En la estancia donde estaba la mesa tocador y donde ardían las bujías en las paredes, encontré a la señorita Havisham con Estella. La primera estaba sentada en un canapé ante el fuego y Estella en un almohadón a sus pies. La joven hacía calceta y la señorita Havisham lo contemplaba. Ambas levantaron los ojos al entrar yo, y ambas hallaron un cambio en mí. Lo conocí en las miradas que cruzaron.
—¿Qué viento te trae, Pip? —preguntó la señorita Havisham.
Aunque me miraba fijamente, me di cuenta de que estaba algo confusa. Estella interrumpió por un momento su labor, fijando en mí sus ojos, y luego siguió trabajando; y en el movimiento de sus dedos, tan claramente como si hubiera sido en el lenguaje de los mudos, leí que adivinaba que yo había descubierto a mi bienhechor.
—Señorita Havisham —dije—, ayer fui a Richmond para hablar con Estella; y hallando que algún viento la había traído aquí, aquí la he seguido.
Como la señorita Havisham me indicase por tercera o cuarta vez que me sentara, tomé la silla que había ante la mesa tocador, la que le vi ocupar tantas veces. Y con toda aquella ruina a mis pies y a mi alrededor, aquel lugar me pareció aquel día el más indicado para mí.
—Lo que le quería decir a Estella, señorita Havisham, se lo diré ante usted ahora mismo… dentro de un instante. No será cosa que la sorprenda ni la disguste a usted. Soy todo lo desgraciado que pueda usted desear.
La señorita Havisham seguía mirándome fijamente. Por el movimiento de los dedos de Estella comprendí que estaba atenta a lo que yo decía; pero no levantó los ojos.
—He descubierto quién es mi bienhechor. No ha sido un descubrimiento afortunado ni a propósito para mejorar mi reputación, mi situación, mi fortuna, ni nada. Hay razones que me impiden ser más explícito. Es un secreto que no me pertenece.
Mientras guardaba silencio por un momento, mirando a Estella y pensando cómo continuaría, la señorita Havisham murmuró:
—Es un secreto que no te pertenece. ¿Y qué?
—La primera vez que me hizo venir aquí, señorita Havisham, cuando yo vivía en la aldea cercana, que ojalá no hubiese abandonado nunca… supongo que entré aquí como pudiera haber entrado otro muchacho cualquiera… como una especie de criado, para satisfacer una necesidad o un capricho y recibir el salario correspondiente.
—Sí, Pip —replicó la señorita Havisham, con un movimiento afirmativo de la cabeza—. Así fue.
—Y que el señor Jaggers…
—El señor Jaggers —dijo la señorita Havisham, interrumpiéndome con firmeza— no tenía nada que ver con eso y no sabía una palabra de ello. El que sea al mismo tiempo mi abogado y el de tu protector es una coincidencia que no tiene nada de particular, puesto que sostiene la misma clase de relaciones con gran número de personas. Pero sea como fuere, sucedió así sin que nadie lo procurara.
Cualquiera que hubiera contemplado entonces su macilento rostro habría podido ver que no se excusaba ni mentía.
—Pero cuando yo caí en el error en que he permanecido por espacio de tanto tiempo, usted me dejó en él —dije.
—Sí —contestó, afirmando otra vez con movimientos de cabeza—, te dejé en el error.
—¿Fue eso un acto bondadoso?
—¿Y por qué? —exclamó la señorita Havisham, golpeando el suelo con su bastón y encolerizándose tan de repente que Estella la miró sorprendida—. ¿Por qué, en nombre de Dios, he de ser bondadosa?
Mi queja era una debilidad en la que no había pensado caer. Así se lo manifesté cuando ella se quedó pensativa después de su estallido.
—Bien, bien —dijo—. ¿Qué más?
—Se me pagó liberalmente por los servicios prestados aquí —dije para calmarla— con el dinero para mi aprendizaje; así pues, he hecho estas preguntas sólo para informarme. Lo que sigue tiene otro objeto, y espero que menos interesado. Al permitirme que continuara con mi error, señorita Havisham, usted castigó o puso a prueba (ponga usted aquí los términos que mejor expresen su intención sin ofenderse) a sus egoístas parientes.
