CAPÍTULO XXXIX

Tenía yo veintitrés años. Ni una sola palabra más había llegado a mi oído que pudiese ilustrarme a propósito de mis expectativas, y había transcurrido una semana desde mi vigesimotercer cumpleaños. Hacía más de un año que habíamos dejado Barnard's Jun y vivíamos en el Temple. Nuestras habitaciones estaban en Gardencourt, junto al río.

El señor Pocket y yo hacía algún tiempo que habíamos dado por extinguidos nuestros primitivos compromisos, si bien continuábamos en las mejores relaciones. No obstante mi incapacidad para seguir ninguna vocación determinada —lo cual me figuro que se debía a la inestable e incompleta posesión de mis medios de vida—, tenía gusto por la lectura y leía regularmente muchas horas al día. El asunto de Herbert estaba en marcha, y todo lo que a mí se refería seguía tal como lo he dejado al final del último capítulo.

Los negocios habían obligado a Herbert a hacer un viaje a Marsella. Yo estaba solo y tenía la melancólica conciencia de sentirme solo. Desanimado y ansioso, cansado de esperar que el día siguiente o la semana siguiente viniesen a aclarar mi situación, echaba tristemente de menos su rostro alegre y su pronta simpatía.

Hacía un tiempo horrible; lluvias y borrascas y barro en las calles; nada más que barro, hasta los tobillos. Día tras día, una vasta y espesa cortina se había arrastrado sobre Londres viniendo del este, y continuaba arrastrándose como si en el este las nubes y el viento fuesen eternos. Tan furiosos habían sido los vendavales que algunos edificios elevados de la ciudad habían perdido el plomo de sus techumbres, y en los campos había habido árboles descuajados y molinos de viento con las alas rotas; y de la costa llegaban lúgubres historias de muerte y naufragio. Violentas rachas de lluvia habían acompañado estas furias del viento y el día que terminaba, cuando me senté a leer, había sido el peor de todos.

Desde aquella época se han producido muchos cambios en aquella parte del Temple, y ésta no tiene hoy el carácter solitario que tenía entonces, ni está tan descubierta por el lado del río. Vivíamos en lo alto de la última casa y los golpes del viento que soplaba río arriba estremecían la casa aquella noche como si fuesen descargas de un cañón o el mar batiendo los rompientes. Cuando al viento se unió la lluvia y ésta empezó a lanzarse contra las ventanas, pensé, al levantar los ojos y verlas retemblar, que bien podía imaginarme en un faro azotado por la tempestad. A veces el humo bajaba rodando por la chimenea como si no pudiera soportar tener que salir en una noche semejante; y cuando abrí las puertas y miré por la escalera, las luces estaban apagadas; y cuando con las manos sobre los ojos, para ver mejor, miré a través de los negros cristales (ni que pensar había en abrir las ventanas contra la fuerza de un viento y una lluvia así), vi que las luces del patio se habían apagado también y que las luces del puente y del muelle vacilaban y que las brasas encendidas sobre las barcazas del río eran arrebatadas por el viento, que se las llevaba por delante como rojas salpicaduras en medio de la lluvia.

Leía con el reloj encima de la mesa, y decidido a cerrar el libro a las once. Al hacerlo, el reloj de San Pablo y los de todas las iglesias de la City —algunos antes, otros al mismo tiempo, otros después— dieron aquella hora. El sonido parecía cascado por el viento de una manera curiosa; y yo lo escuchaba pensando en cómo el viento lo asaltaba y lo hendía cuando percibí pasos en la escalera.

¿Qué nerviosa locura me hizo sobresaltar, y relacionarlos pavorosamente con los pasos de mi hermana muerta? Lo mismo da. Un momento después había pasado, y yo volví a escuchar y oí que los pasos tropezaban al subir. Recordando entonces que las luces de la escalera estaban apagadas, tomé mi lámpara, y salí con ella al descansillo.

Quienquiera que fuera el que subía, se había detenido al ver mi luz, porque todo permanecía en silencio.

—¿Hay alguien ahí abajo? —grité, asomándome.

—Sí —dijo una voz en la oscuridad.

—¿Qué piso busca usted?

—El último. El señor Pip.

—Soy yo. ¿Ocurre algo?

—Nada —respondió la voz. Y el hombre continuó subiendo.

