CAPÍTULO XLVIII

El segundo de los encuentros a los que me he referido en el capítulo anterior ocurrió cosa de una semana más tarde.

Acababa otra vez de dejar el bote en el muelle junto al Puente; era una hora más temprano que en la tarde aludida; y sin saber aún dónde iría a cenar, eché a andar hacia Cheapside, y mientras paseaba por allí, más indeciso, seguramente, que nadie en aquel atareado concurso, alguien me alcanzó y una gran mano cayó sobre mi hombro. Era la mano del señor Jaggers, quien luego la pasó por mi brazo.

—Como seguimos la misma dirección, Pip, podemos ir juntos. ¿Adónde va usted?

—Me parece que hacia el Temple.

—¿No lo sabe usted? —preguntó el señor Jaggers.

—Pues bien —respondí, satisfecho de poder, por una vez, llevarle la ventaja en su interrogatorio—, no lo sé, porque todavía no me he decidido.

—¿Va usted a cenar? —dijo el señor Jaggers—. Supongo que no tendrá inconveniente en confesar eso…

—No; no tengo inconveniente en confesarlo.

—¿Está usted citado con alguien?

—Tampoco tengo inconveniente en confesar que no estoy citado con nadie.

—Pues en tal caso —dijo el señor Jaggers— venga usted a cenar conmigo.

Iba a excusarme cuando añadió:

—Wemmick irá también.

En vista de esto convertí mi excusa en una aceptación, pues las pocas palabras que había pronunciado lo mismo servían para lo uno que para lo otro; y así seguimos por Cheapside y torcimos hacia Little Britain, mientras se encendían las luces en los escaparates y los faroleros de las calles, que apenas encontraban espacio suficiente para instalar sus escaleras de mano en medio del bullicio vespertino, subían y bajaban por aquéllas, abriendo en la niebla cada vez más densa más ojos rojizos que ojos blancos hubiera abierto en la pared de la casa de Hummums mi bujía de médula de junco.

En la oficina de Little Britain se produjeron las acostumbradas maniobras de escribir cartas, lavarse las manos, despabilar las bujías y cerrar la caja de caudales que daban fin a las operaciones del día. Mientras permanecía ocioso junto a la chimenea del señor Jaggers, el movimiento de las llamas dio a las dos mascarillas el aspecto de querer jugar conmigo un diabólico juego del escondite; en tanto que el par de gruesas bujías de sebo que apenas bastaban para alumbrar al señor Jaggers, mientras escribía en un rincón, se iban adornando de sucios y retorcidos lagrimones como en memoria de una hueste de clientes ahorcados.

Los tres juntos fuimos a Gerrard Street en un coche de alquiler, y en cuanto llegamos se nos sirvió la cena. Aunque en semejante lugar no había ni que pensar en hacer la más remota referencia a los sentimientos walworthianos de Wemmick, no habría tenido inconveniente en sorprender de vez en cuando una amistosa mirada suya. Pero no fue posible. Cuando levantaba los ojos de la mesa los volvía al señor Jaggers, y se mostraba para mí tan seco y tan distante como si existieran dos Wemmicks gemelos y éste no fuese el mío, sino el otro.

—¿Mandó usted la nota de la señorita Havisham al señor Pip, Wemmick? —preguntó el señor Jaggers en cuanto empezamos a comer.

—No, señor —contestó Wemmick—. Me disponía a echarla al correo cuando llegó usted con el señor Pip. Aquí está.

Y entregó la carta a su principal y no a mí.

—No son más que dos líneas, Pip —dijo el señor Jaggers entregándomela—. La señorita Havisham me la mandó porque no estaba segura de las señas de usted. Dice que necesita verle a propósito de un pequeño asunto del que usted le habló. ¿Irá usted?

—Sí —dije, echando una ojeada a la nota, que estaba concebida exactamente en aquellos términos.

—¿Cuándo piensa usted ir?

—Tengo un asunto pendiente —dije mirando a Wemmick, que en aquel momento echaba pescado al buzón de su boca— que no me permite precisar la fecha. Pero supongo que iré en seguida.

