CAPÍTULO XL

Fue una suerte para mí tener que tomar precauciones para lograr en la medida de lo posible la seguridad de mi temible huésped; pues este pensamiento, acuciándome al despertar, dejó a los demás alejados en un confuso tropel.

Era evidente la imposibilidad de mantener a aquel hombre oculto en mis habitaciones. No había manera de hacerlo, y sólo intentarlo tenía inevitablemente que despertar sospechas. Es cierto que ya no tenía a mi servicio al Vengador, pero me cuidaba una inflamable vieja, ayudada por un saco de harapos al que llamaba su sobrina, y tener una habitación secreta para ellas sería el mejor modo de excitar su curiosidad y su chismorreo. Ambas tenían los ojos muy débiles, cosa que yo atribuía a su costumbre crónica de mirar por los ojos de las cerraduras, y siempre se hallaban a mano cuando no se las necesitaba; en realidad, ésta era, junto con el latrocinio, la única cualidad suya con que se podía contar. Para no tener que andar con misterios ante estas dos personas, resolví anunciar por la mañana que mi tío había llegado inesperadamente del campo.

Decidí este plan de actuación mientras a tientas, en la oscuridad, buscaba los medios de encender una luz. Y como no los encontrara, no tuve más remedio que llegarme al pabellón adjunto a pedir al sereno que viniese con su linterna. Ahora bien, bajando a oscuras la escalera, tropecé con algo, y este algo era un hombre acurrucado en un rincón.

Como no respondió cuando le pregunté qué hacía allí, sino que más bien, silenciosamente, evitó mi contacto, corrí al pabellón e insté al sereno que acudiera enseguida, y mientras volvíamos le conté el incidente. El viento continuaba soplando con la misma furia y no nos atrevimos a poner en peligro la luz del farol tratando de encender otra de las luces de la escalera, pero exploramos esta última de arriba abajo sin encontrar a nadie. Entonces se me ocurrió la posibilidad de que aquel hombre se hubiese metido en mis habitaciones. Así, encendiendo una bujía en el farol del sereno y dejando a éste ante la puerta, examiné con el mayor cuidado las habitaciones, sin olvidar aquella en que dormía mi temido huésped. Todo estaba tranquilo y no había nadie más en aquellas estancias.

Me inquietó la idea de que, precisamente aquella noche, hubiese habido un espía en la escalera, y con objeto de ver si podía encontrar una explicación plausible, interrogué al sereno, mientras le sacaba a la puerta un vaso de ron, acerca de si había abierto la verja a algún caballero que hubiese cenado fuera. Me contestó que sí, que a distintas horas de la noche la había abierto a tres. Uno de ellos vivía en Fountain Court, y los otros dos en el Callejón; y a todos los había visto entrar en sus respectivas viviendas. Además, el otro huésped que vivía en la casa de la que mis habitaciones formaban parte hacía unas semanas que estaba en el campo y con toda seguridad no había regresado aquella noche, porque al subir la escalera pudimos ver su puerta cerrada con candado.

—Ha sido la noche tan mala, caballero —dijo el sereno al devolverme el vaso vacío—, que muy poca gente ha venido a que le abriera la verja. Aparte de los tres caballeros que he citado, no recuerdo a nadie más desde las once de la noche. A esa hora un desconocido me preguntó por usted.

—Ya sé —contesté—. Era mi tío.

—¿Le ha visto usted, caballero?

—Sí.

—¿Y también a la persona que le acompañaba?

—¿La persona que le acompañaba? —repetí.

—Me pareció que iba con él. Se detuvo cuando el otro lo hizo para preguntarme y luego siguió su mismo camino.

—¿Qué clase de persona era?

El sereno no se había fijado mucho. Le pareció un obrero, y según creía recordar, vestía un traje pardo y una capa oscura. El sereno tomaba el asunto más a la ligera que yo, cosa natural, pues carecía de los motivos que yo tenía para darle importancia.

En cuanto me libré de él, lo cual creí conveniente hacer sin prolongar mis explicaciones, me sentí con el espíritu turbado por aquellas dos circunstancias en su conjunto. Si bien tomadas por separado se prestaban a interpretación inocente, pues se podía creer, por ejemplo, que alguien, volviendo de cenar, hubiera entrado allí por equivocación y se hubiera quedado dormido en la escalera, o que mi visitante hubiera traído a alguien consigo para que le enseñara el camino, las dos circunstancias juntas tenían un aspecto muy feo para quien, como yo, se veía inclinado al temor y la desconfianza por efecto de los cambios ocurridos en unas pocas horas.

