CAPÍTULO LIII

Hacía una noche oscura, pero empezó a salir la luna llena cuando dejé los terrenos cercados y salí a los marjales. Más allá de su negro confín había una franja de cielo despejado, apenas lo bastante ancha para contener la gran luna roja. En pocos minutos, ésta salió de aquel campo luminoso para ocultarse entre las montañas de nubes.

Soplaba melancólicamente el viento y los marjales tenían un aspecto lúgubre. Un forastero los habría encontrado insoportables, y aun a mí me parecían tan deprimentes que me detuve vacilante, medio dispuesto a volverme atrás. Pero los conocía muy bien, y habría podido hallar mi camino aunque la noche hubiera sido más negra; y, una vez allí, no tenía excusa alguna para volverme. Así, habiendo llegado allí contra mi inclinación, contra mi inclinación seguía avanzando.

La dirección que tomé no era en la que se encontraba mi antiguo hogar, ni la misma en que perseguimos a los forzados. Avanzaba de espaldas a los distantes pontones y, aunque veía las antiguas luces en los bancos de arena, las veía por encima de mi hombro. Conocía el horno de cal tan bien como la vieja batería, pero estaban a varias millas de distancia el uno de la otra; de manera que si aquella noche hubiera estado encendida una luz en cada uno de estos dos puntos, habría habido una larga línea de negro horizonte entre ambos resplandores.

Al principio tuve que cerrar varios portillos a mi paso, y de vez en cuando tuve que detenerme mientras el ganado que estaba echado en los senderos se levantaba y se alejaba soñoliento entre las hierbas y las cañas. Pero al cabo de poco, me pareció tener toda la llanura para mí solo.

Transcurrió aún media hora hasta que llegué al horno. La cal ardía lentamente y el olor era sofocante, pero los obreros se habían ido después de avivar el fuego y no se veía a ninguno por allí. Muy cerca había una cantera de piedra que se interponía directamente en mi camino. Se había trabajado en ella aquel día, según vi por las herramientas y las carretillas que estaban diseminadas.

Subiendo nuevamente al nivel del marjal, al salir de aquella excavación —porque el áspero sendero cruzaba por allí— vi una luz en la antigua casa de la compuerta. Apresuré el paso y con la mano llamé a la puerta. Esperando la respuesta, miré a mi alrededor, observando que la compuerta estaba abandonada y que la casa, que era de madera, cubierta de tejas, pronto dejaría de ser un buen abrigo para el mal tiempo, si es que todavía lo era en el bueno. Observé también que el mismo barro estaba cubierto por una capa de cal y que el vapor del horno, el humo del horno, se arrastraba especialmente hacia mí. No habiendo obtenido respuesta, volví a llamar, y como tampoco me respondieron, traté de levantar el picaporte.

Éste obedeció a mi esfuerzo y la puerta cedió. Mirando al interior vi una bujía encendida sobre la mesa, un banco y un jergón sobre un camastro. Como en lo alto se advirtiera una especie de desván, volví a preguntar:

—¿No hay nadie?

Como tampoco respondieron, me volví a la puerta, sin saber qué hacer.

Empezaba a llover copiosamente. No viendo nada más que lo que ya había visto, me volví a la casa y me quedé al amparo de la puerta mirando al exterior. Mientras pensaba que alguien debía de haber estado allí unos momentos antes y que regresaría en breve, pues de lo contrario la bujía no estaría encendida, se me ocurrió la idea de ver si el pábilo era muy largo. Me volví con este objeto, y había cogido ya la bujía cuando la apagó un choque violento, y lo primero que comprendí después fue que estaba atrapado por un fuerte nudo corredizo que me habían echado por detrás.

—Ahora te tengo —dijo una voz contenida, acompañando estas palabras con un juramento.

—¿Qué es esto? —grité luchando—. ¿Quién eres? ¡Socorro! ¡Socorro!

