Era uno de aquellos días de marzo en que brilla el sol esplendoroso y sopla frío el viento; y es verano donde da el sol e invierno en la sombra. Todos llevábamos nuestros gruesos chaquetones, y yo además un maletín. De todo cuanto poseía en la tierra, no me llevé más que las pocas cosas indispensables que podían caber en él. Ignoraba por completo dónde iría, qué haría o cuándo regresaría, y no me apuraba por ello, pues lo único que me interesaba era la salvación de Provis. Únicamente, al volverme a mirar la puerta de mi casa, me pregunté en qué distintas circunstancias volvería a entrar en aquellas habitaciones, si llegaba a hacerlo.
Bajamos al desembarcadero del Temple y nos quedamos merodeando como si no tuviéramos aún resuelto si nos embarcaríamos o no. Desde luego, yo había tenido buen cuidado de que la lancha estuviese preparada y todo en orden. Después de dar unas muestras de indecisión, que no pudieron advertir nadie más que tres o cuatro criaturas «anfibias» que solían rondar por nuestro desembarcadero, saltamos al bote y desatracamos. Herbert se sentó en la proa y yo empuñé el timón. Era entonces casi la pleamar: las ocho y media.
Nuestro plan era el siguiente: como la marea empezaba a bajar a las nueve y nos sería favorable hasta las tres, nos proponíamos ir siguiéndola aun después de que hubiera cambiado y navegar contra ella hasta el oscurecer. Entonces habríamos llegado a aquellos largos trechos donde, más abajo de Gravesond, entre Kent y Essex, el río es ancho y solitario, y las riberas tienen pocos habitantes, con algunas tabernas aisladas aquí y allí, entre las cuales podríamos escoger una para descansar. El vapor para Hamburgo y el que iba a Rotterdam saldrían hacia las nueve de la mañana del jueves. Sabríamos en qué momento esperarlos, según el sitio donde estuviéramos, y haríamos señas al primero que se presentara; de manera que si, por una razón cualquiera, éste no nos recogía a bordo, tendríamos aún otra probabilidad. Conocíamos los caracteres distintos de cada uno de estos barcos.
Era tan grande el alivio de estar ya ocupados en la realización de nuestro propósito que me parecía mentira el estado en que me había encontrado apenas unas pocas horas antes. El aire fresco, la luz del sol, el movimiento del río y el río mismo en su movimiento (el camino que avanzaba con nosotros, y que parecía simpatizar con nosotros, alentarnos, estimularnos) me infundían una nueva confianza. Me mortificaba ser de tan poca utilidad a bordo de la lancha, pero pocos remeros había mejores que mis dos amigos, que remaban con un empuje sostenido que había de durar todo el día.
En aquel tiempo el tráfico de vapores por el Támesis estaba muy por debajo del actual y los botes y lanchas eran mucho más numerosos. Tal vez las gabarras, veleros carboneros y barcos de cabotaje eran los mismos que ahora; pero los vapores, grandes o pequeños, no eran ni la décima o la vigésima parte de los que hay en la actualidad. A pesar de lo temprano de la hora, abundaban aquella mañana los botes de espadilla que iban a una parte o a otra y las gabarras que bajaban con la marea; navegar por el río, entre puentes, en lancha descubierta, era una cosa mucho más fácil y corriente entonces que ahora, y avanzábamos rápidamente entre una multitud de botes y chalanas.
Pronto hubimos pasado el viejo Puente de Londres, y el viejo mercado de Billingsgate, con sus viveros de ostras y sus holandeses, así como la Torre Blanca y la Puerta del Traidor; y pronto estuvimos en las ringleras de las grandes embarcaciones. Aquí y allá los vapores de Leith, de Aberdeen y de Glasgow, cargando y descargando mercancías, nos parecieron inmensamente altos desde nuestra lancha al pasar por su lado; había, por docenas, barcos carboneros con las máquinas sacando a cubierta el carbón de la cala, levantando los cubos por encima de la borda y vaciándolos en las barcazas; aquí estaba amarrado el vapor que saldría al día siguiente para Rotterdam, en el que nos fijamos muy bien; y allí el que saldría al día siguiente con dirección a Hamburgo, bajo cuyo bauprés nos deslizamos. Y, por fin, sentado en la popa, pude ver, con el corazón palpitante, Mill Pond Bank y su embarcadero.
