CAPÍTULO LIX

Por espacio de once años no había visto a Joe ni a Biddy con mis ojos corporales, aunque con frecuencia habían estado presentes en mi imaginación mientras vivía en Oriente. Una noche de diciembre, una o dos horas después de anochecer, apoyé suavemente la mano en el picaporte de la vieja puerta de la cocina. Lo hice con tanta suavidad, que no me oyeron y pude mirar sin ser visto. Allí, fumando su pipa en el lugar acostumbrado ante la luz del fuego, tan fuerte y tan robusto como siempre, aunque con los cabellos grises, estaba Joe; y protegido en un rincón por la pierna de éste, y sentado en mi taburetito, mirando al fuego, estaba… ¿yo mismo, acaso?

—Le dimos el nombre de Pip en recuerdo tuyo —dijo Joe, encantado al ver que me sentaba en otro taburete al lado del niño (aunque me guardé muy bien de mesarle el cabello)— y esperábamos que se iría pareciendo a ti, y creemos que ya se parece.

Así pensaba yo también, y a la mañana siguiente me lo llevé a dar un paseo. Hablamos mucho y nos comprendimos a la perfección. Luego le llevé al cementerio, le hice sentar en determinada tumba y él me mostró desde aquel lugar la losa consagrada a la memoria de «Philip Pirrip, vecino de esta parroquia, y de Georgiana, esposa del arriba dicho».

—Biddy —dije, al hablar con ella después de comer y mientras su hijo dormía en su regazo—. Tienes que darme a Pip, o prestármelo al menos.

—De ningún modo —contestó Biddy cariñosamente—. Tú debes casarte.

—Lo mismo me dicen Herbert y Clara, pero yo no soy de la misma opinión, Biddy. Me he establecido ya en su casa de un modo tan perfecto que no es fácil que esto ocurra. Soy un solterón empedernido.

Biddy miró al niño, se llevó sus manecitas a los labios y luego con la misma mano bondadosa me tocó la mía. En aquella acción y en la ligera presión de la sortija de boda de Biddy, hubo algo que en sí era muy elocuente.

—Querido Pip —dijo Biddy—, ¿estás seguro de que ya no suspiras por ella?

—¡Oh, no! Me parece que no, Biddy.

—Dímelo como a una antigua amiga. ¿La has olvidado ya?

—Mi querida Biddy, no he olvidado en mi vida nada que haya ocupado un lugar importante en ella, y poco que haya ocupado un lugar siquiera. Pero aquel pobre sueño, como solía llamarlo, ha pasado, Biddy, ha pasado ya.

No obstante, sabía que mientras decía estas palabras, me acuciaba el deseo secreto de volver a visitar aquella noche el lugar donde existió la antigua casa, sólo y en recuerdo de ella. Sí: en recuerdo de Estella.

Había oído decir que su vida era muy desgraciada, que se había separado de su marido, que la había tratado con gran crueldad, y que se había hecho famoso como compendio de orgullo, avaricia, brutalidad y bajeza. También me había enterado de la muerte de su marido a causa de un accidente por maltratar a un caballo. Esta liberación había ocurrido dos años antes, y no sabía si se había vuelto a casar.

Como en casa de Joe se cenaba temprano, tenía tiempo más que suficiente, sin necesidad de apresurar el rato de charla con Biddy, para encaminarme al antiguo lugar antes de que oscureciera. Pero como me entretuve mucho por el camino, mirando cosas que recordaba y pensando en los tiempos pasados, declinaba ya el día cuando llegué. Ya no existía la casa, ni la fábrica de cerveza, ni construcción alguna, a excepción de la tapia del antiguo jardín. El terreno había sido rodeado con una mala cerca, y mirando por encima de ella observé que parte de la antigua yedra había arraigado de nuevo y crecía verde y lozana sobre el montón de ruinas. Viendo en la cerca una puerta entreabierta, la empujé y entré.

Una niebla fría y plateada envolvía el atardecer, y la luna aún no estaba lo suficiente alta para disiparla. Pero las estrellas brillaban más allá de la niebla, la luna apuntaba ya y la noche no era oscura. Pude distinguir perfectamente dónde había estado la antigua casa, dónde la fábrica de cerveza, dónde las puertas y dónde los barriles. Estaba contemplando el desolado paseo del jardín cuando descubrí en él a una figura solitaria.

