CAPÍTULO LVI

Magwitch estuvo muy enfermo en la cárcel, durante todo el intervalo entre su procesamiento y la vista de la causa. Tenía rotas dos costillas que le habían lastimado un pulmón y respiraba con un dolor y una dificultad que aumentaban de día en día. Esto le obligaba a hablar en voz tan baja que apenas se le podía oír; y por esta razón hablaba muy poco. Pero siempre estaba dispuesto a escucharme y llegó a ser mi principal ocupación contarle y leerle las cosas que, a mi entender, debía escuchar.

Como estaba demasiado enfermo para permanecer en la prisión común, al cabo de uno o dos días le habían trasladado a la enfermería. Esto me dio más oportunidades de acompañarle de las que, de otro modo, habría tenido. De no haber sido por su enfermedad, lo habrían encadenado, pues se le consideraba hombre peligroso y capaz de fugarse a pesar de todo.

Aunque lo veía todos los días, era sólo por un corto espacio. Así pues, los intervalos entre nuestras entrevistas eran lo bastante largos para poder notar en su rostro los cambios debidos a su estado físico. No recuerdo haber observado ninguno que indicase mejoría. Desde el momento en que la puerta de la cárcel se cerró tras él, había ido consumiéndose y debilitándose día a día.

La especie de sumisión o resignación de que daba muestras era la propia de un hombre acabado. A veces me daba la impresión, por una palabra o dos que se le escapaban, de que se preguntaba si en circunstancias más favorables habría podido ser un hombre mejor, pero jamás se justificó con la menor insinuación en este sentido, ni trató de desfigurar su pasado.

Ocurrió en dos o tres ocasiones, y en mi presencia, que alguna de las personas que estaban a su cuidado hiciera alguna alusión a su mala reputación. Entonces una sonrisa cruzaba su rostro y volvía los ojos hacia mí con una mirada confiada como si estuviera seguro de que yo había visto en él algún rasgo redentor, aun en la época en que era todavía un niño. En todo lo demás se mostraba humilde y contrito y nunca le oí quejarse.

Cuando llegó el período de sesiones, el señor Jaggers solicitó el aplazamiento del juicio hasta el período próximo. Pero como era evidente que esta petición se fundaba en la seguridad de que el acusado no viviría tanto tiempo, fue denegada. Se celebró el juicio, y cuando le llevaron al tribunal, le permitieron sentarse en una silla. No se opuso dificultad a que me sentara junto a él, fuera del espacio destinado a los acusados, pero lo bastante cerca para tener cogida la mano que él me ofreció.

El juicio fue corto y claro. Se dijo cuanto podía decirse en su favor, es decir, que había adquirido hábitos de trabajo, y había prosperado por medios legales y honrosos. Pero no era posible negar el hecho de que había vuelto y de que estaba allí en presencia del juez y de los jurados. Era, pues, imposible absolverle.

En aquella época existía la costumbre (como me enseñó la terrible experiencia de aquellas sesiones) de dedicar el último día al pronunciamiento de las sentencias y de producir el efecto final con las sentencias de muerte. A no ser por el cuadro indeleble que el recuerdo pone ante mí, apenas podría creer, mientras escribo estas palabras, haber visto treinta y dos hombres y mujeres colocados ante el juez para escuchar a la vez aquella terrible sentencia. Él estaba entre los treinta y dos, sentado, a fin de que respirara lo suficiente para conservar la vida.

