CAPÍTULO XLIII

¿Para qué detenerme a preguntar ahora hasta qué punto mi repugnancia hacia Provis podía deberse al pensamiento de Estella? ¿Para qué entretenerme en mi camino, a fin de comparar el estado de mi espíritu cuando me esforzaba por librarme de la atmósfera de la cárcel antes de ir a buscar a Estella al despacho de las diligencias, con el estado de espíritu con que ahora reflexionaba sobre el abismo existente entre ella, con su orgullo y su belleza, y el forzado a quien albergaba en mi casa? No por hacerlo sería más llano el camino, ni mejor el final, ni mi protector ganaría nada, ni yo me sentiría aliviado.

Esta narración había engendrado en mi espíritu otro temor, o, mejor dicho, había dado forma y objeto a un temor ya existente. Si Compeyson vivía y descubría el regreso de Provis, las consecuencias no podían ser dudosas. Que Compeyson tenía a Provis un miedo mortal ninguno de los dos lo sabía mejor que yo, y era fácil imaginar que un hombre tal como nos había sido descrito no vacilaría un instante en librarse de un enemigo temido por el seguro medio de la delación.

Nunca había dicho una palabra a Provis y nunca se la diría —por lo menos así lo tenía resuelto— acerca de Estella. Pero le dije a Herbert que antes de marcharme al extranjero debía ver a Estella y a la señorita Havisham. Esto fue cuando nos quedamos solos la noche del mismo día en que Provis nos refirió su historia. Resolví, pues, ir a Richmond al siguiente día, y así lo hice.

Al presentarme a la señora Brandley, ésta hizo llamar a la doncella de Estella, quien me dijo que la joven había marchado al campo. ¿Adónde? A la casa Satis, como de costumbre. No como de costumbre, dije yo, pues hasta entonces nunca había ido sin mí. ¿Cuándo volvería? Hubo un aire de reserva en la respuesta que aumentó mi perplejidad. La doncella me dijo que, según creía, sólo volvería por poco tiempo. No pude sacar nada en limpio de estas palabras, excepto que habían sido dichas con el propósito de que no sacara nada en limpio, y me volví a casa completamente desconcertado.

Otra consulta nocturna con Herbert después de retirarse Provis (yo le acompañaba siempre a su alojamiento sin dejar de vigilar atentamente) nos llevó a la conclusión de que no debía hablarse del proyectado viaje al extranjero hasta que yo regresara de mi visita a la señorita Havisham. Mientras tanto, Herbert y yo reflexionamos por separado acerca de lo que sería mejor: si tomar como pretexto una supuesta sospecha de que alguien le estaba vigilando, o que yo, que nunca había estado en el extranjero, manifestara deseos de hacer un viaje. Sabíamos que él aceptaría cualquier cosa que yo le propusiera y estábamos de acuerdo en que Provis no podía de ningún modo prolongar muchos días el peligro a que estaba expuesto.

Al día siguiente cometí la bajeza de fingir que tenía el compromiso de ir a ver a Joe; pero es que con Joe, con su nombre, yo era capaz de cometer cualquier indignidad. Durante mi ausencia, Provis debería andarse con el mayor cuidado y Herbert se encargaría de él como lo hacía yo. Me proponía estar ausente una sola noche, y a mi regreso debíamos empezar a satisfacer la impaciencia de Provis por verme en plan de gran señor. Entonces se me ocurrió, y, según comprobé luego, lo mismo se le ocurrió a Herbert, que esto último podría servirnos para inducirle a viajar al extranjero, con la excusa de hacer compras o algo por el estilo.

Habiendo preparado así mi visita a la señorita Havisham, salí en la primera diligencia del día siguiente, cuando apenas clareaba, y me hallé en pleno campo al apuntar el día, que parecía renquear, gimiendo y tiritando, y envuelto en retazos de nubes y jirones de niebla como un mendigo. Cuando llegamos al Jabalí Azul, después de un viaje lloviznoso, ¡cuál no sería mi asombro al ver salir a la puerta a contemplar la diligencia, con un mondadientes en la mano, a Bentley Drummle!

