CAPÍTULO LV

El día siguiente fue conducido ante el Tribunal de Policía, y habría sido procesado inmediatamente de no haber sido por la necesidad de esperar la llegada de un antiguo oficial del barco prisión, de donde una vez había escapado, a fin de atestiguar su identidad. Nadie dudaba de ella, pero Compeyson, que le había denunciado, no era ya más que un cadáver arrastrado por las aguas y se daba el caso que no había en aquel momento ningún oficial de prisión en Londres que pudiera aportar el testimonio necesario. Fui a visitar al señor Jaggers en su casa la noche siguiente de mi llegada, con objeto de lograr sus servicios, y el señor Jaggers, del preso, no quiso admitir nada. No había otro recurso, porque, según me dijo, en cuanto llegara el testigo el caso quedaría resuelto en cinco minutos y no había poder en el mundo capaz de impedir que se resolviera de otra forma.

Comuniqué al señor Jaggers mi propósito de dejar a Magwitch en la ignorancia acerca del paradero de sus riquezas. El señor Jaggers se encolerizó conmigo por haber dejado que se me escurriera de las manos el dinero de la cartera y dijo que podríamos hacer algunas gestiones para ver si se lograba recobrar algo. Pero no me ocultó que, aun cuando había casos en que se evitaba la confiscación, no se podía alegar circunstancia alguna para que el nuestro fuera uno de ellos. Lo comprendí muy bien. Yo no estaba emparentado con el reo, ni relacionado con él por ningún lazo reconocible; él, por su parte, no había otorgado ningún documento a mi favor antes de su prisión, y hacerlo ahora sería inútil. Por consiguiente, no podía alegar ningún derecho, y así resolví, por fin, y en adelante me atuve a esta resolución, que jamás emprendería la inútil tarea de reclamar nada.

Parecía haber motivos para suponer que el denunciante ahogado esperaba lograr en recompensa una parte de los bienes confiscados, y había obtenido un conocimiento bastante exacto de los asuntos de Magwitch. Cuando se encontró su cadáver, a muchas millas de distancia de la escena de su muerte, tan horriblemente desfigurado que sólo se le pudo reconocer por el contenido de sus bolsillos, aún había algunos papeles legibles en su cartera. En uno de éstos estaban anotados el nombre de una casa de banca de Nueva Gales del Sur, donde existía cierta cantidad de dinero, y la denominación de ciertas tierras de considerable valor. Estos dos datos figuraban también en una lista que Magwitch dio al señor Jaggers mientras estaba en la prisión y en la cual figuraban todos los bienes que, según suponía, heredaría yo. Al desgraciado le fue útil por fin su propia ignorancia, pues jamás tuvo la menor duda de que mi herencia estaba segura con la ayuda del señor Jaggers.

Al cabo de tres días, durante los cuales el acusador público esperó la llegada del testigo del buque prisión, llegó el oficial y completó la fácil prueba. Se señaló el juicio para la próxima sesión, que tendría lugar al cabo de un mes.

Fue en aquella sombría época de mi vida cuando una noche llegó Herbert a casa, algo abatido, y me dijo:

—Mi querido Händel, temo que muy pronto tendré que abandonarte.

Como su socio me había ya preparado para eso, quedé menos sorprendido de lo que él se imaginaba.

—Perderíamos una magnífica oportunidad si yo aplazara mi viaje al Cairo, y temo mucho que tendré que ir, Händel, precisamente cuando más me necesitas.

—Herbert, siempre te necesitaré, porque siempre te querré; pero mi necesidad no es mayor ahora que en otra ocasión cualquiera.

—Estarás muy solo.

—No tengo tiempo para pensar en eso —repliqué—. Ya sabes que permanezco a su lado el tiempo que me permiten y que si pudiera no me movería de allí en todo el día. Y cuando me separo de él, mis pensamientos le acompañan.

La espantosa situación en que se hallaba Magwitch era tan aterradora para los dos, que no nos sentíamos con valor para referirnos a ella en términos más declarados.

—Mi querido amigo —dijo Herbert—. Permite que la perspectiva de nuestra próxima separación, que está ya muy cerca, me sirva de justificación para hablarte de ti mismo. ¿Has pensado acerca de tu futuro?

—No; siempre he tenido miedo de pensar en el futuro.

—Pero el tuyo no puede ser olvidado. Sí, querido Händel, no puede ser olvidado. Y me gustaría que ahora tuviéramos una pequeña conversación sobre ello.