Toda la escena se me representa con los vívidos colores del momento y hasta veo las gotas de la lluvia de abril en las ventanas del tribunal, brillando a la luz del sol de abril. En el espacio reservado a los acusados, estaban los treinta y dos hombres y mujeres; algunos con aire de reto; otros, muertos de terror; otros llorando y sollozando; otros cubriéndose el rostro y algunos mirando sombríamente a su alrededor. Entre las mujeres se oyeron algunos alaridos; pero fueron acallados y siguió un silencio general. Los alguaciles con sus grandes collares y galones, los ujieres y porteros, una gran galería llena de gente —un vasto auditorio teatral— contemplaban cómo los treinta y dos condenados y el juez se encaraban solemnemente. Entonces el juez se dirigió a ellos. Entre los desgraciados que se hallaban en su presencia, y a cada uno de los cuales se dirigía por separado, había uno que casi desde su infancia había infringido las leyes; que, tras repetidos encarcelamientos y castigos, había sido condenado a deportación por cierto número de años; que, en circunstancias de gran violencia y osadía, se había fugado y había sido condenado de nuevo, esta vez a deportación perpetua. Aquel miserable, por espacio de algún tiempo, alejado del escenario de sus antiguos crímenes, se había arrepentido al parecer de sus errores y llevaba una vida pacífica y honrada. Pero en un momento fatal, cediendo a aquellas tendencias y pasiones que durante tanto tiempo le habían convertido en un azote de la sociedad, abandonó su lugar de salvación y arrepentimiento y volvió al país de donde había sido proscrito. Allí fue denunciado y por algún tiempo había logrado evadir a los oficiales de la Justicia, mas, capturado finalmente, en el momento en que se disponía a huir, se había resistido y, no se sabe si deliberadamente o impulsado por la ceguera de sus malos instintos, había causado la muerte del que le había denunciado, y que conocía su vida entera. Y como la pena prescrita por la ley para el que se hallara en su caso era la de muerte, y él por su parte había agravado su culpa, debía disponerse a morir.

El sol daba de lleno en los grandes ventanales de la sala, atravesando las brillantes gotas que la lluvia había dejado en los cristales y formaba una ancha franja de luz, que abarcaba al juez y a los treinta y dos condenados, uniéndolos así y tal vez recordando a alguno de los que estaban en la audiencia que tanto el juez como los reos serían sometidos, con absoluta igualdad, al juicio de Aquel que conoce todas las cosas y no puede errar.

Levantándose por un momento, y con el rostro alumbrado por aquella franja de luz, el preso dijo:

—Señoría, ya he recibido mi sentencia de muerte del Todopoderoso, pero me inclino ante la vuestra.

Dicho esto volvió a sentarse. Hubo un corto silencio y el juez continuó con lo que tenía que decir a los demás. Luego se los condenó a todos formalmente, y algunos de ellos tuvieron que ser sacados casi en brazos; otros salieron con su falso aire de bravuconería; unos pocos hicieron señas al público, y dos o tres se dieron la mano; en tanto que los demás salían mascando los fragmentos de hierbas que habían cogido del suelo. Él fue el último en salir porque tenían que ayudarle a levantarse de la silla y se veía obligado a andar muy despacio; me tuvo cogida la mano mientras se llevaban a los demás y mientras los que componían el auditorio se ponían en pie (arreglándose los trajes como si estuvieran en la iglesia, o en otro lugar público), al tiempo que señalaban a uno y otro criminal, y muchos de ellos a mí o a él.

Yo deseaba fervorosamente, y rogaba a Dios por ello, que muriera antes de que llegara el día de la ejecución, pero, ante el temor de que su vida se prolongara, aquella misma noche redacté una súplica al ministro del Interior explicando cómo le conocí y diciendo que había regresado por mi causa. Mis palabras fueron tan fervientes y patéticas como me fue posible y, cuando hube terminado aquella petición y la mandé, redacté otra para todas aquellas personas con autoridad que creía más inclinadas a la misericordia, y hasta dirigí una al monarca. Durante varios días y noches, después de su sentencia, no descansé exceptuando los momentos en que me quedaba dormido en la silla, pues no hacía más que trabajar en estas solicitudes. Y después de haberlas expedido, no me era posible alejarme de los lugares en que se hallaban porque me sentía más animado cuando estaba cerca de ellas. Llevado por este irrazonable desasosiego y excitación mental, rondaba de noche por las calles junto a las oficinas y casas donde había dejado las peticiones. Aún ahora, las calles del oeste de Londres en las noches frías de primavera, con sus mansiones de aspecto severo y sus largas filas de faroles, despiertan en mí un recuerdo melancólico.

