Desde Little Britain me fui con el cheque en el bolsillo a casa del hermano de la señorita Skiffins, el tenedor de libros, y éste salió inmediatamente a buscar a Clarriker, y así tuve la gran satisfacción de dejar terminado aquel asunto. Era lo único bueno y lo único completo que había hecho desde el día en que me enteré de que tenía un gran porvenir.
Habiéndome informado Clarriker, con este motivo, de que los asuntos de la casa iban en continuo progreso, de que ahora podría establecer una sucursal en Oriente, de que la extensión de los negocios se hacía necesaria, y de que Herbert, en su nueva condición de socio, iría a encargarse de ella, comprendí que debía haber contado con separarme de mi amigo, aunque mis propios asuntos hubieran estado en mejor situación. Y del mismo modo comprendí que estaba a punto de soltarse mi última áncora y que pronto iría al garete, a merced del viento y de las olas.
Pero me sirvió de recompensa la alegría con que aquella noche llegó Herbert a casa y, me comunicó los cambios ocurridos, sin imaginar, ni remotamente, que no me contaba nada nuevo; trazando alegres perspectivas en que se veía a sí mismo llevando a Clara Barley a la tierra de las Mil y Una Noches, y a mí yéndome a reunir con ellos (creo que con una caravana de camellos), y ya todos juntos, remontando el curso del Nilo y contemplando maravillas. Sin entusiasmarme demasiado respecto a mi papel en aquellos brillantes planes, comprendí que el camino de Herbert se estaba despejando rápidamente, y que sólo faltaba que el viejo Bill Baley siguiera dedicado a su pimienta y a su ron para que su hija quedara felizmente establecida.
Habíamos entrado ya en el mes de marzo. Mi brazo izquierdo, sin presentar ningún síntoma alarmante, iba tan despacio en su curación que aún no me permitía ponerme el frac. La mano derecha estaba ya bastante bien; desfigurada, pero útil.
El lunes por la mañana, estando Herbert y yo desayunándonos, recibí por correo la siguiente carta de Wemmick:
Walworth. Queme esto en cuanto lo haya leído. En los primeros días de esta semana, pongamos el miércoles, puede usted llevar a cabo lo que sabe, si se siente dispuesto a intentarlo. Ahora, queme este papel.
Después de mostrar el escrito a Herbert, y haberlo arrojado al fuego (aunque no antes de habernos aprendido ambos su contenido de memoria), nos pusimos a estudiar lo que convenía hacer; pues ahora, naturalmente, no podíamos olvidar que yo me hallaba inutilizado.
—He pensado en eso muchas veces —dijo Herbert—, y creo conocer un medio mejor que alquilar un barquero del Támesis. Hablaremos con Startop. Es un buen compañero, remero excelente, nos quiere y es un muchacho digno y entusiasta.
Yo había pensado en él más de una vez.
—Pero ¿qué le diremos, Herbert?
—Será necesario decirle muy poco. Démosle a entender que no se trata más que de un capricho, aunque secreto, hasta que llegue el momento; entonces se le dice que hay una razón urgente para embarcar a Provis para el extranjero. ¿Irás con él?
—Sin duda.
—¿Adónde?
En las muchas y angustiosas reflexiones que había dedicado a aquel asunto nunca me había preocupado la cuestión de hacia dónde debíamos embarcar. Si hacia Hamburgo, Rotterdam o Amberes. Poco importaba el lugar con tal de sacarle de Inglaterra. Cualquier barco extranjero que encontráramos y que quisiera tomarnos a bordo serviría para el caso. Siempre me había propuesto llevar a Provis en mi bote hasta muy abajo del río; ciertamente más allá de Gravesend, que era el lugar crítico donde seguramente se harían indagaciones y pesquisas en caso de existir alguna sospecha. Como los barcos extranjeros dejaban Londres a la hora de la pleamar, descenderíamos por el río a la bajamar y nos quedaríamos sin movernos en algún lugar tranquilo hasta que pudiéramos arrimarnos a uno de ellos. La hora en que el barco debía pasar por ese sitio, fuera donde fuese, no iba a ser difícil de calcular si nos procurábamos los informes necesarios.
