CAPÍTULO XLII

—Querido muchacho y amigo de Pip: no voy a contarles mi vida cual si fuese una canción o una novela. Para empezar, con cuatro palabras tendré bastante. En la cárcel y fuera de ella, en la cárcel y fuera de ella, en la cárcel y fuera de ella. Esto es todo. Así fue mi vida hasta que me embarcaron después de aquellos días en que Pip me socorrió.

»He sufrido de todo, excepto la horca. Me han tenido encerrado con tanto cuidado como una tetera de plata. Me han llevado de un lado a otro, me han echado de esta población, me han echado de aquélla, me han metido en el cepo, me han azotado y me han atormentado y zarandeado. No tengo más idea que ustedes del lugar donde nací. Cuando empecé a reparar en mi existencia, me hallaba en Essex, hurtando nabos para comer. Recuerdo que alguien me abandonó; era un hombre, un calderero remendón, y se llevó el fuego consigo y me dejó tiritando.

»Sabía que me llamaba Magwitch y que mi nombre de pila era Abel. ¿Cómo lo sabía? Pues del mismo modo que sabía que los pájaros que veía en los setos se llamaban el uno pinzón, el otro zorzal y el otro gorrión. Podría haber creído que todo junto no era más que mentira, pero como resultó que los nombres de los pájaros eran verdaderos, hube de suponer que también el mío lo era.

»Por lo que recuerdo, no había alma viviente que al ver al pequeño Abel Magwitch, tan mal vestido como mal comido, no se asustara de él y no le ahuyentase o le hiciese prender… Y tantas veces me metieron en la cárcel que casi puedo decir que crecí en ella.

»Y así, cuando aún no era más que una criatura harapienta, la más digna de lástima que haya visto (y no es que me hubiese mirado al espejo, porque pocos interiores amueblados conocía), tenía ya fama de ser un delincuente empedernido. «Éste es de los más empedernidos», decían en la cárcel al mostrarme a los visitantes. «Puede decirse que este muchacho no ha vivido más que en la cárcel.» Entonces los visitantes me miraban, y yo los miraba a ellos. Alguno me medían la cabeza, aunque mejor habrían hecho midiéndome el estómago, y otros me daban folletos que yo no sabía leer, o me hacían discursos que no entendía. Y siempre venían a hablarme del diablo. Pero ¿qué diablo podía ser yo? Algo tenía que meterme en el estómago, ¿no es cierto? Pero me voy poniendo ordinario y ya sé que no lo debo hacer. Querido muchacho y compañero de Pip, no se preocupen, que no volveré a ponerme ordinario.

»Vagabundeando, mendigando, robando, trabajando a veces, cuando podía (que no era muy a menudo, pues ustedes mismos dirán si habrían estado dispuestos a darme trabajo), haciendo un poco de cazador furtivo, un poco de labrador, un poco de carretero, un poco de segador, un poco de buhonero y un poco de muchas cosas de las que no dan nada y le meten a uno en dificultades, llegué a hacerme hombre. Un soldado desertor que encontré en un parador, escondido bajo un montón de patatas, me enseñó a leer, y un gigante vagabundo que escribía su nombre por un penique me enseñó a escribir. Ya no me encerraban tan a menudo como antes, pero aún gastaba mi buena porción de hierro de llaves.

»En las carreras de Epsom, hará cosa de veinte años, trabé relaciones con un hombre cuyo cráneo, si lo tuviese aquí, sería capaz de romper con este atizador como si fuese una pata de langosta. Su verdadero nombre era Compeyson; y ése era el hombre, querido Pip, con quien me viste pelear en la zanja, tal como dijiste anoche a tu amigo después que me hube ido.

»Ese Compeyson se había educado a lo caballero, había estado interno en un colegio y era instruido. Tenía el hablar suave y sabía conducirse con finura. También era guapo. La víspera de la gran carrera fue cuando lo encontré en el brezal, en un tenducho que yo conocía muy bien. Él y algunos más estaban sentados a las mesas cuando entré, y el dueño (que me conocía y que era un jugador de marca) le llamó y le dijo: «Creo que éste es el hombre que le conviene», refiriéndose a mí.

»Compeyson me miró estudiándome mucho y yo también le miré. Llevaba reloj con cadena, sortija y alfiler de corbata, y un elegante traje.

»—A juzgar por las apariencias, no tiene usted muy buena suerte —me dijo Compeyson.

»—Así es, amigo; nunca la he tenido. (Acababa de salir de la cárcel de Kingston, condenado por vagabundo. No es que no hubiera podido serlo por algo más, pero no lo fui.)

