CAPÍTULO LVII

Ahora que me había quedado solo, di aviso de mi intención de dejar libres las habitaciones que ocupaba en el Temple tan pronto como pudiera rescindirse legalmente mi contrato de arrendamiento, y de realquilarlas mientras tanto. En seguida puse facturas en las ventanas, porque como tenía muchas deudas y apenas algún dinero, empecé a alarmarme seriamente acerca del estado de mis asuntos. Mejor debiera decir que me habría alarmado de tener energía y percepción suficiente para darme cuenta de alguna verdad, aparte del hecho de que me sentía enfermo. La tensión de los últimos días me había permitido aplazar la enfermedad, pero no para vencerla; luego vi que iba apoderándose de mí y casi no supe nada más ni me preocupé de nada más.

Durante uno o dos días estuve echado en el sofá, o en el suelo… en cualquier parte, según el lugar donde acertara a dejarme caer. Me dolían los miembros y la cabeza; no tenía fuerzas ni voluntad. Luego vino una noche que me pareció de extraordinaria duración y que pasé sumido en la ansiedad y en el horror; y cuando, por la mañana, traté de sentarme en la cama y reflexionar acerca de todo aquello, descubrí que no podía.

Si, en realidad, fui a Garden Court, en plena noche, buscando la lancha que creía que estaba allí; si dos o tres veces me desperté, aterrado, en la escalera, sin saber cómo había salido de la cama; si me vi encendiendo la lámpara con la idea de que él subía la escalera y de que todas las demás luces estaban apagadas; si fui indeciblemente torturado por unas voces, unas carcajadas y unos gemidos y medio sospeché que era yo quien los había proferido; si había habido un horno de hierro cerrado en un oscuro rincón de la estancia y una voz había gritado una y otra vez que la señorita Havisham se estaba consumiendo allí dentro: todo eso quise aclararlo conmigo mismo poniendo algún orden en mis ideas, mientras me hallaba tendido aquella mañana en la cama. Pero entre esas cosas y yo se interponía el vapor de un horno de cal, que las desordenaba por completo, y fue a través de aquel vapor como vi a dos hombres que me miraban.

—¿Qué quieren ustedes? —pregunté sobresaltado—. No los conozco.

—Muy bien, señor —replicó uno de ellos, inclinándose y tocándome el hombro—. Éste es un asunto que, seguramente, podrá usted arreglar en breve; pero entretanto, queda detenido.

—¿A cuánto asciende la deuda?

—A ciento veintitrés libras esterlinas, quince chelines, seis peniques. Creo que es la cuenta del joyero.

—¿Qué puedo hacer?

—Lo mejor es ir a mi casa —dijo aquel hombre—. Tengo una casa bastante confortable.

Hice vanos esfuerzos para levantarme y vestirme. Cuando volví a fijarme en los hombres, vi que se habían apartado de la cama y me estaban mirando. Yo seguía echado.

—Ya ven ustedes cómo estoy —dije—. Si pudiera los acompañaría, pero verdaderamente no puedo. Y si se me llevan, creo que me moriré por el camino. —Tal vez me respondieron, o discutieron el asunto, o trataron de darme ánimos para que me figurara que estaba mejor de lo que yo creía. Pero como en mi memoria aquellos dos hombres sólo están prendidos por este débil hilo, no sé lo que realmente hicieron salvo que desistieron de llevárseme.

Que tuve mucha fiebre y sufrí mucho, que a menudo perdía la razón y el tiempo me parecía interminable, que confundía existencias imposibles con mi propia identidad; que era un ladrillo en la pared de la casa y deseaba salir del lugar en que los albañiles lo habían colocado; que era una barra de acero de una enorme máquina que giraba ruidosamente sobre un abismo, y, sin embargo, yo mismo imploraba que se detuviera la máquina y se separara de ella la parte que yo constituía; que pasé por todas estas fases de la enfermedad, lo sé por mis propios recuerdos y, en cierto modo, lo sabía en el momento de pasar por ellas. De que a veces luchaba con gente real y verdadera en la creencia de que eran asesinos, y de que en seguida comprendía que me querían bien y entonces me abandonaba exhausto en sus brazos y dejaba que me tendieran en la cama, también tuve conciencia en su momento; pero sobre todo notaba una tendencia constante en toda aquella gente (que, cuando yo estaba muy mal, me mostraban toda suerte de extraordinarias transformaciones del rostro humano y alcanzaban un tamaño extraordinario); pero, sobre todo, digo, noté una decidida tendencia, en todas aquellas personas, de tomar más pronto o más tarde la forma de Joe.

