CAPÍTULO LI

No podría decir cuál era mi propósito al empeñarme en averiguar y demostrar quiénes eran los padres de Estella. Pronto se verá que la cuestión no tomó para mí un aspecto distinto hasta que me la presentó una cabeza más juiciosa que la mía.

Pero cuando Herbert y yo tuvimos nuestra importante conversación, fui presa de la febril convicción de que no tenía más remedio que llegar al fondo del asunto… que no tenía que dejarlo en reposo, sino que debía ver al señor Jaggers y sacarle toda la verdad. En realidad no sé si sentía que debía hacerlo por Estella o si, por el contrario, deseaba extender al hombre en cuya salvación estaba tan interesado algunos reflejos del halo romántico que durante tantos años la había rodeado. Tal vez fuese esta última posibilidad la que más cerca estaba de la verdad.

Sea lo que fuere, con dificultad me dejé disuadir de ir a Gerrard Street aquella misma noche. Sólo el argumento de Herbert de que si iba me fatigaría y empeoraría y no sería de ninguna utilidad cuando de mí dependiera la salvación de mi fugitivo pudo contener mi impaciencia. Y con la inteligencia repetida una y otra vez de que, ocurriera lo que ocurriese, a la mañana siguiente iría a visitar al señor Jaggers, acabé por tranquilizarme y me resigné a quedarme en casa para que Herbert me curara las quemaduras. A la mañana siguiente salimos los dos y en la esquina de Giltspur Street, junto a Smithfield, dejé a Herbert en su camino hacia la City para dirigirme hacia Little Britain.

Periódicamente el señor Jaggers y el señor Wemmick examinaban sus cuentas, comprobaban los justificantes y lo ponían todo en orden. En tales ocasiones, Wemmick llevaba sus libros y sus papeles al despacho del señor Jaggers, y uno de los empleados de arriba iba a ocupar su sitio en la oficina. Viendo a este empleado en el lugar de Wemmick, comprendí lo que ocurría; pero no lamenté encontrar juntos a Wemmick y al señor Jaggers porque de este modo Wemmick vería por sí mismo que yo no decía nada que pudiese comprometerle.

Mi aparición con el brazo vendado y la chaqueta echada sobre los hombros favoreció mi propósito. Había mandado al señor Jaggers una breve relación del accidente en cuanto llegué a Londres, pero ahora tenía que darle todos los detalles, y lo especial de la ocasión hizo que nuestra conversación fuese menos seca y dura, y menos regulada por las leyes del interrogatorio que en ocasiones anteriores. Mientras yo describía el desastre ocurrido, el señor Jaggers permaneció de pie, ante el fuego, según su costumbre. Wemmick se había reclinado en la silla, mirándome con las manos en los bolsillos y la pluma puesta horizontalmente en el buzón. Las dos brutales mascarillas, inseparables, en mi espíritu, de los procedimientos legales, parecían preguntarse congestivamente si no estarían oliendo a quemado en aquellos mismos instantes.

Al terminar mi narración, y agotado el turno de preguntas, saqué la autorización de la señorita Havisham para percibir las novecientas libras destinadas a Herbert. Los ojos del señor Jaggers parecieron hundirse en sus cuencas un poco más cuando le entregué las tabletas, pero en seguida se las pasó a Wemmick, ordenándole que preparara el cheque para la firma. Mientras esta orden se cumplía, yo miraba cómo escribía Wemmick, y el señor Jaggers, balanceándose sobre sus brillantes botas, me miraba a mí.

—Lamento mucho, Pip —dijo, cuando me metí el cheque en el bolsillo después de que él lo hubo firmado—, que no podamos hacer nada por usted.

—La señorita Havisham tuvo la bondad de preguntarme —respondí— si podía hacer algo por mí, y le contesté que no.

—Cada cual sabe lo que le conviene —dijo el señor Jaggers. Y vi que los labios de Wemmick articulaban silenciosamente las palabras: «Bienes portátiles».

—En su lugar, yo no le habría dicho que no —añadió el señor Jaggers—; pero cada cual sabe lo que le conviene.

—Lo que conviene a cualquier hombre —dijo Wemmick mirándome con cierta expresión de reproche— son los bienes portátiles.

Creí entonces que había llegado el momento para tratar el asunto en que tan empeñado estaba, y dije, volviéndome hacia el señor Jaggers:

—Una cosa pedí, no obstante, a la señorita Havisham, señor. Le pedí que me diera algunos informes relativos a su hija adoptiva, y ella me contó todo lo que sabía.