Encendí el fuego, que ardía con pálida llama a aquella hora de la mañana, y me quedé adormilado ante él. Tenía la sensación de haber pasado así una noche entera cuando los relojes dieron las seis. Como aún quedaba hora y media hasta el amanecer, volví a adormilarme, ora despertándome inquieto, con los oídos llenos de confusas conversaciones acerca de nada, ora confundiendo el trueno con el ruido del viento en la chimenea, hasta que, por fin, caí en un profundo sueño del que me despertó, con un sobresalto, la luz del día.

En todo este tiempo no había podido meditar sobre mi situación, ni me era posible tampoco hacerlo ahora. No podía concentrar la atención. Me sentía anonadado y desgraciado, pero de un modo incoherente. En cuanto a hacer algún plan para el futuro, más fácil me habría sido hacer un elefante. Cuando abrí los postigos y contemplé la mañana tempestuosa y húmeda, teñida de color plomizo, y mientras recorría todas las habitaciones y me sentaba otra vez tembloroso ante el fuego, esperando la aparición de mi lavandera, me decía que era muy desgraciado, mas sin saber apenas cuánto tiempo lo había sido, o el día de la semana en que hacía esta reflexión y hasta quién era yo que la hacía.

Por fin entraron la vieja y su sobrina, la última con una cabeza que apenas se podía distinguir de su polvorienta escoba, y mostraron cierta sorpresa al verme ante el fuego. Les dije que mi tío había llegado por la noche y que a la sazón estaba dormido, y que, en consecuencia, había que modificar los preparativos del desayuno. Luego me lavé y me vestí mientras ellas sacudían los muebles, levantando una polvareda, y así, en una especie de sueño o como si anduviera dormido, volví a verme sentado ante el fuego y esperando que… él… viniese a tomar el desayuno.

Al cabo de poco se abrió la puerta y salió. No podía resolverme a mirarle, pero lo hice y entonces me pareció que tenía mucho peor aspecto a la luz del día.

—Todavía no sé —le dije, hablando en voz baja, mientras él se sentaba en la mesa— qué nombre debo darle. He dicho que era usted mi tío.

—Eso es, querido Pip, llámame tío.

—Sin duda, a bordo, debió de hacerse llamar por algún nombre supuesto.

—Sí, querido muchacho. Tomé el nombre de Provis.

—¿Se propone conservar ese nombre?

—Sí, querido Pip. Es tan bueno como cualquier otro, a no ser que tú prefieras uno distinto.

—¿Cuál es su apellido verdadero? —le pregunté en un susurro.

—Magwitch —contestó en el mismo tono—. Y mi nombre de pila es Abel.

—Y ¿qué oficio le enseñaron?

—El de sabandija, querido muchacho.

Hablaba en serio y usó la palabra como si, verdaderamente, denotase una profesión.

—Cuando llegó usted al Temple, anoche… —dije, preguntándome si, realmente, podía haber ocurrido la noche anterior un suceso que parecía tan remoto.

—¿Qué, querido muchacho?

—Cuando llegó usted a la puerta y preguntó al sereno por mí, ¿vio si le acompañaba alguien?

—No, querido Pip. Estaba solo.

—Pero ¿había alguien más?

—No me fijé especialmente en ello —dijo, vacilando—, desconociendo como desconozco la casa. Pero me parece que conmigo entró otra persona.

—¿Es usted conocido en Londres?

—Espero que no —contestó, tocándose el cuello con el dedo de un modo que me dio escalofríos.

—¿Y era usted conocido en Londres en otros tiempos?

—No mucho, querido muchacho. Casi siempre viví en provincias.

—¿Fue usted… juzgado… en Londres?

—¿En qué ocasión? —preguntó, dirigiéndome una mirada penetrante.

—La última vez.

Movió afirmativamente la cabeza y añadió:

—Así conocí a Jaggers. Él me defendió.

Estuve a punto de preguntarle por qué causa le habían juzgado, pero él tomó un cuchillo, lo blandió y diciendo: «Todo lo que he hecho está ya pagado», se puso a comer.

