Las ocho de la noche habían dado cuando penetré en la atmósfera impregnada, y no desagradablemente, del olor a serrín y virutas de los astilleros y carpinterías de ribera de la orilla del río. Toda aquella región fluvial del alto y bajo Fool era para mí país desconocido, y cuando llegué junto al río vi que el sitio que buscaba no estaba donde yo creía, ni era fácil de encontrar. Le llamaban Mill Pond Bank Chink's Basin, y no tenía otra pista para llegar a Chink's Basin que la cordelería del Viejo Cobre Verde.
¿Para qué detallar entre qué naves averiadas que reparaban en diques secos fui a extraviarme, entre qué viejos cascos a punto de ser desguazados, entre cuánto légamo y desperdicios de toda clase depositados por la marea, entre qué patios de astillero, entre cuántas áncoras herrumbrosas que mordían ciegamente la tierra olvidadas desde hacía años, entre qué montañas de barricas y maderos, entre cuántas cordelerías que no eran la cordelería del Viejo Cobre Verde? Después de pararme varias veces antes de mi lugar de destino y de pasar de largo otras, di inesperadamente, a la vuelta de una esquina, con Mill Pond Bank. Era, después de todo, un lugar fresco y oreado, donde el viento del río tenía espacio para revolverse a placer; con dos o tres árboles, el esqueleto de un molino de viento y la cordelería del Viejo Cobre Verde, cuya larga y estrecha perspectiva podía distinguir a la luz de la luna, junto con una serie de armazones de madera que parecían otros tantos rastrillos viejos que hubiesen perdido la mayor parte del dentado.
Escogiendo, entre las pocas y extrañas casas que había en Mill Pond Bank, una que tenía la fachada de madera y tres pisos con ventanas salientes (y no miradores, que son una cosa distinta), miré la placa de la puerta y en ella leí el nombre de la señora Whimple. Como éste era el que buscaba, llamé y apareció una mujer entrada en años, de aspecto agradable y próspero. Pronto fue sustituida por Herbert, quien, silenciosamente, me llevó a la sala y cerró la puerta. Me causaba una rara impresión ver aquel rostro amigo y tan familiar, establecido como en su casa, en un barrio y una vivienda completamente extraños para mí, y me sorprendí mirándole de la misma manera que miraba el armarito de un rincón, lleno de piezas de cristal y de porcelana, los caracoles y las conchas de la chimenea, los grabados iluminados que se veían en las paredes, que representaban la muerte del capitán Cook, la botadura de un buque, y Su Majestad el rey Jorge III en la terraza de Windsor, con una peluca de cochero de gala, pantalones cortos de piel y botas altas.
—Todo va bien, Händel —dijo Herbert—. Él está satisfecho, aunque muy deseoso de verte. Mi prometida está con su padre, y si esperas a que baje te la presentaré y luego iremos arriba. Ése… es su padre.
Acababa de percibir unos alarmantes gruñidos, procedentes del piso superior, y acaso la expresión de mi rostro lo había dejado entender.
—Temo que ese hombre sea un viejo sinvergüenza —dijo Herbert sonriendo—; pero nunca lo he visto. ¿No hueles a ron? Siempre está bebiendo.
—¿Ron?
—Sí —contestó Herbert—, y ya puedes suponer lo que eso alivia la gota. Tiene el mayor empeño en guardar en su habitación todas las provisiones y distribuirlas personalmente. Las guarda en unos estantes que tiene en la cabecera de la cama y las pesa cuidadosamente. Su habitación debe de parecer un colmado.
Mientras hablaba así, el gruñido se convirtió en un rugido prolongado, que se extinguió gradualmente.
—¿Qué otra puede ser la consecuencia —dijo Herbert a guisa de explicación— si se empeña en cortar el queso? Un hombre con la mano derecha (y casi todo el cuerpo) cargado de gota no puede tener la pretensión de partir un queso Double Gloucester sin hacerse daño.
Seguramente el viejo se había hecho mucho daño, pues dejó oír otro furioso rugido.
—Tener al señor Provis como inquilino del último piso —dijo Herbert— es para la señora Whimple una verdadera chiripa, pues pocas personas resistirían este ruido. Es un sitio curioso, ¿no es cierto, Händel?
Realmente lo era; pero estaba notablemente limpio y ordenado.
—La señora Whimple —replicó Herbert cuando le hice esa observación— es una excelente ama de casa, y en verdad no sé lo que haría Clara sin su ayuda maternal. Porque Clara no tiene madre, Händel, ni otro pariente en el mundo que el viejo Gruñón.