Después de que la enfermedad hubo hecho su crisis, empecé a darme cuenta de que, así como cambiaban todos los demás detalles, este detalle constante no cambiaba. Quienquiera que fuera que se me acercara, continuaba pareciéndose a Joe. Abría los ojos por la noche y veía a Joe sentado junto a mi cama. Abría los ojos de día y, junto a la ventana abierta y con las cortinas echadas, estaba Joe sentado y fumando su pipa. Pedía una bebida refrescante, y la mano querida que me la daba era la mano de Joe. Después de beber me reclinaba en mi almohada y el rostro que me miraba con tanta ternura y esperanza era el rostro de Joe.

Por fin un día tuve valor para preguntar:

—¿Eres realmente Joe?

—El mismo, querido Pip —me contestó aquella voz tan querida de otros tiempos.

—¡Oh, Joe! ¡Me partes el alma! Mírame con enojo, Joe. ¡Pégame! ¡Háblame de mi ingratitud! No seas tan bueno conmigo.

Porque Joe, contento de ver que le había reconocido, había apoyado su cabeza en la almohada, a mi lado, y me rodeaba el cuello con el brazo.

—Cállate, querido Pip —dijo Joe—. Tú y yo siempre hemos sido buenos amigos. Y cuando estés bien para dar un paseo, ya verás cómo nos vamos a divertir.

Dicho esto, se retiró a la ventana y me volvió la espalda, mientras se secaba los ojos. Y como mi extrema debilidad me impedía levantarme e ir a su lado, me quedé en la cama, murmurando lleno de remordimientos:

—¡Dios le bendiga! ¡Dios bendiga a este hombre bueno y cristiano!

Los ojos de Joe estaban enrojecidos cuando le vi otra vez a mi lado; pero entonces yo le tenía cogida la mano y ambos nos sentíamos felices.

—¿Cuánto tiempo hace, querido Joe?

—¿Quieres decir, Pip, cuánto tiempo ha durado tu enfermedad?

—Sí, Joe.

—Hoy es el último día de mayo. Mañana es primero de junio.

—¿Y has estado siempre aquí, querido Joe?

—Casi siempre, Pip. Porque, como le dije a Biddy cuando recibimos por carta noticias de tu enfermedad, carta que nos entregó el cartero, quien, aunque antes era soltero, ahora se ha casado, a pesar de que apenas le pagan los paseos que se da y los zapatos que gasta, pero él no miraba el dinero, y casarse era el gran deseo de su corazón…

—¡Qué agradable me parece oírte, Joe! ¡Pero te he interrumpido cuando ibas a contarme lo que le dijiste a Biddy!

—Pues fue —dijo Joe— que tú estarías entre gente extraña, y como tú y yo siempre hemos sido buenos amigos, una visita en tales momentos no sería mal recibida, y Biddy me dijo: «Vaya a su lado sin pérdida de tiempo». Éstas —añadió Joe, tomando su aire más solemne— fueron las palabras de Biddy. «Vaya a su lado sin pérdida de tiempo». En fin, no te engañaré mucho —añadió, después de reflexionar gravemente—, si te digo que las palabras de Biddy fueron: «Sin perder un solo minuto».

Entonces se interrumpió para hacerme saber que no se me debía hablar demasiado, que debía tomar un poco de alimento cada tantas y tantas horas, lo mismo si me gustaba como si no, y que debía someterme a sus órdenes. Yo le besé la mano y me quedé quieto, en tanto que él se disponía a escribir una carta a Biddy con cariñosos recuerdos de mi parte.