Lo hacía con una voracidad que me resultaba muy desagradable; todas sus acciones eran groseras, ruidosas y ávidas. Desde que le vi comer en los marjales, había perdido algunas muelas y, al llevarse el alimento a la boca y ladear la cabeza para poderlo masticar, adquiría un terrible aspecto de perro viejo y hambriento. Si algún apetito hubiese tenido yo al empezar, me habría desaparecido en el acto, y me habría quedado como me quedé, alejado de él por una aversión invencible y mirando sombríamente el mantel.

—Soy gran comedor, querido Pip —dijo como una especie de excusa cortés al terminar el desayuno—. Pero siempre he sido así. Si de natural no me hubieran hecho tan glotón, tal vez mis penalidades habrían sido menores. Además, necesito fumar. Cuando me contrataron por primera vez como pastor, en el otro lado del mundo, creo que me habría vuelto un carnero melancólico si no hubiese podido fumar.

Con estas palabras se levantó de la mesa y, llevando la mano al bolsillo interior de su chaqueta, sacó una pipa negra y corta y un puñado de tabaco de la clase llamada «cabeza de negro». Después de llenar la pipa volvió a guardar el tabaco sobrante, como si su bolsillo fuese un cajón. Cogió con las tenazas un ascua del fuego y con ella encendió la pipa. Hecho esto, se volvió de espaldas a la chimenea y repitió su ademán favorito de tender sus dos manos para estrechar las mías.

—¡Y éste —dijo, levantando y bajando mis manos mientras chupaba la pipa—, éste es el caballero que yo he hecho! ¡El caballero de verdad! No sabes cuán feliz soy al mirarte, Pip. No deseo más que permanecer a tu lado y mirarte de vez en cuando, querido muchacho.

Libré mis manos lo antes que pude y sentí que poco a poco empezaba a comprender mi verdadera situación. Oyendo su bronca voz y contemplando su cabeza calva, rodeada de cabello gris, vi a quién estaba encadenado, y de qué forma.

—No quiero ver a mi caballero pisar el barro de la calle. En sus botas no ha de haber nada de barro. Mi caballero ha de tener caballos, Pip. Caballos de tiro y de silla, no sólo para ti, sino también para su criado. ¿Los colonos tienen sus caballos (¡y qué caballos, Dios mío!: caballos de pura sangre), y no los ha de tener mi caballero de Londres? No, no. Les demostraremos cuán equivocados están si eso lo que se creen, ¿no es verdad, Pip?

Sacó entonces de su bolsillo una abultada cartera, atiborrada de papeles, y la tiró sobre la mesa.

—Aquí hay algo que gastar, querido Pip. Todo eso es tuyo. Todo lo que he ganado no es mío, es tuyo. No tengas el menor reparo en gastarlo. Hay más allí de donde ha salido eso. Yo he venido a mi tierra para ver a mi caballero gastar como tal el dinero. Éste será mi mayor placer. Mi placer será vérselo gastar. ¡Y al diablo todo el mundo! —dijo, levantándose, recorriendo la estancia con los ojos y haciendo chasquear sus dedos—. Al diablo todos, desde el juez con su peluca hasta el colono que levanta el polvo de las carreteras. Quiero mostrarles un caballero que vale más que todos ellos juntos.

—Espere —dije, en un paroxismo de miedo y repugnancia—. He de hablarle. Quiero saber qué es lo que debe hacerse. Quiero saber cómo podremos alejar de usted todo peligro, cuánto tiempo va a estar conmigo y cuáles son sus planes.

—Mira, Pip —dijo, poniendo su mano en mi brazo, en un tono súbitamente alterado y sumiso—; ante todo, escúchame. Hace un momento he perdido la cabeza. Lo que he dicho era ordinario, eso es, ordinario. Olvídalo, Pip. No volveré a ser ordinario.

—Ante todo —continué casi gimiendo—, ¿qué precauciones pueden tomarse para evitar que le reconozcan y le prendan?

—No, querido Pip —dijo en el mismo tono de antes—; lo primero no es eso. Lo primero es lo primero. No he pasado tantos años haciendo de ti un caballero para no saber ahora lo que se le debe. Mira, Pip, he sido ordinario, eso es, ordinario. Olvídalo, muchacho.

Una sensación de siniestra comicidad me hizo prorrumpir en una nerviosa carcajada, al contestar:

—Ya lo he olvidado. Por Dios, no insista usted.

