Pasaron varias semanas sin cambio alguno. Aguardábamos noticias de Wemmick, pero éste no daba señales de vida. Si no le hubiera visto nunca fuera de Little Britain y no hubiera gozado del privilegio de ser recibido como un íntimo en el Castillo, podría haber llegado a dudar de él; pero conociéndole como le conocía, no lo hice ni por un momento.
Mis asuntos particulares empezaron a tomar un mal cariz y me veía apremiado por más de un acreedor. Yo mismo llegué a conocer la falta de dinero (quiero decir de dinero disponible en mi bolsillo), y así no tuve más remedio que convertir en numerario algunas joyas de las que fácilmente podía prescindir. Había decidido que sería una especie de fraude indigno aceptar más dinero de mi protector en el actual estado de incertidumbre de mis pensamientos y mis planes. Por consiguiente, valiéndome de Herbert le mandé la cartera, que no había tocado, para que la guardara él, y experimenté una especie de satisfacción (no sé si legítima o no) por el hecho de no haberme aprovechado de su generosidad desde el momento en que se dio a conocer.
A medida que pasaba el tiempo, sentí pesar en mí el presentimiento de que Estella se habría casado ya. Temeroso de ver confirmada esta sospecha, que casi era una convicción, evité la lectura de los periódicos y rogué a Herbert (a quien confié los detalles de nuestra última entrevista) que no volviese a hablarme de ella. No sé por qué quise atesorar aquel pobre jirón de mis esperanzas rotas y esparcidas al viento. El que esto lea, ¿no habrá caído en la misma inconsecuencia, el año anterior, el mes pasado o la semana última?
Era una vida triste y desdichada la mía, y mi preocupación dominante, que descollaba sobre todas las demás como una alta cumbre sobre una cordillera, jamás me abandonaba. Sin embargo, no había ningún nuevo motivo de temor. Yo podía despertar sobresaltado por las noches, con el terror aún reciente de que le hubieran descubierto; podía quedarme sentado, esperando oír los pasos de Herbert al volver, con el temor de que fueran más rápidos y portadores de malas noticias; todo eso y mucho más por el estilo no impedía que las cosas fueran marchando como siempre. Condenado a la inacción y a un estado permanente de inquietud e incertidumbre, iba remando en mi bote y esperaba, esperaba, esperaba, como podía.
Había ocasiones en que, después de haber remado río abajo, el estado de la marea me impedía volver a pasar por debajo del Puente Viejo de Londres. Entonces dejaba el bote en un muelle cerca de la Aduana, para que me lo llevaran al lugar donde solía dejarlo amarrado. No me dolía tener que hacer esto, pues me servía para que, tanto yo como mi bote, fuéramos una vista familiar para la gente que vivía o trabajaba a orillas del río. De ello resultaron dos encuentros que voy a referir.
Una tarde, a últimos de febrero, desembarqué en el muelle al anochecer. Aprovechando la bajamar había llegado hasta Greenwich y volví con la marea. El día había sido magnífico, pero al ponerse el sol se había levantado la niebla y había tenido que volver tanteando el camino con mucho cuidado por entre los barcos. Pero tanto a la ida como a la vuelta había visto en la ventana de Provis la señal de que no había novedad.
La tarde era desapacible y yo tenía frío. Para calentarme, quise ir a cenar inmediatamente; y como me esperaban unas horas de soledad y abatimiento si luego me iba en seguida a casa, decidí ir al teatro. El coliseo donde el señor Wopsle alcanzara su discutible triunfo estaba hacia aquel lado del río (hoy no está en ningún sitio), y resolví ir allí. Sabía ya que el señor Wopsle no había logrado su empeño de resucitar el Drama, antes, por el contrario, más bien había contribuido a su decadencia. En los programas del teatro se le había citado ominosamente como un Negro fiel, relacionado con una muchacha de noble cuna y con un mico. Herbert le había visto representando un Tártaro feroz, con propensión a lo cómico, un rostro de color de ladrillo y un infamante gorro lleno de campanillas.
Cené en lo que Herbert y yo llamábamos un bodegón geográfico, pues había en cada palmo de mantel un mapa mundi, dejado como señal por los jarros de cerveza, y en cada uno de los cuchillos una carta de marear hecha de grasa (hasta el presente apenas hay un bodegón en los dominios del alcalde de Londres que no sea geográfico), y allí maté el tiempo adormilado sobre las migas de pan, mirando las luces de gas y cociéndome en el vaho de las comidas. Al fin me despabilé y fui al teatro.
