Metiéndome en el bolsillo la nota de la señorita Havisham a fin de que sirviera de credencial por haber vuelto tan pronto a la casa Satis en el caso de que su caprichoso humor le hiciera mostrar alguna sorpresa al verme, tomé la diligencia al día siguiente. Pero me apeé en la Casa del Medio Camino y desayuné allí, y luego hice a pie el resto del viaje; porque quería entrar en la villa sin ser notado, por caminos poco concurridos, y volverme del mismo modo.
Empezaba a disminuir la luz del día cuando pasé a lo largo de los patios tranquilos y silenciosos de la parte trasera de la calle Mayor. Los restos de ruina donde, en otro tiempo, los monjes tuvieron sus refectorios y sus jardines, y cuyos fuertes muros se hallaban ahora al servicio de humildes establos y cobertizos, estaban casi tan callados como los antiguos monjes en sus tumbas. Las campanadas de la catedral llegaban a mis oídos, mientras me apresuraba para no ser visto, con un sonido más triste y remoto que nunca; del mismo modo, la música del viejo órgano tenía no sé qué de canto funeral; y las cornejas que revoloteaban en torno a la torre gris, o meciéndose en los altos y desnudos árboles del jardín del priorato, parecían gritarme que aquel lugar ya no era el mismo y que Estella se había ido para siempre.
Me abrió la verja una mujer de edad a quien conocía como una de las sirvientas que vivían en la casa suplementaria del otro lado del patio posterior. En el oscuro pasillo hallé, como siempre, la bujía encendida, y, tomándola, subí solo la escalera. La señorita Havisham no estaba en su propia estancia, sino en la más amplia, del otro lado del rellano. Mirando desde la puerta, después de llamar en vano, la vi sentada ante el hogar en una silla desvencijada, perdida en la contemplación del mortecino fuego.
Como había hecho a menudo, entré y me quedé en pie junto a la antigua chimenea, para que me viera al levantar los ojos. Tenía un aire de soledad y desamparo que me movió a compasión, a pesar del daño que voluntariamente me había hecho. Mientras estaba compadeciéndola y pensando en cómo yo también, con el tiempo, había llegado a formar parte de las tristes ruinas de aquella casa, sus ojos se fijaron en mí. Los abrió mucho y dijo en voz baja:
—¿Es verdaderamente él?
—Soy yo, Pip. El señor Jaggers me entregó ayer la nota de usted y he venido sin pérdida de tiempo.
—Gracias, muchas gracias.
Acerqué al fuego otra de las desvencijadas sillas y me senté observando en el rostro de la señorita Havisham una expresión nueva, como si me tuviera miedo.
—Deseo —dijo— que hablemos otra vez del asunto que me mencionaste en tu última visita, y demostrarte que no soy toda piedra. Pero tal vez tú ya no podrás creer nunca que haya una pizca de humanidad en mi corazón.
Después de decirle algunas palabras tranquilizadoras, extendió temblorosa su mano derecha, como si fuera a tocarme; pero la retiró en seguida, antes de que yo comprendiera su intento o supiera cómo había de acogerlo.
—Hablando en favor de tu amigo, me dijiste que podrías informarme de cómo tendría la oportunidad de hacer algo útil y bueno. Algo que a ti mismo te habría gustado hacer, ¿no es cierto?
—Así es. Algo que a mí me habría gustado mucho hacer.
—¿Qué es?
Empecé a explicarle la historia secreta de la entrada de Herbert como socio en la casa de Clarriker. No había adelantado mucho en mis explicaciones cuando sospeché, por su mirada, que estaba pensando más en mí que en lo que yo le decía. Y así debía de ser, pues cuando dejé de hablar, transcurrió un buen rato antes de percatarse de ello.
—¿Te has interrumpido, acaso —me preguntó con su aire anterior de tenerme miedo—, porque me odias tanto que hablarme se te hace insoportable?
—No, no —respondí—. ¿Cómo puede pensar esto, señorita Havisham?
—Me interrumpí porque creí que no prestaba usted atención a mis palabras.
—Tal vez no —contestó, llevándose una mano a la cabeza—. Vuelve a empezar y deja que mire hacia otro lado. Un momento. Ya puedes hablar.