—¿Está allí? —preguntó Herbert.
—Aún no.
—Perfectamente. No debía bajar hasta que nos viera. ¿Puedes distinguir su señal?
—Desde aquí no muy bien, pero me parece que la veo ya. ¡Ahora la veo! ¡Adelante! ¡Despacio, Herbert! ¡Alto los remos!
Tocamos ligeramente el embarcadero por un instante; Provis saltó a bordo y desatracamos de nuevo. Llevaba una especie de capa propia para la navegación y un maletín de tela negra. Su aspecto era todo lo parecido al de un piloto del río que mi corazón hubiera podido desear.
—¡Querido Pip! —dijo, poniéndome la mano sobre el hombro, mientras tomaba asiento—. ¡Fiel y querido muchacho! Lo has hecho muy bien. Gracias, muchas gracias.
De nuevo entre ringleras de grandes barcos, siempre en zigzag, salvamos cadenas oxidadas, cables de cáñamo deshilachados y boyas fluctuantes, hundimos momentáneamente canastos rotos que flotaban en el agua, como flotaban las astillas y virutas de madera que dispersamos o los desechos de carbón que resquebrajamos, siempre en zigzag, bajo el mascarón de proa del John de Sunderland que dirigía una alocución a los vientos (como suelen hacer muchos Johns), y del Betsy de Yarmouth con su firme rotundidad pectoral y sus ojos saltones que le salían dos pulgadas de la cabeza, siempre en zigzag, ahí van los martillos en los patios de los astilleros, ahí las sierras mordiendo la madera, ahí máquinas batientes trabajando en cosas ignoradas, ahí bombas en barcos que hacen agua, ahí los cabrestantes que giran, ahí los barcos que salen al mar, e ininteligibles criaturas del océano que rugen maldiciones desde la borda a los hombres, no menos rugientes, de las barcazas, siempre en zigzag… hasta llegar por fin a la parte más despejada del río, donde los grumetes pueden recoger sus defensas y dejar de pescar con ellas desde la borda en aguas turbulentas, y donde las velas festoneadas pueden volar al viento.
Desde que nos acercamos al embarcadero y recogimos a Provis yo había estado observando cautamente por si veía alguna señal de que se nos vigilaba o de haber despertado sospechas. No vi ninguna. Hasta entonces, con toda certeza, no nos había seguido ni nos seguía ningún bote. Pero de haberlo hecho alguno yo habría llevado el nuestro a la orilla, obligándole a seguir adelante, o a declarar abiertamente sus propósitos. Pero seguimos nuestro rumbo sin el menor indicio de que nadie quisiera molestarnos.
Provis iba envuelto en su capote y, como ya he dicho, su aspecto no desentonaba del paisaje. Y lo más notable era (aunque tal vez la desdichada vida que llevaba lo hacía explicable) que de todos nosotros era el que parecía menos inquieto. No mostraba indiferencia, pues me dijo que esperaba vivir bastante para ver a su caballero convertido en uno de los principales de un país extranjero; no estaba dispuesto a mostrarse pasivo o resignado, según me pareció entender; pero no quería pensar en el peligro antes de que fuera necesario; si se presentaba, le haría frente; pero hasta entonces no iba a preocuparse.
—Si supieras, querido Pip —me dijo—, lo que es para mí estar sentado al lado de mi querido muchacho, fumando mi pipa, después de haber pasado días y más días entre cuatro paredes, me tendrías envidia. Pero tú no sabes lo que es esto.
—Creo conocer las delicias de la libertad —le contesté.
—¡Ah! —exclamó, moviendo la cabeza con grave expresión—. Pero no lo sabes tan bien como yo. Para eso sería preciso que hubieras estado como yo encerrado bajo llave… Pero no quiero ser ordinario.
Me pareció una incongruencia que, obedeciendo a una idea fija, hubiera llegado a poner en peligro su libertad y hasta su vida. Pero reflexioné que la libertad sin peligro era algo demasiado extraño a la costumbre de toda su existencia para que fuera para él lo que era para otro hombre. Y no andaba muy equivocado, porque después de fumar en silencio unos momentos, me dijo:
—Mira, querido Pip, cuando yo estaba en el otro lado del mundo, siempre miraba en esta dirección; y me aburría, a pesar de que me estaba haciendo rico. Todos conocían a Magwitch, y Magwitch podía ir y venir, y nadie se preocupaba por él. Aquí las cosas no serían tan fáciles, querido muchacho, por lo menos si supieran dónde estoy.
