CAPÍTULO LVIII

La noticia de que mi gran fortuna se había desvanecido había llegado al lugar de mi nacimiento y a su vecindad, aun antes de que lo hiciera yo. Hallé el Jabalí Azul en posesión de esta información y vi que ésta había ocasionado un gran cambio en la actitud del Jabalí conmigo. Así como el Jabalí Azul había cultivado, con calmosa asiduidad, el buen concepto que pudiera tener yo de él, cuando iba a gozar de una gran posición, se mostró sumamente frío en este particular ahora que esta posición se me escapaba de las manos.

Llegué por la tarde y muy fatigado por el viaje, que tantas veces realizara tan fácilmente. El Jabalí no pudo darme el dormitorio que solía ocupar, porque estaba ya comprometido (tal vez por otro que tenía grandes esperanzas), y tan sólo pudo ofrecerme una mala habitación entre las sillas de posta y el palomar que había en el patio. Pero dormí tan profundamente en aquella habitación como en la mejor que pudiera ofrecer el Jabalí, y la calidad de mis sueños fue poco más o menos la que habría sido en el mejor dormitorio.

Muy temprano, por la mañana, mientras se preparaba el desayuno, me fui a dar una vuelta por la casa Satis. En la puerta había algunos carteles y en las ventanas unos trozos de alfombra anunciando que en la siguiente semana se celebraría una venta pública del mobiliario y los efectos de la casa. Ésta también iba a ser vendida como material de construcción para ser derribada. Lote número 1 estaba marcado con letras blancas en la fábrica de cerveza; Lote número 2 en aquella parte del edificio principal que había permanecido cerrado durante tanto tiempo. Otros lotes estaban señalados en distintas partes de la finca y la yedra había sido arrancada para hacer sitio a las inscripciones, y gran cantidad de ella se arrastraba, medio seca, por el polvo. Entrando por un momento por la puerta abierta y mirando a mi alrededor con la timidez propia de un forastero que no tenía nada que hacer en aquel lugar, vi al pasante del subastador paseándose sobre los barriles y contándolos para información del asentador del catálogo, que tomaba nota pluma en mano y que usaba como escritorio el antiguo sillón de ruedas que tantas veces empujara yo mientras cantaba el Old Clem.

Cuando volví para desayunar en el café del Jabalí, encontré al señor Pumblechook que estaba hablando con el dueño. El primero (cuyo aspecto no había mejorado su reciente aventura nocturna) estaba aguardándome y se dirigió a mí en los siguientes términos:

—Lamento mucho, joven, verle a usted en tan mala situación. Pero ¿qué otra cosa podía esperarse? ¿Qué otra cosa podía esperarse?

Como extendía la mano con su aire de magnánima indulgencia y como yo, a consecuencia de mi enfermedad, no me sentía con ánimos para disputar, se la estreché.

—¡William! —dijo el señor Pumblechook al camarero—. Pon un panecillo en la mesa. ¡A esto ha llegado a parar! ¡A esto!

Yo me senté de mala gana ante mi desayuno. El señor Pumblechook permaneció junto a mí y me sirvió el té, antes de que yo pudiera alcanzar la tetera, con el aire de un bienhechor resuelto a ser fiel hasta el final.

—William —añadió el señor Pumblechook con triste acento—. Trae la sal. En tiempos más felices —exclamó dirigiéndose a mí— creo que tomaba usted azúcar. ¿Le gustaba la leche? ¿Sí? Azúcar y leche. William, trae berros.

—Muchas gracias —dije secamente—, no como berros.

—¿No los come? —repitió el señor Pumblechook dando un suspiro y moviendo varias veces la cabeza, como si ya se lo hubiera imaginado y como si abstenerme de comer berros fuese una consecuencia de mi ruina—. Es verdad. Los sencillos frutos de la tierra. No, no traigas berros, William.

Continué con mi desayuno, y el señor Pumblechook siguió a mi lado mirándome con sus ojos de pescado y respirando ruidosamente como era su costumbre.

—Apenas le queda más que la piel y los huesos —dijo en voz alta y con triste acento—. Y, sin embargo, cuando se marchó de aquí (y puedo añadir que con mi bendición) y cuando yo le ofrecí mi humilde repuesto, como la abeja, estaba redondo como un melocotón.

Esto me recordó la gran diferencia que había entre sus serviles modales al ofrecerme su mano cuando mi situación era próspera: «¿Puedo…?», y la ostentosa clemencia con que acababa de ofrecer los mismos cinco dedos regordetes.