—Si el señor Pip piensa ir en seguida —dijo Wemmick dirigiéndose al señor Jaggers—, no hay necesidad de que responda.

Entendiendo por esto que sería mejor que no me retrasara, decidí ir a la mañana siguiente, y así lo dije. Wemmick se bebió un vaso de vino y con aire de lúgubre satisfacción miró al señor Jaggers, pero no a mí.

—De modo, Pip, que nuestro amigo, el Araña —dijo el señor Jaggers—, ha jugado sus triunfos y ha ganado.

Lo más que pude hacer fue asentir con un movimiento de cabeza.

—¡Ah! Es un muchacho que promete… aunque a su modo. Pero puede que no todo salga a su gusto. Al final siempre gana el más fuerte, pero primero hay que saber quién es más fuerte. Si resulta ser él y acaba pegando a su mujer…

—Seguramente —interrumpí, con el rostro encendido y el corazón agitado— no piensa usted de verdad que sea lo bastante villano para eso, señor Jaggers.

—No digo eso, Pip. Hago una suposición. Si resulta ser él y acaba pegando a su mujer, es posible que se constituya en el más fuerte; si es cuestión de inteligencia, él será el vencido. Sería muy arriesgado dar una opinión acerca de lo que hará un sujeto como ése, en tales circunstancias, porque es un caso de cara o cruz entre dos resultados.

—¿Puedo preguntar cuáles son?

—Un sujeto como nuestro amigo el Araña —contestó el señor Jaggers— o pega o se encoge. Puede encogerse gruñendo o sin gruñir; pero o pega o se encoge. Pregunte a Wemmick cuál es su opinión.

—O pega o se encoge —dijo Wemmick, sin mirar hacia mí para nada.

—Bebamos, pues, a la salud de la señora Bentley Drummle —dijo el señor Jaggers, tomando una botella de vino escogido, sirviéndonos a cada uno y sirviéndose luego él— y deseemos que el asunto se resuelva a satisfacción de esta señora porque nunca podrá ser a gusto de ella y de su marido a la vez. ¡Molly! ¡Molly! ¡Qué despacio vas esta noche!

Cuando la regañó así, estaba a su lado, poniendo unos platos sobre la mesa. Retirando las manos retrocedió uno o dos pasos murmurando una excusa. Y cierto movimiento de sus dedos mientras hablaba me llamó la atención.

—¿Qué ocurre? —preguntó el señor Jaggers.

—Nada —contesté—. Tan sólo que el asunto del que hablábamos era algo doloroso para mí.

El movimiento de aquellos dedos era semejante a la acción de hacer calceta. La criada se quedó mirando a su amo, sin saber si podía marcharse o si tenía algo más que decirle y la llamaría en cuanto se alejara. Tenía la mirada muy fija. Indudablemente, yo había visto unos ojos exactamente como aquéllos y unas manos como aquéllas en una ocasión reciente y memorable.

El señor Jaggers la despidió y ella se escabulló fuera de la estancia. Pero, no obstante, yo continuaba viéndola con la misma claridad que si aún estuviera presente. Miraba aquellas manos, miraba aquellos ojos, miraba aquel ondeado cabello, y los comparaba con otras manos, con otros ojos, y con otro cabello que conocía muy bien y con los que éstos podían ser al cabo de veinte años de vida tempestuosa con un marido brutal. Miraba y volvía a mirar aquellas manos y aquellos ojos de la criada, y recordaba la inexplicable sensación que se había apoderado de mí la última vez que pasé —y no solo— por el jardín abandonado y por la fábrica de cerveza desierta. Recordaba cómo había tenido la misma impresión viendo un rostro que me miraba y una mano que me saludaba desde la ventanilla de una diligencia; y cómo había vuelto a experimentarla, fugaz como un relámpago, cuando, yendo en coche —y tampoco solo—, atravesé un súbito resplandor de luz artificial en una calle oscura. Pensaba en cómo un eslabón en la cadena de las asociaciones había favorecido aquella identificación en el teatro, y cómo ahora otro eslabón parecido, que antes faltaba, había venido a cerrar la cadena, cuando la casualidad había querido que relacionara el nombre de Estella con el movimiento de aquellos dedos y la atención de aquella mirada. Y tuve la absoluta seguridad de que aquella mujer era la madre de Estella.