»—La suerte cambia —dijo Compeyson—; tal vez la de usted esté a punto de cambiar.

»—¡Ojalá! —le contesté—. Ya sería hora.

»—¿Qué sabe usted hacer? —preguntó Compeyson.

»—Comer y beber —le contesté—, si encuentra usted de qué.

»Compeyson se echó a reír, volvió a mirarme con mucha atención, me dio cinco chelines y me citó para la noche siguiente en el mismo sitio.

»Al día siguiente, a la misma hora y al lugar conocido, fui a verme con Compeyson, y éste me propuso ser su agente y su socio. ¿Y cuáles eran estos negocios de Compeyson en que íbamos a asociarnos? Los negocios de Compeyson eran la estafa, la falsificación de documentos y firmas, la circulación de billetes de banco robados y cosas por el estilo. Los negocios de Compeyson eran toda clase de golpes que pudiese planear, quedando él fuera de su ejecución, aunque arramblando con los beneficios y dejando a los demás en la estacada. Tenía tanto corazón como una lima de acero, era tan frío como la misma muerte y su cabeza era la del diablo de que hemos hablado antes.

»Había otro con Compeyson, uno llamado Arthur…, no porque fuese su nombre de pila, sino su apodo. Estaba el pobre muy derrotado y parecía una sombra. Unos años atrás, él y Compeyson habían jugado una mala pasada a una rica señora, gracias a la cual se hicieron con mucho dinero; pero Compeyson apostaba y jugaba y habría sido capaz de derrochar todo lo que la nación paga al rey. Así pues, Arthur se estaba muriendo, sin un penique y con los terrores.[19] La mujer de Compeyson, a quien éste trataba a patadas, se compadecía de él cuando podía, pero Compeyson no se compadecía de nada ni de nadie.

»Podía haber tomado ejemplo de Arthur, pero no lo hice. Y no voy a fingir que tuviera muchos escrúpulos, pues, ¿de qué serviría, querido muchacho y compañero de Pip? Así pues, empecé a trabajar con Compeyson y no fui más que un pobre instrumento en sus manos. Arthur vivía en el desván de la casa de Compeyson (que estaba muy cerca de Brentford) y Compeyson llevaba una cuenta exacta de lo que le debía por alojamiento y comida, para el caso de que se repusiera lo suficiente para pagársela con su trabajo. El pobre Arthur saldó pronto esta cuenta. La segunda o tercera vez que le vi, bajó arrastrándose hasta el salón de Compeyson, a altas horas de la noche, sin más ropa que una bata de franela, con el cabello empapado en sudor, y le dijo a la mujer de Compeyson:

»—Sally, esta vez es verdad que está arriba conmigo y no puedo librarme de ella. Va toda vestida de blanco, con flores blancas en el cabello, y está loca de remate y lleva un sudario colgado del brazo, diciendo que me lo pondrá a las cinco de la madrugada.

»—Vamos, tonto —le dijo Compeyson—. ¿No sabes que aún vive? ¿Cómo podría haber entrado en la casa sin pasar por la puerta o la ventana, y sin subir las escaleras?

»—Cómo está allí, no lo sé —respondió Arthur temblando horriblemente—; pero lo cierto es que está en el rincón, al pie de la cama y espantosamente loca. ¿Y dónde está su corazón destrozado? ¡Tú se lo destrozaste! Hay gotas de sangre.

»Compeyson le habló con violencia, pero siempre ha sido un cobarde.

»—Sube a este delirante a su cuarto —ordenó a su mujer—; Magwitch te ayudará. —Pero él no se acercaba siquiera.

»Entre la mujer de Compeyson y yo lo llevamos otra vez a la cama y él desvariaba de un modo que daba miedo.

»—¡Miradla! —gritaba—. ¿No veis cómo me amenaza con el sudario? ¿No la veis? ¡Mirad sus ojos! ¿Y no es horroroso verla tan loca? —Luego exclamaba—: ¡Me lo pondrá! ¡Me lo pondrá y yo estaré perdido! ¡Quitádselo! ¡Quitádselo!

»Y se agarraba a nosotros sin dejar de hablar con la sombra, o respondiéndole de tal modo que hasta a mí me parecía verla.

»La mujer de Compeyson, que ya estaba acostumbrada a sus cosas, le dio un poco de licor para quitarle el miedo y poquito a poco él se tranquilizó.

»—¡Oh, se ha ido! ¿Ha venido a llevársela su guardián? —exclamaba.

»—Sí, sí —le respondió la mujer de Compeyson.

»—¿Le ha dicho usted que la encierre y que atranque la puerta?

»—Sí.