—Sí. Ellos se imaginaron lo mismo que tú. ¿Qué vida había sido la mía, para que hubiera de molestarme en rogaros, a ellos y a ti, que no os hicierais semejantes figuraciones? Os engañasteis vosotros mismos. Yo no tuve parte en ello.
Esperando a que, de nuevo, se calmara, porque también eso lo dijo muy alterada, continué:
—Fui a vivir con una familia emparentada con usted, señorita Havisham, y desde que llegué a Londres he estado constantemente entre ellos. Me consta que sufrieron honradamente el mismo engaño que yo. Y cometería una falsedad y una bajeza si no le dijera, tanto si lo cree como si no lo cree, tanto si es de su agrado como si no, que juzga mal al señor Matthew Pocket y a su hijo Herbert, si cree que no son generosos, leales, sinceros e incapaces de cualquier intriga o mezquindad.
—Son tus amigos —objetó la señorita Havisham.
—Me ofrecieron su amistad —repliqué— precisamente cuando pensaban que les había perjudicado en sus intereses, y cuando vi a la señorita Sarah Pocket, ni la señorita Georgiana ni la señora Camilla eran amigas mías, pienso yo.
Observé con satisfacción que este contraste de los Pocket con los demás parecía impresionarla. Me miró por unos instantes, y dijo:
—¿Qué quieres para ellos?
—Solamente —le contesté— que no los confunda con los demás. Es posible que tengan la misma sangre, pero créame usted, no tienen el mismo carácter.
Sin dejar de mirarme atentamente, la señorita Havisham repitió:
—¿Qué quieres para ellos?
—No alcanza mi astucia, ya lo ve usted —le dije en respuesta, sintiendo que me ruborizaba un poco—, a poder ocultarle, aunque me lo propusiera, que deseo algo. Señorita Havisham, si pudiera usted disponer del dinero necesario para hacer a mi amigo Herbert un favor para toda la vida, pero que, dada la naturaleza del caso, debería hacerse sin que él se enterara, yo podría indicarle a usted el modo.
—¿Por qué ha de hacerse sin que él se entere? —preguntó, apoyando las manos en su bastón a fin de mirarme con mayor atención.
—Porque —respondí— yo mismo empecé a prestarle este servicio hace más de dos años, sin que él lo supiera, y no quiero que descubra lo que he hecho por él. No puedo explicar la razón por la cual no me es posible terminar lo empezado. Forma parte del secreto que no me pertenece.
Poco a poco, la señorita Havisham apartó de mí su mirada y la volvió hacia el fuego. Después de contemplarlo por espacio de lo que, en medio del silencio reinante y a la luz de las bujías que se consumían lentamente, pareció un largo rato, se sobresaltó con el ruido de unas brasas al desplomarse y volvió a mirarme, primero casi sin verme, y luego con interés cada vez mayor. Mientras tanto, Estella no había dejado de hacer calceta. Cuando la señorita Havisham hubo centrado en mí su atención, dijo, hablando como si no hubiese habido interrupción en nuestro diálogo:
—¿Qué más?
—Estella —añadí, volviéndome entonces hacia la joven y tratando de dominar el temblor de mi voz—, ya sabes que te amo. Ya sabes que te he amado siempre con toda el alma.
Ella dirigió la vista a mi rostro al verse interpelada de este modo, sin abandonar la labor, y me miró con expresión inmutable. Vi que la señorita Havisham nos observaba, fijando alternativamente los ojos en cada uno de nosotros.
—Te lo habría dicho antes, de no haber sido por el error en que me hallaba. Éste me inducía a creer que la señorita Havisham nos tenía destinados el uno para el otro. Mientras pensé que tú, por decirlo así, no tenías más remedio que obedecer, me abstuve de hablar; pero ahora debo decírtelo.
Siempre serena, y sin cesar de mover los dedos, Estella movió la cabeza.
—Ya sé —dije en respuesta a aquel ademán—, ya sé que no tengo la esperanza de poder llamarte mía, Estella. Ignoro lo que será de mí muy pronto, lo pobre que seré o adónde tendré que ir. Sin embargo, te amo. Te amo desde que te vi por primera vez en esta casa.
Mirándome con inquebrantable serenidad y sin dejar de mover los dedos, movió de nuevo la cabeza.