Herbert dio su conformidad al plan, y salimos inmediatamente después del desayuno a emprender nuestras investigaciones. Averiguamos que un barco que iba a zarpar para Hamburgo era el que más convenía a nuestro propósito, y a él dedicamos principalmente nuestros pensamientos. Pero tomamos nota de que otros vapores extranjeros saldrían con la misma marea, y nos aseguramos de que sabríamos reconocer la forma y el color de cada uno. Luego nos separamos durante algunas horas; yo fui en busca de los pasaportes necesarios y Herbert a ver a Startop en su vivienda. Ambos hicimos lo que nos proponíamos sin estorbo, y cuando volvimos a encontrarnos a la una, pudimos comunicarnos que ya estaba hecho. Yo, por mi parte, tenía ya los pasaportes; Herbert había visto a Startop, que estaba más que dispuesto a acompañarnos.
Convinimos en que ellos dos manejarían los remos y yo llevaría el timón; nuestro pasajero permanecería sentado y quieto y, como nuestro objeto no era correr, nuestra marcha sería suficiente. Acordamos también que Herbert no iría a casa a cenar antes de ir a Mill Pond Bank aquella noche; que lo mismo haría el día siguiente, y que avisaría a Provis para que el miércoles acudiera al embarcadero que había cerca de su casa, sólo cuando viera que nos acercábamos, y no antes; que todo había de quedar convenido con él la noche de aquel mismo lunes, y que no debía comunicarse con nadie, bajo ningún pretexto, hasta que lo subiéramos a bordo.
Una vez quedó todo bien entendido entre nosotros, yo volví a casa.
Al abrir con mi llave la puerta de nuestro piso, encontré en el buzón una carta dirigida a mí; era una carta muy sucia, aunque no estaba mal escrita. Había sido traída a mano (naturalmente, durante mi ausencia) y su contenido era como sigue:
Si no teme usted ir esta noche o mañana, a las nueve, a los viejos marjales y dirigirse a la casita de la compuerta, junto al horno de cal, haría bien en hacerlo. Si desea informes relacionados con su tío Provis, vaya sin decir nada a nadie y sin pérdida de tiempo. Debe ir solo. Traiga esta carta consigo.
Bastantes preocupaciones pesaban ya sobre mi espíritu para que viniera a colmarlas ahora esta extraña misiva. No sabía qué hacer, y lo peor del caso era la necesidad de decidirme prontamente, so pena de perder la diligencia de la tarde, que me llevaría allí a tiempo para acudir aquella misma noche. No podía pensar en ir la noche siguiente, porque ya estaría muy cerca la hora de la marcha. Por otra parte, los informes ofrecidos podían tener alguna importante relación con ella.
Aunque hubiera tenido tiempo de sobra para pensarlo, creo que igualmente habría ido. Pero como no lo tenía, pues el reloj me decía que sólo faltaba media hora para la salida de la diligencia, resolví partir. Ciertamente, no habría ido de no haberse mencionado en la carta al tío Provis; esto, después de la nota de Wemmick y los atareados preparativos de la mañana, hizo inclinar la balanza.
Es tan difícil comprender claramente el contenido de una carta que se ha leído con precipitación que tuve que releer dos veces la misteriosa epístola antes de hacerme cargo de que en ella se me imponía el secreto. Cediendo a esta imposición de un modo maquinal, dejé unas líneas escritas con lápiz a Herbert, diciéndole que en vista de que iba a ausentarme, sin saber por cuánto tiempo, había decidido ir a enterarme del estado de la señorita Havisham. Tenía ya el tiempo justo para ponerme el abrigo, cerrar las puertas y dirigirme al despacho de las diligencias por el camino más recto. De haber ido en un coche de alquiler por las calles principales, habría llegado tarde; pero yendo por las callejuelas que me acortaban el trayecto, llegué a tiempo de saltar dentro de la diligencia cuando ésta estaba ya arrancando. Yo era el único pasajero del interior, dando tumbos y hundido en la paja hasta las rodillas, cuando de pronto volví en mí.