Evidentemente, Biddy había enseñado a escribir a Joe. Mientras yo estaba en la cama mirándole, me hizo llorar de placer ver el orgullo con que se ponía a escribir su carta. Mi cama, despojada de sus cortinas, había sido trasladada, conmigo en ella, a la habitación que se usaba como sala, por ser la mayor y la más ventilada. Habían quitado la alfombra, y la habitación se conservaba fresca y aireada de día y de noche. En mi propio escritorio, que estaba en un rincón lleno de botellitas, Joe se sentó a acometer su gran tarea, escogiendo primero una pluma de entre las varias que había, como si la sacara de un cajón lleno de herramientas, y remangándose como si se dispusiera a empuñar una palanca de hierro o un martillo de fragua. Tuvo necesidad de apoyarse pesadamente en la mesa sobre su codo izquierdo y echar la pierna derecha hacia atrás, antes de poder empezar, y, cuando lo hizo, cada uno de sus trazos era tan lento que habría tenido tiempo de hacerlos de seis pies de largo, mientras que en los perfiles yo oía rechinar su pluma ruidosamente. Tenía la curiosa idea de que el tintero estaba al otro lado de donde se hallaba en realidad y repetidamente mojaba la pluma en el aire, quedando al parecer muy satisfecho del resultado. De vez en cuando tropezaba con algún pedrusco ortográfico, pero, en conjunto, avanzaba bastante bien, y en cuanto hubo firmado, después de quitar un borrón, trasladándolo a su cabeza por medio de los dedos, se levantó y empezó a dar vueltas cerca de la mesa, observando el resultado de su esfuerzo desde varios puntos de vista, con infinita satisfacción.

Con objeto de no inquietarle hablando demasiado, aun suponiendo que hubiera sido capaz de ello, dejé para el día siguiente mi interés por saber de la señorita Havisham. Cuando le pregunté si ésta se había restablecido, movió la cabeza.

—¿Ha muerto, Joe?

—Mira, querido Pip —contestó en tono de reprensión y buscando el modo de darme la noticia poco a poco—, no llegaré a afirmar eso, porque hay mucho que decir; pero el caso es que no…

—¿Que no vive, Joe?

—Esto se acerca más a la verdad —contestó Joe—. No vive.

—¿Duró mucho, Joe?

—Después de que tú te pusiste malo, duró casi… lo que tú llamarías una semana —dijo Joe, siempre decidido, en obsequio mío, a llevar la cosa por grados.

—¿Te has enterado, querido Joe, de a quién va a parar su fortuna?

—Pues mira, Pip, parece que la mayor parte es para la señorita Estella. Pero había escrito un codicililo de su propia mano, pocos días antes del accidente, dejando cuatro mil libras al señor Matthew Pocket. Y ¿a que no sabes, Pip, por qué dejó estas cuatro mil libras al señor Pocket? Pues «atendiendo a lo que Pip me dijo del dicho Matthew». Según me ha informado Biddy, esto es lo que decía el codicilo, «atendiendo a lo que Pip me dijo del dicho Matthew». ¡Cuatro mil libras, Pip!

La noticia me dio mucha alegría, pues este legado completaba la única cosa buena que yo había hecho en mi vida. Pregunté entonces a Joe si había oído decir que hubiera ningún otro legado para los demás parientes.

—La señorita Sarah —contestó Joe— recibirá veinticinco libras cada año para que se compre píldoras, pues parece que es biliosa. La señorita Georgiana recibirá veinte libras y basta. La señora… ¿cómo se llaman aquellas bestias con joroba, Pip?

—¿Camellos? —dije, preguntándome para qué querría saberlo.

—Eso es —dijo Joe—. La señora Camello…

Comprendí entonces que se refería a la señora Camilla.

—Pues la señora Camello recibirá cinco libras para que se compre velas que la animen por la noche cuando se despierte.

La exactitud de estos detalles era lo bastante evidente para convencerme de que Joe estaba bien enterado.