—Sí, pero, mira —repitió—, no he venido para ser ordinario. Ahora, continúa, querido muchacho. Decías…

—¿Cómo podré preservarle del peligro en que se ha puesto?

—Mira, querido muchacho, el peligro no es tan grande. Si no canta nadie, es como si no existiese. Mi secreto sólo es conocido de Jaggers, de Wemmick y de ti. ¿Quién más podría cantar?

—¿No es posible que alguien le reconozca por la calle? —pregunté.

—Pocos me reconocerían —replicó—. Además, no tengo la menor intencion de anunciar en los periódicos que A. M. ha vuelto de Botany Bay; han pasado muchos años y ¿a quién le puede interesar mi captura? Fíjate bien. Aunque el peligro hubiera sido cincuenta veces mayor, yo habría hecho este viaje para verte.

—¿Y cuánto tiempo piensa estar aquí?

—¿Cuánto tiempo? —preguntó, quitándose la negra pipa de la boca y mirándome asombrado—. No pienso volverme. He venido para quedarme.

—¿Dónde va usted a vivir? —pregunté—. ¿Qué haremos con usted? ¿Dónde estará seguro?

—Querido muchacho —replicó—, se pueden comprar pelucas postizas, hay polvos para el cabello, y anteojos, y ropas negras…, calzones cortos…, y qué sé yo. Otros lo han hecho antes y nada les ha ocurrido; y lo que unos han hecho otros lo pueden hacer también. Y en cuanto a lo de dónde podré vivir, tú me darás tu opinión.

—Ahora lo toma usted con mucha tranquilidad —le dije—, pero anoche lo tomaba muy en serio cuando me juraba que podía significar la muerte.

—Y te juro que así es —repuso, volviéndose a poner la pipa en la boca—. Equivale a la muerte con una cuerda al cuello, en plena calle y no lejos de aquí, y es muy importante que lo comprendas bien. Pero ¿qué remedio, si la cosa está hecha? Aquí me tienes. Volverme ahora sería tan peligroso como quedarme, y tal vez peor. Además, Pip, estoy aquí porque hace años y años que deseo vivir a tu lado. Y en cuanto a mi osadía, soy un pájaro experimentado que ha desafiado toda clase de trampas desde que le salieron las plumas, y no me da miedo posarme sobre un espantajo. Si en él se esconde la muerte, bien está. Que salga y le plantaré cara; y entonces creeré en ella, pero no antes. Y ahora déjame que contemple otra vez a mi caballero.

Una vez más me cogió ambas manos y me examinó con aire de admirativo propietario, fumando, mientras tanto, con la mayor complacencia.

Me pareció lo mejor buscarle un alojamiento tranquilo y no muy apartado, del que pudiera tomar posesión al regreso de Herbert, a quien esperaba dentro de dos o tres días. Era evidente para mí que no podía evitar confiar el secreto a mi amigo, aunque hubiese podido prescindir del alivio que había de causarme el hecho de compartirlo con él. Pero no resultó tan evidente para el señor Provis (resolví llamarle por este nombre), quien reservó dar su consentimiento hasta haber visto a Herbert y formado un favorable concepto de su fisonomía.

—Y aún entonces, querido muchacho —dijo, sacando de su bolsillo una Biblia pequeña y grasienta con cierres negros—, aun entonces, tendrá que prestar juramento.

Decir que mi terrible protector llevaba consigo por todas partes aquel librito negro, con el solo objeto de hacer jurar sobre él a la gente en los casos de apuro, sería afirmar algo que nunca llegué a averiguar. Lo único que puedo decir es que jamás se lo vi usar de otro modo. El libro tenía el aspecto de haber sido robado a un tribunal de justicia, y tal vez el conocimiento que tenía de sus antecedentes, combinado con su propia existencia en este sentido, le daban cierta confianza en su poder, como en una especie de amuleto legal. Al vérselo sacar del bolsillo, recordé cómo me había hecho jurar fidelidad en el cementerio, muchos años antes, y de qué manera, la noche anterior, se había descrito como un hombre que, en su soledad, afirmaba con juramentos sus resoluciones.