—Seguramente no es éste su nombre, Herbert.
—No —contestó mi amigo—, es el que yo le doy. Se llama Barley. Es una bendición para el hijo de mis padres amar a una muchacha que no tiene parientes y que no tiene por qué molestarse ni molestar a nadie en lo relativo a su familia.
Herbert me había contado en otras ocasiones, y ahora me lo recordó, que conoció a Clara cuando ésta completaba su educación en una escuela de Hammersmith, y que cuando tuvo que volver a su casa para cuidar a su padre, ambos jóvenes confesaron su afecto a la maternal señora Whimple, quien desde entonces los protegió y reglamentó sus relaciones con tanta bondad como discreción. Era cosa entendida que nada que tuviera un carácter sentimental podía ser contado al señor Barley, pues éste no se hallaba en estado de tomar en consideración ningún tema más psicológico que la gota, el ron y las provisiones de víveres.
Mientras hablábamos así en voz baja, en tanto que el continuo gruñir del viejo Barley hacía vibrar la viga que cruzaba el techo, se abrió la puerta de la estancia y apareció una linda muchacha, esbelta, de ojos negros, como de veinte años de edad, que llevaba un cesto en la mano. Herbert, tiernamente, le cogió el cesto, y ruborizándose, me la presentó como «Clara». Realmente era una joven encantadora y podía habérsela tomado por un hada cautiva a quien aquel truculento ogro de Barley hubiese sometido a su servicio.
—Mira —dijo Herbert, mostrándome el cesto con compasiva y tierna sonrisa, después de haber hablado un poco—. Aquí está la cena de la pobre Clara, que todas las noches le entrega su padre. Aquí tienes su ración de pan, su poquito de queso y su ron… que me bebo yo. —Éste es el desayuno del señor Barley para mañana, entregado para que se lo guisen. Dos chuletas de carnero, tres patatas, algunos guisantes, un poco de harina, dos onzas de mantequilla, un poco de sal, y toda esa pimienta. Hay que guisárselo todo junto y servírselo caliente, y me imagino lo bueno que debe de ser para la gota.
Había algo tan natural y placentero en la resignación con que miraba en detalle aquellas provisiones a medida que Herbert las iba enumerando, y algo tan confiado, amoroso e inocente en su modesta manera de abandonarse al brazo de Herbert que la rodeaba, y algo tan dulce en ella misma, tan necesitado de protección en aquel Mill Pond Bank, junto a Chink's Basin y la cordelería del Viejo Cobre Verde, con el viejo Barley haciendo temblar las vigas con sus gruñidos, que ni por todo el contenido de aquella cartera que aún no había abierto habría querido romper sus relaciones con mi amigo.
Contemplaba a la joven con placer y con admiración cuando, de pronto, el gruñido del piso superior volvió a convertirse en un rugido y se oyeron unos golpes terribles, como si un gigante con una pierna de palo tratase de traspasar el techo con ella. Al oírlo, Clara le dijo a Herbert:
—Papá me necesita.
Y salió de la estancia.
—Esto es un viejo tiburón sin conciencia —dijo Herbert—. A ver si sabes lo que quiere ahora, Händel.
—No sé —respondí—. ¿Algo de beber?
—¡Exactamente! —respondió Herbert, como si adivinarlo hubieratenido un mérito extraordinario—. Tiene su grog preparado en una ponchera sobre la mesa. Aguarda. ¡Ahí va! —Otro rugido que terminó en un prolongado trémolo—. Ahora —dijo Herbert, como siguiera un silencio— está bebiendo. Ahora —dijo Herbert como el gruñido volviese a resonar en la viga— se ha vuelto a acostar.
Habiendo regresado Clara al cabo de poco, Herbert me llevó arriba a ver a nuestro recluso. Al pasar por delante de la puerta del señor Barley, le oímos murmurar con voz ronca, en un tono que crecía y amainaba como el viento, la siguiente canción, en la cual he sustituido por bendiciones cosas que eran precisamente lo contrario.
—¡Hola! ¡Benditos sean vuestros ojos, aquí está el viejo Bill Barley! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, benditos sean vuestros ojos! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, tendido de espaldas, bendito sea Dios! ¡Tendido de espaldas como un viejo lenguado muerto! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, benditos sean vuestros ojos! ¡Hola! ¡Bendito sea Dios!