No solamente tenía los brazos oprimidos contra los costados, sino que la presión sobre el izquierdo me causaba un dolor horrible. A veces un fuerte brazo y otras un robusto pecho se aplicaban contra mi boca para ahogar mis gritos y, sintiendo un cálido aliento sobre mí, luché inútilmente en las tinieblas mientras me ataban fuertemente a la pared.

—Y ahora —dijo la voz contenida, después de proferir una blasfemia—, vuelve a llamar y verás lo que tardo en despacharte.

Débil y agobiado por el dolor de mi brazo izquierdo, aturdido aún por la sorpresa, y comprendiendo, sin embargo, la facilidad con que se podría cumplir aquella amenaza, desistí de luchar y traté de aflojar por poco que fuese la cuerda que me oprimía el brazo. Pero estaba demasiado bien atado. Me parecía como si, después de habérmelo quemado antes, ahora me lo cociesen.

La súbita exclusión del débil resplandor nocturno y su sustitución por una negra oscuridad me indicaron que el hombre acababa de cerrar un postigo. Después de tantear unos momentos encontró el pedernal y el acero que buscaba y empezó a golpear para encender la luz. Fijé la mirada en las chispas que caían sobre la mecha, y sobre la cual él soplaba y jadeaba con la pajuela en la mano, pero sólo podía ver sus labios y el extremo azul de la pajuela; y aun esto a intervalos. La mecha estaba húmeda, cosa nada extraña en aquel lugar, y una tras otra las chispas se apagaban.

Aquel hombre no parecía tener prisa alguna, y golpeaba el pedernal una y otra vez. A medida que saltaban las chispas y le iluminaban, pude ver sus manos y algunos rasgos de su rostro, y pude advertir que estaba sentado e inclinado sobre la mesa; pero nada más. De pronto, volví a ver sus labios, que me parecieron azules, al soplar la mecha, y de pronto surgió la llama, y me mostró a Orlick.

No sé ahora a quién había esperado ver, pero, desde luego, no a él. Al verle comprendí que me hallaba verdaderamente en un serio peligro y no le quité los ojos de encima.

Con una gran calma encendió la bujía con la mecha, soltó esta última y la pisó. Luego dejó la bujía en la mesa, apartándola de sí, de modo que pudiese verme bien, y se quedó contemplándome con los brazos cruzados. Entonces me di cuenta de que estaba atado a una fuerte escalera perpendicular, clavada junto a la pared, que servía para subir al desván.

—Ahora —dijo, después de habernos contemplado el uno al otro—, ya eres mío.

—¡Desátame! ¡Suéltame!

—¡Ah! —replicó—. Ya te soltaré. Te soltaré para mandarte a la luna; a las estrellas. Todo llegará.

—¿Por qué me has traído aquí con engaños?

—¿No lo sabes? —me preguntó con siniestra mirada.

—¿Por qué te has arrojado sobre mí en la oscuridad?

—Porque quería hacerlo todo yo solo. Para guardar un secreto es mejor ser uno que dos. ¡Oh, mi enemigo! ¡Mi enemigo!

El gozo que hallaba en el espectáculo que yo ofrecía, mientras él permanecía sentado con los brazos cruzados y apoyados en la mesa, amenazándome con la cabeza y como abrazándose a sí mismo para felicitarse, era de una malignidad tal que me hizo temblar. Le observé en silencio mientras extendía la mano al rincón más próximo y sacaba una escopeta con abrazaderas de bronce.

—¿Conoces esto? —dijo, apuntándome al mismo tiempo.

—¿Te acuerdas del lugar en que lo viste antes? ¡Habla, perro!

—Sí —contesté.

—Por tu culpa perdí aquel empleo. Tú fuiste el causante. ¡Habla!

—¿Qué otra cosa podía hacer?

—Esto hiciste, y ya habría sido suficiente. ¿Cómo te atreviste a interponerte entre mí y la muchacha a quien yo quería?

—¿Cuándo hice tal cosa?