Como entonces llevaba un traje de marinero, que le daba un aire de vendedor de loros o de cigarros, empezamos a discutir qué traje debía ponerse. Él tenía una fe extraordinaria en las virtudes del calzón corto como disfraz, y se había proyectado un vestido que le habría dado un aspecto medio de deán, medio de dentista. Con grandes dificultades logré convencerle de que adoptara un traje más propio de un granjero en buena posición; y convinimos en que se cortaría el cabello corto y se lo empolvaría ligeramente. Por último, como aún no le habían visto la lavandera ni su sobrina, debería permanecer invisible hasta que se hubiera efectuado el cambio de traje.

Parece que tomar estas precauciones había de ser cosa sencilla; pero, dado mi estado de aturdimiento y hasta de desesperación, nos llevó tanto tiempo que la discusión duró hasta las dos o las tres de la tarde. Él debía quedarse encerrado en su habitación durante mi ausencia, sin abrir la puerta por nada del mundo.

Sabiendo que en la calle de Essex había una casa de huéspedes de aspecto respetable, cuya parte posterior daba al Temple, casi al alcance de la voz desde mis propias ventanas, me dirigí en seguida a ella y tuve la suerte de poder tomar el segundo piso para mi tío, el señor Provis. Luego recorrí algunas tiendas y compré lo necesario para modificar el aspecto de mi huésped. Una vez hecho esto, me dirigí por mi cuenta a Little Britain. El señor Jaggers estaba sentado a su mesa, pero, al verme entrar, se levantó inmediatamente y se quedó de pie junto al fuego.

—Ahora, Pip —dijo—, sea usted prudente.

—Lo seré, señor —le contesté—, porque mientras venía aquí he pensado mucho en lo que le iba a decir.

—No se comprometa usted ni comprometa a nadie. Ya me entiende… a nadie. No diga nada; no soy curioso.

Naturalmente, vi que sabía ya que el hombre había llegado.

—Sólo deseo, señor Jaggers —dije—, cerciorarme de que es verdad lo que me han dicho. No tengo ninguna esperanza de que sea mentira, pero, por lo menos, puedo confirmarlo.

El señor Jaggers hizo un movimiento de afirmación con la cabeza.

—¿Le han dicho o le han informado? —me preguntó con la cabeza ladeada, y sin mirarme, pero fijando los ojos en el suelo con aire de atención—. «Dicho» significa una comunicación verbal. Y usted no puede tener comunicación verbal con un hombre que está en Nueva Gales del Sur.

—Diré que me han informado, señor Jaggers.

—Bien.

—Pues he sido informado por una persona llamada Abel Magwitch de que él es el bienhechor que durante tanto tiempo ha sido desconocido para mí.

—Ésa es la persona… —dijo el señor Jaggers— y está en Nueva Gales del Sur.

—¿Y nadie más? —pregunté.

—Nadie más —respondió el señor Jaggers.

—No soy tan poco razonable, señor —le dije—, como para hacerle a usted responsable de todas mis equivocaciones y conclusiones erróneas; pero siempre me imaginé que sería la señorita Havisham.

—Como dice usted muy bien, Pip —replicó el señor Jaggers, volviendo fríamente su mirada hacia mí y mordiéndose su dedo índice—, yo no soy responsable de eso.

—Y, sin embargo, ¡parecía tan verosímil, señor! —exclamé con abatimiento.

—No había la menor prueba de ello, Pip —repuso el señor Jaggers, meneando la cabeza y recogiéndose los faldones de la levita—. No juzgue nada por las apariencias, sino por las pruebas. No hay mejor regla.

—No tengo nada más que decir —dije con un suspiro, después de permanecer un momento de silencio—. He comprobado los informes recibidos y aquí acaba todo.

—Puesto que Magwitch, de Nueva Gales del Sur, se ha dado a conocer —dijo el señor Jaggers—, comprenderá usted, Pip, con cuánta exactitud me he atenido, en mis comunicaciones con usted, a los hechos estrictos. Nunca me he separado lo más mínimo de la estricta línea de los hechos. ¿Está persuadido de ello?

—Completamente, señor.