»—¿Y que le quite aquel sudario tan horrible?

»—Sí, sí, todo eso hice.

»—Es usted una buena persona —le dijo a la mujer de Compeyson—. No me abandone, se lo ruego. Y muchas gracias.

»Descansó bastante tranquilo hasta pocos minutos antes de las cinco de la madrugada; en aquel momento se levantó dando un alarido y gritando:

»—¡Ya está aquí! ¡Vuelve con el sudario! ¡Ya lo despliega! ¡Ahora sale del rincón! ¡Viene hacia mi cama! ¡Sostenedme, uno por cada lado! ¡No dejéis que me toque con él! ¡Ah! Esta vez no me ha acertado. No le dejéis que me eche el sudario por encima de los hombros. Tened cuidado de que no me levante para envolverme con él. ¡Oh, ahora me levanta! ¡Sostenedme sobre la cama, por Dios!

»Dicho esto, se levantó en un esfuerzo desesperado y cayó muerto.

»Compeyson no se apuró gran cosa por ello, considerándolo una buena solución para ambas partes. Él y yo empezamos a trabajar muy pronto, y primero prestó juramento (pues siempre ha sido falso) sobre mi propio libro, este mismo de color negro sobre el que hice jurar, querido muchacho, a tu amigo.

»Para no meternos en pormenores sobre lo que Compeyson planeaba y yo ejecutaba, lo cual nos llevaría, tal vez, una semana, diré tan sólo, querido muchacho y compañero de Pip, que aquel hombre me enredó de tal modo que me convirtió en su esclavo. Yo siempre estaba en deuda con él, siempre bajo su pie, siempre trabajando y siempre corriendo peligro. Era más joven que yo, pero era astuto, instruido, me daba quinientas vueltas y no me tenía compasión alguna. Mi mujer, mientras yo pasaba esta mala temporada con… Pero, ¡alto! No he hablado de ella, aún…

Miró a su alrededor algo turbado, como si hubiese perdido el punto en el libro de sus recuerdos; volvió el rostro hacia el fuego, abrió las manos, que tenía apoyadas en las rodillas, las levantó luego y volvió a dejarlas donde las tenía.

—No hay necesidad de entrar en eso —dijo, mirando de nuevo a su alrededor—. La temporada que pasé con Compeyson fue casi tan mala como la peor de mi vida. Con esto queda dicho todo. ¿Les he referido que mientras estaba con Compeyson fui juzgado, yo solo, por un delito leve?

Respondí negativamente.

—Pues bien —continuó él—, fui juzgado y condenado. Y en cuanto a ser preso por sospechas, eso me ocurrió dos o tres veces durante los cuatro o cinco años que duró la cosa; pero faltaron las pruebas. Por último, Compeyson y yo fuimos juzgados por estafa, acusados de haber hecho circular billetes de banco robados, y de otras cosas, además. Compeyson me dijo: «Defensores distintos y nada de comunicación». Y esto fue todo. Yo me hallaba en tal pobreza que tuve que vender todas mis ropas, a excepción de las que llevaba puestas, antes no logré que me defendiera Jaggers.

»Cuando nos sentamos en el banquillo, lo primero que noté fue que Compeyson parecía un caballero, con su cabello rizado, su traje negro y su pañuelo blanco, en tanto que yo no parecía más que un vulgar maleante. Cuando empezó la vista y se presentaron las pruebas, vi que todas hacían de mí el responsable y apenas se referían a él. Cuando comparecieron los testigos, resultó que siempre era yo a quien juraban conocer; que fue a mí a quien entregaron el dinero, y que siempre era yo quien lo había hecho todo y se había quedado con el provecho. Pero cuando empezó a hablar la defensa, la cosa aún fue más clara, pues el abogado de Compeyson dijo: «Señor presidente, señores jurados: Ante ustedes tienen, sentados el uno junto al otro, a dos hombres completamente distintos. Uno de ellos, el más joven, bien educado y que como tal se muestra; el otro, el de más edad, inculto y grosero y que también se muestra como tal; el de más edad carece de educación y de instrucción. Al primero, pocas veces o ninguna se le ha visto intervenir en esta clase de operaciones y no hay contra él otra cosa que sospechas; al otro, al de más edad, siempre se le ha visto metido en ellas y siempre se ha podido probar su culpa. ¿Pueden, pues, dudar ustedes, acerca de quién es el culpable, si no hay más que uno, o de quién lo es más, si ambos lo son?». Y así por el estilo. Y en llegando a los antecedentes, ¿no era Compeyson quien había estado en un colegio? ¿Y no eran sus condiscípulos, fulano y mengano, que estaban en tal y tal otra posición? ¿Y no le habían conocido algunos testigos en círculos y sociedades donde se le tenía en el mejor concepto? En cuanto a mí, ¿no había sido condenado ya antes y no se me conocía en todas las cárceles y reformatorios? Y cuando nos llegó el turno de hablar, ¿no fue Compeyson quien lo supo hacer bajando de vez en cuando la cara y escondiéndola en su pañuelo, ¡ah!, y hasta soltándoles versos? ¿Y no fui yo el que no supo decir nada más que: «Señores, este hombre que tengo a mi lado es un solemne bribón»? Y cuando se pronunció el veredicto, ¿no fue Compeyson quien fue recomendado a la clemencia del tribunal en atención a su buena conducta y a la influencia que en él tuvieron las malas compañías, y en premio de haber declarado todo lo que sabía de mí? ¿Y no fui yo a quien no se le dedicó otra palabra que la de «culpable»? Y cuando le dije a Compeyson: «Cuando salgamos de aquí voy a romperte la cara», ¿no fue Compeyson quien pidió protección al juez y logró que se interpusieran dos carceleros entre nosotros? Y cuando nos sentenciaron, ¿no sacó él siete años y yo catorce, y no fue por él por quien el juez se condolió, porque habría podido ser un hombre de provecho? ¿Y no fue a mí a quien miró como un criminal empedernido, de pasiones violentas que forzosamente tenía que ir de mal en peor?