—Si todo va bien —le dije—, dentro de pocas horas estará usted libre y a salvo.
—Bien —respondió con un profundo suspiro—, así lo espero.
—¿Y lo cree también?
Metió la mano en el agua, por encima de la borda de la lancha, y dijo, sonriendo con aquel aire suave que ya no me era extraño:
—Claro que sí, querido muchacho. Sería una novedad poder estar más tranquilos y libres de cuidados de lo que estamos ahora. Pero (acaso sea este agradable y suave deslizarse por el agua lo que me hizo pensar) hace un momento, fumando mi pipa, estaba pensando que podemos saber tan poco de lo que se esconde tras las próximas horas como de lo que se esconde en el fondo de este río. Y así como no podemos contener el avance de las mareas, tampoco podemos impedir lo que haya de suceder. El agua ha pasado a través de mis dedos y se ha ido, ¿ves? —añadió, levantando la mano y mostrándomela.
—Si no fuese por su expresión, diría que está usted un poco abatido —observé.
—Nada de eso, querido Pip. Todo viene de este deslizarnos suavemente y de que el golpe de agua en la proa de la lancha me parece casi una canción dominguera. Además, es posible que me esté haciendo algo viejo.
Volvió a ponerse la pipa en la boca, con imperturbable serenidad, y se quedó tan tranquilo y satisfecho como si ya estuviéramos lejos de Inglaterra. No obstante, obedecía sumiso a cualquier advertencia, como si experimentara un terror constante, porque cuando nos acercamos a la orilla para comprar unas botellas de cerveza y él se disponía a desembarcar también, yo le indiqué que estaría más seguro donde estaba.
—¿Lo crees así, querido Pip? —preguntó.
Y sin ninguna resistencia, volvió a sentarse.
Sobre el río el aire era frío, pero el día era magnífico y el sol muy confortante. La marea bajaba con fuerza; yo cuidaba de aprovecharla lo mejor que podía, y esto, junto con el esfuerzo de los remeros, nos daba una buena marcha; perdíamos de vista los bosques y las colinas y nos íbamos hundiendo entre las fangosas orillas, pero aún nos acompañaba el reflujo cuando llegamos a la altura de Gravesend. Como nuestro fugitivo iba envuelto en su capa, yo pasé deliberadamente a poca distancia de la Aduana flotante, y luego volvimos a seguir la corriente al costado de dos barcos de emigrantes, y pasando bajo la proa de un gran transporte, en cuyo castillo había unos soldados que nos miraban. Y pronto empezó a disminuir el reflujo, y viraron los barcos anclados, hasta dar una vuelta completa, y los buques que querían aprovechar la nueva marea para llegar al Polo empezaron a agolparse a nuestro alrededor, en tanto que nosotros nos desviábamos hacia la orilla, rehuyendo ahora cuanto nos era posible el empuje de la marea, aunque evitando también cuidadosamente los bajos y los bancos de lodo.
Nuestros remeros estaban tan poco fatigados, gracias a haber podido, de vez en cuando, abandonar la lancha por un minuto o dos al impulso de la corriente, que no necesitaron más de un cuarto de hora de descanso. Tomamos tierra entre unas piedras resbaladizas, mientras comíamos y bebíamos lo que llevábamos con nosotros, y observábamos los alrededores. Aquel lugar era muy parecido a los marjales de mi tierra, llano y monótono y con un horizonte brumoso. El río daba numerosas vueltas y revueltas, y las boyas que en él flotaban giraban sin cesar, mientras todo lo demás parecía encallado e inmóvil. Porque entonces los últimos barcos de la flota acababan de doblar la última lengua de tierra que habíamos pasado; y la última gabarra verde, cargada de paja, con una vela de color pardo, los había seguido; y algunos lanchones de deslastrar, cuya forma recordaba la primera y tosca imitación de un bote que pudiera hacer un niño, permanecían varados en el fango; y un faro rechoncho que señalaba un bajo, montado sobre pilares abiertos, parecía un lisiado que se sostuviera en el fango sobre zancos y muletas. Del fango salían estacas y piedras viscosas; del fango salían pilares y señales de marea; en el fango parecían resbalar un viejo embarcadero y un viejo edificio sin techo; y todo lo que nos rodeaba no era más que fango y humedad.