—¿Que cuándo lo hiciste? ¿No fuiste tú quien siempre le hablaba mal del viejo Orlick? ¿No fuiste tú quien me dio tan mala fama a sus ojos?

—Tú mismo te la diste; tú te la ganaste. Ningún daño habría podido hacerte yo si no te lo hubieras hecho tú mismo.

—¡Mientes! No habrías ahorrado esfuerzos y habrías gastado todo el dinero necesario para obligarme a salir de aquí, ¿no es verdad? —dijo, recordándome las palabras que yo mismo le había dicho a Biddy en la última entrevista que tuve con ella—. Y ahora voy a decirte una cosa. Nunca te habría convenido tanto como esta noche haberme obligado a salir de aquí. ¡Ah, sí, aunque para ello hubieras tenido que gastar veinte veces todo el dinero que tienes, hasta el último penique!

Viéndole sacudir la cabeza, enseñando los dientes como un tigre, comprendí que era verdad lo que decía.

—¿Qué vas a hacer conmigo?

—¿Qué voy a hacer? —dijo, dando un enérgico puñetazo en la mesa y levantándose al mismo tiempo como para darle más fuerza—. Voy a arrancarte la vida.

Se inclinó hacia adelante, mirándome, abrió lentamente la mano, se la pasó por los labios, como si lo que me aguardaba le llenase de saliva la boca, y volvió a sentarse.

—Siempre, desde que eras niño, te pusiste en el camino del viejo Orlick. Pero esta noche dejarás de estorbarme. El viejo Orlick se te quitará de encima. Eres hombre muerto.

Comprendí que había llegado al borde de mi tumba. Por un momento miré desesperadamente a mi alrededor en busca de una posibilidad de escapar; pero no había ninguna.

—Voy a hacer más todavía —añadió él, volviendo a cruzar los brazos sobre la mesa—. No quiero que de ti quede un solo harapo ni un solo hueso. Meteré tu cadáver en el horno. Soy capaz de llevar dos como tú a cuestas y, si la gente quiere imaginar, que imagine, pero nunca sabrá nada nadie.

Mi mente, con inconcebible rapidez, previó las consecuencias de semejante muerte. El padre de Estella creería que le había abandonado; él sería preso y moriría acusándome; el mismo Herbert dudaría de mí, cuando comparara la carta que le había dejado con el hecho de que tan sólo había ido un momento a casa de la señorita Havisham; Joe y Biddy no sabrían jamás lo arrepentido que estuve aquella misma noche; nadie sabría nunca lo que yo habría sufrido, cuán fiel y leal me había propuesto ser en adelante y qué agonías había pasado. La muerte que tenía tan cerca era terrible, pero mucho más terrible que la muerte era el temor de dejar un mal recuerdo de mí. Y tan rápidos fueron mis pensamientos que me vi despreciado por generaciones venideras… por los hijos de Estella y por los hijos de sus hijos, mientras las palabras de aquel miserable estaban aún en sus labios.

—Ahora, perro —dijo—, antes de matarte como a una bestia, que es lo que pienso hacer y por eso te he atado como estás, voy a darme el gusto de contemplarte. ¡Oh, mi enemigo!

Tuve por un momento la idea de volver a gritar pidiendo socorro, aunque pocos sabían mejor que yo cuán solitario era aquel lugar y cuán vanas las esperanzas de obtener ayuda. Pero mientras él seguía sentado gozándose en mis sufrimientos, a mí me sostenía un furioso desprecio que me sellaba los labios. Por encima de todo resolví no dirigirle ruego alguno, y morir resistiéndome cuanto pudiera, que no sería mucho. Suavizados como estaban mis sentimientos por los demás en aquel horrendo trance; pidiendo como pedía humildemente perdón al Cielo; y doliéndome como me dolía el corazón al pensar que no me había despedido de nadie, y que jamás podría hacerlo de los que más quería, ni justificarme ante ellos, ni pedirles que tuvieran lástima de mis míseros errores, a pesar de todo eso, si hubiera podido matar a aquel hombre, aunque fuera muriendo, lo habría hecho.