Extendí el brazo con la luz por encima de la barandilla, y el hombre poco a poco entró en la zona iluminada. Era la mía una lámpara con pantalla y el círculo de su luz muy reducido; de manera que el hombre estuvo dentro de él sólo un instante e inmediatamente quedó fuera. En aquel primer instante divisé un rostro extraño para mí, que me miraba con un aire incomprensible de estar emocionado y contento de verme.

Siguiendo con la luz los movimientos del hombre, vi que iba vestido con ropas recias pero bastas, como si llegase de un viaje por mar. Que tenía largos cabellos grises. Que su edad debía de andar alrededor de los sesenta años. Que era un hombre musculoso, fuerte de piernas, y que tenía el rostro atezado y curtido por la intemperie. Mientras subía los últimos escalones y los dos nos hallábamos iluminados por la lámpara, vi, con una especie de estúpido asombro, que me tendía ambas manos.

—¿Qué se le ofrece? —le pregunté.

—¿Qué se me ofrece? —repitió deteniéndose—. ¡Ah! Sí. Ya se lo explicaré, con su permiso.

—¿Desea usted entrar?

—Sí —respondió—. Deseo entrar, señor.

Le había hecho la pregunta de un modo algo inhospitalario, porque me molestaba la especie de alegre y satisfecho reconocimiento que aún resplandecía en su rostro. Me molestaba porque parecía implicar que él contaba con que yo le correspondiese. Pero le introduje en la habitación que acababa de dejar y, después de poner la luz sobre la mesa, tan cortésmente como pude le pedí que se explicara..

Él paseó la mirada a su alrededor con el aire más extraño del mundo —un aire de maravillado contento, como si tuviera alguna parte en las cosas que admiraba— y se despojó de un burdo capote y se quitó el sombrero. Entonces vi que tenía la frente calva y arrugada y que los largos cabellos grises sólo le crecían en los lados. Pero no vi nada en absoluto que lo explicase a él. Al contrario, al momento siguiente, vi que de nuevo me tendía las manos.

—¿Qué quiere usted? —le pregunté medio sospechando que estuviera loco.

Dejó de mirarme, y se pasó lentamente la mano derecha por la cabeza.

—¡Qué desilusión para un hombre —dijo con voz bronca y quebrada—, después de esperar tanto tiempo y de venir desde tan lejos! Pero no tiene usted la culpa, ninguno de los dos tenemos la culpa. Me explicaré dentro de medio minuto. Concédame medio minuto, por favor.

Se sentó en una silla que estaba delante del fuego, y se cubrió la frente con sus manos grandes, morenas y venosas. Le miré entonces con atención, y me aparté un poco de él; pero no le reconocí.

—¿Estamos solos? —dijo, mirando por encima de su hombro.

—¿Por qué me pregunta eso usted, un extraño que viene a mis habitaciones a estas horas de la noche? —dije.

—Es usted listo —respondió amenazándome con la cabeza con un afecto deliberado que resultaba al mismo tiempo incomprensible y exasperante—; me gusta que se haya convertido en un muchacho tan listo. Pero no me haga prender. Le pesaría después.

Olvidé las intenciones que él había adivinado porque por fin le reconocía. ¡Aún no me era posible recordar un solo detalle de sus facciones, pero le reconocía! Aunque el viento y la lluvia hubieran barrido los años transcurridos y esparcido los objetos intermedios, aunque nos hubieran arrojado al cementerio donde una vez estuvimos cara a cara desde niveles tan diferentes, yo no habría podido reconocer a mi forzado más claramente de como le reconocí entonces, allí, sentado en la silla ante el fuego. No hacía falta que sacara la lima y me la mostrara; no hacía falta que se quitara el pañuelo del cuello y se lo arrollara en la cabeza; no hacía falta que se abrazara a sí mismo con ambos brazos y diera más vueltas por la estancia, estremeciéndose y mirando si le reconocía.

Le conocí antes de que me ayudara de este modo, a pesar de que hacía un momento no había podido sospechar ni remotamente su identidad.

Volvió a donde yo estaba y una vez más me tendió las manos. No sabiendo qué hacer —porque en mi asombro había perdido la serenidad—, le ofrecí las mías de mala gana. Él las tomó cordialmente, las llevó a sus labios, las besó y continuó estrechándolas.

—Obraste noblemente, muchacho —dijo—. ¡Noblemente, Pip! ¡Y nunca lo he olvidado!

Hubo un cambio de actitud, como si estuviese incluso a punto de abrazarme y le puse una mano en el pecho y le aparté de mí.

