Me habían curado las manos dos o tres veces por la noche y una por la mañana. Mi brazo izquierdo había sufrido extensas quemaduras, desde la mano hasta el codo, y otras menos graves desde el codo hasta el hombro; sentía bastante dolor, pero las llamas habían prendido por aquel lado, y podía estar contento de que no hubiera sucedido nada peor. La mano derecha había recibido daño, pero podía mover los dedos. Desde luego la llevaba vendada, pero no de un modo tan embarazoso como la mano y el brazo izquierdos, que tenía que llevar en cabestrillo. Tuve que ponerme la chaqueta como una capa, echada sobre los hombros y abrochada al cuello. También el cabello se me había quemado, pero no la cabeza ni la cara.
Herbert, una vez hubo ido a Hammersmith y visto a su padre, regresó a mi lado y empleó el día en curarme. Era el mejor de los enfermeros, y a las horas fijadas me quitaba los vendajes, los bañaba en el líquido refrescante que estaba preparado y me los volvía a colocar con una paciente delicadeza que yo le agradecía profundamente.
Al principio, mientras permanecía echado y quieto en el sofá, me pareció dolorosamente difícil y podría decir imposible, librarme de la impresión de las llamas, de su resplandor, de su rapidez y de su zumbido, y del intenso olor a quemado. Si me adormecía durante un minuto, me despertaban los gritos de la señorita Havisham, que venía corriendo hacia mí, con toda aquella corona de fuego en la cabeza. Y este dolor mental era mucho más difícil de dominar que el físico. Herbert, que lo advirtió, hizo cuanto le fue posible para ocupar mi atención con otros asuntos.
Ninguno de los dos hablábamos del bote, pero ambos pensábamos en él. Así lo revelaba el cuidado que ambos poníamos en evitar el tema, y el empeño que manifestábamos —sin que nos lo hubiéramos dicho— en suponer que recobrar el uso de mis manos sería cuestión de horas y no de semanas.
Mi primera pregunta al ver a Herbert fue, desde luego, si todo iba bien allá abajo en la orilla del río. Como él respondiera afirmativamente, con perfecta confianza y buen ánimo, no volvimos a hablar del asunto hasta caer el día. Entonces, mientras me cambiaba los vendajes, más alumbrado por la luz del fuego que por la exterior, se refirió a él espontáneamente.
—Anoche, Händel, pasé un par de horas en compañía de Provis.
—¿Dónde estaba Clara?
—¡Pobrecilla! —contestó Herbert—. Estuvo ocupada con el Gruñón, subiendo y bajando toda la tarde. No bien la perdía de vista, el viejo se ponía a dar golpes en el suelo. Sin embargo, no creo que esto pueda durar mucho. Entre el ron y la pimienta, entre la pimienta y el ron, creo que sus matraques deben ya acercarse al fin.
—Y entonces tú te casarás, ¿no es cierto?
—¿Cómo, si no, podría cuidar de la pobre criatura? Descansa el brazo en el respaldo del sofá, muchacho, y yo me sentaré aquí y te quitaré el vendaje, tan despacito que ni siquiera lo sentirás. Te hablaba de Provis. ¿Sabes, Händel, que mejora mucho?
—Ya te dije que la última vez que le vi me pareció más suave.
—Eso dijiste. Y así es, en efecto. Anoche estaba muy comunicativo y me contó algo más de su vida. Recordarás que se interrumpió cuando empezaba a hablar de una mujer con quien había pasado grandes trabajos. ¿Te he hecho daño?
Yo había dado un respingo, pero no a causa del roce, sino por el efecto que me habían hecho sus palabras.
—Había olvidado esto, Herbert, pero ahora que me lo dices, lo recuerdo.
—Pues bien, me refirió esta parte de su vida que, ciertamente, es bastante sombría. ¿Quieres que te la cuente, o te aburriría ahora?
—Nada de eso. ¡Cuéntamelo todo!
Herbert se inclinó para mirarme con atención, como si mi respuesta hubiera sido más pronta o más vehemente de lo que podía esperar.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó tocándome la frente.
—Por completo —le contesté—. Dime ahora lo que te contó Provis, querido Herbert.
—Parece… —observó Herbert—. Este vendaje se ha dejado quitar como una seda y ahora viene otro fresco. De momento te escocerá un poco, pobre Händel, ¿no es cierto? Pero muy pronto sentirás un bienestar… Parece —repitió— que aquella mujer era muy joven y celosa, y vengativa; vengativa hasta el extremo.