—Y ahora —añadió Joe—, no estás aún bastante fuerte para que te dé más noticias. Te daré una más. El viejo Orlick entró a robar en una casa.

—¿De quién? —pregunté.

—No es que no sepa, te lo aseguro, dónde dar el golpe —dijo Joe—, pero, de todos modos, la casa de un inglés es un castillo y no se debe asaltar los castillos más que en tiempos de guerra. Y fueran cuales fuesen sus faltas, siempre ha sido un buen tratante de granos y semillas.

—Entonces, ¿fue en casa de Pumblechook donde robaron?

—Eso es, Pip —me contestó Joe—, y le quitaron la gaveta, se le llevaron el dinero, se le bebieron el vino, se hartaron de lo que encontraron y, no contentos con eso, le abofetearon, le tiraron de la nariz, le ataron al pie de la cama y, para que no gritara, le llenaron la boca con calendarios de jardinero. Pero Pumblechook reconoció a Orlick y Orlick está en la cárcel.

Así, poco a poco, llegamos a poder conversar sin engorro. Me costaba mucho recobrar las fuerzas, pero hacía continuos progresos, de modo que cada día estaba mejor que el anterior. Joe permanecía constantemente a mi lado y yo imaginaba ser de nuevo el pequeño Pip.

Porque la ternura y el afecto de Joe eran tan apropiados a mis necesidades que yo no era más que un niño en sus manos. Se sentaba a mi lado y me hablaba con la misma confianza, la misma sencillez y la misma modesta protección de tiempos pasados, hasta el punto de que llegué a experimentar la ilusión de que toda mi vida, desde los días pasados en la vieja cocina, no había sido más que una de tantas pesadillas de la fiebre que había desaparecido ya. Hacía en mi obsequio todo lo necesario, a excepción de los trabajos domésticos, para los cuales contrató a una mujer muy decente, después de despedir a la lavandera el mismo día de su llegada.

—Te aseguro, Pip —decía Joe para justificar la libertad que se tomó—, que la sorprendí agujereando el colchón de la cama de repuesto como si fuese un barril de cerveza, y llenando un cubo de plumas para ir a venderlas. No hay duda de que luego se habría llevado las de tu propia cama, aunque tú estuvieras tendido en ella, y ya se estaba llevando el carbón en la sopera y las fuentes y los licores en tus botas Wellington.

Esperábamos con ansia el día en que yo pudiera salir a dar un paseo, así como habíamos esperado en otro tiempo que yo pudiese ser su aprendiz. Y cuando llegado este día entró un carruaje abierto en la callejuela, Joe me abrigó muy bien, me levantó en sus brazos y me bajó hasta el coche, en donde me sentó como si fuera la criatura pequeña e indefensa en quien tan generosamente había empleado los tesoros de su bondad.

Y Joe se sentó a mi lado y juntos salimos al campo, donde árboles y plantas mostraban la lozanía del verano y el aire se llenaba de dulces aromas. Precisamente aquel día era domingo y, al observar la belleza que me rodeaba y pensar en cómo había crecido y cambiado todo y en cómo se habían formado las flores silvestres y afirmado las vocecillas de los pájaros, de día y de noche, sin cesar, bajo el sol y bajo las estrellas, mientras yo, pobre de mí, estaba echado, ardiendo y revolviéndome en mi cama, el mero recuerdo de esto último pareció interrumpir mi paz. Pero cuando oí las campanas del domingo y observé un poco más la belleza que me rodeaba, comprendí que en mi corazón no había aún suficiente gratitud (porque estaba aún demasiado débil hasta para eso), y apoyé la cabeza en el hombro de Joe, como en otros tiempos, cuando me había llevado a la feria o a algún otro sitio donde me había cansado y aturdido.

Me recobré al cabo de poco y entonces empezamos a hablar como solíamos hacerlo, sentados en la hierba, junto a la vieja batería. No había el menor cambio en Joe. Era exactamente el mismo ante mis ojos; tan sencillamente fiel, tan sencillamente recto como siempre.