Apoyó la mano en su bastón de aquel modo resuelto que a veces le era habitual, y miró al fuego con señales de hacer un gran esfuerzo por concentrar su atención. Continué mi relato y le dije que había abrigado la esperanza de completar la operación por mis propios medios, pero que ahora había fracasado. Esta parte del asunto (hube de recordarle) comprendía detalles que no podían entrar en mi explicación, pues formaban parte de un grave secreto que no me pertenecía.
—Muy bien —dijo, moviendo la cabeza en señal de asentimiento, pero sin mirarme—. Y ¿qué cantidad se necesita para completar la operación?
Me daba un poco de reparo decirlo, porque me parecía una suma muy importante.
—Novecientas libras.
—Si te doy el dinero para este objeto, ¿guardarás mi secreto como has guardado el tuyo?
—Con la misma fidelidad.
—¿Y quedarás después más tranquilo?
—Mucho más.
—¿Eres muy desgraciado ahora?
Me hizo esta pregunta sin mirarme tampoco, pero en un tono de simpatía desacostumbrado. No pude contestar en seguida porque me faltó la voz. Ella cruzó el brazo izquierdo sobre el puño del bastón y descansó la cabeza sobre él.
—Estoy muy lejos de ser feliz, señorita Havisham, pero tengo otras causas de intranquilidad además de las que usted conoce. Son los secretos a que me he referido.
Después de unos momentos, levantó la cabeza y volvió a contemplar el fuego.
—Es noble, de tu parte, decirme que tienes otras causas de infelicidad. ¿Es cierto?
—Demasiado cierto.
—¿No puedo servirte de otro modo, Pip, que sirviendo a tu amigo? Dando esto por hecho, ¿no hay nada que pueda hacer por ti?
—Nada. Le agradezco la pregunta. Y mucho más todavía el tono con que me la ha hecho. Pero no hay nada que pueda usted hacer.
Al cabo de poco tiempo se levantó de su asiento, buscando con la mirada, por toda la habitación, algo con que escribir. No encontrándolo, sacó de su bolsillo unas tabletas de marfil montadas en oro y escribió en una de ellas con un lapicero de oro que colgaba de su cuello.
—¿Sigues en buenas relaciones con el señor Jaggers?
—Sí, señora. Anoche cené con él.
—Esto es una autorización para que te pague esta suma, que quedará a tu libre disposición para emplearla en beneficio de tu amigo. Aquí no tengo dinero alguno; pero si prefieres que el señor Jaggers no se entere del asunto, te lo mandaré.
—Muchas gracias, señorita Havisham. No tengo el menor inconveniente en recibir esa suma de manos del señor Jaggers.
Me leyó lo que acababa de escribir, que era expresivo y claro y evidentemente encaminado a evitar toda sospecha de que yo quisiera beneficiarme con aquella cantidad. Cogí las tabletas de su mano, que volvía a temblar y que tembló más aún cuando se quitó la cadena que sujetaba el lapicero, y me la puso en la mano. Hizo todo esto sin mirarme.
—En la primera hoja está mi nombre. Si alguna vez puedes escribir debajo de él «la perdono», aunque sea mucho después de que mi corazón destrozado se haya vuelto polvo, te ruego que lo hagas.
—¡Oh, señorita Havisham! —exclamé—. Puedo hacerlo ahora mismo. Todos hemos incurrido en tristes equivocaciones: mi vida ha sido ciega y desagradecida; y necesito demasiado, a mi vez, el perdón y el consejo para que pueda mostrarme severo con usted.
Volvió por vez primera su rostro hacia el mío, desde que lo había apartado, y, con gran asombro mío y hasta puedo añadir con terror, se arrodilló ante mí levantando las manos juntas, tal como, cuando su pobre corazón era joven, inocente y sano, las debía haber levantado para implorar al Cielo al lado de su madre.
Verla con su cabello blanco y su marchito rostro, arrodillada a mis pies, me hizo estremecer de la cabeza a los pies. Le rogué que se levantase y la rodeé con mis brazos para ayudarla, pero ella se apoderó de mi mano, de la que tenía más cerca, y apoyando en ella la cabeza se echó a llorar. Jamás hasta entonces la había visto verter una lágrima, y con la esperanza de que el desahogo le haría bien, me incliné sobre ella sin decir una palabra. Ya no estaba arrodillada entonces, sino casi tendida en el suelo.
