Alejándome de la verja del Temple no bien hube leído este aviso, me encaminé hacia Fleet Street, donde tomé un coche de punto retrasado, y en él me hice llevar al Hummums, en Covent Garden. En aquellos tiempos siempre se podía encontrar allí una cama a cualquier hora de la noche, y el guardián, haciéndome entrar por su postigo siempre abierto, encendió la primera bujía de la fila que había en un estante, y me acompañó al primero de los dormitorios que tenía en lista. Era una especie de bóveda en la parte posterior de la planta baja, con una cama que parecía un despótico monstruo de cuatro patas, pues ocupaba así toda la habitación, con una de sus arbitrarias patas en la chimenea y otra en el umbral, aplastando en un rincón, como por una especie de derecho divino, al mísero palanganero.
Como había pedido luz para toda la noche, el vigilante, antes de dejarme solo, me trajo la buena, vieja y constitucional bujía de médula de junco bañada en cera que se usaba en aquellos virtuosos tiempos —un objeto parecido al fantasma de un bastón que instantáneamente se rompía si lo tocaban, en el cual no se podía encender nada, y que se hallaba estrechamente confinado al fondo de una alta torre de hojalata, provista de agujeros redondos que proyectaban un curioso dibujo, lleno de ojos vigilantes, en la pared—. Una vez metido en la cama, con los pies doloridos, cansado y triste, vi que no podía pegar los ojos, ni conseguir que los cerrara de aquel estúpido Argos. Y así, en lo profundo y negro de la noche, nos quedamos los dos mirándonos cara a cara.
¡Qué noche tan triste! ¡Cuán llena de ansiedades, y cuán lúgubre e interminable! Había en la estancia un tufo inhóspito de hollín frío y polvo caliente y, mirando hacia los ángulos del baldaquín que tenía sobre la cabeza, me preguntaba cuántas moscas de la carnicería, y tijeretas del mercado y gorgojos del campo, debían de esconderse allí en espera del verano. Esto me llevó a pensar si alguno de estos bichos se dejaba caer alguna vez, y llegué a imaginarme que sentía leves caídas sobre mi rostro; un desagradable giro del pensamiento que me hacía temer otras y más desagradables aproximaciones a lo largo de mi espalda.
Al cabo de un rato de vigilia, empezaron a dejarse oír aquellas voces extraordinarias de que está lleno el silencio. Susurraba el armario, suspiraba la chimenea, temblaba el palanganero, y una cuerda de guitarra sonaba de vez en cuando en un cajón de la cómoda. Al mismo tiempo adquirían nueva expresión los ojos de la pared, y en cada uno de aquellos círculos que me miraban veía escritas las palabras: «No vaya a su casa».
Cualesquiera que fueran las fantasías nocturnas que me asaltaban o los ruidos que llegaban a mis oídos, nada podía alejar de mi cabeza ese: «No vaya a su casa». Estas palabras se entremezclaban en todos mis pensamientos, como podía haber hecho un dolor corporal. No hacía mucho había leído en los periódicos que un caballero desconocido había ido una noche al Hummums, había tomado una habitación y se había suicidado, y a la mañana siguiente lo habían encontrado sobre un charco de sangre. Se me ocurrió que podía haber ocupado aquella misma pieza donde yo me hallaba y me levanté para asegurarme de que no había manchas rojas por allí; luego abrí la puerta para inspeccionar el corredor y reanimarme contemplando el resplandor de una luz lejana, cerca de la cual sabía que dormitaba el vigilante. Pero en todo este tiempo, por qué no podía ir yo a mi casa, qué habría ocurrido en ella, cuándo volvería yo allí, y si Provis estaba sano y salvo en su alojamiento, eran cuestiones que ocupaban mi espíritu tan activamente que uno debería creer que no podían dejar lugar para ningún otro tema. Y hasta cuando pensaba en Estella, y en cómo nos habíamos despedido para siempre, y cuando recordaba todos los detalles de la despedida, sus miradas, el tono de sus palabras y el movimiento de sus dedos mientras bordaba, aun entonces me sentía perseguido por la advertencia: «No vaya a su casa». Cuando, por fin, agotado de cuerpo y de espíritu, me adormecí, aquella frase se convirtió en un verbo oscuro e inacabable que tenía que conjugar. Modo imperativo, tiempo presente: No vaya a su casa. No vaya a casa. No vayamos a casa. No vayáis a casa. No vaya a casa. Luego, en modo potencial, con auxiliares: No puedo y no debo ir a casa. No podría, no debería ir a casa. Hasta que, sintiendo que iba a volverme loco, di media vuelta sobre la almohada y me quedé mirando los círculos de luz de la pared.
