Apéndice

El final original de la novela

Cuando, a mediados de junio de 1861, Dickens corregía las pruebas de las últimas entregas semanales de Grandes esperanzas, se las enseñó a su amigo y también novelista Edward Bulwer-Lytton, quien le aconsejó, después de leerlas, que cambiara el final que había escrito por otro más esperanzador. Dickens siguió su consejo y escribió otro final en el que se insinúa la posibilidad de que Pip y Estella no vuelvan a separarse y que es el que figuró en todas las ediciones de la novela publicadas en vida del autor.

De hecho, muy rara vez se ha editado la obra —George Bernard Shaw lo hizo en 1937— con el final tal como originariamente fue concebido.

En la primera versión, el capítulo LVIII era el último e incluía, con perceptibles variaciones, los primeros párrafos de lo que luego fue el LIX. Los «once» años transcurridos desde la marcha de Pip a Oriente eran «ocho», y parte de su diálogo con Biddy tenía un tono ligeramente distinto. A él se añadía seguidamente la breve crónica de la vida «muy desgraciada» de Estella y el episodio del reencuentro.

—Querido Pip —dijo Biddy—, ¿estás seguro de que ya no suspiras por ella?

—Estoy seguro y convencido, Biddy.

—Dímelo como a una antigua amiga. ¿La has olvidado ya?

—Mi querida Biddy, no he olvidado en mi vida nada que haya ocupado un lugar importante en ella. Pero aquel pobre sueño, como solía llamarlo, ha pasado, Biddy, ha pasado ya.

Pasaron dos años más antes de que la viera. Había oído decir que su vida era muy desgraciada, que se había separado de su marido, que la había tratado con gran crueldad, y que se había hecho famoso como compendio de orgullo, avaricia, brutalidad y bajeza. Me había enterado de la muerte de su marido (a causa de un accidente por maltratar a un caballo), y de que se había vuelto a casar con un médico de Shropshire que, en contra de sus intereses, se había interpuesto muy valientemente una vez que, habiendo ido a prestar sus servicios profesionales al señor Drummle, presenció cómo la trataba ultrajantemente. Había oído decir que el médico de Shropshire no era rico, y que vivían de la fortuna personal de ella.

Volvía a estar en Inglaterra —en Londres, paseando por Piccadilly con el pequeño Pip— un día en que un criado vino corriendo tras de mí para pedirme que retrocediera unos pasos para ver a una señora en un carruaje que quería hablar conmigo. Era un pequeño coche tirado por un poni y la señora lo conducía; y la señora y yo nos miramos el uno al otro con apreciable tristeza.

—Estoy muy cambiada, ya lo sé; pero pensé que te gustaría estrecharle la mano a Estella, Pip. ¡Coge en brazos a este niño tan guapo y deja que le dé un beso! (Creo que pensó que era hijo mío.)

Luego estuve contento de haberla visto; porque, en su rostro y en su voz, y en su manera de tocar, vi con seguridad que el sufrimiento había sido más fuerte que las enseñanzas de la señorita Havisham, y que le había dado un corazón con el que comprender el que antes era el mío.