—¡Alto! —dije—. ¡Apártese! Si es usted agradecido por lo que hice cuando no era más que un niño, espero que haya mostrado su gratitud enmendando su modo de vivir. Si ha venido para darme las gracias, no era necesario. No obstante, independientemente de cómo haya llegado a dar conmigo, algo bueno debe de haber en el sentimiento que le ha traído aquí, y no quiero rechazarle; pero ciertamente debe comprender que…

Mi atención fue de tal modo absorbida por la singularidad de la mirada que clavaba en mí, que las palabras murieron en mis labios.

—Decía usted —observó él, después de contemplarnos en silencio— que ciertamente yo debía comprender. ¿Qué es lo que ciertamente debía comprender?

—Que yo no puedo sentir deseos de renovar nuestra relación casual de hace tanto tiempo, en circunstancias tan distintas como las presentes. Me alegro de pensar que está usted arrepentido y que se ha redimido. Me alegro de podérselo decir. Me alegro de que, creyendo que yo merecía gratitud, haya venido usted a darme las gracias. Pero no por ello nuestros caminos dejan de ser distintos. Está usted empapado y parece cansado. ¿Quiere usted beber algo, antes de irse?

Se había vuelto a echar el pañuelo al cuello, aunque dejándolo suelto, y me estaba observando fijamente mientras mordía una de sus puntas.

—Creo —respondió, sin dejar de morder el pañuelo y de mirarme fijamente— que beberé algo, gracias, antes de irme.

Había una bandeja dispuesta en un velador. La llevé a la mesa, junto al fuego, y le pregunté qué quería tomar. Él tocó una de las botellas sin mirarla ni hablar y yo le preparé un ponche caliente. Traté de hacerlo con pulso firme, pero la mirada que me dirigía, mientras se retrepaba en su silla con la punta del pañuelo entre los dientes —evidentemente se había olvidado de él—, hacía mi mano muy difícil de dominar. Cuando por fin le puse el vaso delante, vi con nueva sorpresa que tenía los ojos llenos de lágrimas.

Hasta aquel momento yo había permanecido de pie, sin disimular mis deseos de que se marchara. Pero me ablandó el aspecto enternecido del hombre, y sentí una punzada de remordimiento.

—Confío —dije, precipitadamente, poniendo algo en un vaso para mí y acercando una silla a la mesa— en que no pensará usted que le he hablado con demasiada dureza. No tenía esa intención, y, si lo hice, lo siento. ¡Le deseo salud y felicidad!

Al llevarme el vaso a los labios, él miró con sorpresa la punta del pañuelo, que se le había caído de la boca al abrirla, y tendió su mano. Yo le di la mía, y luego bebió y se pasó la manga por los ojos y la frente.

—¿De qué vive usted? —le pregunté.

—He sido granjero, ganadero y muchas otras cosas, allá en el nuevo mundo —dijo él—, cruzando muchas millas de mares tempestuosos.

—Espero que haya prosperado usted.

—He prosperado magníficamente. Hay otros que fueron conmigo que también han prosperado, pero nadie ha ganado tanto dinero como yo. Soy famoso por ello.

—Me alegro de oírlo.

—Espero oírselo decir, querido muchacho.

Sin detenerme a interpretar estas palabras o el tono en que fueron pronunciadas, pasé a ocuparme de un detalle que acababa de ofrecerse a mi recuerdo.

—¿Ha visto al mensajero que me mandó usted una vez —pregunté— desde que le dio aquel encargo?

—Jamás lo he vuelto a ver. Ni era probable que lo viese.

—Cumplió fielmente, y me trajo dos billetes de una libra. Yo era entonces un muchacho pobre, como usted ya sabe, y para un muchacho pobre dos libras son una pequeña fortuna. Pero, igual que usted, yo he prosperado desde entonces, y usted debe permitir que se las devuelva. Las puede destinar a otro muchacho pobre. —Y saqué mi bolsa.

Me estuvo observando mientras ponía mi bolsa sobre la mesa y la abría, y continuó mirándome mientras separaba de su contenido dos billetes de una libra. Eran nuevos y limpios; los alisé y se los ofrecí. Sin dejar de mirarme, los puso uno encima del otro, los dobló a lo largo, los retorció, los encendió en la llama de la lámpara y dejó caer las cenizas en la bandeja.