Porque, en realidad, había estado como fuera de mis cabales desde que recibí la carta, tan aturdido me había dejado después del ajetreo de aquella mañana. La agitación y el aturdimiento de la mañana habían sido grandes porque, aunque hacía tanto tiempo que esperaba la indicación de Wemmick, cuando por fin ésta llegó, me cogió por sorpresa. Y ahora empezaba a extrañarme de encontrarme en la diligencia, y a dudar de si había motivo suficiente para hacer aquel viaje, y a pensar si no sería mejor que bajara y me volviera, y a parecerme imprudente haber hecho caso de una comunicación anónima. En una palabra, pasé por todas las fases de contradicción y de indecisión por las cuales, según creo, deben pasar la mayor parte de las personas que obran con apresuramiento. Pero la referencia al nombre de Provis se impuso a todo. Razoné, como ya lo había hecho sin saberlo (en el caso de que eso fuera razonar), que si le ocurría algún mal por no haber acudido yo a tan extraña cita, no podría perdonármelo nunca.
Se hizo de noche antes de que llegáramos a puesto; el viaje me pareció largo y triste, pues no podía ver nada desde el interior del vehículo, y no podía ir en la parte exterior a causa del mal estado de mis brazos. Evitando el Jabalí Azul, fui a alojarme a una posada de menor categoría y pedí la cena.
Mientras la preparaban me encaminé a la casa Satis, y pregunté por la señorita Havisham; seguía aún muy enferma, aunque bastante mejorada.
Mi posada formó parte, en otro tiempo, de una casa eclesiástica, y cené en una habitación pequeña y de forma octogonal, semejante a un baptisterio. Como no podía cortar la comida, el dueño, hombre de brillante cabeza calva, lo hizo por mí. Eso nos hizo trabar conversación, y él tuvo la amabilidad de entretenerme contando mi propia historia, aunque, desde luego, con el popular detalle de que Pumblechook fue mi primer bienhechor y el fundador de mi fortuna.
—¿Conoce usted a ese joven? —pregunté.
—¿Que si lo conozco? ¡Ya lo creo! ¡Desde que no era más alto que esta silla! —contestó el posadero.
—¿Ha vuelto alguna vez al pueblo?
—Sí, ha venido alguna vez —contestó mi interlocutor—. Viene a visitar a sus amigos ricos, y vuelve la espalda al hombre a quien se lo debe todo.
—¿Qué hombre es ése?
—¿Este de quien le hablo? —preguntó el posadero—. El señor Pumblechook.
—¿Y no se muestra ingrato con nadie más?
—No hay duda de que sería ingrato con otros, si pudiera —replicó el posadero—; pero no puede. ¿Y por qué? Porque Pumblechook fue quien lo hizo todo por él.
—¿Lo dice así Pumblechook?
—¿Que si lo dice? —replicó el posadero—. ¿Acaso no tiene motivos para ello?
—Pero ¿lo dice?
—Le aseguro, caballero, que oírle hablar de esto hace que a un hombre se le convierta la sangre en vinagre.
Yo pensé: «Y, sin embargo, tú, querido Joe, tú nunca has dicho nada. Paciente y buen Joe, tú nunca te has quejado. Ni tú tampoco, dulce y cariñosa Biddy».
—Seguramente, el accidente le ha quitado también el apetito —dijo el posadero, mirando el brazo vendado que llevaba debajo de la chaqueta—. Pruebe este pedazo tiernecito.
—No, gracias —le contesté, alejándome de la mesa para reflexionar ante el fuego—. No puedo más. Haga el favor de llevárselo todo.
Jamás me había sentido tan culpable de ingratitud hacia Joe como en aquellos momentos, gracias a la descarada impostura de Pumblechook. Cuanto más falso era éste, más sincero me parecía Joe, y cuanto más vil era el uno, más noble resultaba el otro.
Mi corazón se sintió profunda y merecidamente humillado mientras estuve meditando ante el fuego, por espacio de una hora o más. Las campanadas del reloj me despertaron, pero no de mi humillación y remordimiento. Me levanté, me hice sujetar el frac alrededor del cuello y salí. Antes había registrado mis bolsillos buscando la carta, a fin de consultarla de nuevo, pero, como no fui capaz de encontrarla, pensé con inquietud que tal vez se me hubiera caído entre la paja de la diligencia. Recordaba muy bien, sin embargo, que el lugar de la cita era la pequeña casa de la compuerta, junto al horno de cal, en los marjales, y que la hora señalada era las nueve de la noche. Me encaminé, pues, directamente hacia los marjales, pues ya no había tiempo que perder.