—Ya le advertí a Magwitch, en Nueva Gales del Sur, la primera vez que me escribió, desde Nueva Gales del Sur, que no debía esperar que yo me desviase nunca de la estricta línea de los hechos. También le advertí otra cosa. En su carta parecía aludir de un modo vago a un lejano propósito de verle a usted en Inglaterra. Le advertí que no quería oír una palabra más al respecto; que no había la menor probabilidad de obtener un perdón; que había sido desterrado por el término de su vida natural, y que al presentarse en este país cometería un delito que lo expondría a los máximos rigores de la ley. Le di a Magwitch este aviso —añadió, mirándome con fijeza—; se lo escribí a Nueva Gales del Sur. Y sin duda, habrá ajustado a él su conducta.

—Sin duda —dije.

—Wemmick me ha informado —prosiguió, mirándome con la misma fijeza— de que recibió una carta fechada en Portsmouth, procedente de un colono, llamado Purvis, o…

—O Provis —corregí.

—O Provis… Gracias, Pip. Tal vez sea Provis. Tal vez sepa usted que es Provis.

—Sí —contesté.

—Usted sabe que es Provis. Una carta, fechada en Portsmouth, procedente de un colono llamado Provis, pidiendo la dirección de usted, en nombre de Magwitch. Wemmick le mandó los detalles necesarios, según tengo entendido, a vuelta de correo. Probablemente por medio de ese Provis ha recibido usted la explicación de Magwitch… de Nueva Gales del Sur.

—Ha sido por medio de Provis —contesté.

—Buenos días, Pip —dijo entonces el señor Jaggers ofreciéndome la mano—. Me alegro mucho de haberle visto. Cuando escriba usted a Magwitch, a Nueva Gales del Sur, o cuando se comunique con él por mediación de Provis, tenga la bondad de mencionar que los detalles y comprobantes de nuestra larga cuenta le serán mandados a usted juntamente con el saldo; porque todavía queda un saldo a su favor. Buenos días, Pip.

Nos estrechamos la mano y siguió mirándome fijamente mientras le fue posible. Me dirigí a la puerta y él continuó con los ojos fijos en mí, en tanto que las dos horribles mascarillas parecían esforzarse en abrir los párpados y en exclamar con sus hinchadas gargantas: «¡Oh, qué hombre!».

Wemmick no estaba, pero aunque se hubiera hallado en su puesto, nada podría haber hecho por mí. Volví directamente al Temple, donde encontré sin novedad al terrible Provis bebiendo agua con ron y fumando su pipa.

Al día siguiente llegaron a casa las prendas que había encargado y él se las puso. Pero todo lo que se ponía (pensaba yo con desaliento) le daba peor aspecto que cuanto llevara antes. A mi juicio había algo en él que hacía inútil toda tentativa para disfrazarlo. Cuanto más y mejor le vestía, más se parecía al hosco fugitivo de los marjales. Este efecto sobre mi angustiada fantasía debíase, indudablemente, a que su rostro y sus modales se me hacían cada vez más familiares; pero me pareció también que arrastraba una de las piernas, como si aún llevara en ella el peso de un grillete, y que todo en él, de los pies a la cabeza, mostraba la veta del forzado.

Además, la influencia de su solitaria vida en la cabaña se le notaba todavía y le daba un aspecto salvaje que ningún disfraz podía disimular; a esta influencia se añadía la de su vida subsiguiente entre una sociedad que le rechazaba; y para remate de todo, había su conciencia de estar a la sazón ocultándose y huyendo del peligro. En todos sus movimientos y actitudes, lo mismo sentado que de pie, o bebiendo o comiendo (o quedándose pensativo con los hombros encogidos, de un modo peculiar en él), lo mismo al sacar su cuchillo de mango de asta y limpiárselo en el pantalón antes de cortar los manjares que al llevarse a los labios los finos vasos y tazas como si fuesen groseros cazos, o al partir su pan y rebañar el plato hasta empaparlo en los últimos restos de la salsa, secándose luego las puntas de los dedos en él antes de tragárselo… en todos estos y mil otros detalles que ocurrían a cada minuto, se veía con toda claridad al Preso, al Delincuente, al Forzado.

La idea de empolvarse el cabello había sido suya y yo transigí después de hacerle desistir de la del calzón corto. Pero el efecto que producían los polvos en sus cabellos sólo puedo compararlo al que produciría el colorete en un cadáver, tan terrible era el modo en que todo lo que más convenía disimular en él saltaba a la vista a través de aquella tenue capa de disfraz, como llamas sobre su cabeza. Hubo que desistir de los polvos en cuanto se hizo la prueba, y nos limitamos, simplemente, a que llevara los grises cabellos cortados al rape.