Como él fingió no haberme visto, yo hice como si no le viera; lo cual resultó un pobre fingimiento por ambas partes, y con mayor motivo cuando ambos entramos en la sala del café, donde él acababa de terminar su desayuno, y donde yo encargué el mío. Se me hacía odioso verle en la villa, pues de sobra sabía por qué estaba allí.

Fingiendo leer un periódico atrasado, que no tenía nada tan legible en sus noticias locales como las materias exteriores de café, encurtidos, salsa de pescado, mantequilla y vino de que estaba cubierto, como si hubiera cogido un sarampión muy irregular, me senté a mi mesa mientras él permanecía ante el fuego. Poco a poco se me hizo enormemente ofensivo que estuviera allí. Me levanté decidido a obtener mi parte del calor de la chimenea. Tuve que pasar la mano por detrás de sus piernas para alcanzar el hurgón cuando quise atizar el fuego; pero, a pesar de ello, seguí fingiendo no conocerle.

—¿Es un desaire? —preguntó el señor Drummle.

—¡Oh! —exclamé, con el atizador en la mano—. ¿Es usted? ¿Cómo está usted? Me estaba preguntando quién sería el que tapaba el fuego.

Dicho esto, revolví las brasas de un modo tremendo y después me planté a su lado, con los hombros rígidos y de espaldas al fuego.

—¿Acaba usted de llegar? —preguntó el señor Drummle, empujándome ligeramente con su hombro.

—Sí —le contesté, empujándole ligeramente con el mío.

—Qué sitio más asqueroso —dijo Drummle—. Creo que es su tierra.

—Sí —asentí—. Y he oído decir que se parece mucho a Shropshire.

—No se le parece en nada —contestó. Aquí el señor Drummle se miró las botas y yo me miré las mías; y luego el señor Drummle miró las mías y yo miré las suyas.

—¿Hace mucho que está usted aquí? —le pregunté, decidido a no ceder una pulgada del fuego.

—Lo suficiente para estar cansado —contestó Drummle fingiendo un bostezo, pero igualmente decidido a no ceder.

—¿Estará aún mucho tiempo?

—No puedo decirlo —contestó Drummle—. ¿Y usted?

—No puedo decirlo —repliqué.

Aquí supe, en un estremecimiento de todo mi cuerpo, que, si la espalda del señor Drummle hubiera reclamado un pelo más de espacio, le habría arrojado contra la ventana, y también comprendí que, si mi hombro hubiera expresado la misma pretensión, el señor Drummle me habría arrojado a la mesa más cercana. Él se puso a silbar y yo hice lo mismo.

—Por aquí abundan los marjales, según creo —observó Drummle.

—Sí. ¿Y qué? —repliqué.

El señor Drummle me miró, miró mis botas y dijo:

—¡Oh!

Y se echó a reír.

—¿Le divierte esto, señor Drummle?

—No —contestó—, no mucho. Voy a pasear a caballo. Pienso entretenerme explorando estos marjales. Me han dicho que hay en ellos villorrios extraviados y curiosas tabernas y herrerías. ¡Camarero!

—¿Señor?

—¿Está ensillado mi caballo?

—Lo tiene usted a la puerta, señor.

—Muy bien. Ahora fíjate. Hoy la señorita no saldrá a caballo porque hace mal tiempo.

—Muy bien, señor.

—Y yo no vendré a comer porque comeré en casa de la señorita.

—Muy bien, señor.

Drummle me miró con tan insolente expresión de triunfo en su cara mofletuda que, a pesar de ser tan estúpido, se me clavó en el corazón y me exasperó de tal modo que me vinieron ganas de cogerlo en mis brazos (tal como dicen que el bandido del cuento cogió a la anciana señora) y sentarlo sobre el fuego.