Había dicho que me llamaran a las siete, porque, evidentemente, debía ver a Wemmick antes que a nadie más, y, evidentemente también, éste era un caso para el que sólo interesaban las opiniones que él pudiese expresar en Walworth. Fue para mí un alivio abandonar aquella estancia donde había pasado tan horrible noche, y no necesité una segunda llamada para saltar de la cama.
A las ocho de la mañana me hallaba ante las murallas del castillo. Como en aquel momento entró la criadita con dos panecillos calientes, pasé la poterna en su compañía y crucé el puente en su compañía, y así llegué sin ser anunciado a presencia del señor Wemmick, que estaba haciendo el té para sí y para su anciano padre. Una puerta abierta ofrecía una perspectiva del Anciano todavía en la cama.
—¡Hola, señor Pip! —dijo Wemmick—. ¿Ya ha vuelto usted?
—Sí —respondí—; pero fui a casa.
—Perfectamente —dijo frotándose las manos—. Por previsión, dejé una carta para usted en cada una de las verjas del Temple. ¿Por qué verja entró?
Se lo dije.
—Durante el día me daré una vuelta por las demás y romperé las cartas —dijo Wemmick—. Siempre está bien no dejar pruebas escritas, si puede ser, porque nadie sabe dónde pueden ir a parar. Voy a tomarme una libertad con usted. ¿Le importaría asar esa salchicha para el Anciano?
Le contesté que lo haría encantado.
—Pues entonces, Mary Anne, puedes ir a tus quehaceres —dijo Wemmick a la criadita—. Así nos quedamos solos y sin que nadie pueda oírnos, ¿no es verdad, señor Pip? —añadió, haciéndome un guiño en cuanto se alejó la muchacha.
Le di las gracias por esta prueba de amistad y previsión y seguimos en voz baja la conversación, mientras yo asaba la salchicha y él untaba con mantequilla el pan del Anciano.
—Ahora, señor Pip —dijo Wemmick—, ya sabe que usted y yo nos entendemos muy bien. Estamos aquí con carácter personal y particular y ya antes de hoy hemos tratado asuntos confidenciales. Los sentimientos oficiales son otra cosa. Aquí estamos en plan extraoficial.
Asentí cordialmente. Estaba tan nervioso que había dejado que la salchicha del Anciano ardiera como una antorcha, y tuve que soplar para apagarla.
—Ayer por la mañana oí por casualidad —dijo Wemmick—, hallándome en cierto lugar a donde le llevé una vez… Aunque sea entre nosotros, es mejor no mencionar nombre alguno, si es posible.
—Mucho mejor. Le comprendo a usted.
—Allí, pues, oí por casualidad —prosiguió Wemmick— que cierta persona no del todo ajena a los negocios coloniales y no desprovista de bienes portátiles… (no sé en realidad quién pueda ser; no vamos a nombrar a esta persona…).
—No es necesario —dije.
—… había causado cierta sensación en determinada parte el mundo, a donde va bastante gente, no siempre para satisfacer la propia inclinación, y no sin causar gastos al gobierno…
Ocupado en observar su rostro, convertí la salchicha en unos fuegos artificiales, distrayendo en gran manera mi atención y la del señor Wemmick, por lo cual le ofrecí mis excusas.
—… desapareciendo de aquel lugar, sin que se sepa dónde ha ido a parar, aunque —añadió Wemmick— sobre esto se han hecho conjeturas y se han aventurado opiniones. También he oído decir que usted y sus habitaciones en Garden Court, Temple, habían sido vigiladas y podían serlo de nuevo.
—¿Por quién? —pregunté.
—No entraré en estos detalles —dijo evasivamente Wemmick—; eso podría chocar con mis deberes oficiales. Lo oí, como tantas otras cosas curiosas que he oído en el mismo sitio. No le comunico ningún informe recibido. Lo oí, y nada más.
Mientras hablaba tomó de las manos el tenedor que sostenía la salchicha y dispuso con arte el desayuno del Anciano en una bandeja. Antes de servírselo entró en el dormitorio con una servilleta limpia, se la ató por debajo de la barba, le ayudó a sentarse en la cama y le ladeó el gorro de dormir, lo cual le dio cierto aire de libertino. Luego, con mucho cuidado, le puso el desayuno delante y dijo:
—¿Está usted bien, padre?