Según me dijo Herbert, con esta consoladora canción, el viejo se entretenía de día y de noche, a menudo, mientras había luz, con el ojo puesto en un telescopio adaptado a su cama para poder con él inspeccionar el río.
Encontré a Provis cómodamente instalado en sus dos habitaciones del último piso, frescas y ventiladas, y desde las cuales no se oía tanto como desde abajo el ruido que metía el señor Barley. No manifestó estar alarmado, ni parecía que lo estuviera; pero me chocó verle como amansado, de un modo indefinible, pues ni podía decir cómo, ni más adelante, por más que me esforcé en ello, pude recordar cómo; pero lo estaba.
Las reflexiones que en aquel día de descanso tuve oportunidad de hacer me llevaron a la decisión de no hablarle para nada de Compeyson, pues lo que ya sabía me hacía temer que su animosidad hacia aquel hombre le impulsara a buscarle, y a correr de este modo a su propia perdición. Por eso, en cuanto los tres estuvimos sentados ante el fuego, le pregunté ante todo si tenía confianza en los consejos y fuentes de información de Wemmick.
—¡Ya lo creo, muchacho! —contestó, con un grave ademán de asentimiento—. Bien lo sabe Jaggers.
—Pues he hablado con Wemmick —dije— y he venido para transmitir a usted los informes y los consejos que me ha dado.
Lo hice con toda exactitud, aunque con la reserva mencionada; le conté que Wemmick había oído en la prisión de Newgate (no sabía si a unos funcionarios o a unos presos) que se sospechaba de él, y que se había vigilado mi domicilio; que Wemmick estimaba conveniente que permaneciera oculto por algún tiempo y que yo me mantuviera alejado de él. Asimismo le referí lo que Wemmick opinaba acerca de su marcha al extranjero. Añadí que, desde luego, cuando llegara el momento, yo le acompañaría, o le seguiría de cerca, según nos aconsejara Wemmick. Sobre lo que ocurriría luego, no dije una palabra y, en realidad, ni lo veía muy claro yo mismo, ni me sentía muy tranquilo acerca de ello, ahora que le veía a él en aquel estado de docilidad y en manifiesto peligro por mi culpa. En cuanto a alterar mi modo de vivir, aumentando mis gastos, le hice comprender que, dado lo difícil e inseguro de nuestras circunstancias presentes, sería simplemente ridículo, si no algo peor.
No pudo negarme eso, y en realidad se portó de un modo muy razonable. Su regreso era una aventura, dijo, y siempre había contado con que lo fuese. Nada haría para hacerla más arriesgada y poco temía por su seguridad, contando con nuestra ayuda.
Herbert, que había estado reflexionando con los ojos fijos en el suelo, dijo entonces algo que se le había ocurrido, teniendo en cuenta los consejos de Wemmick, y que podía valer la pena llevar a cabo.
—Ambos somos buenos remeros, Händel, y los dos podríamos llevarle por el río en cuanto llegue el momento. Así no sería necesario alquilar ni bote ni remeros; con lo cual evitaríamos sospechas que vale la pena evitar. Nada importa que la estación no sea favorable. ¿No te parecería prudente que empezaras sin perder tiempo a tener un bote amarrado en el embarcadero del Temple y a tomar el hábito de salir a remar por el río? Una vez la gente se haya acostumbrado a verte, ¿quién hará caso de ello? Puedes dar veinte o cincuenta paseos y nada tendrá de particular que des el veintiuno o el cincuenta y uno.
Me gustó el plan, y en cuanto a Provis, se entusiasmó con él. Decidimos ponerlo en práctica y convinimos en que Provis no daría muestra de reconocernos si nos veía pasar remando por Mill Pond Bank, pero, en cambio, correría la cortina de la parte de su ventana que daba al este, para indicarnos que no había novedad.
Terminada ya nuestra conferencia y puestos de acuerdo en todo, me levanté para marcharme, indicando a Herbert que sería mejor que no regresáramos juntos a casa y que yo le precediera media hora.
—No me gusta dejarle aquí —dije a Provis—, aunque no dudo de que está más seguro en esta casa que cerca de la mía. ¡Adiós!
—Querido Pip —respondió estrechándome las manos—. No sé cuándo nos veremos de nuevo y no me gusta decir «¡adiós!». Digamos, pues, «¡buenas noches!».