—¿Hasta qué extremo?
—Hasta el asesinato. ¿Notas la venda demasiado fría en este sitio sensible?
—No noto nada. ¿Cómo asesinó? ¿A quién asesinó?
—Tal vez lo que hizo no merezca nombre tan terrible —dijo Herbert—, pero fue juzgada por ello. La defendió el señor Jaggers y la fama que alcanzó con esta defensa hizo que Provis lo conociera. La víctima fue otra mujer, más robusta que ella, y parece que hubo lucha en un pajar. Cuál de las dos empezó y si la lucha fue leal o no, se ignora en absoluto; lo que no ofrece duda es cómo acabó, porque se encontró a la víctima estrangulada.
—¿Fue condenada la mujer?
—No, fue absuelta. ¡Pobre Händel! Me parece que te he hecho daño.
—Es imposible hacerlo con más delicadeza, Herbert. Y ¿qué más?
—Esa mujer y Provis —dijo Herbert— tenían una hijita, una niña a la que Provis quería entrañablemente. Como iba diciendo, la tarde del mismo día en que fue estrangulada la mujer causante de sus celos, la joven fue a ver a Provis un momento y le juró que mataría a la niña (la cual tenía a su cuidado) y que él no volvería a verla; luego desapareció. Ya tenemos el brazo izquierdo, que es el malo, cómodamente puesto en su cabestrillo y ya nos queda sólo la mano derecha, que es cosa mucho más fácil. Te curo mejor a la luz del fuego porque mis manos están más firmes cuando no veo las llagas con demasiada claridad. ¿No tendrás afectado el pecho, querido? Parece que respiras con precipitación.
—Tal vez sí, Herbert. ¿Cumplió su juramento aquella mujer?
—Esto es lo más triste de la vida de Provis. Lo hizo.
—Es decir, dice que lo hizo.
—Naturalmente, querido Händel —replicó Herbert muy sorprendido e inclinándose de nuevo para mirarme con atención—. Todo lo dice él. No tengo otra fuente de información.
—No. Claro está.
—Provis no dice si había tratado bien o mal a la madre de la criatura; pero ésta había compartido con él cuatro o cinco años de la malhadada vida que nos describió junto a este fuego, y él parece haberla compadecido y perdonado. Por consiguiente, temiendo que le llamaran a declarar acerca de la niña, y ser así causante de la muerte de la madre, se ocultó (a pesar de lo mucho que lloraba a su hijita), permaneció en la sombra, según dice, lejos de ella y fuera del proceso, y sólo se habló de él como de cierto hombre llamado Abel que había sido el motivo de los celos. Después de ser absuelta, ella desapareció y así él perdió a la hija y a la madre de la hija.
—Quisiera saber…
—Un momento, querido Händel —dijo Herbert—, y habré terminado. Aquel genio maligno, aquel Compeyson, el canalla peor de todos los canallas, sabiendo que Provis se ocultaba y conociendo sus razones, se valió de este conocimiento y de la amenaza que suponía como medio de hacerle trabajar más y más duramente y de retribuirle peor que nunca. Por lo que Provis me dijo ayer, esto fue lo que más encendió su odio.
—Querría saber —repetí—, y de un modo particular, si te indicó la fecha en que ocurrió todo eso.
—¿De un modo particular? Déjame hacer memoria, pues, a ver si recuerdo sus palabras. Su expresión fue: «hace cosa de veinte años, poco tiempo después de haber empezado a trabajar con Compeyson». ¿Qué edad tendrías tú cuando le conociste en el pequeño cementerio de tu aldea?
—Creo que siete años.
—Eso es. Todo aquello había ocurrido tres o cuatro años antes —me dijo— y tú le recordaste a la niña trágicamente perdida, que habría tenido entonces tu misma edad.
—Herbert —le dije, después de un corto silencio y con cierto apresuramiento—, ¿cómo me ves mejor? ¿A la luz de la ventana o a la del fuego?
—A la del fuego —contestó Herbert, acercándose de nuevo a mí.
—Mírame.
—Ya lo hago, querido Händel.
—Tócame.
—Ya te toco.
—¿Te parece que estoy calenturiento o que tengo la cabeza trastornada por el accidente de la pasada noche?
—No, querido Händel —contestó Herbert, después de tomarse algún tiempo para examinarme—. Estás algo excitado, pero perfectamente en tus cabales.
—Sé que estoy en mis cabales. Y el hombre a quien tenemos oculto junto al río es el padre de Estella.