Allí encontré a un virtuoso contramaestre del servicio de Su Majestad (hombre excelente, aunque yo habría preferido que no hubiera llevado los calzones tan prietos en algunos sitios y tan holgados en otros) que iba dando puñetazos a los sombreros de todos los hombrecillos, metiéndoselos hasta los ojos, a pesar de ser muy generoso y valiente; y que no quería oír hablar de que nadie pagara contribuciones a pesar de ser muy patriota. Llevaba en el bolsillo un saco de dinero, que parecía un pudín envuelto en su paño, y valiéndose de esta fortuna se casaba, en medio del regocijo general, con una joven que iba vestida con una colcha; todos los habitantes de Portsmouth (en número de nueve según el último censo) habían salido a la playa para frotarse las manos, estrechar las de los demás, y cantar «Llena, llena la copa». Sin embargo, cierto moreno galopín, que no estaba por llenar nada, ni por hacer nada de lo que se le proponía, y cuyo corazón, según el contramaestre, era tan negro como su cara, se conjuró con otros dos galopines para meter en un lío a todo el mundo, lo cual hicieron con tanta eficacia (la familia de los galopines gozaba de mucha influencia política) que hizo falta casi la mitad de la representación para poner las cosas en claro, y aún eso sólo se consiguió gracias a un honrado tendero de sombrero blanco, polainas negras y nariz roja, quien, armado de una parrilla, se metió en la caja de un reloj y desde allí, escuchando lo que se decía, salía y asestaba un parrillazo a todos aquellos a quienes no podía refutar lo que acababa de oír. Esto fue la causa de que el señor Wopsle, de quien hasta entonces no se había oído hablar, viniera directamente del Almirantazgo, luciendo la orden de la Jarretera como enviado plenipotenciario, para decir que todos los galopines serían encarcelados al instante y que había traído al contramaestre la bandera del Reino Unido como modesta recompensa por sus servicios públicos. El contramaestre, desarmado por primera vez, se secó respetuoso los ojos con la bandera, y luego, recobrando el ánimo y dando al señor Wopsle el tratamiento de Su Señoría, pidió permiso para cogerle de la mano. Habiéndolo concedido el señor Wopsle con graciosa dignidad, fue empujado inmediatamente a un polvoriento rincón mientras todo el mundo bailaba una danza de marineros; y desde aquel rincón, observando al público con mirada descontenta, se percató de mi presencia.
La segunda pieza era la última gran pantomima cómica de Navidad, en cuya primera escena creí descubrir al señor Wopsle con unas medias rojas de estambre, bajo un ancho rostro fosforescente y un trozo de fleco rojo de cortina por cabello, fabricando rayos en una cueva y mostrando la mayor cobardía cuando su gigantesco amo llegó, hablando con voz ronca, para cenar. Mas no tardó en presentarse en circunstancias más dignas; porque el genio del Amor Juvenil, necesitando de auxilio a causa de la brutalidad de un ignorante granjero que, para estorbar que su hija se casara con el elegido de su corazón, se dejó caer sobre éste metido en un saco de harina desde la ventana del primer piso, llamó a un sentencioso Encantador, el cual, llegando de las antípodas un poco mareado, después de un viaje en apariencia bastante violento, resultó ser el señor Wopsle, con un sombrero de copa y un libro de nigromancia bajo el brazo. Como la ocupación de aquel hechicero en la tierra era escuchar la palabrería y los cantos de los demás, verlos bailar, aguantar empujones y rodearse de llamas de varios colores, le quedaba mucho tiempo disponible. Y observé con sorpresa que lo dedicaba a mirar fijamente hacia mí, como si viera algo que le llenara de estupor.
Era tan notable la creciente fijeza de la mirada del señor Wopsle y parecía revolver tantas cosas en su espíritu y hallarse tan confuso, que yo no podía entenderlo. Estuve pensando en ello hasta mucho después de que él ascendiera a las nubes metido en una gran caja de reloj, sin poder entenderlo. Y seguía pensando en ello cuando, una hora después, salí del teatro y me lo encontré aguardándome cerca de la puerta.
—¿Cómo está usted? —le pregunté, estrechándole la mano mientras íbamos juntos calle abajo—. Ya me di cuenta de que me había visto.
—¿Que le vi, señor Pip? —replicó—. Sí, claro que le vi. Pero ¿quién era el que estaba con usted?
—¿Quién era?
—Es muy extraño —añadió el señor Wopsle, volviendo a su aire de perplejidad— y, sin embargo, juraría que era él.
Alarmado, rogué al señor Wopsle que se explicara.
—No sé si le habría visto en seguida de no estar usted allí —dijo el señor Wopsle con el mismo aire pensativo—. No puedo asegurarlo, pero me parece que sí.
Involuntariamente miré a mi alrededor, como solía hacerlo cuando iba hacia mi casa, porque aquellas misteriosas palabras me dieron escalofríos.
—¡Oh! Ya no estará a la vista —observó el señor Wopsle—. Salió antes que yo. Le vi irse.
Teniendo los motivos que tenía para estar receloso, incluso llegué a sospechar de aquel pobre actor. Temí una argucia para hacerme confesar algo. Por eso le miré mientras andaba a mi lado; pero no dije nada.
—Tuve la ridícula ocurrencia de figurarme que iba con usted, señor Pip, hasta que me di cuenta de que usted ignoraba completamente que le tuviera sentado a su espalda, como un fantasma.