—¡Buenas noches! Herbert nos servirá de correo, y cuando llegue el momento, esté usted seguro de que me encontrará. ¡Buenas noches! ¡Buenas noches!
Creímos preferible que se quedara en sus habitaciones y le dejamos en su descansillo, sosteniendo una luz para alumbrarnos mientras bajábamos la escalera. Volviéndome a mirarle, pensé en la noche de su regreso, cuando nuestras posiciones estaban invertidas y yo no podía sospechar que un día me despediría con el corazón tan lleno de ansiedad como lo hacía ahora.
El viejo Barley seguía gruñendo y blasfemando cuando pasamos ante su puerta, sin que pareciera llevar trazas de dejar de hacerlo. Cuando llegamos al pie de la escalera, le pregunté a Herbert si el otro había conservado el nombre de Provis. Me respondió que no y que el inquilino se llamaba ahora señor Campbell. Me explicó también que cuanto se sabía de él en la casa era que dicho señor Campbell había sido recomendado a Herbert, y que éste se hallaba personalmente interesado en verle bien atendido y llevando una vida retirada. Por eso al llegar a la sala donde estaban la señora Whimple y Clara dedicadas a su labor, nada dejé traslucir de mi interés por el señor Campbell.
Cuando me hube despedido de la linda y amable muchacha de los ojos negros, así como de la maternal señora que todavía era capaz de sentir una honrada simpatía por un amor juvenil y verdadero, me pareció que la cordelería del Viejo Cobre Verde se había convertido en un lugar muy distinto. El viejo Barley podía ser tan viejo como las montañas y jurar como un escuadrón de caballería, pero aún había en Chink's Basin suficiente juventud, amor y esperanza redentora para llenarlo todo hasta rebosar. Luego pensé en Estella y en nuestra despedida, y me fui a casa lleno de tristeza.
En el Temple todo seguía tan tranquilo como siempre. Las ventanas de las habitaciones de aquel lado, últimamente ocupadas por Provis, estaban oscuras y silenciosas, y en Garden Court no había ningún holgazán. Pasé dos o tres veces por delante de la fuente, antes de bajar los escalones que había de camino de mis habitaciones, pero vi que estaba completamente solo. Herbert, que entró a verme en mi cama al llegar, pues me había acostado enseguida, fatigado y deprimido como estaba, había hecho la misma observación. Después, abriendo una ventana, miró al exterior a la luz de la luna y me dijo que la calle estaba tan solemnemente desierta como la nave de cualquier catedral a aquellas horas.
Al día siguiente me ocupé en adquirir el bote. Pronto estuvo hecho, el bote fue llevado al embarcadero del Temple, y amarrado donde yo pudiera llegar en uno o dos minutos desde mi casa. Luego empecé a salir como para practicar el remo; a veces solo, a veces con Herbert. Salía a menudo, con frío, lluvia y ventisca, pero después de las primeras veces, ya nadie hacía mucho caso. Al principio no pasaba del Puente de Blackfriars; pero a medida que cambiaban las horas de la marea, empecé a dirigirme hacia el Puente de Londres. Se le llamaba en aquella época el Puente Viejo de Londres, y en ciertos momentos de la marea había allí una corriente y un desnivel que le daban mala reputación. Pero yo sabía cómo salvarlos, después de haberlo visto hacer, y así empecé a bogar entre los barcos anclados en el Pool, y río abajo hasta Erith. La primera vez que pasamos por delante de Mill Pond Bank, me acompañaba Herbert. Ambos íbamos remando, y tanto a la ida como a la vuelta vimos cómo se bajaban las cortinas de la ventana que daba al Este. Herbert iba allá, por lo menos, tres veces por semana, y nunca me trajo una sola noticia alarmante. Sin embargo, yo sabía que existían motivos para sentir inquietud y no podía desechar la sensación de que se me vigilaba. Una vez experimentada, semejante sensación se convierte en una idea fija, y yo no podría decir de cuántas inocentes personas llegué a sospechar que me vigilaban.
En una palabra, que estaba siempre lleno de temores por el temerario que vivía oculto. Herbert me había dicho a veces lo agradable que le resultaba asomarse a una de nuestras ventanas al anochecer, cuando bajaba la marea, pensando que el agua corría, con todo lo que llevaba, hacia donde vivía Clara. Pero yo pensaba que también se dirigía hacia donde vivía Magwitch, y que cualquier punto negro en su superficie podía ser la lancha de sus perseguidores, que silenciosa, rápida y seguramente iban a apoderarse de él.