Volvimos a desatracar, avanzando cuanto podíamos. Ahora ya resultaba más duro, pero tanto Herbert como Startop perseveraron en sus esfuerzos y siguieron remando, incansables, hasta la puesta del sol. A aquella hora el río nos había levantado ya un poco y podíamos extender la vista por encima de las orillas. Se veía el sol, rojo y bajo, a nivel de la ribera, envuelto en purpúreos resplandores que rápidamente iban oscureciendo; se veía el marjal llano y solitario; y a lo lejos algún terreno elevado, entre el cual y nosotros no parecía existir más vida que la de alguna gaviota melancólica que volaba en primer término.
Como la noche cerraba deprisa, y como la luna, estando ya en cuarto menguante, tardaría en salir, tuvimos un pequeño consejo; muy breve, porque, evidentemente, no podíamos hacer otra cosa que detenernos a descansar en la primera taberna solitaria que encontráramos. Después, ellos siguieron remando y yo me puse a buscar cualquier cosa que se pareciera a una casa. Avanzamos así, casi sin hablar, por espacio de cuatro o cinco fastidiosas millas. Hacía mucho frío, y un barco carbonero que vino hacia nosotros, con el fuego de su cocina echando humo y llameando, parecía un hogar confortable. A la sazón, la noche era ya tan negra como iba a serlo hasta el amanecer, y la poca luz que nos alumbraba más semejaba proceder del río que del cielo, porque cuando los remos se hundían en el agua parecían golpear las estrellas que en ella se reflejaban.
En aquellos tristes momentos, todos nos hallábamos manifiestamente poseídos por la idea de que nos seguían. La marea, al subir, batía fuertemente la orilla a intervalos irregulares, y, cada vez que llegaba a nuestros oídos uno de esos ruidos, alguno de nosotros se sobresaltaba y miraba en aquella dirección. Aquí y allí, la fuerza de la corriente había abierto en la orilla pequeñas caletas, que nos llenaban de recelo y a las que lanzábamos inquietas miradas. Algunas veces, en la lancha, se oía la pregunta: «¿Qué es esa onda?». O bien otro observaba en voz baja: «¿No es un bote aquello?». Y luego nos quedábamos en silencio, pensando con impaciencia en cuán insólito ruido hacían los remos en los toletes.
Por fin descubrimos una luz y un tejado, y poco después atracábamos junto a un pequeño muelle hecho de piedras recogidas por las inmediaciones. Dejando a los demás en la lancha, salté a tierra y vi que la luz provenía de una taberna. Era un lugar bastante sucio y seguramente no desconocido de los contrabandistas; pero en la cocina ardía un alegre fuego, tenían huevos y tocino para comer y licores para beber. También había habitaciones con dos camas, «tal como estaban», según dijo el dueño. En la casa no había nadie más que el posadero, su mujer y un personaje andrajoso, el mandadero del muelle, tan sucio y embarrado como si él en persona hubiera sido una señal de la marea.
Con este auxiliar regresé a la lancha y desembarcaron todos. Nos llevamos los remos, el timón, el bichero y todo lo demás, y varamos la embarcación para la noche. Comimos muy bien junto al fuego de la cocina y nos distribuimos los dormitorios. Herbert y Startop ocuparían uno de ellos, y mi protector y yo el otro. Descubrimos que el aire había sido excluido de aquellas estancias con tanto cuidado como si fuera algo fatal para la vida; y que había en ellas más ropa sucia y cajas de cartón debajo de las camas de lo que yo hubiera creído nunca que podía poseer una familia. Mas, a pesar de todo, nos dimos por satisfechos, porque habría sido imposible encontrar un lugar más solitario que aquél.
Mientras nos calentábamos ante el fuego, después de cenar, el mandadero, que estaba sentado en un rincón y que llevaba puestas un par de botas hinchadas —las cuales había exhibido, mientras comíamos el tocino y los huevos, como interesantes reliquias que dos días antes le había quitado al cadáver de un marinero ahogado que la corriente dejó en la orilla—, me preguntó si habíamos visto una lancha de cuatro remos que remontaba el río con la marea. Cuando le dije que no, contestó que tal vez habría vuelto a descender, pero añadió que cuando desatracó de allí se había ido río arriba.