—Con mucho gusto —contesté.

—En esta nueva sucursal nuestra, Händel, necesitaremos un…

Vi que su delicadeza quería evitar la palabra apropiada y por eso terminé la frase diciendo:

—Un empleado.

—Eso es, un empleado. Y tengo la esperanza de que no es del todo improbable que, a semejanza de otro empleado a quien conoces, pueda llegar a convertirse en socio. Pues bien, Händel…, en una palabra, muchacho, ¿quieres unirte a mí?

Había algo encantadoramente cordial y cautivador en el modo en que después de decir, «Pues bien, Händel», como si fuese el grave principio de un portentoso exordio, había abandonado de pronto aquel tono; me había tendido su honrada mano, y había hablado como un colegial.

—Clara y yo hemos hablado mucho de eso —prosiguió Herbert—, y la pobrecilla me ha rogado esta misma tarde, con lágrimas en los ojos, que te diga que si quieres vivir con nosotros, cuando estemos allá, hará todo lo posible para que estés contento y para convencer al amigo de su marido de que también es amigo suyo. ¡Lo pasaríamos tan bien, Händel!

Se lo agradecí de corazón, a los dos, pero dije que aún no estaba seguro de poder irme con él, como él bondadosamente me ofrecía. En primer lugar, estaba demasiado preocupado para poder reflexionar claramente sobre el asunto. En segundo lugar… Sí, en segundo lugar, había algo que flotaba de un modo impreciso en mis pensamientos, y que tendrá que aparecer hacia el fin de esta narración.

—Pero si tú crees, Herbert, que sin perjudicar a tus negocios, podías dejar pendiente este asunto durante algún tiempo…

—Durante el tiempo que sea —exclamó Herbert—. Seis meses, un año…

—No tanto —le dije—. Dos o tres meses a lo sumo.

Herbert estaba encantado cuando sellamos este acuerdo con un apretón de manos y dijo que ahora tendría valor para anunciarme que tal vez hubiera de partir a fines de semana.

—¿Y Clara? —le pregunté.

—La pobrecilla —contestó Herbert— cumplirá fielmente sus deberes para con su padre mientras éste viva. Pero no creo que dure mucho. La señora Whimple ha dicho en confianza que está en las últimas.

—Sin querer pecar de inhumano —respondí—, creo que es lo mejor que le puede ocurrir.

—Temo que hay que reconocerlo así —dijo Herbert—. Y entonces volveré a buscar a la pobrecilla Clara, y la pobrecilla Clara y yo nos iremos tranquilamente a la iglesia más próxima. Recuerda, Händel, que esta dulce criatura no desciende de ninguna familia importante, y nunca ha leído el Libro Rojo[22] ni sabe siquiera quién era su abuelo. ¡Qué dicha para el hijo de mi madre!

El sábado de aquella misma semana me despedí de Herbert (que estaba animado de brillantes esperanzas, aunque triste y apenado por verse obligado a dejarme), mientras él tomaba su asiento en la diligencia que había de conducirle al puerto de embarque. Entré en un café inmediato para escribir unas líneas a Clara, diciéndole que Herbert se había marchado y mandándole una y otra vez la expresión de su cariño, y luego me encaminé a mi solitario hogar, si tal nombre merecía, porque ya no era un hogar para mí, ni yo lo tenía ya en parte alguna.

En la escalera encontré a Wemmick, que bajaba después de haber llamado sin resultado a la puerta de mi casa. Desde el desastroso resultado del intento de fuga no le había visto aún y él había venido, con carácter personal y privado, a darme unas palabras de explicación acerca de aquel fracaso.

—El difunto Compeyson —dijo Wemmick— poquito a poco pudo enterarse de buena parte del asunto que se tramaba, y por las conversaciones de algunos de sus amigos que se hallaban en dificultades (siempre hay alguno en ese caso) pude oír lo que oí. Seguí con el oído atento, fingiendo tenerlo distraído, y así me enteré de que se había ausentado, por lo cual creí que sería la mejor ocasión para intentar la fuga. Ahora supongo que esto fue un ardid suyo, porque no hay duda de que era muy listo, y de que estaba acostumbrado a engañar a sus propios instrumentos. Espero, señor Pip, que no me guardará usted rencor. Tenga la seguridad de que sinceramente quise servirle.

—Estoy tan seguro de ello, Wemmick, como pueda estarlo usted, y le agradezco cordialmente su interés y su amistad.

