En vano trataría de describir el asombro y la inquietud de Herbert cuando, sentados los tres ante el fuego, le referí toda la historia. Baste decir que vi mis propios sentimientos reflejados en su rostro y entre ellos, especialmente, mi repugnancia hacia el hombre que tanto había hecho por mí.
Habría bastado para establecer una división entre aquel hombre y nosotros, aunque no hubiera habido otras circunstancias que nos distanciaran, el orgullo con que me oyó contar mi historia. A excepción de su pesarosa convicción de haber sido «ordinario» una vez desde su regreso (acerca de lo cual se puso a arengar a Herbert, en cuanto hube terminado mi revelación), no tuvo la menor sospecha de que yo pudiera hallar reparos a mi suerte. Su alarde de haberme convertido en un caballero y haber venido a ver cómo sostenía yo este papel con sus amplios recursos, parecía hecho en mi nombre tanto como en el suyo. Y en su espíritu estaba sólidamente establecida la conclusión de que tal alarde era sumamente agradable para ambos, y de que ambos debíamos estar orgullosos de ello.
—Aunque fíjese, amigo de Pip —le dijo a Herbert después de hablar por algún tiempo—, sé muy bien que desde que he vuelto, por espacio de medio minuto, he sido ordinario. Ya le dije a Pip que sabía que había sido ordinario. Pero no se inquiete usted por eso. No he hecho de Pip un caballero, como él hará un caballero de usted, para olvidar lo que se les debe a ustedes. Querido Pip y amigo de Pip, háganse ustedes cuenta de que de ahora en adelante llevo puesta una mordaza de finura. Amordazado estoy desde aquel momento en que, olvidándome de mí mismo, fui ordinario; amordazado para ahora, y amordazado para siempre.
—Ciertamente —dijo Herbert, pero no pareció que esto le consolase, y se quedó confuso y abatido.
Ambos esperábamos impacientes la hora de que nuestro huésped se fuera a su vivienda y nos dejara solos; pero sin duda alguna le ponía celoso dejarnos juntos y se quedó hasta muy tarde. Eran las doce de la noche cuando lo llevé a Essex Street y lo dejé en seguridad a la oscura puerta de su habitación. Cuando se cerró tras él, experimenté el primer momento de alivio que había conocido desde la noche en que llegó.
Siempre acuciado por el temeroso recuerdo del hombre a quien sorprendí en la escalera, iba vigilando cada vez que, de anochecida, sacaba a mi huésped a tomar el aire; e iba vigilando ahora. A pesar de lo difícil que es en una gran ciudad evitar la sospecha de que le siguen a uno, cuando sabe que hay peligro de que esto ocurra, no podía creer que ninguno de los que pasaban por mi lado tuviera el menor interés en mis movimientos. Los pocos que pasaban iban cada uno por su camino y la calle estaba desierta cuando regresé al Temple. Nadie había salido con nosotros por la puerta y nadie entró cuando volví. Al cruzar junto a la puerta vi las ventanas de Provis iluminadas y tranquilas, y cuando me quedé unos momentos ante la puerta del edificio, antes de subir la escalera, Garden Court estaba tan apacible y desierto como la misma escalera cuando subí.
Herbert me recibió con los brazos abiertos y nunca como entonces había sentido qué gran consuelo es tener un amigo. Después de dirigirme algunas palabras de simpatía y de aliento, ambos nos sentamos para discutir el asunto. ¿Qué debía hacerse?
Como la silla que había ocupado Provis seguía donde él había estado (porque tenía un modo especial, propio de su costumbre de habitar una cabaña, de andar inquietamente siempre alrededor del mismo sitio, cumpliendo con una serie de prácticas sucesivas con su pipa y su tabaco, su cuchillo y su baraja y no sé qué más, como si lo tuviese prescrito en una pizarra), digo, pues, que como la silla que había ocupado Provis seguía donde él había estado, Herbert la cogió sin pensar, pero al percatarse de ello la apartó y cogió otra. Después de eso no tuvo necesidad de decir que había cobrado aversión a mi protector, ni la tuve yo de confesar la que sentía. Nos hicimos esta mutua confidencia sin cambiar una palabra.
—¿Qué te parece —le pregunté a Herbert después de que se hubo sentado— que se puede hacer?
—Mi pobre Händel —replicó, cogiéndose la cabeza con las manos—, estoy demasiado aturdido para poder pensar.