—¡Ah! —continuó entregándome el pan y la mantequilla—. ¿Y se va usted ahora al lado de Joe?

—¡En nombre del cielo! —exclamé estallando a pesar mío—. ¿Qué le importa adónde voy? Haga el favor de dejar quieta la tetera.

Esto era lo peor que podía haber hecho, porque dio a Pumblechook la oportunidad que estaba aguardando.

—Sí, joven —contestó, soltando el asa de la tetera, retirándose uno o dos pasos de la mesa y hablando de manera que le oyeran el dueño y el camarero que estaban en la puerta—. Dejaré la tetera, tiene usted razón, joven. Por una vez siquiera tiene usted razón. Me olvidé de mí mismo cuando tomé tal interés en su desayuno y cuando deseé que su cuerpo, agotado por los efectos debilitantes de la prodigalidad, se estimulara con el sano alimento de sus abuelos. Y no obstante —dijo, volviéndose al dueño y al camarero, y señalándome con el brazo extendido— éste es el mismo a quien entretuve en los días de su feliz infancia. Y aunque me digan que no puede ser, les diré que es él.

Le contestó un débil murmullo de los dos oyentes; el camarero parecía singularmente afectado.

—Es el mismo —añadió Pumblechook— a quien muchas veces llevé en mi carruaje. Es el mismo a quien vi criar a fuerza de mano. Es el mismo cuya hermana era sobrina mía por su casamiento, la que se llamaba Georgiana Marian en recuerdo de su propia madre. ¡Que lo niegue, si se atreve a tanto!

El camarero pareció convencido de que yo no podía negarlo, y eso daba un feo aspecto al caso.

—Joven —añadió Pumblechook, estirando la cabeza hacia mí como tenía por costumbre—. Ahora se va usted al lado de Joe. Me ha preguntado qué me importa saber adónde va. Yo le digo, caballero, que usted se va al lado de Joe.

El camarero tosió, como si me invitara modestamente a contradecirle.

—Ahora —añadió Pumblechook con su aire exasperante de decir en favor de la virtud cosas convincentes e irrebatibles—, ahora voy a decirle lo que le dirá usted a Joe. Aquí está presente el dueño del Jabalí, conocido y respetado en la ciudad, y aquí está William, cuyo apellido es Potkins, si no me engaño.

—No se engaña usted, señor —contestó William.

—Pues en su presencia le diré a usted, joven, lo que, a su vez, le dirá a Joe. Usted dirá: «Joe, hoy he visto a mi primer bienhechor y al fundador de mi fortuna. No pronunció ningún nombre, Joe, pero así le llaman en la ciudad entera. A él, pues, he visto».

—Yo juro que no le veo aquí —contesté.

—Pues dígaselo así —replicó Pumblechook—. Dígale así y hasta el mismo Joe mostrará su sorpresa.

—En esto se engaña usted —respondí—. Yo le conozco mejor.

—Le dirá usted —continuó Pumblechook—: «Joe, he visto a ese hombre, quien no te guarda malicia ni me guarda malicia a mí. Conoce tu carácter, Joe, y sabe muy bien lo ignorante y testarudo que eres; también conoce mi carácter, Joe, y conoce mi ingratitud. Sí, Joe —dirá usted (aquí Pumblechook me amenazó con la cabeza y con la mano)—, conoce mi falta de toda mi humana gratitud. Lo sabe mejor que nadie, Joe. Tú no lo sabes, Joe, porque no tienes motivos para ello, pero ese hombre sí lo sabe».

A pesar de lo burro que era, llegó a asombrarme que pudiera tener la desfachatez de hablarme de esta manera.

—Le dirá usted: «Joe, me ha dado un encargo que ahora voy a repetirte. Y es que en mi ruina he visto el dedo de la Providencia. Él conoce este dedo cuando lo ve, y lo ha visto claramente cómo señalaba esta inscripción, Joe: En prueba de ingratitud hacia su primer bienhechor y fundador de su fortuna. Pero este hombre ha dicho que no se arrepentía de lo hecho, Joe, de ningún modo. Era justo hacerlo, era bondadoso hacerlo, era caritativo hacerlo, y lo haría otra vez».

—Es una lástima —contesté burlonamente mientras terminaba mi interrumpido desayuno— que este hombre no dijese qué era lo que había hecho y lo que volvería a hacer.

—Oigan ustedes —exclamó Pumblechook dirigiéndose al dueño del Jabalí y a William—. No tengo inconveniente en que digan ustedes por todas partes, en caso de que lo deseen, que lo hice porque era justo hacerlo, porque era bondadoso hacerlo, porque era caritativo y que lo haría otra vez.