—¡Muy bien, John, muy bien! —respondió el alegre Anciano. Y como parecía haber la inteligencia tácita de que el Anciano no estaba presentable y, por consiguiente, había que considerarle como invisible, yo fingí no haberme dado cuenta de nada.
—Esta vigilancia de mi casa (una vez tuve ya motivo para sospechar) —dije a Wemmick cuando volvió a mi lado— es inseparable de la persona a quien se ha referido usted, ¿no es cierto?
Wemmick se puso muy serio.
—A juzgar por lo que sé, no puedo asegurarlo. Es decir, no puedo asegurar que al principio lo fuera; pero lo es o lo será, o está en gran peligro de serlo.
Como vi que por fidelidad a Little Britain se abstenía de decir lo que sabía, y como comprendí, agradeciéndoselo mucho, cuánto se había apartado de sus costumbres al decirme lo que había oído, no quise apremiarle más. Pero luego de meditar un poco ante el fuego, le dije que me gustaría hacerle una pregunta que podía contestar o no, según le pareciera mejor, en la seguridad de que lo que hiciera se daría por bien hecho. Interrumpió su desayuno, cruzó los brazos y, cerrando las manos sobre las mangas de la camisa (pues su idea de la comodidad doméstica era andar por casa sin frac), movió afirmativamente la cabeza para indicarme que esperaba la pregunta.
—¿Ha oído usted hablar de un hombre de mala nota cuyo nombre verdadero es Compeyson?
Dijo que sí con la cabeza.
—¿Vive?
Volvió a indicar que sí.
—¿Está en Londres?
De nuevo indicó que sí, comprimió extremadamente el buzón de su boca y, haciéndome un último signo afirmativo, siguió con su desayuno.
—Ahora —dijo luego—, ya que ha terminado el interrogatorio —y repitió estas palabras para que me sirvieran de advertencia—, vamos a lo que hice después de oír lo que oí. Fui en busca de usted a Garden Court y, no hallándole, fui a casa de Clarriker, en busca del señor Herbert.
—¿Lo encontró usted? —pregunté con ansiedad.
—Lo encontré. Sin mencionar nombres ni dar detalles, le di a entender que si estaba enterado de que alguien, Tom, Jack o Richard, se hallaba en las habitaciones de ustedes o en sus cercanías, lo mejor que podía hacer era alejar a Tom, Jack o Richard durante la ausencia de usted.
—Debió de verse en un aprieto pensando lo que había que hacer.
—En un aprieto se vio; con mayor motivo, cuando le manifesté mi opinión de que, de momento, no sería muy prudente alejar demasiado a Tom, Jack o Richards. Señor Pip, voy a decirle una cosa. En las actuales circunstancias no hay nada como una gran ciudad una vez se está ya en ella. No se precipiten ustedes. Quédense tranquilos. Espere a que mejoren las cosas, antes de buscar el aire libre, aunque sea en el extranjero.
Le di las gracias por sus valiosos consejos y le pregunté qué había hecho Herbert.
—El señor Herbert —dijo Wemmick—, después de pasar media hora como aturdido, dio con un plan. Me comunicó en secreto que corteja a una joven quien, como ya sabrá usted, tiene a su papá en cama. Este papá, habiéndose dedicado en su tiempo al aprovisionamiento de barcos, tiene la cama en un mirador desde donde puede ver las embarcaciones que van y vienen por el río. Tal vez conoce usted ya a esa señorita.
—Personalmente, no —le respondí.
La verdad era que ella me había considerado siempre como un compañero demasiado costoso que no hacía ningún bien a Herbert, de modo que, cuando éste le habló de presentarme, la joven acogió la idea con tan poco calor que él se creyó obligado a confesarme el estado del asunto, indicando la conveniencia de dejar pasar algún tiempo antes de insistir. Cuando empecé a mejorar en secreto el porvenir de Herbert, pude soportar esto con alegre filosofía; por su parte, tanto él como su prometida no habían sentido, como es natural, grandes deseos de introducir a una tercera persona en sus entrevistas; y así, aunque se me dijo que había progresado mucho en la estimación de Clara, y aunque ésta y yo hacía tiempo que cambiábamos regularmente recuerdos y saludos por mediación de Herbert, yo no la había visto nunca. Sin embargo, no molesté a Wemmick con estos detalles.