Una cosa era evidente para ambos, y era que, de no venir nadie en nuestra ayuda, ninguno de los dos podía abandonar el fuego. Allí estábamos firmes ante la chimenea, hombro contra hombro y pie contra pie, sin ceder una pulgada. Podía verse el caballo a la puerta bajo la llovizna; mi desayuno estaba en la mesa; habían retirado el servicio de Drummle; el camarero me había invitado a sentarme, yo le había hecho un signo de asentimiento, pero los dos continuábamos inmóviles ante el fuego.

—¿Ha estado usted recientemente en la Enramada? —me preguntó Drummle.

—No —le contesté—. Quedé harto de Pinzones la última vez que estuve.

—¿Fue cuando tuvimos aquella pequeña diferencia?

—Sí —le contesté secamente.

—¡Caramba! —exclamó él en tono de fisgo—. Pues le salió muy barato. No tenía usted por qué perder los estribos.

—Señor Drummle —le contesté—, no es usted quién para darme consejos sobre el particular. Cuando pierdo los estribos (y con eso no quiero decir que los perdiera en aquella ocasión), por lo menos no tiro vasos.

—Pues yo sí —respondió Drummle.

Después de mirarle una o dos veces en un creciente estado de contenida ferocidad, dije:

—Señor Drummle, yo no he buscado esta conversación, y no me parece que sea agradable.

—Seguro que no —dijo con altanería y mirándome por encima del hombro—. No le encuentro ninguna gracia.

—Por lo tanto —continué—, con su permiso, me aventuraré a proponer que en adelante dejemos de tener ninguna clase de comunicación.

—Abundo en su parecer, y habría propuesto lo mismo —dijo Drummle—. O lo habría hecho, que es lo más probable, sin anunciarlo. Pero no pierda usted los estribos. ¿No ha perdido ya bastante?

—¿Qué quiere usted decir, caballero?

—¡Camarero! —gritó Drummle por toda respuesta.

El camarero reapareció.

—Oye. Supongo que has comprendido bien que la señorita no paseará hoy a caballo y que yo comeré en su casa…

—Perfectamente, señor.

Después de que el camarero, habiendo puesto la mano en la tetera y hallándola fría, me hubo dirigido una mirada suplicante y se hubo marchado, Drummle, cuidando mucho de no mover el hombro, que tocaba con el mío, sacó un cigarro del bolsillo, mordió la punta y lo encendió, pero sin dar señal alguna de querer apartarse. Enfurecido como estaba, comprendí que no podríamos cruzar una palabra más sin que saliese a relucir el nombre de Estella, que no podía ni sufrir oírle pronunciar, por lo cual clavé los ojos en la pared de enfrente como si no hubiera nadie en la sala, y me obligué a guardar silencio.

No es posible decir cuánto tiempo habríamos permanecido en tan ridícula situación, de no haber sido por la irrupción de tres granjeros ricos, traídos expresamente, me figuro yo, por el camarero, los cuales entraron en la sala desabrochándose los abrigos y frotándose las manos; y ante los cuales, como dieran una carga en dirección al fuego, no tuvimos más remedio que retirarnos.

A través de la ventana vi a Drummle agarrar las crines de su caballo, montando del modo torpe y brutal que le era peculiar, y desaparecer a reculones. Pensaba que se había marchado cuando volvió pidiendo fuego para el cigarro que tenía en la boca. Salió a dárselo (no sé de dónde, si del patio, de la posada o de la calle) un hombre vestido con ropas de color polvoriento. Y mientras Drummle se inclinaba sobre la silla para encender el cigarro y se reía, moviendo la cabeza en dirección a la sala del café, los hombros inclinados y el cabello revuelto de aquel hombre que me daba la espalda me recordaron a Orlick.

Demasiado preocupado para cuidarme de averiguar si lo era o no, o para tocar siquiera el desayuno, me lavé la cara y las manos a fin de quitarme las huellas del viaje y me dirigí a la casa vieja y memorable donde habría sido mejor para mí no haber puesto en la vida ni la mirada ni los pies.