—Habrán cambiado de idea por algún motivo —añadió el mandadero— y habrán vuelto a bajar el río.
—¿Ha dicho usted una lancha de cuatro remos? —pregunté.
—Sí. Y con dos pasajeros.
—¿Desembarcaron aquí?
—Vinieron a llenar de cerveza una jarra de dos galones. Y en verdad que me habría gustado envenenarles la cerveza o ponerles una medicina que los aturdiera.
—¿Por qué?
—Yo me sé el porqué —replicó el mandadero. Hablaba con voz fangosa como si el légamo se le hubiera enredado en la garganta.
—Cree —dijo el dueño, que era un hombre cenizo y meditabundo, de ojos claros, que parecía tener mucha confianza en su mandadero—, cree que eran lo que no eran.
—Yo ya sé por qué hablo —observó el mandadero.
—¿Crees que eran aduaneros? —preguntó el dueño.
—¡Sí! —contestó el mandadero.
—Pues te engañas.
—¿Que me engaño?
Como para expresar el profundo significado de su respuesta y la absoluta confianza que tenía en su propia opinión, el mandadero se quitó una de las botas hinchadas, miró dentro de ella, la sacudió sobre el suelo de la cocina para que saltara una piedrecita que tenía dentro, y volvió a ponérsela. Hizo todo eso con el aire del que está tan convencido de tener razón que no puede hacer otra cosa.
—Si es así, ¿qué te figuras que han hecho de sus botones?[20] —preguntó el dueño con cierta indecisión.
—¿Qué han hecho con sus botones? —replicó—. Pues los habrán tirado por la borda. O se los habrán tragado. O los habrán sembrado para ver si se convierten en ensalada. ¡Que qué han hecho con sus botones!
—No seas desvergonzado, Jack —le dijo el dueño, regañándole de un modo patético y melancólico.
—Un oficial de Aduanas sabe muy bien lo que tiene que hacer con sus botones —dijo Jack, repitiendo la ofensiva palabra con el mayor desprecio— cuando le estorban. Una lancha de cuatro remos con dos pasajeros no se pasa el día dando vueltas por el río, arriba y abajo, subiendo y bajando con la marea y contra la marea, si detrás de todo no está la Aduana.
Diciendo lo cual salió con aire desdeñoso, y el dueño, no teniendo ya nadie en quien confiar, consideró inútil hablar más de aquel tema.
Este diálogo nos intranquilizó a todos, y a mí más que a nadie. El lúgubre viento murmuraba en torno a la casa, la marea azotaba la orilla, y yo tenía la impresión de que nos hallábamos enjaulados y amenazados. Una lancha de cuatro remos rondando de un modo tan insólito que se hiciera notar así, era algo desagradable que no podía quitarme de la cabeza. Cuando hube inducido a Provis a que se acostara, salí con mis dos compañeros (pues Startop ya estaba enterado de todo) y tuvimos otro consejo. Era cuestión de decidir si nos quedaríamos en aquella casa hasta poco antes de pasar el vapor, que sería, poco más o menos, hacia la una de la tarde, o si saldríamos por la mañana temprano. En conjunto, juzgamos preferible quedarnos donde estábamos hasta una hora antes de pasar el vapor y luego tomar el camino que éste había de seguir, dejándonos llevar por la marea. Después de convenir eso, regresamos a la casa y nos acostamos.
Me eché en la cama sin desnudarme del todo y dormí bien por espacio de algunas horas. Al despertar, se había levantado el viento y la muestra de la taberna («El Buque») rechinaba y golpeaba con ruidos que me sobresaltaban. Me levanté sin hacer ruido, porque mi compañero dormía profundamente y fui a mirar por la ventana. Desde ésta se dominaba el muelle donde habíamos varado nuestra lancha y, en cuanto mis ojos se hubieron acostumbrado a la débil luz de luna velada por las nubes, divisé dos hombres que examinaban nuestra embarcación. Pasaron por debajo de la ventana, sin mirar a otra parte, pero no se dirigieron al desembarcadero, que yo podía ver desierto, sino que tomaron por el marjal, en dirección al banco de Nore.[21]
Mi primer impulso fue llamar a Herbert y mostrarle los dos hombres que se alejaban pero, reflexionando antes de llegar a su habitación, que estaba en la parte trasera de la casa inmediata a la mía, me dije que tanto él como Startop habían tenido un día muy duro y que debían de estar muy fatigados, y desistí de mi idea. Volviendo a la ventana pude ver a los dos hombres andando por el marjal. Pero, con la poca luz que había, pronto los perdí de vista, y como tenía mucho frío, me eché en la cama para pensar en todo y me dormí de nuevo.