—Lo mismo me ocurrió a mí, Herbert, al primer golpe. Pero algo hay que hacer. Este hombre está empeñado en hacer nuevos gastos… comprar caballos, coches y toda suerte de costosas superfluidades. Hay que impedírselo de un modo u otro.
—¿Quieres decir con eso que no puedes aceptar…?
—¿Cómo podría aceptar nada? —le interrumpí, aprovechando la pausa—. ¡Piensa en él! ¡Fíjate en él!
Ambos experimentamos un estremecimiento involuntario.
—Y sin embargo, Herbert, siente afecto por mí, un gran afecto. ¿Se ha visto nunca más triste sino?
—¡Pobre Händel! —repitió Herbert.
—Por otra parte —proseguí—, aunque me niegue a recibir nada más de él, piensa en lo que le debo ya, y además, tengo muchas deudas (demasiadas para mí, que ya no tengo expectativas de ninguna clase), y no estoy preparado para ninguna profesión ni sirvo para nada.
—Bueno, bueno —exclamó Herbert—. No digas que no sirves para nada.
—¿Para qué quieres que sirva? Sólo hay una cosa para la que, tal vez, podría servir, y es para sentar plaza. Ya lo habría hecho, mi querido Herbert, de no haber deseado tomar antes consejo de tu amistad y de tu afecto.
Por supuesto, aquí me faltó la voz, pero Herbert, fuera de estrecharme la mano con fuerza, no dio muestras de haberlo advertido.
—Sea como fuere, mi querido Händel —dijo al cabo de poco—, lo de sentar plaza no te conviene. Si fueses a renunciar a su protección y a sus favores, supongo que lo harías con la débil esperanza de poderle pagar un día lo que llevas recibido. No creo que la esperanza vaya a ser muy firme, haciéndote soldado. Además, es absurdo. Estarías mucho mejor en casa de Clarriker, por poco importante que sea. Ya sabes que tengo esperanzas de llegar a ser socio de ella.
¡Pobre muchacho! Poco sospechaba gracias a qué dinero.
—Pero hay otra cosa —continuó Herbert—. Se trata de un hombre ignorante, resuelto, con una idea fija que acaricia desde hace mucho tiempo. Además, puedo engañarme acerca de él, pero me parece de un carácter arrebatado y violento.
—Así es. Me consta —le contesté—. Deja que te cuente las pruebas que tengo de ello. —Y le conté lo que había omitido en mi narración; es decir, su encuentro con el otro presidiario.
—¡Fíjate pues! —observó Herbert—. Ha venido aquí con peligro de su vida, para realizar su idea fija. En el momento de verla realizada, después de sus trabajos y penalidades y de su larga espera, le hundes el suelo que pisa, destruyes su idea y haces que toda su fortuna no tenga ya valor para él. ¿No ves lo que podría hacer, bajo el peso de su desengaño?
—Lo he visto, Herbert, y he soñado con eso desde la noche fatal de su llegada. Nada se me ha representado con mayor claridad como la posibilidad de que haga algo para que lo prendan.
—Entonces cuenta —me contestó Herbert— con que habría gran peligro de que lo hiciese. Éste es el poder que ese hombre tendrá sobre ti mientras permanezca en Inglaterra y éste sería su desesperado proceder si tú le abandonases.
Me horrorizaba tanto aquella idea, que desde el primer momento me había atormentado, y cuya realización, en cierto modo, me convertiría, según lo veía yo, en un asesino, que no pude quedarme tranquilo en mi silla, y, levantándome, empecé a pasear por la estancia, Mientras tanto, le dije a Herbert que, aun en el caso de que Provis fuera reconocido y preso, a pesar de sí mismo, yo no podría menos de considerarme, aunque inocente, el autor de su muerte. Y así era; aun cuando me consideraba desgraciado teniéndolo en libertad y cerca de mí, y habría preferido con mucho pasar toda mi vida trabajando en la fragua con Joe, a haber llegado a esto.
Pero no había manera de desentenderse de la pregunta: ¿Qué debía hacerse?
—Lo primero y principal —dijo Herbert— es sacarlo de Inglaterra. Tú irás con él y así no se resistirá.
—Pero, lo lleve donde lo lleve, ¿podré impedir que regrese?