—Estando la casa con el mirador —siguió diciendo Wemmick— junto al río, entre Limehouse y Greenwich, y perteneciendo, según parece, a una respetable viuda que tiene un último piso, amueblado, sin alquilar, el señor Herbert me preguntó qué me parecía el piso en cuestión como albergue transitorio para Tom, Jack o Richard. Me pareció muy bien por tres razones que le voy a decir. Primera: está apartado de los sitios que usted puede frecuentar y lejos de toda aglomeración de calles, grandes o pequeñas. Segunda: sin necesidad de ir en persona, puede estar al corriente de lo que hace Tom, Jack o Richard, por medio del señor Herbert. Tercera: después de algún tiempo, y cuando parezca prudente, si quiere usted colar a Tom, Jack o Richard a bordo de algún buque extranjero, lo tendrá usted allí… a mano.
Muy consolado por aquellas consideraciones, di efusivamente las gracias a Wemmick y le rogué que continuase.
—Pues bien. El señor Herbert puso manos a la obra con decisión y a las nueve de la noche de ayer trasladó a Tom, Jack o Richard (quienquiera que sea, ni usted ni yo deseamos saberlo) con todo éxito. En su antiguo alojamiento dijeron que le requerían en Dover y, en efecto, tomaron la carretera de Dover, para torcer luego por una esquina. Tuvo esto otra gran ventaja, y es que se llevó a cabo sin usted, de modo que si alguien le seguía los pasos podrá decir que usted se hallaba a muchas millas de distancia y ocupado en otros asuntos. Eso desvía las sospechas y las confunde; por la misma razón le recomendé que no fuese a su casa, si regresaba anoche. Esto confunde más las cosas y usted necesita, precisamente, que haya confusión.
Wemmick, que había terminado el desayuno, consultó su reloj y empezó a ponerse el frac.
—Y ahora, señor Pip —dijo con las manos todavía dentro de las mangas—, probablemente he hecho ya cuanto me era posible; pero si puedo hacer algo más, desde el punto de vista de Walworth y de un modo estrictamente personal y particular, tendré el mayor gusto en ello. Aquí están las señas. No habrá inconveniente en que vaya usted esta noche a ver por sí mismo si todo anda bien con Tom, Jack o Richard, antes de irse a su propia casa, lo cual es otra razón para que ayer noche no fuera a ella. Pero en cuanto esté en su propio domicilio, no vuelva por aquí. Me he alegrado mucho de verle, señor Pip —sus manos habían salido ya de las mangas y yo se las estrechaba—, y, finalmente, deje que le diga una cosa importante. —Me puso las manos en los hombros y añadió en voz baja y solemne—: Aproveche usted esta misma noche para apoderarse de sus bienes portátiles. Usted no sabe lo que puede ocurrirle a él. No deje que ocurra nada a los bienes portátiles.
Desesperando por completo de poder hacer comprender a Wemmick mi opinión acerca del particular, no lo intenté siquiera.
—Es la hora —dijo Wemmick— y he de marcharme. Si no tiene usted nada más importante que hacer hasta que oscurezca, le aconsejaría que se quedara aquí hasta entonces. Parece usted muy preocupado, y no le irá mal pasar un día perfectamente tranquilo con mi anciano padre, que se levantará en breve, y probar un poco de… ¿se acuerda usted del cerdo?
—Naturalmente —le dije.
—Pues bien, un poco de él. La salchicha que asó usted era suya, y, en todos los aspectos, el animal ha resultado de primera. Pruébelo, aunque no sea más que por hacer honor al hecho de haberlo conocido. ¡Adiós, padre! —añadió gritando alegremente.
—¡Está bien, John, está bien! —contestó el Anciano desde dentro.
Pronto me quedé dormido ante el fuego de Wemmick, y el Anciano y yo disfrutamos de nuestra mutua compañía, pasando casi todo el día en un sueño. Para comer tuvimos lomo de cerdo y verduras cosechadas en la propiedad, y yo hacía reverencias en obsequio del Anciano, siempre que no las hacía a impulsos del sueño. Al oscurecer dejé al viejo preparando el fuego para tostar el pan; y por el número de las tazas de té, así como por las miradas que mi compañero dirigía a las dos puertecillas de la pared, colegí que se esperaba a la señorita Skiffins.