Cuando regresamos me levantó y me condujo con tanta facilidad a través del patio y por la escalera, que recordé aquella víspera de Navidad, tan llena de acontecimientos, en que me llevó a cuestas por los marjales. Aún no habíamos hecho ninguna alusión a mi cambio de fortuna, y por mi parte ignoraba hasta qué punto estaba él enterado de la última parte de mi historia. Dudaba tanto de mí mismo y confiaba tanto en él, que no podía decidir si debía referirme a ella mientras él no lo hiciera.

—¿Estás enterado, Joe —le pregunté aquella misma noche, después de pensarlo mucho y mientras él fumaba su pipa junto a la ventana—, de quién era mi protector?

—Oí decir —contestó Joe— que no era la señorita Havisham.

—¿Oíste decir quién era, Joe?

—Verás. Me han dicho que era la persona que mandó a la otra persona que te dio los dos billetes de una libra en los Alegres Barqueros, Pip.

—Así es.

—¡Asombroso! —exclamó Joe, con la mayor placidez.

—¿Sabes que ya murió, Joe? —le pregunté con creciente desconfianza.

—¿Quién? ¿El que mandó los billetes, Pip?

—Sí.

—Me parece —contestó Joe, después de larga meditación y mirando evasivamente hacia el asiento de la ventana— como si hubiera oído decir algo al respecto.

—¿Oíste hablar algo acerca de sus circunstancias, Joe?

—No, Pip.

—Si quieres que te diga, Joe… —empecé, pero Joe se levantó y se acercó a mi sofá.

—Mira, querido Pip —dijo inclinándose sobre mí—, siempre hemos sido buenos amigos, ¿no es verdad?

Yo sentí vergüenza de contestarle.

—Bueno, pues —dijo, como si yo hubiera contestado—, entonces estamos de acuerdo. ¿Para qué meternos en cosas de muchachos, que entre nosotros serán siempre innecesarias? Bastantes cosas tenemos de que hablar, para hacerlo de lo que no es necesario. ¡Dios mío! ¡Cuando pienso en tu pobre hermana y en cómo se alborotaba! ¿Te acuerdas de Tickler?

—Sí, Joe.

—Pues mira, querido Pip —dijo—. Hice cuanto pude para que tú y Tickler estuvierais separados lo más posible, pero mi poder no siempre corría parejos con mi querer. Porque cuando tu pobre hermana estaba resuelta a pegarte —añadió—, no es sólo que también me habría pegado a mí, si hubiera hecho la menor oposición, sino que, además, la paliza que habrías recibido hubiera sido más fuerte. De esto estoy seguro. No es que le tiren a uno de los bigotes, ni que le den un par de sacudidas (que nada me habrían importado viniendo de tu hermana), lo que podría impedir a uno salvar a una criatura del castigo. Pero cuando el tirón y las sacudidas sólo sirven para que a la criatura le den más golpes, entonces el hombre, naturalmente, se dice: ¿Para qué sirve meterse en ello? Lo que tiene de malo, ya lo veo; pero lo que tiene de bueno no lo veo en parte alguna. Yo le desafío, señor, dice el hombre, a que me diga qué tiene de bueno.

—¿Eso dice el hombre? —observé yo viendo que Joe esperaba que hablara.

—Eso dice el hombre —asintió Joe—. ¿Tiene razón el hombre?

—Querido Joe, el hombre siempre tiene razón.

—Pues bien, querido Pip —añadió Joe—. Entonces aténte a lo que dices. Si este hombre siempre tiene razón, la tiene cuando dice: suponiendo que de pequeño te hubieras callado alguna cosita, te la callaste sobre todo porque sabías que el poder de Joe para manteneros separados a ti y a Tickler no estaba a la altura de sus deseos. Por consiguiente, no pienses más en cosas así entre los dos y no hables de cosas que no vienen a cuento. Biddy se tomó mucho trabajo antes de que yo viniera (porque tengo la cabeza muy dura) para que viera las cosas de este modo y, viendo las cosas de este modo, te lo dijera así. Y, habiendo hecho lo uno y lo otro —dijo Joe encantado con su lógico razonamiento—, habiéndolo hecho, un amigo fiel te dice esto. A saber: «No pienses más en ello, sino que lo que debes hacer es cenar, beber tu poco de agua con vino y meterte entre las sábanas».