—Mi querido Händel, ¿no es evidente que con Newgate a la vuelta de la esquina, es más peligroso revelarle tus intenciones y llevarle a la desesperación aquí que en otra parte? Tal vez ahora podría inventarse, a costa del otro forzado o de cualquier otro incidente de su vida, un pretexto para inducirle a marchar.
—¡Ésta es otra! —exclamé, deteniéndome ante Herbert con las manos abiertas, como si abarcasen todo lo desesperado del caso—. No sé nada de su vida. A punto ha estado de volverme loco pasar las noches aquí sentado viéndole ante mí, tan ligado a mis fortunas buenas y malas, y, en cambio, no más conocido para mí que como la miserable ruina de hombre que durante dos días de mi niñez me tuvo aterrorizado.
Herbert se levantó, pasó su brazo por el mío y los dos echamos a andar de un lado a otro de la estancia mirando los dibujos de la alfombra.
—Händel —dijo Herbert deteniéndose—, ¿estás convencido de que no puedes aceptar más beneficios de él?
—Por completo. Seguramente, en mi lugar, tú harías lo mismo.
—¿Y estás convencido de que debes separarte de él?
—Herbert, ¿cómo puedes preguntarme eso?
—Por otra parte, tienes y debes tener tal consideración por la vida que él ha arriesgado por tu causa que estás decidido a salvarle, si es posible. Entonces tienes que sacarlo de Inglaterra antes de mover un solo dedo para librarte de él. Una vez logrado eso, líbrate de él en nombre de Dios; que tú y yo ya nos arreglaremos, querido amigo.
Fue para mí un consuelo estrechar las manos de Herbert después de haber dicho estas palabras, y, acto seguido, reanudar nuestro paseo por la estancia.
—Ahora, Herbert —dije—, para enterarnos de su historia sólo veo un medio. Se la preguntaré a él directamente.
—Sí, pregúntale —dijo Herbert— cuando nos sentemos a tomar el desayuno. —Porque Provis había dicho, al despedirse de Herbert el día antes, que vendría a tomar el desayuno con nosotros.
Después de formado este proyecto, nos acostamos. Yo tuve sueños horribles en los que él aparecía de un modo u otro y me levanté sin haber descansado; al despertar recobré el miedo que había perdido al dormirme, de que le descubrieran y se averiguara que era un deportado de por vida que había vuelto a Inglaterra. Una vez despierto, este miedo no me abandonaba nunca.
Llegó a la hora señalada, sacó el cuchillo de la faltriquera y se sentó a comer. Estaba lleno de planes «para que su caballero se mostrara como un gran señor», y me instó a que empezara a usar libremente del contenido de la cartera que había dejado en mi poder. Consideraba nuestras habitaciones y su propio alojamiento como residencia temporal, y me aconsejó que buscara en seguida una «jaula elegante» donde pudiera haber un «jergón» para él, cerca de Hyde Park. Cuando hubo terminado su desayuno, mientras se limpiaba el cuchillo en la pierna, sin una sola palabra de preámbulo, le dije:
—Anoche, después de marcharse usted, referí a mi amigo la lucha en que le hallaron empeñado los soldados cuando llegamos a aquella zanja de los marjales. ¿Se acuerda?
—¿Que si me acuerdo? —respondió—. ¡Ya lo creo!
—Desearíamos saber algo acerca de aquel hombre… y acerca de usted mismo. Resulta raro no saber más de él, y especialmente de usted, que lo que yo pude referir anoche. ¿No le parece ésta una ocasión tan buena como cualquier otra para contarnos algo?
—Bueno —dijo después de reflexionar—. ¿Recuerda usted su juramento, compañero de Pip?
—Claro que sí —replicó Herbert.
—Ese juramento se refiere a cuanto yo diga, sin excepción alguna.
—Así lo entiendo.
—Y fíjense ustedes… Cualquier cosa que yo haya hecho, ya está pagada —insistió.
—Perfectamente.
Sacó su pipa negra e iba a llenarla con su «cabeza de negro», cuando, mirando el enredijo de tabaco que tenía en la mano, pareció pensar que en él podía perderse el hilo de su narración. Se lo guardó otra vez, se colgó la pipa de un ojal de su chaqueta, puso una mano sobre cada rodilla, y después de dirigir, por unos silenciosos momentos, una mirada colérica al fuego, se volvió hacia nosotros y dijo lo que sigue.