Orlick había bebido y tenía los ojos enrojecidos. Llevaba una botella de hojalata colgada al cuello, como en otro tiempo le había visto llevar su comida y su bebida. Se llevó esta botella a los labios, y engulló furiosamente un trago de su contenido, y pude percibir el olor del alcohol que veía llamear en su rostro.

—¡Perro! —dijo, cruzando de nuevo los brazos—. El viejo Orlick va a decirte ahora una cosa. Tú fuiste quien mató a aquella arpía de tu hermana.

De nuevo mi cabeza, con la misma inconcebible rapidez que antes, agotó todo pensamiento relativo al ataque de que fue víctima mi hermana, a su enfermedad y su muerte, antes de que la lengua torpe y vacilante de Orlick hubiese acabado de pronunciar estas palabras.

—¡Tú fuiste el asesino, maldito! —dije.

—Te digo que fue culpa tuya. Te digo que tú fuiste la causa —añadió, cogiendo la escopeta y marcando un golpe con la culata en el espacio que nos separaba—. Me acerqué a ella por detrás como he hecho esta noche contigo, y le di de firme. La dejé muerta, y si hubiera habido un horno de cal tan cerca de ella como ahora lo hay de ti, te aseguro que no habría recobrado el sentido. Pero el asesino no fue el viejo Orlick, sino tú. Tú eras el niño mimado, y el viejo Orlick tenía que aguantar las reprimendas y los golpes. ¡El viejo Orlick insultado y aporreado!, ¿eh? Ahora lo vas a pagar. Tú lo hiciste; tú lo vas a pagar.

Volvió a beber y se enfureció todavía más. Por el ruido que producía el líquido de la botella, me di cuenta de que ya no quedaba mucho. Comprendí claramente que bebía para cobrar ánimo y acabar de una vez. Sabía que cada gota de licor representaba una gota de mi vida. Y sabía que, cuando yo estuviera transformado en una parte del vapor que poco antes había venido arrastrándose hacia mí, como un espectro anunciador, él haría lo mismo que cuando agredió a mi hermana, es decir, correr a la villa para que lo vieran por allí, bebiendo en las tabernas. Mi rápido pensamiento lo siguió, se trazó un cuadro de la calle con él en medio, y percibió el contraste entre sus luces y su vida con el marjal solitario y el blanco vapor serpenteante en el cual me convertiría yo en breve.

No era solamente que yo tuviera que resumir años y años y años mientras él pronunciaba una docena de palabras, sino que lo que él decía me presentaba imágenes y no simples palabras. En mi excitación y exaltación mental, no podía pensar en un lugar o en una persona sin verlos. Me sería imposible exagerar lo vívidas que fueron estas imágenes, y no obstante, estuve todo el tiempo tan alerta —¡quién no pone atención al tigre agazapado, a punto de saltar!— que percibía el más leve movimiento de mis dedos.

Después de beber esta segunda vez se levantó del banco en que estaba sentado y empujó la mesa a un lado. Luego tomó la vela y, haciendo pantalla con su mano asesina para que toda su luz me diera de lleno, se quedó mirándome y deleitándose con el espectáculo.

—Oye, perro, voy a decirte algo más. Fue Orlick el hombre con quien tropezaste una noche en tu escalera.

Vi la escalera con las luces apagadas, vi las sombras que las recias barandillas proyectaban en las paredes al ser iluminadas por el farol del vigilante. Vi las habitaciones que no había de ver jamás; aquí una puerta medio abierta; allí una puerta cerrada; todos los muebles y utensilios.