Se había ido poniendo en estado de gran excitación, pero se contuvo, hizo dos o tres aspiraciones cortas, tragó saliva otras tantas veces y, tendiéndome la mano, añadió, en tono tranquilizador:

—No voy a ser ordinario, querido muchacho.

Se había acalorado tanto que tuvo que sacar el pañuelo y enjugarse el rostro, la cabeza, el cuello y las manos, antes de poder continuar.

—Había dicho a Compeyson que le rompería la cara, y juré, ¡así Dios me rompiera la mía!, que lo haría. Fuimos a parar al mismo pontón; pero por más que hice, pasé mucho tiempo sin poder acercarme a él. Por fin logré ponerme detrás y le di un golpe en la mejilla, para que volviese la cara y atizarle entonces de firme, pero me vieron y me detuvieron. El calabozo de aquel barco no era muy sólido para un conocedor de calabozos que supiera nadar y bucear. Me escapé a tierra y andaba oculto por entre las tumbas cuando, por vez primera, vi a mi Pip.

Y me miró de un modo tan afectuoso que, de nuevo, se me hizo aborrecible a pesar de la gran compasión que me había inspirado.

—Gracias a mi Pip me enteré de que Compeyson corría también por los marjales. A fe mía que casi estoy seguro de que huyó por el miedo que me tenía, sin saber que yo estaba ya en tierra. Le perseguí, le alcancé y le rompí la cara. «Y ahora —le dije—, lo peor que puedo hacerte, sin cuidarme de lo que me pueda ocurrir, es devolverte al pontón.» Y me habría echado al agua con él, tirando de sus cabellos, si necesario hubiera sido, y le habría devuelto a bordo aun sin el auxilio de los soldados.

»Como es natural, él salió mejor librado, porque tenía mejores antecedentes que yo. Además, dijo que se había escapado porque mis intenciones asesinas le habían hecho perder la cabeza y por todo eso su castigo fue leve. En cuanto a mí, me cargaron de hierros, fui juzgado otra vez y me deportaron de por vida. Pero, mi querido muchacho, no resultó de por vida, puesto que estoy aquí.

Volvió a secarse la cabeza con el pañuelo, como hiciera antes; luego sacó lentamente del bolsillo su puñado de tabaco, se quitó la pipa del ojal donde la había puesto, la llenó poco a poco y se puso a fumar.

—¿Ha muerto? —pregunté después de un silencio.

—¿Quién, querido Pip?

—Compeyson.

—Puedes estar seguro de que, si vive, confía en que el que haya muerto sea yo —dijo Provis con feroz mirada—. Pero nunca más he oído hablar de él.

Herbert había estado escribiendo con su lápiz en la cubierta de un libro. Suavemente empujó el libro hacia mí, y mientras Provis seguía fumando con los ojos fijos en el fuego, pude leer en él:

El nombre del joven Havisham era Arthur. Compeyson es el hombre que fingió enamorarse de la señorita Havisham.

Cerré el libro y lo guardé, haciendo una ligera seña a Herbert; pero ninguno de los dos dijimos una sola palabra, y ambos nos quedamos mirando a Provis, que fumaba ante el fuego.