Dichas estas palabras, el impostor les estrechó vigorosamente la mano y abandonó la casa, dejándome más asombrado que divertido con las virtudes de aquel indefinido «lo». No tardé mucho en salir a mi vez, y al bajar por la calle Mayor, le vi a la puerta de su tienda, discurseando (sin duda sobre el mismo tema) ante un selecto grupo que me honró con miradas de gran desaprobación cuando pasé por el otro lado de la calle. Pero esto hacía más agradable aún ir al encuentro de Biddy y de Joe, cuya gran indulgencia brillaba si cabe con mayor fuerza que nunca, después de resistir el contraste con aquel hipócrita desfachatado. Me dirigí hacia ellos despacio, porque mis piernas estaban débiles aún, pero con una sensación, a medida que me aproximaba, de creciente alivio y de dejar cada vez más atrás la arrogancia y la mentira.

El tiempo era delicioso. El cielo estaba azul, las alondras volaban altas sobre el verde trigo y el campo me parecía mucho más hermoso y apacible de lo que me había parecido nunca. Entretuvieron mi camino agradables imaginaciones de la vida que llevaría allí y de lo que mejoraría mi carácter cuando tuviera a mi lado un cariñoso guía de cuya sencilla fe y claro juicio tenía experiencia. Estos cuadros despertaron en mí tiernas emociones, porque mi corazón sentíase tan conmovido por mi regreso y esperaba tal cambio, que me sentí como quien vuelve a casa descalzo y desde muy lejos tras muchos años de vida errante.

Nunca había visto la escuela donde enseñaba Biddy; pero la callejuela que tomé al entrar en el pueblo para no llamar la atención me hizo pasar ante ella. Me desilusionó darme cuenta de que era un día de asueto; no se veía ningún niño y la casa de Biddy estaba cerrada. Me había hecho la ilusión de verla ocupada en su trabajo diario, antes de que ella me viera, pero esta ilusión se había frustrado.

Pero la fragua no estaba lejos y a ella me encaminé por debajo de los verdes tilos esperando oír cantar el martillo de Joe. Mucho después del punto en que tendría que haberlo oído, y mucho después de haberme figurado que lo oía, vi que eran sólo imaginaciones, porque todo estaba en silencio. Allí estaban los tilos y los espinos albares y los castaños, y sus hojas sonaron armoniosamente cuando me detuve a escuchar; pero la brisa del verano no llevaba los martillazos de Joe.

Casi temiendo, sin saber por qué, llegar a ver la fragua, la tuve por fin ante mí y vi que estaba cerrada. No había en ella resplandor de llamas, ni chispas, ni rugido de fuelles. Todo estaba cerrado y silencioso.

Pero la casa no estaba desierta, y la sala parecía estar ocupada, pues había blancas cortinas que se agitaban en la ventana, y ésta estaba abierta y llena de flores cuando Joe y Biddy aparecieron ante mí cogidos del brazo.

En el primer instante Biddy dio un grito como si creyera ver una aparición, pero un momento después estaba en mis brazos. Lloré al verla y ella lloró también al verme; yo por lo bella y lozana que estaba ella, y ella por lo pálido y demacrado que estaba yo.

—¡Qué linda estás, querida Biddy!

—Gracias, querido Pip.

—¡Y tú, querido Joe, qué elegante!

—Gracias, querido Pip.

Me quedé mirándolos, primero al uno y luego al otro, hasta que…

—Es el día de mi boda —exclamó Biddy en un estallido de felicidad—. Acabo de casarme con Joe.

Me llevaron a la cocina y pude reposar mi cabeza en la vieja mesa. Biddy acercó una de mis manos a sus labios y la de Joe se posó consoladora en mi hombro.

—Todavía no está lo bastante fuerte para soportar esta sorpresa, querida mía —dijo Joe.

—Habría debido tenerlo en cuenta, querido Joe —replicó Biddy—, pero ¡soy tan feliz!

Y estaban tan contentos de verme, tan orgullosos, tan conmovidos de que hubiera ido, tan encantados de que, por casualidad, hubiera sido aquel día en que les hacía la dicha completa.

Mi primera idea fue dar gracias a Dios por no haber dado a conocer a Joe esta última y frustrada esperanza mía. ¡Cuántas veces, mientras me acompañaba en mi enfermedad, había acudido a mis labios! ¡Cuán inevitable habría sido que se la contara si él hubiera estado conmigo sólo una hora más!