—¿Y para qué estaba allí el viejo Orlick? Voy a decirte algo más, perro. Tú y ella casi me habéis echado de esta región en la que ya no puedo ganarme fácilmente la vida, y por eso he tomado nuevos compañeros y nuevos amos. Uno de ellos me escribe cartas que me conviene mandar. ¿Lo entiendes? ¡Escribe mis cartas, perro! Escribe de cincuenta maneras distintas; no como tú, soplón, que no escribes más que de una. He tenido el firme propósito y la firme voluntad de arrancarte la vida desde el día que viniste al entierro de tu hermana. Pero no sabía cómo hacerlo sin peligro, y he estado espiándote para conocer tus idas y venidas. Porque el viejo Orlick se decía: «¡De un modo u otro lo atraparé!». Y mira, cuando te vigilaba, me encontré con tu tío Provis. ¿Qué te parece?

Mill Pond Bank y Chink's Bain y el paseo de la vieja cordelería, ¡qué claro se me aparecía todo! Provis en sus habitaciones y la señal que ya no servía para nada, la linda Clara, la buena y maternal señora, el viejo Bill Barney tendido de espaldas… todos flotaban río abajo, como arrastrados por la rápida corriente de mi vida que se precipitaba hacia el mar.

—¿Tú con un tío? Cuando te conocí en casa de Gargery, eras un cachorro tan pequeño que podía haberte ahogado con estos dos dedos (como estuve tentado de hacer más de una vez cuando te veía rondar entre los sauces). Entonces no tenías ningún tío. No, ninguno. Pero cuando el viejo Orlick se enteró de que tu tío había llevado seguramente el grillete que él encontró limado y partido por la mitad en estos marjales, hace muchos años, y con el cual derribó a tu hermana como si fuese un buey, que es lo que va a hacer contigo… ¿qué?… cuando se enteró de esto… ¿qué?

Y en su salvaje furor me acercó tanto la bujía que tuve que volver el rostro para evitar la llama.

—¡Ah! —exclamó riéndose y repitiendo la acción—. ¡El gato escaldado del agua fría huye! El viejo Orlick sabía que te habías quemado; el viejo Orlick sabía que ibas a embarcar a tu tío de contrabando; el viejo Orlick es más listo que tú y sabía que vendrías esta noche. Aún voy a decirte algo más, perro, y será lo último. Hay alguien que le puede tanto a tu tío Provis como el viejo Orlick ha podido contigo. Ya le dirán que ha perdido a su sobrino. Se lo dirán cuando ya no sea posible encontrar un solo trozo de ropa ni un hueso tuyo. ¡Que se guarde de él cuando haya perdido al sobrino!; ¡que se guarde de él cuando nadie pueda encontrar ni un jirón de los vestidos de su querido pariente ni un hueso de su cuerpo! Hay quien no consentirá que Magwitch —sí, conozco su nombre— viva en el mismo país que él, y que sabe demasiado de su vida en otras tierras para privarse de denunciarlo y ponerle en peligro. Tal vez sea la misma persona que escribe de cincuenta maneras distintas, mientras que tú, soplón, no sabes hacerlo más que de una. ¡Que tu tío Magwitch se guarde de Compeyson y de la horca!

Volvió a acercarme la bujía al rostro ahumándome la piel y el cabello y dejándome deslumbrado por un instante; luego me volvió su vigorosa espalda para dejar la luz sobre la mesa. Yo había rezado una oración y estaba mentalmente en compañía de Joe, de Biddy y de Herbert cuando se volvió otra vez hacia mí.

Quedaba un espacio de algunos pies entre la mesa y la pared, y en aquel claro él se movía de un lado a otro, con la cabeza agachada. Mientras lo hacía, su fuerza extraordinaria parecía haber aumentado, los puños apretados y los voluminosos brazos colgando, y los ojos clavados en mí con ferocidad. Yo no tenía la más ligera esperanza. A pesar de mi tumulto interior y del prodigioso vigor de las imágenes que se sucedían sin parar en mi cabeza, pude entender con claridad que, si no hubiera estado seguro de que al cabo de unos momentos yo desaparecería del ámbito del conocimiento humano, no me habría dicho lo que acababa de decirme.