Volví a sentir un escalofrío, pero estaba resuelto a no hablar, a pesar de que sus palabras se prestaban al temor de que quisiera inducirme a relacionar estas referencias con Provis. Desde luego, estaba completamente seguro de que Provis no había estado allí.
—Comprendo que le extrañen mis palabras, señor Pip. Veo que está usted asombrado. Pero ¡es tan raro! Apenas creerá lo que voy a decirle. Yo mismo apenas lo habría creído si me lo hubiera dicho usted.
—¿De veras?
—De veras. ¿Se acuerda usted, señor Pip, de cierto día de Navidad, hace muchos años, cuando usted era todavía un niño, en que yo comí en casa de Gargery, y vinieron unos soldados para que les recompusieran un par de esposas?
—Lo recuerdo muy bien.
—¿Se acuerda usted de que hubo una batida en persecución de dos forzados y que nosotros fuimos con los soldados y Gargery le subió a usted sobre sus hombros, y que yo me adelanté y ustedes tenían trabajo para seguirme?
—Lo recuerdo todo perfectamente.
Lo recordaba mejor de lo que él podía imaginarse, a excepción de lo último.
—¿Se acuerda, también, de que llegamos a una zanja, y de que allí se estaban peleando los dos fugitivos, y que uno de ellos resultó muy maltratado por el otro y con la cara bastante magullada?
—Me parece que lo estoy viendo.
—¿Y que los soldados, después de encender las antorchas, pusieron a los dos presidiarios en el centro del pelotón y nosotros fuimos para ver cómo acababa todo, a través de los oscuros marjales, con las antorchas iluminando los rostros de los presos… (este detalle tiene importancia) mientras a nuestro alrededor no había más que tinieblas?
—Sí —contesté—. Recuerdo todo eso.
—Pues bien, señor Pip, uno de aquellos dos hombres estaba sentado esta noche detrás de usted. Le vi por encima de su hombro.
«¡Cuidado!», pensé, y luego pregunté, en voz alta:
—¿A cuál de los dos creyó usted ver?
—Al que había sido maltratado por su compañero —contestó sin vacilar—, y juraría que era él. Cuanto más lo pienso, más seguro estoy.
—Es muy curioso —dije, fingiendo lo mejor que pude que no daba importancia a la cosa—. ¡Es muy curioso!
No he de ponderar cómo esta conversación aumentó mi inquietud, ni el terror especial y peculiar que sentí al enterarme de que Compeyson había estado detrás de mí «como un fantasma». Porque si en algún momento había estado lejos de mis pensamientos, desde que Provis se hallaba escondido, había sido, precisamente, cuando más cerca le tenía; y pensar que yo, después de tantas precauciones, había podido ser tan inconsciente y desprevenido, era como haber cerrado una larga avenida de puertas para cerrarle el paso y luego habérmelo encontrado al lado. Y no podía dudar de que había estado allí, porque yo también estaba allí. Y por leve que fuese la apariencia del peligro que nos amenazaba, el peligro siempre estaba próximo y en acción. Hice varias preguntas al señor Wopsle. Cuándo había entrado aquel hombre en la sala, no podía decírmelo; me vio y vio al hombre por encima de mi hombro. Solamente después de contemplarlo por algún tiempo logró identificarlo; pero desde el principio lo había asociado vagamente con alguien más o menos relacionado con el tiempo en que yo vivía en la aldea. ¿Cómo iba vestido? Le pareció que de negro, con elegancia, pero sin ostentación. ¿Tenía el rostro desfigurado? No, creía que no. Yo tampoco lo creía porque, embebido en mis pensamientos, no me había fijado mucho en los que me rodeaban, y pensaba que un rostro estropeado no habría dejado de llamar mi atención.
Cuando el señor Wopsle me hubo comunicado todo lo que pudo recordar o yo pude sacarle, y después de haberle obsequiado con un pequeño refrigerio para que se repusiera de las fatigas de la noche, nos separamos. Serían entre las doce y la una de la madrugada cuando llegué al Temple, y las verjas estaban cerradas. No había nadie cerca de mí cuando pasé por ellas y entré en mi casa.
Herbert había llegado ya y celebramos un grave consejo junto al fuego. Pero nada podía hacerse, salvo comunicar a Wemmick lo que yo había descubierto aquella noche, y recordarle que estábamos esperando una indicación suya. Y pensando que podía comprometerlo si iba con demasiada frecuencia al Castillo, le informé de todo por carta. La escribí antes de acostarme, y salí a echarla al buzón; y tampoco vi a nadie cerca de mí. Herbert y yo convinimos en que no podíamos hacer otra cosa sino ser muy prudentes. Y lo fuimos más que nunca, si cabe, y, por mi parte, nunca me acerqué a Chink's Basin, excepto cuando pasaba en mi bote. Y aún entonces miraba hacia Mill Pond Bank como habría podido mirar hacia otra parte cualquiera.