—¡Oh! —exclamó con desesperación—. ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho!
—Si se refiere usted, señorita Havisham, a lo que haya podido hacer en perjuicio mío, permítame que le conteste: Muy poco. Yo habría amado a Estella en cualquier circunstancia… ¿Está ya casada?
—Sí.
Era una pregunta innecesaria, porque una nueva desolación que se advertía en la desolada casa ya me lo había dicho todo.
—¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! —Se retorcía las manos, se mesaba los blancos cabellos y volvía a exclamar, una y otra vez—: ¡Qué he hecho!
No sabía qué decir ni cómo consolarla. Demasiado sabía que había obrado muy mal al adoptar a una criatura impresionable y moldearla para vengar a través de ella su fino resentimiento, su amor burlado y su orgullo herido; pero sabía también que al excluir la luz del día había excluido muchas otras cosas; que al encerrarse en su reclusión se había aislado de mil influencias naturales y saludables; que, en sus solitarias cavilaciones, su pensamiento se había extraviado, como no pueden por menos de extraviarlo quienes tratan de invertir el orden establecido por su Creador. ¿Y cómo podía mirarla sin sentir compasión, si veía su castigo en la ruina en que se había convertido, en su incapacidad de adaptarse al mundo en que había nacido, en la vanidad de su dolor que había llegado a ser una manía dominante, como la vanidad de la penitencia, la vanidad del remordimiento, la vanidad de la indignidad y otras monstruosas vanidades que han sido otras tantas maldiciones en este mundo?
—Hasta que hablaste con ella en tu visita anterior y hasta que vi en ti un espejo que me mostraba lo que una vez había sentido yo, no comprendí lo que había hecho. ¡Qué he hecho, Dios mío! ¡Qué he hecho! —Y volvía a repetirlo, veinte, cincuenta veces: ¡Qué había hecho!
—Señorita Havisham —le dije en cuanto cesaron sus lamentaciones—. Puede usted alejarme de su pensamiento y de su conciencia. Pero Estella es un caso diferente, y si alguna vez puede usted deshacer algo del daño que le causó al privarle de su verdadera naturaleza, será mucho mejor dedicarse a hacerlo que pasarse cien años lamentando el pasado.
—Sí, sí, ya lo sé; pero, querido Pip —había una sincera compasión femenina en el nuevo afecto que me mostraba—, créeme, querido Pip: cuando ella llegó a mi casa, yo sólo me proponía evitarle una desgracia como la mía. Al principio no me proponía nada más.
—Bueno, bueno —dije yo—. Así lo creo.
—A medida que crecía y prometía ser una belleza, poco a poco fui obrando peor; y con mis elogios y mis enseñanzas, y con esta figura mía siempre ante ella como un ejemplo en que apoyar mis lecciones, le quité el corazón y puse en su lugar un pedazo de hielo.
—Mejor habría sido —no pude menos de exclamar— dejarle el corazón, aunque luego se hubiera lastimado o herido.
Entonces la señorita Havisham me miró como enloquecida y de nuevo prorrumpió en exclamaciones de «¡qué he hecho!».
—Si conocieras toda mi historia —dijo luego— me tendrías más compasión y me comprenderías mejor.
—Señorita Havisham —contesté, todo lo delicadamente que pude—. Creo poder decir que conozco su historia y que la he conocido desde que abandoné estos parajes. Siempre me ha inspirado mucha compasión y creo comprenderla y comprender la influencia que sobre usted ha tenido. ¿Me autoriza lo que ha pasado entre nosotros para hacerle una pregunta acerca de Estella? ¿No de la Estella de ahora, sino de la que era cuando vino aquí?
La señorita Havisham estaba sentada en el suelo con los brazos apoyados en la silla y la cabeza descansando en ellos. Me miró de frente cuando dije esto y respondió:
—Habla.
—¿De quién era hija Estella?
Movió negativamente la cabeza.
—¿No lo sabe usted?
Hizo otro movimiento negativo.
