nunca se ha atrevido a decir lo contrario.

—Su hijo no será quien te diga que no, por supuesto —convino jovialmente Meurig.

¿Acaso no eran hermosas todas las sobrinas perdidas? ¿Y las temporadas estivales en que eran criaturas siempre radiantes, y los frutos silvestres que recogían, más dulces entonces que los de ahora? A fray Rhys se le iba la cabeza desde hacía algunos años, sus divagaciones eran constantes y desordenadas. Le fallaba la memoria, su fantasía era delirante y dibujaba cosas que jamás existieron en la tierra ni en el mar. ¿Pero tal vez sí en otro lugar? Ahora, con el estímulo de aquella presencia juvenil y vigorosa y la conciencia de la sangre compartida, el anciano volvió a recordar todo con suma claridad. Quizá la situación no duraría mucho, pero de momento era una bendición del cielo.

—Vuélvete un poco más hacia la chimenea… Así. ¿Es aquí donde te duele?

Rhys se movió y ronroneó como un gato acariciado mientras el joven se reía y le hundía los dedos en la carne, suavizando las contracciones con una firmeza dolorosa y agradable a la vez.

—No es la primera vez que lo haces —comentó Cadfael, observándole complacido.

—He trabajado sobre todo con caballos, que tienen hinchazones y heridas como los hombres. Uno aprende a ver con los dedos y a localizar los nudos y deshacerlos.

—Pero ahora es carpintero —dijo orgullosamente fray Rhys— y trabaja aquí, en Shrewsbury.

—Estamos haciendo un facistol para la capilla de Nuestra Señora —explicó Meurig—. Cuando esté terminado (lo estará en seguida) yo mismo lo traeré a la abadía. Y vendré a verte mientras esté aquí.

—¿Me harás friegas en los hombros? El mal tiempo ya empieza en Navidad, y el frío se me cala.

—Lo haré. Pero por ahora ya es suficiente, de lo contrario te irritaría la piel. Ya puedes subirte la túnica, tío… Así. Procura conservar el calor. ¿Te escuece?

—Al principio me picaba como las ortigas, pero ahora se nota una sensación muy agradable. No siento dolor, pero estoy cansado…

Era natural que lo estuviera, después de aquella manipulación de la carne y el resurgir de la mente.

—Claro, así debe ser. Ahora tiéndete a dormir. —Meurig miró a Cadfael, buscando su apoyo—. ¿No os parece lo mejor, hermano?

—Desde luego que sí. Habéis hecho un duro ejercicio y tenéis que descansar.

Rhys se alegró de que le acostaran en su cama y le dejaran en brazos del sueño que ya le estaba venciendo. Su soñolienta despedida les siguió mientras se encaminaban hacia la puerta, pero se perdió en el silencio antes de que llegaran a ella.

—Saluda a tu madre, Meurig. Y dile que venga a verme… cuando traigan la lana al mercado de Shrewsbury… Estoy deseando verla…

—Parece que le tiene mucho afecto a tu madre —dijo Cadfael mientras Meurig se lavaba concienzudamente las manos donde fray Edmundo le había indicado—. ¿Hay esperanza de que pueda volver a verla?

El rostro de Meurig, visto de perfil mientras se frotaba y restregaba las manos, adoptó una expresión sombría, totalmente en contraste con la indulgente jovialidad que había manifestado en presencia del anciano.

Al cabo de un rato, el joven contestó:

—No en este mundo —se volvió a tomar la áspera toalla y miró fijamente a Cadfael—. Mi madre murió hace once años; en la pasada fiesta de San Miguel se cumplió el aniversario. Él lo sabe, o lo sabía, tan bien como yo. Pero, si está viva en su mente senil, ¿por qué contradecirlo? Que conserve ese pensamiento y cualquier otro que le sea agradable.

Ambos salieron en silencio al fresco aire del gran patio, donde se separaron. Meurig se dirigió con paso rápido a la caseta de vigilancia. Cadfael se encaminó hacia la iglesia, donde la campana de vísperas no tardaría en sonar.

—¡Ve con Dios! —dijo Cadfael, despidiéndose del mozo—. Hoy le has devuelto al viejo una parte de su juventud. Creo que los ancianos de tu familia han tenido suerte con los hijos.

—Mi familia —contestó Meurig, deteniéndose para mirar con sus grandes ojos negros a Cadfael— es la de mi madre, yo voy con los míos. Mi padre no era galés.

Luego se alejó a grandes zancadas mientras la cuadrada silueta de sus hombros cortaba la oscuridad del crepúsculo. Cadfael pensó en él con la misma curiosidad con que lo había hecho con el siervo Aelfrico, pero sólo hasta que llegó al pórtico de la iglesia, donde abandonó sus pensamientos para entregarse a un deber más inmediato. Al fin y al cabo, aquellos mozos sabían cuidar de sí mismos y no eran asunto de su incumbencia.

¡Todavía no!