Las visitas que podía hacerle habían sido acortadas y la guardia que se ejercía junto a él era mucho más cuidadosa. Viendo o creyendo ver que sospechaban en mí la intención de llevarle algún veneno, solicité que me registraran antes de sentarme junto a su lecho, y dije al oficial que estaba siempre allí que me hallaba dispuesto a hacer cualquier cosa que pudiera probarle la sinceridad y la rectitud de mis intenciones. Nadie nos trataba mal ni a él ni a mí. Había que cumplir con el deber, y lo cumplían, pero sin dureza. El oficial me aseguraba siempre que iba de mal en peor, y otros penados enfermos de la misma sala, así como los presos que los cuidaban como enfermeros (desde luego malhechores, pero, a Dios gracias, no incapaces de mostrarse bondadosos), coincidían en el mismo informe.

A medida que pasaban los días, observé que cada vez con mayor frecuencia permanecía tendido de espaldas y mirando al blanco techo, mientras en su rostro desaparecía la luz, hasta que una palabra mía lo alumbraba por un momento, después del cual volvía a ensombrecerse. Algunas veces casi perdía el uso de la palabra; entonces me contestaba con ligeras presiones en la mano cuyo sentido llegué a comprender muy bien.

Había llegado a diez el número de días cuando noté en él un cambio mucho mayor de cuantos había notado. Sus ojos estaban vueltos hacia la puerta y se iluminaron cuando entré.

—Querido Pip —me dijo así que estuve junto a su cama—. Creí que te retrasabas.

—Es la hora exacta —le contesté—. He estado esperando a que abrieran la puerta.

—Siempre esperas ante la puerta, ¿no es verdad, querido Pip?

—Sí. Para no perder ni un momento del tiempo que nos conceden.

—Gracias, querido Pip, muchas gracias. Dios te bendiga. No me has abandonado nunca, querido muchacho.

En silencio le oprimí la mano, porque no podía olvidar que en una ocasión me había propuesto abandonarlo.

—Y lo mejor de todo —añadió— es que has estado más junto a mí desde que estoy preso que cuando estaba en libertad. Eso es lo que tiene más valor.

Estaba tendido de espaldas y respiraba con mucha dificultad. A pesar de sus palabras y de sus esfuerzos para demostrarme su cariño, su rostro se iba volviendo cada vez más sombrío y un velo se extendía sobre la plácida mirada que dirigía al techo.

—¿Sufre usted mucho hoy?

—No me quejo de nada, querido Pip.

—Usted no se queja nunca.

Había pronunciado ya sus últimas palabras. Sonrió, y por el contacto de su mano comprendí que deseaba levantar la mía y apoyarla en su pecho. Lo hice así. Volvió a sonreír, y luego puso sus dos manos sobre la mía.

Pasó el tiempo de la visita mientras estábamos así; pero al volverme, vi que el director de la cárcel estaba a mi lado y que me decía:

—No hay necesidad de que se marche usted todavía.

Le di las gracias y le pregunté:

—¿Puedo hablarle, en caso de que me oiga?

El director se apartó un poco e hizo seña al oficial para que le imitara. El cambio se efectuó sin ruido, hizo desaparecer el velo de la plácida mirada dirigida al blanco techo y el enfermo me miró con expresión cariñosa.

—Querido Magwitch. Es preciso que, por fin, le diga una cosa. ¿Entiende usted mis palabras?

Sentí una ligera presión en mis manos.

—En otro tiempo tuvo usted una hija a la que quería mucho y a la que perdió.

Sentí en la mano una presión más fuerte.

—Pues vivió y encontró poderosos amigos. Todavía vive. Es una dama y muy hermosa. Yo la amo.

Con un último y débil esfuerzo que habría sido infructuoso, de no haberle ayudado yo, llevó mi mano a sus labios. Luego, muy despacio, la dejó caer otra vez sobre su pecho y la cubrió con sus propias manos. La plácida mirada dirigida al blanco techo volvió un momento y se desvaneció; la cabeza del moribundo cayó despacio sobre su pecho.

Acordándome entonces de lo que habíamos leído juntos, pensé en los dos hombres que subieron al Templo para orar, y comprendí que junto a su lecho no podía decir nada mejor que:

—¡Oh, Dios mío! ¡Ten misericordia de él, el pecador!