El señor Jaggers me había visto con la joven, y no era probable que le hubieran pasado inadvertidos los sentimientos que yo no trataba de ocultar. Movió afirmativamente la cabeza cuando le dije que el asunto era penoso para mí, me dio una palmada en la espalda, sirvió vino otra vez y siguió comiendo.

Sólo dos veces más reapareció la criada en el comedor, cada vez por muy poco tiempo, y el señor Jaggers estuvo duro con ella. Pero sus manos y sus ojos eran los de Estella y, aunque hubiera reaparecido cien veces, no habría podido estar ni más ni menos seguro de que lo que creía era la verdad.

La cena fue aburrida porque Wemmick se bebía el vino en cuanto se lo servían, de una manera rutinaria —como habría podido cobrar su salario al llegar el día—, y con la vista fija en su principal parecía estar siempre a punto de ser interrogado. Por lo que respecta a la cantidad de vino ingerida, su buzón parecía tan indiferente como cualquier otro buzón a la cantidad de cartas que le echaban dentro. Para mí fue todo el tiempo el otro gemelo, sólo exteriormente parecido al Wemmick de Walworth.

Nos despedimos temprano y salimos juntos. Cuando todavía estábamos buscando a tientas nuestros sombreros entre la colección de botas del señor Jaggers, ya noté que mi Wemmick estaba al llegar, y no habríamos recorrido media docena de yardas de Gerrard Street, en dirección a Walworth, cuando me di cuenta de que paseaba cogido del brazo con el gemelo amigo mío y que el otro se había evaporado en el aire vespertino.

—Bien —dijo Wemmick—, ya se terminó la cena. Es un hombre maravilloso que no tiene igual en el mundo; pero cuando como con él me siento cohibido, y yo no como bien si no es a mis anchas.

Me pareció que eso era una gran verdad y así se lo dije.

—A nadie se lo diría más que a usted —repuso—. Sé que lo que se habla entre nosotros, entre nosotros se queda.

Le pregunté si había visto alguna vez a la hija adoptiva de la señorita Havisham, es decir, a la señora Bentley Drummle. Me contestó que no. Luego, para no parecer demasiado brusco, me puse a hablar del Anciano y de la señorita Skiffins. Cuando nombré a ésta, puso cara de pillín y se detuvo en la calle para sonarse con un movimiento de cabeza y un floreo no del todo desprovistos de una cierta jactancia.

—Wemmick —dije luego—, ¿se acuerda usted de que la primera vez que fui a casa del señor Jaggers me recomendó que me fijase en su criada?

—¿De veras? —preguntó—. Tal vez lo hiciera. No sé. Demonio —añadió de pronto—. Claro que lo hice. Veo que aún no estoy a mis anchas.

—La llamó usted una fiera domada.

—¿Y qué nombre le da usted?

—El mismo. ¿Cómo la domó el señor Jaggers, Wemmick?

—Es un secreto. Hace ya muchos años que está con él.

—Querría que me contara usted su historia. Siento un interés especial por conocerla. Ya sabe usted que lo que se habla entre nosotros, entre nosotros se queda.

—Pues bien —dijo Wemmick—, no conozco su historia, es decir, no la conozco toda. Pero le diré lo que sé. Por supuesto, en un plano completamente particular y confidencial.

—Desde luego.

—Hará cosa de veinte años, esa mujer fue juzgada en Old Bailey por asesinato y la absolvieron. Era entonces una joven muy hermosa y creo que tenía algo de sangre gitana. Sea como fuere, cuando se encolerizaba era una mujer terrible.

—Pero la absolvieron.