—Querida Biddy —dije—, tienes el mejor marido del mundo. Y si lo hubieras visto junto a mi cama, le habrías… pero no, no. No es posible que le ames más de lo que le amas ahora.

—No, no es posible —dijo Biddy.

—Y tú, querido Joe, tienes la mejor esposa del mundo, y te hará tan feliz como mereces, mi querido, mi noble, mi buen Joe.

Joe me miró con temblorosos labios y se pasó la manga por los ojos.

—Y ahora, Joe y Biddy, como hoy habéis estado en la iglesia y os sentís en paz y amor con toda la humanidad, recibid mi humilde agradecimiento por cuanto habéis hecho por mí, y que yo he pagado tan mal. Y cuando os haya dicho que me marcharé dentro de una hora, porque en breve he de partir al extranjero, y que no descansaré hasta haber ganado el dinero gracias al cual me evitasteis la cárcel, y habéroslo mandado, no penséis, Joe y Biddy, que, aunque os lo devolviera mil veces, creería haber saldado ni un penique de la deuda que tengo con vosotros, o que lo creería aunque pudiera hacerlo.

Ambos se conmovieron con estas palabras y me suplicaron que no dijese nada más.

—Pero he de deciros otra cosa. Espero, querido Joe, que tendréis hijos a quienes amar y algún día, en las noches de invierno, se sentará en el rincón de esta chimenea un pequeñuelo que os recordará a otro que se marchó para siempre. No le digas, Joe, que fui ingrato; no le digas, Biddy, que fui poco generoso e injusto; decidle tan sólo que os honré a los dos por lo buenos y lo fieles que fuisteis y que yo dije que siendo hijo vuestro sería muy natural que llegara a ser un hombre mucho mejor que yo.

—No le diré —replicó Joe, cubriéndose todavía los ojos con la manga—, no le diré nada de eso, Pip, y Biddy tampoco se lo dirá. Ninguno de los dos.

—Y ahora, aunque sé que en vuestros bondadosos corazones ya lo habéis hecho, os ruego que me digáis que me habéis perdonado. Dejadme que os oiga decir estas palabras, para que pueda llevármelas conmigo y así podré creer que confiáis en mí y que me tendréis en mejor opinión en tiempos venideros.

—¡Oh, querido Pip! —exclamó Joe—. ¡Dios sabe que te perdono, si es que tengo algo que perdonarte!

—¡Amén! ¡Y Dios sabe que yo pienso lo mismo! —añadió Biddy.

—Ahora dejadme subir para que contemple por última vez mi cuartito y descanse en él sólo durante algunos instantes. Y luego, cuando haya comido y bebido con vosotros, acompañadme, Joe y Biddy, hasta el poste indicador del pueblo, antes de que nos digamos adiós.

Vendí todo lo que tenía, reuní todo lo que me fue posible para llegar a un acuerdo con mis acreedores, que me concedieron todo el tiempo necesario para pagarles, y luego me marché para reunirme con Herbert. Un mes más tarde había abandonado Inglaterra, y dos meses después era empleado de Clarriker y Compañía. Pasados cuatro meses, asumí mi primera responsabilidad exclusiva, porque la viga que atravesaba el techo de la casa de Mill Pond Bank había dejado de temblar a impulsos de los gruñidos y de los golpes de Bill Barley, y Herbert había regresado a Inglaterra para casarse con Clara, dejándome, hasta su regreso, como único jefe de la sucursal de Oriente.

Pasaron varios años antes de que yo llegara a ser socio de la casa; pero fui feliz con Herbert y su esposa. Viví con frugalidad, pagué mis deudas y mantuve constante correspondencia con Biddy y Joe. Hasta que entré a formar parte de la casa Clarriker nunca había revelado cómo Herbert había sido asociado a ella; pero declaro que hacía tanto tiempo que este secreto pesaba en mi conciencia que no tenía más remedio que divulgarlo. Así lo hice, y Herbert se quedó tan conmovido como asombrado, pero no por culpa de este secreto fuimos peores amigos que antes. No quiero dar la impresión de que nuestra firma fuese muy importante o de que ganáramos dinero a mansalva. Nuestros negocios eran limitados, pero teníamos excelente reputación y ganábamos lo suficiente para vivir. Debíamos tanto a la actividad y al talento de Herbert que muchas veces me preguntaba cómo había podido pensar, ni por un momento, que era un hombre inepto, hasta que un día me iluminó la reflexión de que tal vez la ineptitud no había estado nunca en él, sino en mí.