De pronto se detuvo, quitó el corcho de la botella y lo tiró. A pesar de lo ligero que era, lo oí caer como si fuese un plomo. Volvió a beber lentamente levantando cada vez más la botella, y dejó de mirarme. Vertió las últimas gotas de licor en la palma de la mano y pasó la lengua por ella. Luego, impulsado por horrible furor, blasfemando de un modo espantoso, arrojó la botella, se agachó y vi aparecer en su mano un mazo de mango largo y pesado.

No me abandonó la decisión que había tomado, porque, sin pronunciar una vana palabra de súplica, pedí socorro con todas mis fuerzas y luché cuanto pude por liberarme. Tan sólo podía mover la cabeza y las piernas; sin embargo, luché con un vigor que hasta entonces no había sospechado tener. Al mismo tiempo oí voces que me respondían, percibí unas figuras y el resplandor de una luz en la puerta; oí voces y tumulto y vi a Orlick surgir de entre un grupo de hombres que luchaban, saltar luego por encima de la mesa y perderse en la oscuridad de la noche.

Tras un período en que no me di cuenta de nada, me vi libre de ataduras y tendido en el suelo, en el mismo lugar, con la cabeza apoyada en la rodilla de alguien. Al volver en mí tenía los ojos fijos en la escalera próxima a la pared —la había estado mirando antes de verla— y por ella conocí, al recobrar el sentido, que estaba en el mismo lugar donde lo había perdido.

Demasiado indiferente, al principio, para fijarme siquiera en lo que me rodeaba y en quién me sostenía, estaba mirando la escalera cuando entre ella y yo se interpuso un rostro. Era el del aprendiz de Trabb.

—¡Me parece que ya está bien! —dijo con voz contenida—. ¡Pero no está poco pálido!

Al oírse estas palabras, el rostro del que me sostenía se inclinó hacia el mío, y entonces vi que era…

—¡Herbert! ¡Dios mío! ¡Y también nuestro amigo Startop! —exclamé cuando éste también se inclinó hacia mí.

—¡Despacito, querido Händel! ¡No te excites!

—Recuerda el asunto en el que él va a ayudarnos —dijo Herbert— y cálmate.

Al oír esta alusión me incorporé violentamente; pero el dolor que sentí en el brazo me obligó a tumbarme de nuevo.

—¿No ha pasado la ocasión, Herbert? ¿Qué noche es la de hoy? ¿Cuánto tiempo he estado aquí? —Porque tenía una extraña y fuerte aprensión de haber estado allí mucho tiempo, tal vez un día y una noche, dos días, o quizá más.

—No ha pasado el tiempo aún. Todavía estamos en la noche del lunes.

—¡Gracias a Dios!

—Y te queda todo el día de mañana, martes, para descansar —me dijo Herbert—. Pero veo que estás sufriendo, querido Händel. ¿Dónde te han hecho daño? ¿Puedes ponerte en pie?

—Sí, sí —contesté—, y hasta podré andar. Sólo me duele este brazo.

Me lo pusieron al descubierto e hicieron cuanto pudieron por aliviarme. Estaba muy hinchado e inflamado, y a duras penas podía soportar que me lo tocasen. Rompieron unos pañuelos para hacer vendas nuevas con ellos y con todo el cuidado me lo volvieron a poner en cabestrillo hasta que pudiéramos llegar a la villa y procurarnos una loción refrescante. Poco después habíamos cerrado la puerta de la desierta casilla de la compuerta y atravesábamos la cantera, en nuestro camino de regreso. El muchacho de Trabb, que estaba ya hecho un hombre, nos precedía con una linterna, cuya luz era la que vi aparecer en la puerta cuando aún estaba atado. Pero la luna llevaba ya dos horas en el firmamento desde la última vez que la vi, y aunque la noche continuaba lluviosa, el tiempo había mejorado. El vapor blanco del horno de cal pasó rozándonos cuando llegamos a él y, así como antes había rezado mentalmente una plegaria, entonces dirigí al Cielo mi pensamiento en acción de gracias.