—La defendía el señor Jaggers —prosiguió Wemmick mirándome significativamente— y condujo su caso de un modo verdaderamente asombroso. Era un caso desesperado, y el señor Jaggers hacía poco tiempo que ejercía, de manera que su defensa causó la admiración general. En realidad puede decirse que fue ese asunto el que hizo su fama. Día tras día, y durante tiempo, trabajó en las oficinas de la policía, exponiéndose incluso a ser encausado a su vez, y en el juicio, donde no pudo intervenir solo, actuó de segundo abogado y (todo el mundo lo sabe) fue quien puso la sal y la pimienta. La víctima había sido una mujer; una mujer que tendría unos diez años más que ella y era mucho más alta y más fuerte. Era un caso de celos. Las dos llevaban una vida errante, y la mujer que ahora vive aquí, en Gerrard Street, se había casado muy joven, «por detrás de la iglesia», como se dice, con un vagabundo, y era una verdadera furia de celos. La víctima, más proporcionada al hombre por su edad, había sido hallada muerta en un pajar cerca de Hounslow Heath. Había habido un violento forcejeo, acaso una riña. El cadáver estaba lleno de magulladuras y arañazos y presentaba señales de estrangulación. No había pruebas razonables para sospechar de nadie más que de esta mujer, y el señor Jaggers se apoyó, principalmente, en la improbabilidad de que hubiera podido ejecutar el crimen. Puede usted tener la seguridad —añadió Wemmick tocándome en la manga— de que, aunque lo haga ahora, entonces no aludió ni una sola vez a la fuerza de sus manos.

Yo había contado a Wemmick cómo el señor Jaggers, el día de aquella comida, nos había hecho contemplar las muñecas de su criada.

—Pues bien —continuó Wemmick—, sucedió que esa mujer se vistió con tal arte desde el momento de su prisión, que parecía mucho más delgada de lo que era en realidad. Especialmente, se recuerda que sus mangas estaban tan hábilmente dispuestas que daban a sus brazos una apariencia delicada. Tenía uno o dos cardenales en el cuerpo, cosa sin importancia en una mujer vagabunda, pero tenía arañado el dorso de las manos, y se trataba de decidir si esto podía ser obra de las uñas de una persona. El señor Jaggers demostró que la mujer había atravesado unos zarzales no lo bastante altos para llegarle al rostro, pero sí lo suficiente para que al pasar por ellos no pudiese evitar que le arañaran las manos. En efecto, se encontraron clavadas en su piel algunas púas de zarza que fueron presentadas como prueba, así como el hecho de que, examinado el zarzal, se encontraran en él algunas hilachas de su traje, y, aquí y allí, pequeñas manchas de sangre. Pero el argumento más audaz del señor Jaggers fue el siguiente: se intentaba establecer, como demostración de su carácter celoso, que aquella mujer era sospechosa de haber dado muerte, en la época del asesinato, a su propia hija, de tres años de edad, que también lo era de su amante, para vengarse de éste. El señor Jaggers argumentó como sigue: «nosotros afirmamos que estos arañazos no han sido hechos por uña alguna, sino por unas zarzas, y hemos mostrado las zarzas. Ustedes dicen que han sido causados por unas uñas, y además establecen la hipótesis de que esta mujer mató a su propia hija. Siendo así, deben ustedes aceptar todas las consecuencias de esta hipótesis. Supongamos que, realmente, hubiera matado a su hija y que ésta, asiéndose a ella, le hubiera arañado las manos. ¿Y qué, entonces? Ustedes no la juzgan por asesinato de su hija. ¿Por qué no lo hacen? En cuanto a este caso, si están empeñados en que existen los arañazos, diremos que, por lo que sabemos, ya se han formado su propia explicación, suponiendo, que no los hayan inventado en honor del alegato». En fin, señor Pip —añadió Wemmick—, el señor Jaggers resultó demasiado fuerte para el jurado y éste se rindió.

—¿Y ella ha estado desde entonces a su servicio?

—Sí; pero hay más —contestó Wemmick—. Ella no solamente entró a su servicio inmediatamente después de su absolución, sino que lo hizo domada como está ahora. Luego ha ido aprendiendo sus deberes poquito a poco, pero desde el principio ya estaba domada.

—¿Y, efectivamente, la criatura era una niña?

—Así lo tengo entendido.

—¿Tiene usted algo más que decirme esta noche?

—Nada. Recibí su carta y la he destruido. Nada más.

Nos dimos cordialmente las buenas noches y me marché a casa con materia para nuevas preocupaciones, pero sin ningún alivio para las antiguas.