—Habría sido cruel, por parte de la señorita Havisham, haber jugado con la sensibilidad de un pobre muchacho y haberme torturado durante estos largos años con una esperanza vana y un cortejo inútil, en caso de que hubiera reflexionado acerca de lo que hacía. Pero creo que no pensó en eso. Creo que sus propios sufrimientos le hicieron olvidar los míos, Estella.
Vi que la señorita Havisham se llevaba la mano al corazón y la dejaba allí mientras seguía mirándonos, alternativamente, a Estella y a mí.
—Parece —dijo Estella— que existen sentimientos e ilusiones (no sé cómo llamarlos) que no puedo comprender. Cuando dices que me amas, entiendo lo que esto significa, como una frase hecha, pero nada más. No le dices nada a mi corazón; no conmueves nada en él. No me interesa lo que puedas decir. Muchas veces he tratado de advertirte de ello, ¿no es cierto?
—Sí —contesté tristemente.
—Sí. Pero no querías darte por avisado, porque creías que no hablaba en serio. ¿Es verdad o no?
—Creía y confiaba estar en lo cierto, que no era posible que hablases en serio. ¡Tú, tan joven, tan feliz y tan hermosa, Estella! Ciertamente, eso es algo que está en desacuerdo con la naturaleza.
—Está en mi naturaleza —replicó. Y luego añadió significativamente—: Está en la naturaleza que han formado en mí. Hago una gran diferencia entre tú y la demás gente cuando te digo esto. Más, no puedo hacer.
—¿No es cierto —pregunté— que Bentley Drummle está en la villa y te corteja?
—Es verdad —contestó ella, refiriéndose a él con la indiferencia del supremo desdén.
—¿Es cierto que alientas sus pretensiones, que sales a caballo en su compañía y que él va a cenar contigo esta misma noche?
Pareció algo sorprendida de que yo supiera eso, pero de nuevo contestó:
—Es cierto.
—¡Tú no puedes amarle, Estella!
Sus dedos se quedaron quietos por vez primera cuando me respondió con enojo:
—¿Qué te dije antes? ¿Sigues creyendo, a pesar de todo, que no hablo con sinceridad?
—Pero ¿tú no te casarías nunca con él, Estella?
Miró a la señorita Havisham y reflexionó un momento, con la labor entre las manos. Luego exclamó:
—¿Por qué no decir la verdad? Voy a casarme con él.
Escondí la cara entre las manos, pero logré dominarme mejor de lo que esperaba, dada la angustia que me causaba oírle estas palabras. Cuando volví a levantar el rostro, advertí tan espantosa mirada en el de la señorita Havisham que me quedé impresionado, aun en medio del terrible dolor que me embargaba.
—Estella, querida Estella, no permitas que la señorita Havisham te lleve a dar ese paso fatal. Recházame para siempre (ya lo has hecho y no lo olvido), pero entrégate a alguien más digno que Drummle. La señorita Havisham te entrega a él como el mayor desprecio y la mayor injuria que se puede hacer a tus muchos admiradores, mejores que Drummle, y a los pocos que verdaderamente te aman. Entre esos pocos puede haber alguno que te quiera tanto como yo, aunque ninguno que te quiera desde hace tanto tiempo. ¡Cásate con él y por el amor que te tengo lo soportaré mejor!
Mi vehemencia pareció despertar en ella un asombro que parecía mezclado de compasión, como si hubiera llegado a comprenderme algo.
—Voy a casarme con él —dijo en tono más afectuoso—. Se están haciendo los preparativos para mi boda y me casaré pronto. ¿Por qué mezclas injuriosamente en todo eso el nombre de mi madre adoptiva? Esto es cosa mía.
—¿Es cosa tuya, Estella, entregarte a una bestia?
—¿A quién quieres que me entregue? —respondió con una sonrisa—. ¿Acaso al hombre que más pronto hubiera de sentir (si es que la gente siente estas cosas) que no le había aportado nada en absoluto? ¡Vamos! Viviré bien y mi marido igualmente. Y en cuanto a llevarme a lo que llamas ese paso fatal, has de saber que la señorita Havisham preferiría que esperara y no me casara tan pronto; pero estoy cansada de la vida que he llevado hasta ahora, que tiene muy pocos encantos para mí, y deseo cambiarla. No hablemos más, porque nunca podremos comprendernos.