Habiendo rogado a Herbert que me dijera cómo había podido acudir en mi socorro —cosa que al principio se negó a explicarme, pues insistió en que tuviera calma—, supe que, en mis prisas, había dejado caer la carta, abierta, en nuestras habitaciones, donde él la encontró al llegar en compañía de Startop, poco después de mi salida. Su contenido le inquietó y mucho más al advertir la contradicción que había entre él y las líneas que yo le había dirigido apresuradamente. Y como su inquietud, en vez de disminuir, aumentaba, tras un cuarto de hora de reflexión se encaminó al despacho de las diligencias en compañía de Startop, que se ofreció a acompañarle a averiguar a qué hora salía una. En vista de que ya había salido la última y como su intranquilidad se iba convirtiendo en evidente alarma a medida que aparecían nuevos obstáculos, resolvió seguirme en una silla de posta. Así, él y Startop llegaron al Jabalí Azul, donde esperaban encontrarme, o, por lo menos, tener noticias mías; pero no hallando ni lo uno ni lo otro, se dirigieron a casa de la señorita Havisham, donde perdieron mi rastro. En vista de eso, regresaron al hotel (sin duda mientras yo estaba oyendo la versión popular de mi propia historia) para tomar un pequeño refrigerio y buscar a alguien que los guiara por los marjales. Quiso la casualidad que entre los ociosos que había ante la puerta del Jabalí Azul se hallase el aprendiz de Trabb, fiel a su costumbre de estar en todos los sitios donde no tenía nada que hacer, y parece que éste me había visto salir de la casa de la señorita Havisham en dirección hacia la posada en que cené. Por esta razón el aprendiz de Trabb se convirtió en su guía, y con él se encaminaron a la casa de la compuerta, si bien pasando por el camino de la villa, que yo había evitado. Mientras andaban, Herbert pensó que, después de todo, podía darse el caso de que verdaderamente me hubiera llevado allí algún asunto conducente a la seguridad de Provis, y, diciéndose que si era así cualquier interrupción podía ser perjudicial, dejó a su guía y a Startop en el borde de la carretera y avanzó solo, dando dos o tres veces la vuelta a la casa, tratando de averiguar si ocurría algo desagradable. Al principio no pudo oír más que los sonidos imprecisos de una voz grave y ruda (esto ocurría mientras mi cabeza se hallaba tan ocupada) y hasta empezaba a dudar de que yo estuviera allí cuando, de pronto, grité pidiendo socorro y él respondió a mis gritos y entró, seguido de cerca por los otros dos.

Cuando le conté a Herbert lo sucedido en el interior de la casa, se mostró partidario de que acudiéramos inmediatamente ante un magistrado de la villa, sin tener en cuenta lo avanzado de la hora, y obtuviéramos de él una orden de detención; pero había reflexionado ya que esta determinación, que iba a detenernos allí o comprometernos a volver, podía ser fatal para Provis. No había manera de salvar esta dificultad y tuvimos que abandonar, por el momento, todo propósito de perseguir a Orlick. Creímos prudente explicar muy poco de lo sucedido al muchacho de Trabb, pues estoy convencido de que habría sufrido un desencanto al saber que su intervención me había salvado del horno de cal; no porque los sentimientos del muchacho fuesen malos, sino porque tenía un exceso de vivacidad y estaba en su naturaleza la necesidad de variedad y excitación, a costa de quien fuese. Al separarnos de él le di dos guineas (lo que me pareció que satisfacía sus esperanzas) y le dije que lamentaba mucho haberle tenido alguna vez en mal concepto (lo cual no le causó la menor impresión).