Nos levantamos temprano. Mientras nos paseábamos los cuatro, aguardando el desayuno, juzgué conveniente referir lo que había visto. También entonces nuestro fugitivo pareció ser, de entre todos, el menos alarmado. Era muy posible, dijo, que aquellos hombres pertenecieran a la Aduana, y que no sospecharan de nosotros. Traté de convencerme de que era así, pues no era imposible que lo fuera. Sin embargo, propuse que él y yo nos encaminásemos hasta un punto que se divisaba a lo lejos y que la lancha fuese a buscarnos allí, o lo más cerca posible, a eso del mediodía. Habiéndose estimado esto como una buena precaución, poco después de desayunar salimos los dos, sin decir nada en la taberna.
Mientras andábamos, mi compañero iba fumando su pipa y, de vez en cuando, me cogía por el hombro. Se habría podido imaginar que era yo y no él quien estaba en peligro y que él trataba de tranquilizarme. Hablamos muy poco. Cuando ya estábamos cerca del sitio indicado, le rogué que se quedara en un lugar escondido, mientras yo me adelantaba a reconocer el terreno, pues aquélla era la dirección que habían tomado los dos hombres la noche anterior. Él obedeció y avancé solo. No se veía ningún bote en aquella parte del río; ni varado por allí, ni señal alguna de que nadie se hubiera embarcado en aquel lugar. Sin embargo, la marea estaba alta y no podía asegurarse que no hubiera pisadas bajo el agua.
Cuando Provis se asomó fuera de su escondrijo y vio que le hacía señas con mi sombrero para que se acercara, vino hacia mí y allí esperamos, a veces echados en el suelo, envueltos en nuestras capas, a veces dando cortos paseos para reanimarnos, hasta que, por fin, vimos llegar nuestra lancha. Embarcamos sin dificultad y nos dirigimos a tomar el camino que había de seguir el vapor. Ya sólo faltaban diez minutos para la una y empezamos a poner atención para divisar el humo de su chimenea.
Pero era la una y media cuando lo hicimos, y poco después vimos otra humareda que venía detrás. Como ambos buques venían a toda marcha, preparé los dos maletines y aproveché los instantes para despedirme de Herbert y de Startop. Nos estrechamos cordialmente las manos y ni los ojos de Herbert ni los míos estaban del todo secos cuando, de pronto, vi una lancha de cuatro remos que se alejaba de la orilla, un poco más allá de donde nosotros estábamos, y tomaba nuestra misma dirección.
Hasta entonces, gracias a una curva del río, había quedado entre nosotros y el buque una extensión de niebla, pero ahora éste era visible y se acercaba rápidamente. Indiqué a Herbert y a Startop que se mantuvieran en la corriente, para que se dieran cuenta los del buque de que los estábamos aguardando, y recomendé a Provis que estuviera muy quieto, envuelto en su capa. Él me contestó alegremente:
—Confía en mí, querido Pip.
Y se quedó inmóvil como una estatua.
Mientras tanto, la lancha de cuatro remos, hábilmente gobernada, había cruzado la corriente por delante de nosotros, nos había aguardado y se había puesto a nuestro lado. Dejando el espacio suficiente para el manejo de los remos, se mantenía a nuestra altura, abandonándose a la corriente cuando lo hacíamos nosotros, o dando uno o dos golpes de remo cuando nosotros los dábamos. De los dos pasajeros uno gobernaba el timón y no nos quitaba la vista de encima, como hacían los remeros; el otro, estaba tan envuelto en su capa como el mismo Provis y parecía, en actitud de disimulo, murmurar algunas instrucciones al timonel mientras nos miraba. En ninguna de las dos embarcaciones se pronunció una palabra.