—¿Eso hizo? —preguntó el señor Jaggers, inclinándose para mirarse las botas, tras lo cual se enderezó—. ¡Ah! No creo que yo, en su lugar, lo hubiera hecho. Pero ella sabe mejor lo que le conviene.

—Sé más de la historia de la hija adoptiva de la señorita Havisham que la propia señorita Havisham. Conozco a su madre.

El señor Jaggers me dirigió una mirada interrogativa y repitió:

—¿Su madre?

—No hace más de tres días que la he visto.

—¿De veras? —preguntó el señor Jaggers.

—Y usted también, señor. Usted la ha visto aún más recientemente.

—¿Sí? —dijo el señor Jaggers.

—Tal vez sé más de la historia de Estella que usted mismo —dije—. También conozco a su padre.

Se produjo cierta inmovilidad en la actitud del señor Jaggers (tenía demasiado dominio de sí mismo para cambiar de actitud, pero no pudo evitar que ésta quedara indefiniblemente cuajada en una especie de atención) que me dio la certeza de que no sabía quién era el padre de Estella. Yo sospechaba que así debía ser por lo que Provis le había dicho a Herbert de que había procurado permanecer en la sombra, lo cual relacioné con el detalle de que no fue cliente del señor Jaggers hasta cuatro años más tarde y en una ocasión en que no tenía motivo alguno para revelar su identidad. Pero antes no podía estar seguro de la ignorancia del señor Jaggers como lo estaba ahora.

—¿De manera que usted conoce al padre de la señorita, Pip? —preguntó el señor Jaggers.

—Sí —contesté—. Se llama Provis… De Nueva Gales del Sur.

Hasta el mismo señor Jaggers dio un respingo al oír estas palabras. Fue el sobresalto más leve que podía exteriorizar un hombre, el más cuidadosamente reprimido y el más rápidamente refrenado; pero lo fue, aunque él tratase de disimularlo con su movimiento habitual para sacar el pañuelo. No sé cómo recibió Wemmick aquella noticia, porque en aquellos instantes no me atreví a mirarle por miedo a que el señor Jaggers adivinara que entre los dos había habido comunicaciones ignoradas por él.

—¿Y en qué se apoya, Pip? —preguntó muy fríamente el señor Jaggers, deteniéndose en el acto de llevarse el pañuelo a la nariz—, ¿en qué se apoya ese Provis para reivindicar esa paternidad?

—No pretende nada parecido —contesté—, ni lo ha hecho nunca, pues siempre ha creído que su hija había muerto.

Por una vez falló el poderoso pañuelo. Mi respuesta fue tan inesperada que el señor Jaggers devolvió el pañuelo al bolsillo sin terminar la acción habitual, cruzó los brazos y me miró con severa atención, aunque con rostro inmutable.

Yo le conté entonces todo lo que sabía y cómo lo sabía, con la única reserva de que le di a entender que sabía por la señorita Havisham lo que, de hecho, conocía por Wemmick. En eso tuve mucho cuidado. Y no me volví a mirar a Wemmick hasta que terminé mi relato, y después de que por algunos instantes hube afrontado en silencio la mirada del señor Jaggers. Cuando, por fin, volví los ojos hacia el señor Wemmick, vi que se había quitado la pluma del buzón y parecía absorto en su trabajo.

—¡Ah! —dijo, por fin, el señor Jaggers dirigiéndose a los papeles que tenía en la mesa—. ¿En qué estábamos, Wemmick, cuando entró el señor Pip?

Pero yo no podía resignarme a ser despedido de aquel modo, y le dirigí una súplica apasionada, casi indignada, para que fuera más franco y leal conmigo. Le recordé las falsas esperanzas en que había vivido, el tiempo que habían durado y el descubrimiento que había hecho, y aludí al peligro que me tenía conturbado. Me mostré digno de merecer un poco más de confianza por su parte, a cambio de la que yo acababa de demostrarle. Le dije que no le censuraba, ni me inspiraba ningún recelo, ni sospecha alguna; pero necesitaba que me confirmara lo que yo creía ser verdad. Y si me preguntaba por qué deseaba yo eso y por qué creía tener derecho a ello, le diría, por muy poco que le importaran tan pobres ensueños, que había amado a Estella con toda el alma y desde hacía mucho tiempo, y que, a pesar de haberla perdido y de verme condenado a una vida solitaria, todo lo que tuviera que ver con ella era para mí más próximo y más querido que cualquier otra cosa en el mundo. Y observando que el señor Jaggers seguía mudo y silencioso y, en apariencia, tan obstinado como siempre, a pesar de mi súplica, me volví a Wemmick y le dije:

—Wemmick, sé que es usted un hombre de buen corazón. He visto su agradable morada y a su anciano padre, y todos los inocentes y agradables entretenimientos con los que usted se repone de las fatigas del trabajo. Y le ruego que le diga al señor Jaggers una palabra en mi favor y le demuestre que, dadas las circunstancias, debería ser más franco conmigo.