—Pero ¿la trajo el señor Jaggers o la mandó?
—La trajo él mismo.
—¿Quiere usted contarme cómo ocurrió?
Me respondió en voz baja y con mucha cautela:
—Hacía mucho tiempo que vivía encerrada en estas habitaciones (no sé cuánto: tú ya sabes qué hora marcan los relojes aquí) cuando le dije que necesitaba una niña para educarla y amarla, y para evitarle mi triste destino. Le había conocido cuando le hice venir para liquidar mis negocios a fin de que nada estorbara mi retiro, pues había leído su nombre en los periódicos antes de que el mundo y yo nos separáramos. Me dijo que buscaría una niña huérfana; y una noche la trajo aquí dormida y yo la llamé Estella.
—¿Qué edad tenía entonces?
—Dos o tres años. Ella no sabe nada salvo que era huérfana y yo la adopté.
Tan convencido estaba yo de que la criada del señor Jaggers era la madre de Estella, que no necesitaba prueba alguna que me asegurara de ello. Pero pensé que lo que acababa de oír establecía para cualquiera de un modo claro y terminante la relación entre ambos. ¿Qué más podía esperar prolongando aquella entrevista? Había logrado lo que me propuse en favor de Herbert, la señorita Havisham me había comunicado lo que sabía de Estella y yo había dicho y hecho cuanto me había sido posible para tranquilizarla. Poco importa cuáles fueron las palabras con que nos despedimos; el hecho es que nos separamos.
Caía la tarde cuando bajé la escalera y salí al aire libre. Llamé a la mujer que me había abierto al llegar para decirle que no se molestara todavía, pues iba a dar una vuelta por el recinto antes de marcharme. Tenía el presentimiento de que jamás volvería allí y sentía que la moribunda luz del crepúsculo era la más apropiada a mi última visión del lugar.
Por entre la selva de barriles, sobre los cuales había andado tiempo atrás y sobre los cuales había caído desde entonces la lluvia de muchos años, pudriéndolos en muchos sitios y dejando pantanos y charcos en miniatura sobre los que permanecían en pie, me dirigí hacia el jardín abandonado. Di una vuelta entera; pasé por el rincón donde nos peleamos Herbert y yo; anduve por los senderos que recorrí en compañía de Estella. Y todo estaba tan frío, tan solitario, tan triste…
Tomando, al volver, por la antigua fábrica de cerveza, levanté el herrumbroso picaporte de una puertecilla en el extremo que daba al jardín y atravesé el lugar. Iba a salir por la puerta opuesta, no tan fácil de abrir ahora porque la madera se había hinchado con la humedad, y los goznes desquiciados, y el umbral obstruido con una masa de fungosidades, cuando volví la cabeza para mirar atrás. Esta ligera acción hizo revivir en mí, con prodigiosa fuerza, un recuerdo infantil, e imaginé otra vez que veía a la señorita Havisham colgando de una viga. Tan fuerte fue la impresión que me puse a temblar de pies a cabeza, debajo de la viga, antes de comprender que se trataba de una imaginación; aunque ciertamente no fue más que un instante.
La tristeza del sitio y de la hora, y lo terrible de aquella momentánea alucinación, fueron causa de que sintiera un pavor indescriptible al salir por las puertas abiertas de madera donde una vez me había mesado los cabellos después de que Estella hubo herido mi corazón. Pasando el patio delantero me quedé indeciso entre llamar a la mujer para que me abriera la verja, o ir primero arriba a asegurarme de que la señorita Havisham seguía sin novedad y calmada como la había dejado. Me decidí por lo último y subí.
Miré dentro de la estancia donde la había dejado y la vi sentada en la desvencijada silla, muy cerca del fuego y dándome la espalda. Cuando iba a retirarme sin hacer ruido, vi levantarse de pronto una gran llamarada. En el mismo instante vi a la señorita Havisham correr hacia mí, dando alaridos y envuelta en un remolino de llamas que se elevaba, por lo menos, hasta el doble de su altura.