Como el miércoles estaba ya muy cerca, decidimos regresar a Londres aquella noche, los tres en la silla de posta, con mayor motivo porque nos convenía alejarnos antes de que empezara a hablarse de nuestra aventura nocturna. Herbert adquirió una gran botella de medicamento para mi brazo, y gracias a que me lo estuvo curando sin cesar toda la noche, pude resistir el dolor durante el viaje. Amanecía ya cuando llegamos al Temple y yo me metí en seguida en cama, y en cama me quedé durante todo el día.

El temor, mientras estaba en ella, de caer enfermo y de no poderme valer al día siguiente, me obsesionaba de tal modo que lo raro fue que no enfermara de veras. Y es casi seguro que lo habría hecho, en combinación con todas las sacudidas mentales que había sufrido, de no haber sido por la fuerza sobrenatural que obtenía del pensamiento en aquel mañana tan ansiosamente esperado, tan cargado de consecuencias y de resultados tan inciertos, aunque tan cercanos.

Ninguna precaución podía ser más necesaria que la de abstenernos de comunicarnos con Provis aquel día; sin embargo esto también aumentaba mi intranquilidad. Me sobresaltaba al oír unos pasos, creyendo que eran los de un mensajero que venía a participarnos que ya había sido descubierto y apresado. Me persuadía a mí mismo de que lo habían capturado; de que en mi mente había algo más que un temor o que un presentimiento; de que el hecho había ocurrido y yo tenía un misterioso conocimiento de él. A medida que transcurría el día sin que llegara ninguna mala noticia, a medida que caía la tarde y llegaba la noche, mi temor de verme inutilizado por la enfermedad antes de que llegara la mañana me dominó por completo. Sentía fuertes latidos en mi inflamado brazo, y en la ardorosa cabeza, y pensé que empezaba a delirar. Conté hasta mil y más, repetí pasajes en prosa y verso que sabía de memoria, para asegurarme de que estaba en mis cabales. A veces, de pura fatiga me adormecía unos instantes u olvidaba mis preocupaciones; entonces me despertaba con un sobresalto y me decía: «Ahora es de veras, ahora sí que estás delirando».

Me obligaron a permanecer quieto durante todo el día, me curaron constantemente el brazo y me dieron bebidas refrescantes. Cada vez que me dormía, me despertaba la aprensión que ya había tenido en la casa de la compuerta de que había pasado mucho tiempo y con él la oportunidad de salvar a Provis. Hacia medianoche me levanté de la cama y me acerqué a Herbert, con la convicción de haber dormido por espacio de veinticuatro horas y de que el miércoles había pasado ya. Éste fue el último y agotador esfuerzo de mi desasosiego, pues a partir de aquel momento dormí profundamente.

Apuntaba la aurora del miércoles cuando miré por la ventana. Palidecían ya las parpadeantes luces de los puentes y el sol naciente era como un marjal de fuego en el horizonte. El río estaba aún oscuro y misterioso, cruzado por los puentes, que tomaban un color grisáceo, con algún que otro reflejo rojizo del resplandor del cielo. Mientras contemplaba los apiñados tejados, con torres y agujas de iglesias recortadas contra una atmósfera extraordinariamente clara, se levantó el sol y pareció como si alguien hubiera retirado un velo que cubriera el río, porque al instante brillaron millones de chispas sobre sus aguas.

También a mí me pareció que me hubieran quitado un velo, porque me sentí fuerte y sano. Herbert estaba dormido en su cama y nuestro compañero de estudios hacía lo mismo en su sofá. No podía vestirme sin ayuda, pero reanimé el fuego que aún ardía y preparé café para todos. A su debido tiempo ellos se levantaron, también descansados y vigorosos, y abrimos las ventanas para que entrara el aire fresco de la mañana, y contemplamos la marea que aún venía hacia nosotros.

—Al dar las nueve —dijo alegremente Herbert—, tú, en Mill Pond Bank, aguarda nuestra llegada y procura estar preparado en la orilla del río.