Jamás he visto a dos hombres mirarse de un modo más raro que como lo hicieron el señor Jaggers y Wemmick después de oír este apóstrofe. En un primer instante llegué a temer que Wemmick fuera despedido en el acto; pero recobré el ánimo al notar que el rostro de Jaggers se distendía en algo que parecía ser una sonrisa, y que Wemmick se hacía más atrevido.

—¿Qué es esto? —preguntó el señor Jaggers—. ¿Usted tiene un anciano padre y se permite inocentes y agradables entretenimientos?

—¿Y qué? —replicó Wemmick—. ¿Qué importa eso si no lo traigo a la oficina?

—Pip —dijo el señor Jaggers, poniéndome la mano sobre el brazo y sonriendo francamente—, este hombre debe de ser el impostor más ladino de Londres.

—Nada de eso —replicó Wemmick envalentonándose—. Yo creo que usted es otro que tal.

Y cambiaron una mirada igual a la anterior, como si cada uno sospechase que el otro le estaba engañando.

—¿Usted, con una agradable morada? —dijo el señor Jaggers.

—Puesto que no perjudica la marcha de los negocios —replicó Wemmick—, no se preocupe por ello. Y permítame que le diga, señor, que no me extrañaría nada que usted estuviera haciendo planes y maquinaciones para gozar de una agradable morada cualquier día de éstos, cuando esté cansado de todo este trabajo.

El señor Jaggers movió dos o tres veces la cabeza, y, sin lugar a dudas, suspiró.

—Pip —dijo luego—. No vamos a hablar de «pobres ensueños». Sabe usted más que yo de estas cosas, pues tiene una experiencia más reciente que la mía. Vamos a hacer una suposición. Entiéndalo usted bien. Yo no afirmo nada.

Esperó a que yo declarara haber entendido bien que él decía expresamente que no afirmaba nada.

—Ahora, Pip —añadió el señor Jaggers—, suponga usted esto: suponga que una mujer, en las circunstancias que usted ha mencionado, tuviera oculta a su hija y se viera obligada a mencionar este detalle a su abogado, cuando éste le recordó que necesitaba saber, para los fines de la defensa, la verdad de lo ocurrido acerca de la niña. Suponga que, al mismo tiempo, tuviera el encargo de buscar una niña para una señora excéntrica y rica que se proponía criarla y adoptarla.

—Le sigo, señor.

—Suponga que el abogado viviera rodeado de una atmósfera de maldad y que lo único que supiera de los niños era que eran engendrados en gran número, y que estaban destinados a una perdición segura. Suponga que viera con frecuencia algunos de estos niños juzgados solemnemente en la sala de lo criminal, donde había que levantarlos en brazos para que se los viera; suponga que continuamente tuviera que enterarse de que se los encarcelaba, se los azotaba, se los llevaba de un lugar a otro, se los abandonaba o se los echaba de todas partes, calificados en todos los sentidos de carne de presidio y sin crecer para otra cosa que ser ahorcados. Suponga que tuviera motivos para considerar a casi todos los niños que tenía ocasión de ver en sus ocupaciones diarias como sustento del cual nacerían los peces que algún día irían a caer en sus redes, y serían acusados, defendidos, condenados, dejados en la orfandad y corrompidos de un modo u otro.

—Comprendo, señor.

—Siga suponiendo, Pip, que hubiera en aquel montón una hermosa niña que se podía salvar, a la cual su padre creía muerta y sobre la que no se atrevía a hacer indagación alguna, y que con respecto a aquella madre el abogado tuviera este poder: «Sé lo que has hecho y cómo lo hiciste. Fuiste aquí y allí. Atacaste de este modo y se te resistieron de este otro; te marchaste a tal y tal sitio e hiciste tal y tal cosa para desviar las sospechas. He adivinado todos tus pasos y te lo digo para que lo sepas. Sepárate de la niña salvo que sea necesario presentarla para demostrar tu inocencia, y en cuyo caso se la hará desaparecer. Entrégame a la niña y yo haré cuanto me sea posible para ponerte en libertad. Si te salvas, también se salvará tu niña; si eres condenada, tu hija, por lo menos, se habrá salvado». Suponga que se hizo así y que la mujer fue absuelta.

—Entiendo perfectamente.

—Pero yo no afirmaba nada.

—Queda entendido que usted no afirma nada.

Y Wemmick repitió:

—No afirma nada.