Yo llevaba puesto un abrigo de doble esclavina y, sobre el brazo, un recio capote. Diré que me quité el abrigo; que le eché las dos prendas encima; que con el mismo objeto tiré del mantel de la mesa, arrastrando con él el montón de podredumbre que había en el centro y todos los bichos que allí se escondían; que me abracé a ella, derribándola en el suelo; que allí nos quedamos luchando como encarnizados enemigos, y que cuanto más apretaba mis abrigos y el mantel en torno a ella más fuertes eran sus alaridos y mayores sus esfuerzos por libertarse; que todo esto ocurrió, lo supe por el resultado, pero no por nada que en aquellos momentos sintiera, pensara o tuviera conciencia de hacer. No tuve conciencia de nada hasta que vi que ambos yacíamos en el suelo junto a la gran mesa y que en el aire, lleno de humo, flotaban unas pavesas, todavía encendidas, que un momento antes había sido su marchito traje de bodas.
Entonces miré a mi alrededor y vi las arañas y escarabajos que corrían inquietos por el suelo y las criadas que, con gritos sofocados, acudían a la puerta. Yo seguía sujetando a la señorita Havisham con todas mis fuerzas, como si fuera un preso que pudiera huir; y dudo de que aún entonces me diera cuenta de quién era ella, o de por qué habíamos luchado, o de que había estado envuelta en llamas, o de que éstas se habían apagado, hasta que vi los fragmentos de yesca de lo que había sido su traje, que ya no ardían pero que iban cayendo como negra lluvia sobre nosotros.
Ella estaba inconsciente, y yo temía que la movieran o la tocaran. Mandamos en busca de socorro y la sostuve hasta que éste llegó, como si descabelladamente me imaginase (y pienso que lo hice) que, si la soltaba, las llamas surgirían de nuevo y la consumirían. Cuando me levanté a la llegada del cirujano y otras personas, me asombré de ver que me había quemado las dos manos, pues ningún dolor hasta entonces me lo había advertido.
El cirujano examinó a la señorita Havisham y dijo que había recibido graves quemaduras, pero que, por sí solas, no eran cosa de desesperar. El peligro estaba, principalmente, en la conmoción nerviosa que había sufrido. Siguiendo las instrucciones del cirujano, la pusieron sobre la mesa, que resultó muy apropiada para la curación de las heridas. Cuando volví a verla una hora más tarde, estaba, en efecto, tendida donde la había visto antes señalar con su bastón y donde le había oído decir que un día reposaría.
Aunque ardió todo su traje, según me dijeron, todavía conservaba algo de su antiguo aspecto de novia fantasma, pues la habían envuelto hasta el cuello en algodón en rama y, mientras yacía cubierta por una sábana, aún tenía el aire espectral de algo que había sido y ya no era.
Preguntando a las criadas, me enteré de que Estella estaba en París, y obtuve del cirujano la promesa de escribirle por el próximo correo. Yo me encargué de la familia de la señorita Havisham, proponiéndome decírselo tan sólo a Matthew Pocket, dejando que fuera éste quien hiciera lo que mejor le pareciera con respecto a los demás. Así se lo comuniqué al día siguiente, por medio de Herbert, en cuanto volví a la capital.
Hubo un momento aquella noche en que la señorita Havisham habló cuerdamente de lo ocurrido, aunque con una especie de terrible vivacidad. Hacia las doce empezó a desvariar y acabó repitiendo innumerables veces, en voz baja y solemne: «¡Qué he hecho!», y luego: «Cuando llegó no me proponía más que evitarle una desgracia como la mía». Y luego: «Toma un lápiz y debajo de mi nombre escribe: «La perdono».
Jamás cambió el orden de estas tres frases, aunque a veces se olvidaba de alguna palabra, pero nunca la sustituía por otra, sino que, dejando un blanco, pasaba a la siguiente.
Como ya nada podía hacer allí y como tenía, cerca de mi casa, motivos apremiantes de ansiedad y temor, que ni siquiera los desvaríos de la señorita Havisham podían alejar de mi pensamiento, decidí durante la noche regresar en el primer coche de la mañana, haciendo a pie cosa de una milla para tomarlo fuera de la población. Por consiguiente, hacia las seis de la mañana me incliné sobre la enferma y toqué sus labios con los míos, precisamente cuando ella decía, sin detenerse al sentir el contacto: «Toma el lápiz y escribe debajo de mi nombre: «La perdono».