Startop, al cabo de unos minutos, pudo ver cuál era el primer barco que se acercaba, y me dijo «Hamburgo» en voz baja. El buque se nos acercaba rápidamente, y a cada instante oíamos con mayor claridad el ruido de sus ruedas. Yo tenía la impresión de que su sombra nos estaba envolviendo cuando los de la lancha nos llamaron. Yo respondí.
—Tienen aquí un deportado que ha quebrantado su condena —dijo el que gobernaba el timón—. Es ese que va envuelto en la capa. Se llama Abel Magwitch, alias Provis. Invito a ese hombre a que se entregue y a ustedes a que me ayuden a efectuar su detención.
Al mismo tiempo, sin que, en apariencia, diera orden alguna a su tripulación, nos echó la lancha encima. Habían dado un fuerte golpe de remos, habían recogido éstos, nos habían cogido al través y se habían agarrado a nuestra borda antes de que nos diéramos cuenta de lo que hacían. Eso originó gran confusión a bordo del vapor y oí que nos gritaban algo, y la orden de parar las máquinas, que en efecto se pararon; pero noté que el buque se nos venía encima irremisiblemente. En el mismo instante vi que el timonel de la lancha ponía la mano en el hombro de su preso; que las dos embarcaciones empezaban a dar vueltas impulsadas por la fuerza de la corriente y que los marineros del buque corrían frenéticamente hacia la proa. También, en el mismo instante, vi cómo el preso se levantaba bruscamente, se abalanzaba por encima de su aprehensor y arrancaba la capa al pasajero que continuaba sentado, y en el mismo instante vi también que el rostro que quedaba descubierto era el del otro forzado de antaño. Y también en el mismo instante, vi que el rostro retrocedía con una expresión de terror que jamás olvidaré; oí un gran grito a bordo del buque, un fuerte chapuceo en el agua, y sentí que el bote se hundía bajo mis pies.
Por un momento me pareció estar luchando con un millar de presas de molino y otros tantos relámpagos; pasado aquel momento, me subieron a bordo de la lancha. Herbert estaba ya allí, y Startop también, pero nuestra embarcación había desaparecido, así como los dos forzados.
Entre los gritos que resonaban en el buque, el furioso resoplido de su vapor, su movimiento y el nuestro, al principio no podía distinguir el cielo del agua, o una orilla de otra; pero los tripulantes de la lancha la enderezaron diestramente con unos vigorosos golpes de remo, después de lo cual se detuvieron, mirando todos, callados y ansiosos, hacia la parte de popa. Pronto se vio por aquel lado un objeto negro que, impulsado por la corriente, se dirigía hacia nosotros. Nadie dijo una palabra, pero el timonel levantó la mano y todos, remando suavemente para atrás, maniobraron para cortarle el paso. Cuando el bulto se acercó vi que era Magwitch que nadaba, pero con cierta dificultad. Le subieron a bordo y en el acto le pusieron unas esposas en las manos y en los tobillos.
Detuvieron la lancha y se reanudó la ansiosa observación. Pero entonces llegó el vapor de Rotterdam, que, no habiéndose dado cuenta, al parecer, de lo ocurrido, avanzaba a toda marcha. Cuando conseguimos que oyera nuestra llamada y se parara, la corriente ya los había alejado de nosotros, que subíamos y bajábamos en la agitada estela que habían dejado tras de sí. La espera continuó hasta mucho después de que las aguas se aquietaran y los buques hubieran desaparecido; pero todos veíamos ya que era inútil.
Por fin renunciamos y la lancha se dirigió a la orilla, hacia la taberna en la que estuvimos poco antes, donde nos recibieron con no poca sorpresa. Allí pude procurar algunas pequeñas comodidades a Magwitch (ya no sería nunca más Provis), quien tenía una grave herida en el pecho y un corte profundo en la cabeza.
Me dijo que creía que había ido a parar debajo de la quilla del vapor y que al levantar la cabeza se hirió. La lesión del pecho, que hacía muy dolorosa su respiración, creía habérsela hecho contra el costado de la lancha. Añadió que no quería decir lo que podía o no podía haber hecho a Compeyson, pero que, en el momento de echar mano a su capa para identificarlo, el miserable retrocedió tambaleándose de tal modo que ambos se vinieron al agua; y que su brusca salida (la de Magwitch) de nuestro bote, junto con los esfuerzos de su aprehensor para mantenerlo en él, fueron la causa de que naufragáramos. Me dijo en voz baja que los dos se habían hundido, ferozmente, abrazados uno a otro, y que había habido una lucha dentro del agua; que él había podido liberarse, le había dado un golpe y se había alejado, nadando.