También ella parecía haberme descubierto cuando avancé hacia ella. Hasta entonces se había ido acercando, pero luego se quedó quieta. Me aproximé y me di cuenta de que era una mujer. Y, al acercarme más, hizo ademán de alejarse, pero, por fin, se detuvo, permitiéndome llegar a su lado. Luego, vaciló, sobrecogida por la sorpresa, pronunció mi nombre, y yo exclamé:

—¡Estella!

—Estoy muy cambiada. Me extraña que me reconozcas.

Verdaderamente había perdido la lozanía de su belleza, pero aún conservaba su indescriptible encanto. Esos atractivos ya los conocía, pero lo que nunca vi en otros tiempos era la luz suavizada y entristecida de aquellos ojos antes tan orgullosos, y lo que nunca sentí en otro tiempo fue el tacto amistoso de aquella mano, antes insensible.

Nos sentamos en un banco cercano y entonces dije:

—Después de tantos años es raro, Estella, que volvamos a encontrarnos en el mismo lugar en que nos vimos por primera vez. ¿Vienes aquí a menudo?

—Desde entonces no había vuelto.

—Ni yo.

La luna empezaba a levantarse, y me recordó aquella plácida mirada al techo blanco, que ya había pasado de esta vida. La luna empezaba a levantarse y recordé la presión en mi mano cuando pronuncié las últimas palabras que él oyó en este mundo.

Estella fue la primera en romper el silencio que reinaba entre nosotros.

—Muchas veces había deseado e intentado volver, pero tantas cosas me lo impidieron… ¡Pobre, pobre lugar éste!

Los primeros rayos de la luna iluminaron la plateada niebla, e hicieron brillar las lágrimas de sus ojos. Ignorando que yo las veía, y ladeándose para ocultarlas, añadió:

—¿Te preguntabas acaso, mientras paseábamos por aquí, cómo ha venido a parar este lugar a este estado?

—Sí, Estella.

—El terreno me pertenece. Es lo único que no he perdido. Todo lo demás me ha sido arrebatado, poco a poco; pero pude conservar esto. Fue objeto de la única resistencia decidida que llegué a hacer en los miserables años pasados.

—¿Va a construirse algo aquí?

—Sí. Y he venido a despedirme antes de que ocurra este cambio. Y tú —añadió con un interés conmovedor para un vagabundo como yo—, ¿vives todavía en el extranjero?

—Sí.

—¿Te va bien?

—Trabajo bastante, pero me gano la vida, por consiguiente… sí, sí, me va bien.

—Muchas veces he pensado en ti —dijo Estella.

—¿De veras?

—Últimamente con mucha frecuencia. Hubo una larga y dura época, durante la cual procuré alejar de mí el recuerdo de lo que había despreciado cuando ignoraba completamente su valor; pero desde el momento en que mi deber dejó de ser incompatible con este recuerdo, te he dado un lugar en mi corazón.

—Pues tú siempre has ocupado un sitio en el mío —contesté.

Y guardamos nuevamente silencio, hasta que ella dijo:

—Poco imaginaba que me despediría de ti al despedirme de este lugar. Me alegro mucho de que sea así.

—¿Te alegras de que nos despidamos de nuevo, Estella? Para mí las despedidas son siempre penosas. Para mí el recuerdo de nuestra última despedida ha sido siempre triste y doloroso.

—Pero tú me dijiste —replicó Estella con mucha vehemencia—: «¡Dios te bendiga y Dios te perdone!». Y si entonces pudiste decirme eso, ya no tendrás inconveniente en repetírmelo ahora, ahora que el sufrimiento ha sido más fuerte que todas las demás enseñanzas y me ha hecho comprender lo que era tu corazón. El sufrimiento me ha roto y me ha doblegado, pero espero que me haya hecho mejor. Sé considerado y bueno conmigo como lo fuiste en otro tiempo, y dime que seguimos siendo amigos.

—Somos amigos —dije levantándome e inclinándome hacia ella cuando se levantaba a su vez.

—Y continuaremos siendo amigos, aunque estemos separados —dijo Estella.

Yo le cogí la mano y salimos de aquel desolado lugar. Y tal como las nieblas de la mañana se levantaron, tantos años antes, cuando abandoné la herrería, se levantaron ahora las nieblas de la noche y, en la dilatada extensión de luz tranquila que me mostraron, no vi sombra alguna de separación.