—¡Una bestia tan ruin y tan estúpida! —exclamé desesperado.
—No temas que vaya a ser una bendición para él —dijo Estella—. No seré nada de eso. Y ahora aquí tienes mi mano. ¿Nos despediremos ahora, muchacho visionario… u hombre?
—¡Oh, Estella! —respondí, mientras, por más que hiciera por contenerlas, amargas lágrimas caían de mis ojos sobre su mano—. Aunque me quedara en Inglaterra y pudiera levantar la cabeza como los demás, ¿cómo podría resignarme a verte convertida en esposa de Drummle?
—¡Tonterías! —dijo—. Eso pasará en poco tiempo.
—¡Jamás, Estella!
—Dentro de una semana me habrás olvidado.
—¡Que te habré olvidado! Eres parte de mí mismo. Has estado en cada una de las líneas que he leído, desde que vine aquí por vez primera, cuando era un muchacho ordinario y rudo, cuyo pobre corazón ya heriste entonces. Has estado en todas las esperanzas que desde entonces he tenido… en el río, en las velas de los barcos, en los marjales, en las nubes, en la luz, en la oscuridad, en el viento, en los bosques, en el mar, en las calles. Has sido la encarnación de cualquier graciosa fantasía que mi mente haya conocido. Las piedras de que están hechos los más sólidos edificios de Londres no son más reales, ni más imposibles de mover para ti de lo que han sido y serán para mí, allí y en todas partes, tu presencia y tu influencia. Hasta la última hora de tu vida, Estella, no tienes más remedio que seguir siendo parte de mí mismo, parte del poco bien o del mal que exista en mí. Pero en el momento de separarnos, te asocio solamente con el bien, y fielmente te recordaré confundida con él, porque, a pesar del vivo dolor que ahora siento, tienes que haberme hecho más bien que mal. ¡Oh, Dios te bendiga, y Dios te perdone!
No sé en qué paroxismo de infelicidad llegué a pronunciar estas entrecortadas palabras. La rapsodia manaba dentro de mí como la sangre de una herida interna, y brotaba al exterior. Llevé su mano a mis labios sosteniéndola allí unos momentos y luego me alejé. Pero siempre recordé —y pronto con mayor razón— que, así como Estella me miraba con incrédulo asombro, el rostro espectral de la señorita Havisham, que seguía con la mano apoyada en su corazón, parecía resolverse en una espectral mirada de compasión y remordimiento.
¡Todo había acabado! ¡Todo estaba perdido! Tanto era lo acabado y perdido que cuando salí de la casa la misma luz del día me pareció más oscura que al entrar. Por unos momentos me oculté pasando por veredas y callejas, y luego emprendí a pie el camino de Londres. Porque en aquel punto me había recobrado lo suficiente para pensar que no podía volver a la posada y encontrarme con Drummle, que no podría soportar ir sentado en el coche y que me hablaran los viajeros; que no podía hacer nada mejor que extenuarme de fatiga.
Era más de medianoche cuando crucé el Puente de Londres. Siguiendo las calles estrechas e intrincadas que en aquel tiempo se dirigían hacia el oeste, cerca de la ribera correspondiente a Middlesex, el rumbo más directo hacia el Temple era siguiendo la orilla del río, a través de Whitefriars. No me esperaban hasta la mañana siguiente, pero tenía mis llaves y, aunque Herbert se hubiera acostado, podía entrar sin molestarle.
Como raras veces entraba por la verja de Whitefriars después de estar cerrada la del Temple, y, por otra parte, iba cansado y lleno de barro, no tomé a mal que el portero me examinara con la mayor atención, mientras tenía abierta la verja para que entrase. A fin de auxiliar su memoria, pronuncié mi nombre.
—No estaba muy seguro, señor, pero me lo parecía. Aquí hay una carta, señor. El mensajero que la trajo dijo que tal vez usted tendría la amabilidad de leerla a la luz de mi farol.
Muy sorprendido por esta indicación, tomé la carta. Estaba dirigida al señor Philip Pip, y en la parte superior del sobrescrito se veían las palabras: «TENGA LA BONDAD DE LEER LA CARTA AQUÍ». La abrí mientras el vigilante sostenía el farol, y dentro hallé una línea, de letra de Wemmick, que decía:
«NO VAYA A SU CASA.»