No hay palabras para expresar el sentimiento que yo tenía, al mismo tiempo, del terrible misterio que para mí era aquel hombre. Cuando se quedaba dormido por la tarde, agarrando con sus nudosas manos los brazos del sillón, y con la cabeza calva y surcada de profundas arrugas caída sobre el pecho, me quedaba mirándole, preguntándome qué habría hecho, y acusándole mentalmente de todos los crímenes imaginables, hasta que me invadía un fuerte impulso de levantarme y huir de él. Con cada hora que transcurría aumentaba de tal modo mi horror que llegué a creer que, en las primeras agonías que pasé de esta suerte, habría cedido a este impulso, a pesar de cuanto había hecho él por mí y del peligro en que se hallaba, de no haber sido porque Herbert estaba a punto de regresar. Una vez salté de la cama por la noche y hasta empecé a vestirme apresuradamente con mis peores ropas, con el intento de abandonarle allí con todo lo que yo poseía y sentar plaza de soldado para la India.

Dudo que un fantasma hubiera sido algo más terrible para mí, allí arriba, en aquellas solitarias habitaciones, durante las tardes y noches interminables, en medio del fragor del viento y de la lluvia. Un fantasma no habría podido ser apresado y ahorcado por mi causa, y la consideración de que él podía serlo, y el miedo de que lo fuera, no eran pequeña sobrecarga a mis temores. Cuando no estaba dormido o entretenido en un complicado solitario con una raída baraja que poseía —juego que hasta entonces no había visto jugar a nadie, ni he visto jugar después, y en el que registraba sus triunfos clavando su cuchillo en la mesa—, me rogaba que le leyese «algo en idioma extranjero, querido Pip». Y mientras le obedecía, aunque él no entendía una sola palabra, continuaba sentado ante el fuego, mirándome con aire de estarme exhibiendo, y le veía, a través de los dedos de la mano con que protegía mi rostro de la luz, haciendo la pantomima de llamar la atención de los muebles para que se fijasen en lo instruido que era yo. Aquel sabio de la leyenda que se vio perseguido por la deforme criatura que impíamente había creado no era más desgraciado que yo, perseguido por la criatura que me había hecho a mí y por la que sentía mayor repugnancia cuanto más me admiraba y más me quería.

Me doy cuenta de que he escrito sobre estas cosas como si hubiesen durado un año. No duraron más de cinco días. Como esperaba de un momento a otro la llegada de Herbert, no me atrevía a salir salvo después de anochecer, cuando sacaba a Provis a que tomara un poco el aire. Por fin una noche, después de haber cenado y cuando el cansancio me había adormilado (porque mis noches habían sido agitadas y mis sueños interrumpidos por terribles pesadillas), me despertaron los esperados pasos de mi amigo en la escalera. Provis, que también se había dormido, se estremeció al oír el ruido que hice y en un momento vi brillar en su mano la hoja de su cuchillo.

—¡No se alarme! ¡Es Herbert! —dije, y Herbert irrumpió en la estancia con la alegre excitación del que acaba de recorrer seiscientas millas en Francia.

—Händel, querido amigo, ¿cómo estás? Parece que he estado un año ausente. Tal vez ha sido así, porque te veo muy pálido y flaco. Händel, mi… Pero… perdón…

Interrumpió su parloteo y sus apretones de mano al percatarse de la presencia de Provis. Éste, mirándole con suma atención, se guardó lentamente su cuchillo, en tanto que revolvía otro bolsillo en busca de alguna otra cosa.

—Herbert, querido amigo —dije, cerrando las dobles puertas mientras mi compañero miraba muy asombrado—. Este señor… ha venido a visitarme.

—¡Todo va bien, querido muchacho! —exclamó Provis, adelantándose con su librito negro en la mano. Luego, dirigiéndose a Herbert, le dijo—: Tome usted este libro con la mano derecha. ¡Que Dios lo mate si dice usted nada a nadie! ¡Bese el libro!

—Haz lo que te dice, Herbert —dije.

Mi amigo, mirándome con amistosa inquietud y extrañeza, hizo lo que Provis le pedía y éste le estrechó la mano inmediatamente, diciendo:

—Ahora está usted obligado bajo juramento. Y nunca crea en ninguno mío, si Pip no hace de usted un caballero.