—Suponga también, Pip, que su pasión y el horror a la muerte hubieran trastornado un poco el juicio de aquella mujer, y que, al verse en libertad, tuviera miedo del mundo y acudiera a su abogado en busca de refugio. Suponga que él la recogiera en su casa, y que para domeñar aquel antiguo natural indómito y violento, cada vez que éste diera señales de reaparecer, le recordase el poder que tenía sobre ella. ¿Comprende usted este caso imaginario?

—Perfectamente.

—Suponga, además, que la niña hubiese llegado a mujer y se hubiera casado por dinero. Que la madre aún exista y que el padre aún exista. Que la madre y el padre vivan sin saberlo a tantas millas, o estados, o yardas (como usted quiera) de distancia el uno del otro. Que el secreto siga siendo un secreto, excepto para usted que lo ha adivinado. Suponga esto último y considérelo con atención.

—Ya lo hago.

—Y le ruego a Wemmick que lo considere con atención.

Y Wemmick dijo:

—Ya lo hago.

—¿En beneficio de quién revelaría usted el secreto? ¿En beneficio del padre? No creo que ganara nada con recobrar a la madre. ¿En beneficio de la madre? Creo que, si cometió el crimen, más segura estaría donde está ahora. ¿En beneficio de la hija? Me parece que le haría un flaco favor a ojos de su marido que se supiera quiénes eran sus padres, y verse envuelta en la infamia a la que escapó durante veinte años, y que ahora sería para toda la vida. Pero añada la suposición de que usted hubiera amado a esta joven, Pip, y la hubiera hecho objeto de esos «pobres ensueños» que un momento u otro se han albergado en la cabeza de muchos más hombres de los que usted se figura. En este caso le diré, Pip, que antes que revelar el secreto valdría más (y es lo que usted haría si lo pensara un poco) que se cortase con la mano derecha usted esta mano izquierda que lleva vendada y luego pasara el hacha a Wemmick para que le cortara la derecha también.

Miré a Wemmick, en cuyo rostro había una grave expresión. Gravemente se tocó los labios con el índice. Yo hice lo mismo. El señor Jaggers hizo lo mismo.

—Ahora, Wemmick —añadió este último recobrando su tono habitual—, ¿en qué partida estaba usted cuando entró el señor Pip?

Me quedé unos momentos mientras ellos reanudaban el trabajo y observé que las extrañas miradas que antes se habían dirigido mutuamente se repetían varias veces, con la diferencia de que ahora cada uno parecía receloso, por no decir consciente, de haber dejado traslucir al otro un lado débil y nada profesional de su carácter.

Supongo que por esta misma razón se mostraban inflexibles el uno para el otro; el señor Jaggers, tratando dictatorialmente a Wemmick, y éste justificándose obstinadamente en cuanto aparecía la menor duda sobre un punto. Nunca les había visto en tan malas relaciones, pues, por lo común, se llevaban muy bien los dos.

Por fortuna, ambos se vieron aliviados por la entrada de Mike, el cliente del gorro de pieles que tenía la costumbre de limpiarse la nariz con la manga y a quien conocí el primer día de mi aparición en aquel lugar. Aquel individuo, que, ya en su propia persona o en algún miembro de su familia, parecía estar siempre en algún apuro (lo cual, en aquel sitio, significaba Newgate) venía a anunciar que su hija había sido presa por sospechas de que se dedicaba a robar en las tiendas. Y mientras comunicaba este triste suceso a Wemmick, y mientras el señor Jaggers seguía con aire magistral ante el fuego, sin tomar parte en la conversación, los ojos de Mike vertieron una lágrima.

—¿Qué anda usted buscando? —preguntó Wemmick con la mayor indignación—. ¿Por qué viene a lloriquear aquí?

—No lloriqueaba, señor Wemmick.

—Vaya si lloriqueaba —respondió—. ¿Cómo se atreve usted? No debía haber venido si no podía hacerlo sin gotear como una pluma estropeada. ¿Qué se propone con ello?

—No siempre puede el hombre dominar sus sentimientos, señor Wemmick —replicó humildemente Mike.

—¿Sus qué? —preguntó Wemmick, furioso a más no poder—. ¡Dígalo otra vez!

—Oiga usted, buen hombre —dijo el señor Jaggers, dando un paso y señalando la puerta—. ¡Salga inmediatamente de esta oficina! Aquí no queremos sentimientos.

—Le está bien empleado —dijo Wemmick—. ¡Fuera!

Así pues, el desgraciado Mike se retiró humildemente y el señor Jaggers y Wemmick parecieron haber restablecido su buena inteligencia, y reanudaron el trabajo tan campantes como si acabasen de almorzar.