—Gracias, muchas gracias. Ha sido un mal asunto —dijo Wemmick, rascándose la cabeza—, y le aseguro que hace mucho tiempo que no había tenido un disgusto como éste. Y lo que más me apura es la pérdida de tantos bienes portátiles. ¡Dios mío!

—Pues a mí lo que más me apura, Wemmick, es el pobre propietario de esos bienes.

—Naturalmente —contestó él—. Desde luego, no hay nada que se oponga a que usted esté triste por él, y yo, por mi parte, me gastaría con gusto un billete de cinco libras esterlinas para sacarlo de su situación. Pero lo que quiero decir es esto: estando el difunto Compeyson enterado de su regreso y resuelto decididamente a perderle, no creo que hubiera habido salvación para él. En cambio el dinero podía haberse salvado. Ésta es la diferencia entre el dinero y su propietario. ¿No es verdad?

Invité a Wemmick a que subiera a tomar un vaso de grog antes de irse a Walworth. Aceptó la invitación y, mientras bebía su moderada ración, dijo, sin que nada le sirviera de preámbulo y después de mostrar un cierto desasosiego:

—¿Qué le parecería a usted un propósito mío de tomarme un día de asueto el lunes, señor Pip?

—Supongo que no ha hecho usted una cosa parecida en los últimos doce meses.

—Mejor diría usted los últimos doce años —replicó Wemmick—. Sí, voy a hacer fiesta. Y, más aún, voy a dar un buen paseo. Y, más todavía, voy a rogarle que me acompañe.

Iba a excusarme, porque temía ser un triste compañero en aquellos momentos, cuando Wemmick se me anticipó, diciendo:

—Ya sé cuáles son sus compromisos y me consta que no está usted de muy buen humor, señor Pip. Pero si pudiera usted hacerme este favor, se lo agradecería mucho. No será un paseo muy largo y además lo daremos temprano. Supongamos que le ocupe a usted (incluyendo el desayuno en el paseo) desde las ocho de la mañana hasta el mediodía. ¿No podrían arreglarse las cosas de modo que le permitieran complacerme?

Había hecho tanto por mí en varias ocasiones que lo que me pedía era lo menos que podía hacer yo por él. Le dije que podía arreglarlo, que lo arreglaría; y fue tal el contento que mostró por mi aquiescencia que no pude menos de sentirme complacido. A su requerimiento, prometí estar en el Castillo a las ocho y media de la mañana del lunes, y luego de convenirlo así, nos separamos.

Puntual a la cita, llamé a la puerta del Castillo el lunes por la mañana y fui recibido por Wemmick en persona. Me sorprendió notar que tenía un aire más envarado y que llevaba un sombrero más terso que de ordinario. Dentro había preparados dos vasos de ron con leche y dos bizcochos. El Anciano debía de haberse levantado al primer canto de la alondra, pues, habiendo echado una mirada a su habitación, observé que su cama estaba vacía.

Después de reconfortarnos con la leche y los bizcochos, dispuestos a salir para dar el paseo, me sorprendió mucho ver que Wemmick cogía una caña de pescar y se la ponía al hombro.

—¡Supongo que no vamos a pescar! —exclamé.

—No —contestó Wemmick—, pero me gusta pasear con una caña.

Esto me pareció extraño. Sin embargo, nada dije y echamos a andar. Nos dirigimos hacia Camberwell Green, y cuando llegamos a sus inmediaciones, Wemmick exclamó de pronto:

—¡Caramba! Aquí hay una iglesia.

En esto no había nada sorprendente; pero otra vez me quedé algo admirado al oírle decir, como si se le ocurriera una brillante idea:

—¡Vamos a entrar!

Entramos, después de que Wemmick dejara su caña de pescar en el soportal y mirara a su alrededor. Entretanto, rebuscó en los bolsillos de su frac y sacó algo envuelto en un papel.

—¡Caramba! Aquí tengo un par de guantes —dijo—. Voy a ponérmelos.

Los guantes eran de cabritilla blanca y, como el buzón de su boca se abrió por completo, yo empecé a concebir fuertes sospechas, que se acentuaron hasta convertirse en certidumbre, al ver al Anciano entrar por una puerta lateral escoltando a una dama.

—¡Caramba! —dijo Wemmick—. Aquí tenemos a la señorita Skiffins. ¡Vamos a casarnos!