Nunca he tenido motivo alguno para dudar de la verdad de lo que así me contó. El oficial que guiaba la lancha hizo la misma relación de la caída de ambos al agua.
Cuando pedí permiso al oficial para cambiarle al preso el traje mojado, comprándole las ropas que pudiera hallar en la taberna, me lo concedió sin inconveniente, aunque observando que tenía que hacerse cargo de todo lo que el preso llevara consigo. Así pues, la cartera que antes estaba en mis manos pasó a las del oficial. Además me permitió acompañar al preso a Londres, pero negó este favor a mis dos amigos.
El mandadero de la taberna de El Buque quedó enterado del lugar en que se había ahogado el ex presidiario y se encargó de buscar su cadáver en los puntos donde era más probable que saliese a la orilla. Pareció más interesado en la recuperación del cadáver al enterarse de que éste llevaba medias. Probablemente, para vestirse de pies a cabeza, necesitaba una docena de ahogados y quizá fuera ésta la razón por la cual las diferentes prendas que componían su traje se hallaban en distintos grados de deterioro.
Permanecimos en la taberna hasta que volvió la marea, y entonces llevaron a Magwitch a la lancha y lo acomodaron en ella. Herbert y Startop tenían que dirigirse a Londres por tierra lo antes posible. Nuestra despedida fue muy triste y al sentarme al lado de Magwitch comprendí que aquél sería mi lugar a partir de entonces, mientras él viviera.
Porque ahora se había desvanecido ya toda la repugnancia que me inspiraba, y en el hombre perseguido, herido y encadenado que tenía su mano entre las mías tan sólo veía a un ser que había querido ser mi bienhechor y había sentido por mí un afecto, una gratitud y una generosidad constantes durante una larga serie de años. Sólo veía en él a un hombre mucho mejor de lo que yo había sido para Joe.
Su respiración se fue haciendo más difícil y dolorosa a medida que avanzaba la noche, y muchas veces el desgraciado no podía contener un gemido. Traté de hacerle descansar en el brazo del que podía valerme y en una posición cómoda, pero era terrible pensar que en el fondo no podía lamentar que estuviera malherido, porque indiscutiblemente más le valía morir. Estaba claro que habría bastantes personas capaces y deseosas de identificarlo. No podía esperar que se le tratara con indulgencia. Se le había presentado con los peores colores cuando se le juzgó; había quebrantado su prisión y se le había juzgado de nuevo; había vuelto del destierro que se le impuso de por vida, y había ocasionado la muerte del causante de su detención.
Cuando volvíamos, de cara al sol poniente que el día anterior teníamos a nuestra espalda, y mientras la corriente de nuestras esperanzas parecía retroceder, le dije cuánto me dolía que hubiera vuelto a Inglaterra por mi causa.
—Querido Pip —me contestó—, estoy muy satisfecho de haber corrido este riesgo. He podido ver a mi muchacho, que, en adelante, podrá ser un caballero aun sin mi auxilio.
No. Yo había pensado en ello mientras iba sentado a su lado. No. Dejando aparte mis propias inclinaciones, comprendía ahora la insinuación de Wemmick. Preveía que, una vez sentenciado, sus bienes serían confiscados.
—Mira, querido Pip —dijo—. Como caballero, te conviene ahora que no se sepa que tienes que ver conmigo. No me vengas a ver si no es con Wemmick, como si le acompañaras por casualidad. Siéntate donde pueda verte cuando me hagan prestar juramento, por última vez entre tantas, y no pido más.
—Mientras me lo permitan, no me moveré nunca de su lado. ¡No quiera Dios que yo le sea menos fiel de lo que me lo ha sido usted!
Sentí temblar la mano con que estrechaba la mía, y cuando volvió el rostro a un lado, oí de nuevo aquel extraño sonido en su garganta, suavizado ahora como todo lo demás en él. Fue muy conveniente que tratara este punto, porque eso me hizo recordar algo en lo que, de otro modo, no habría pensado hasta que hubiera sido demasiado tarde: que él no debía saber jamás cómo habían fracasado sus expectativas de hacerme rico.