La delicadeza con que Joe evitó tratar aquel asunto y el tacto y la bondad con que Biddy —quien con su instinto femenino tan pronto me había comprendido— le había preparado para eso, me impresionaron extraordinariamente. Pero ignoraba aún si Joe estaba enterado de mi pobreza y de que mis grandes esperanzas se habían desvanecido como nuestras nieblas de los marjales ante los rayos del sol.

Otra cosa de Joe que no pude comprender cuando empezó a manifestarse, pero que pronto llegué a explicarme dolorosamente, fue la siguiente: a medida que me sentía mejor y más fuerte, Joe parecía estar más cohibido conmigo. Durante los días de debilidad y de dependencia entera con respecto a él, mi querido amigo había vuelto a adoptar el antiguo tono con que me trataba, y se dirigía a mí llamándome como antaño, querido Pip y querido muchacho, lo cual era ahora como una música para mis oídos. Yo también, por mi parte, había vuelto a las maneras de mi infancia, y le agradecía mucho que me lo consintiera. Pero, imperceptiblemente, Joe empezó a abandonar estas maneras, y aunque al principio me extrañé de ello, pronto pude comprender que la causa estaba en mí y que mía, también, era toda la culpa.

¡Oh! ¿No había yo dado a Joe motivos para dudar de mi constancia y para pensar que en mi prosperidad me olvidaba de él? ¿No había dado yo motivo a su inocente corazón para comprender de un modo instintivo que a medida que yo me repusiera su influencia sobre mí se debilitaría y que era mejor abandonarla a tiempo y soltarme antes de que yo huyera de ella?

Fue la tercera o cuarta vez que salí a pasear por los jardines del Temple, apoyado en el brazo de Joe, cuando observé claramente este cambio en él. Habíamos estado sentados tomando el sol, contemplando el río, cuando le dije en el momento de levantarnos:

—Mira, Joe, ya puedo andar por mí mismo y sin apoyo de nadie. Ahora vas a ver cómo vuelvo solo a casa.

—No te esfuerces demasiado, Pip —contestó Joe—; pero me alegrará mucho verle capaz de hacerlo, señor.

Estas últimas palabras me disgustaron mucho, pero ¿cómo podía reconvenirle por ellas? No pasé de la puerta del jardín y, fingiendo estar más débil de lo que realmente me encontraba, le rogué que me permitiera apoyarme en su brazo. Joe consintió, pero continuó pensativo.

Por mi parte, también lo estaba, porque encontrar un modo de contener esta creciente mudanza era una gran preocupación para mis pensamientos, atormentados por el remordimiento. Me avergonzaba decirle cuál era mi situación y cómo había llegado a ella; pero creo que mi repugnancia en contarle todo eso no era completamente indigna. Sabía que él querría ayudarme con sus pequeñas economías, y sabía que esto no debía ocurrir y que no debía permitírselo.

Fue aquélla para los dos una velada meditabunda, pero antes de acostarnos resolví dejar pasar el día siguiente, que era domingo, y con la nueva semana empezar mi nuevo comportamiento. El lunes por la mañana hablaría a Joe de este cambio, dejaría a un lado el último vestigio de mi reserva y le diría lo que llevaba en el pensamiento (aquel «en segundo lugar» que no he explicado aún) y por qué había decidido no irme con Herbert, y de este modo no dudaba de que habría vencido para siempre el cambio que en él notaba. A medida que me mostraba más despejado, Joe me imitaba, como si él hubiera llegado también a alguna resolución.

Pasamos apaciblemente el día del domingo y luego salimos al campo a pasear.

—No sabes lo que me alegro de haber estado enfermo, Joe —le dije.