Aquella discreta damisela iba ataviada como de costumbre, con la salvedad de que en aquel momento estaba ocupada en sustituir sus guantes verdes por un par de blancos. El Anciano se hallaba igualmente entretenido en preparar un sacrificio similar ante el altar de Himeneo. El venerable caballero, sin embargo, luchaba con tantas dificultades para ponerse los guantes que Wemmick creyó necesario ponerlo contra una columna, y luego, situándose detrás de ésta, tirar de ellos, mientras yo, por mi parte, sostenía al Anciano por la cintura, a fin de que ofreciera una resistencia igual por todos lados. Gracias a este ingenioso procedimiento, los guantes entraron perfectamente.

Aparecieron entonces el pastor y su acólito y nos situamos ordenadamente ante la barandilla fatal. Fiel a su ficción de que todo aquello se realizaba sin preparativo de ninguna clase, oí que Wemmick, antes de que empezase la ceremonia, se decía a sí mismo, sacando algo de su bolsillo:

—¡Caramba! ¡Aquí tengo una sortija!

Actué como testigo del novio; en tanto que un ujier enclenque, con un gorro que parecía el de un bebé, fingía ser la amiga del alma de la señorita Skiffins. La responsabilidad de entregar a la dama recayó en el Anciano, quien involuntariamente hizo que el pastor se escandalizara. La cosa ocurrió así: cuando el pastor preguntó: «¿Quién entrega a esta mujer para que se case con este hombre?», el venerable caballero, que no tenía la menor idea del punto a que habíamos llegado en la ceremonia, se quedó mirando afablemente a los Diez Mandamientos. En vista de esto el clérigo volvió a preguntar: «¿Quién entrega a esta mujer para que se case con este hombre?». Y como el venerable caballero se hallara en un estado de apreciable inconsciencia, el novio le gritó con su voz acostumbrada:

—Ahora, padre, ya lo sabe. ¿Quién entrega a esta mujer?

A lo cual el Anciano contestó con gran animación, antes de decir que la entregaba él:

—Está bien, John, está bien, hijo mío.

Oyendo lo cual, el clérigo hizo una pausa tan ominosa que, por un momento, llegué a temer que no acabarían de casarse aquel día.

No obstante, todo terminó felizmente, y cuando salíamos de la iglesia, Wemmick destapó la pila bautismal, metió los blancos guantes en ella y la volvió a tapar. La señora Wemmick, pensando más en el futuro, se metió los guantes blancos en el bolsillo y volvió a ponerse los verdes.

—Ahora, señor Pip —dijo Wemmick, triunfante, y volviendo a coger la caña de pescar—, permítame que le pregunte si alguien podría imaginarse que éste es un cortejo nupcial.

Habíase encargado el almuerzo en una pequeña y agradable taberna, distante cosa de una milla, y situada en una pendiente detrás del prado; y en cuyo comedor había un tablero de juego por si queríamos esparcir un poco el ánimo después de la solemnidad. Era agradable observar que la señora Wemmick ya no le quitaba el brazo a su marido cuando se adaptaba a su cintura, sino que permanecía sentada en un sillón de alto respaldo, puesto contra la pared, como un violonchelo en su estuche, y se dejaba abrazar como podía haberlo hecho aquel melodioso instrumento.

El almuerzo fue excelente y, cuando alguien rehusaba algo de lo que había en la mesa, Wemmick decía:

—Servido por contrato, ¿saben ustedes? No tengan reparo alguno.

Brindé por la nueva pareja, por el anciano y por el Castillo, saludé a la novia al marcharme y estuve todo lo simpático que pude.

Wemmick me acompañó hasta la puerta y de nuevo le estreché las manos y le deseé toda suerte de felicidades.

—Muchas gracias —dijo, frotándose las manos—. No tiene usted idea de lo bien que sabe cuidar las gallinas. Ya le mandaré algunos huevos y usted mismo juzgará. Y ahora, señor Pip —añadió, en voz baja, después de llamarme cuando ya me alejaba—, tenga en cuenta, se lo ruego, que esto es un asunto exclusivo de Walworth.

—Lo entiendo —respondí—: no hay que mencionarlo en Little Britain.

Wemmick afirmó con un movimiento de cabeza.

—Después de lo que se le escapó a usted el otro día, es preferible que el señor Jaggers no se entere de nada. A lo mejor pensaría que se me está reblandeciendo el cerebro o algo por el estilo.