—Querido Pip, muchacho, ya está usted casi del todo bien, señor.

—Esta temporada la recordaré toda la vida, Joe.

—Lo mismo yo, señor —contestó Joe.

—Hemos pasado juntos una temporada, Joe, que no podré olvidar jamás. En otra época, pasamos un tiempo juntos que yo había olvidado últimamente; pero te aseguro que no olvidaré esta última temporada.

—Pip —dijo Joe, algo turbado en apariencia—. ¡Cómo nos hemos divertido! Y, querido señor, lo que haya pasado entre nosotros… pasado está.

Por la noche, en cuanto me hube acostado, Joe vino a mi cuarto como había hecho durante toda mi convalecencia. Me preguntó si tenía seguridad de encontrarme bien como por la mañana.

—Sí, Joe. Completamente igual.

—¿Estás cada día más fuerte, querido Pip?

—Sí, Joe, me voy reponiendo deprisa.

Joe dio con su enorme mano algunas palmadas cariñosas sobre la sábana que me cubría el hombro y, con voz que me sonó ronca, dijo:

—Buenas noches.

Cuando me levanté por la mañana, descansado y vigoroso, estaba ya resuelto a decírselo todo sin más demora. Le hablaría antes de desayunar. Me vestiría en seguida e iría a su cuarto para darle una sorpresa; porque aquél era el primer día en que me levantaba temprano. Me dirigí a su habitación, pero observé que no estaba allí y no solamente no estaba él, sino que también había desaparecido su baúl.

Corrí entonces a la mesa en que solíamos desayunar, y en ella encontré una nota escrita cuyo breve contenido era el siguiente:

Deseando no molestar, me he marchado porque ya estás completamente bien, querido Pip, y te encontrarás mejor cuando estés solo.

JOE

P.S. Siempre los mejores amigos.

Unido a la carta había el recibo por la deuda y las costas por las cuales había sido detenido. Hasta aquel momento me había figurado que mi acreedor había retirado o suspendido la demanda en espera de mi total restablecimiento, pero jamás imaginé que Joe la hubiera pagado. Así era, en efecto, y el recibo estaba extendido a su nombre.

¿Qué me quedaba por hacer sino seguirle a la vieja y querida fragua y hablarle allí francamente y expresarle mi arrepentimiento para luego aliviar mi corazón y mi pensamiento de aquel «en segundo lugar» que había empezado siendo algo vago en mis ideas, hasta que se convirtió en un propósito decidido?

Este propósito era el de ir ante Biddy, mostrarle cuán humilde y arrepentido volvía a su lado; decirle cómo había perdido todas mis esperanzas y recordarle nuestras antiguas confidencias en la época infeliz de mi vida. Luego le diría: «Biddy, creo que alguna vez me quisiste, cuando mi errante corazón, al paso que se alejaba de ti, se sentía más tranquilo y mejor en tu compañía de lo que haya podido sentirse desde entonces. Si puedes volverme a querer tan sólo la mitad de lo que me quisiste, si puedes aceptarme con todas mis faltas y todas mis desilusiones, si puedes recibirme como a un niño a quien se ha perdonado (y en realidad, Biddy, estoy tan apesadumbrado, y necesito tanto una voz cariñosa y una mano acariciadora), que confío en que ahora soy algo más digno de ti que en otro tiempo; no mucho, desde luego, pero sí algo. Y, además, Biddy, tú has de decir si he de trabajar en la fragua con Joe o si he de buscar otras ocupaciones aquí o hemos de marchar a un país lejano, donde me aguarda una oportunidad que no quise aceptar cuando me la ofrecieron, hasta conocer tu respuesta. Y ahora, querida Biddy, si me dices que podrás ir por el mundo de mi brazo, harás que ese mundo sea mejor conmigo y que yo sea mejor con él, y lucharé de firme para convertirlo en lo que tú mereces».

Tal era mi propósito. Después de tres días más para completar mi restablecimiento, me fui a mi pueblo para ponerlo en ejecución y el resultado que obtuve es lo único que me queda por contar.