—¿Puedo atreverme —dijo entonces, con una sonrisa que parecía un ceño y un ceño que parecía una sonrisa— a preguntar cómo ha prosperado usted, desde que usted y yo nos conocimos en aquellos marjales fríos y solitarios?

—¿Cómo?

—¡Sí!

Vació su vaso, se levantó y se quedó junto al fuego con su morena manaza sobre la repisa de la chimenea. Puso un pie en la reja, para secárselo y calentárselo, y la bota mojada empezó a humear; pero él no miraba la bota ni el fuego, sino que me miraba firmemente a mí. Entonces empecé a temblar.

Después de abrir la boca para articular unas palabras que no llegaron a salir, logré hacer un esfuerzo para decirle (aunque no muy claramente) que había sido elegido para heredar una fortuna.

—¿Puede un mero gusano preguntar qué fortuna es ésa?

Yo tartamudeé:

—No lo sé.

—¿Puede un mero gusano preguntar de quién es esa fortuna?

Volví a tartamudear:

—No lo sé.

—No sé si podría adivinar —dijo el forzado— a cuánto asciende su pensión desde que llegó usted a la mayoría de edad. Vamos por la primera cifra. ¿Cinco?

El corazón me latía como un gran martillo descontrolado cuando me levanté de la silla y me quedé con la mano en su respaldo, mirando al hombre como enloquecido.

—En cuanto al tutor —continuó—, debe haber habido un tutor o cosa parecida mientras usted era menor. Algún abogado, quizá. Vamos a la inicial del nombre del abogado. ¿No sería una J?

Toda la verdad de mi situación sobrevino como un relámpago; todas sus desilusiones, peligros, oprobios y consecuencias de toda clase se echaron sobre mí con tal tumulto que me dejaron anonadado y tuve que luchar por cada bocanada de aire.

—Supongamos —prosiguió— que el cliente de aquel abogado cuyo nombre empieza con una J, y podría ser Jaggers, supongamos que hubiera llegado por mar a Portsmouth, y hubiera desembarcado, y hubiera querido venir a verle. «Independientemente de cómo haya llegado a dar conmigo», acaba usted de decir. ¡Bien! ¿Cómo le he encontrado? Pues escribí desde Portsmouth a una persona de Londres, pidiéndole la dirección. ¿El nombre de esa persona? Pues, Wemmick.

No habría podido pronunciar una palabra aunque me hubiera ido en ello la vida. Seguía de pie con una mano en el respaldo de la silla y la otra en el pecho, sintiendo que me ahogaba. Permanecí así, mirándole con ojos extraviados, hasta que tuve que agarrarme a la silla porque todo se puso a dar vueltas a mi alrededor. Él me sostuvo, me llevó al sofá, me tendió sobre los almohadones y se arrodilló junto a mí, poniendo el rostro, que yo ahora recordaba bien, y que me daba escalofríos, muy cerca del mío.

—¡Sí, Pip, hijo mío, yo he hecho de ti un caballero! ¡Soy yo quien lo ha hecho! Yo juré entonces que guinea que ganase, guinea que sería tuya. Juré después que, si con mis especulaciones llegaba a hacerme rico, tú serías rico. Llevé una vida dura para que tú pudieras vivir con comodidad; trabajé de firme para que tú no tuvieras que trabajar. ¿Qué tiene esto de extraño, querido muchacho? ¿Te lo digo para que me estés agradecido? Nada de eso. Te lo digo para que sepas que aquel perro sarnoso y perseguido a quien tú socorriste ha levantado tan alta la cabeza que ha podido hacer de alguien un caballero, y, Pip, este caballero eres tú.

La aversión que me inspiraba aquel hombre, el miedo que le tenía, la repugnancia con que rehuía su contacto, no podrían haber sido mayores si hubiera sido una bestia horrible.

—Óyeme, Pip. Yo soy tu segundo padre. Tú eres mi hijo; más que un hijo, para mí. Yo he atesorado dinero, sólo para que tú lo gastases. Cuando no era más que un pastor a sueldo en una cabaña solitaria y no veía otros rostros que los de las ovejas, hasta el punto de olvidar casi cómo eran los rostros de los hombres y las mujeres, yo veía el tuyo. Más de una vez, mientras comía o cenaba en aquella cabaña, dejé caer mi cuchillo, diciendo: «Ahí está el muchacho otra vez, viéndome comer y beber!». Te he visto la mar de veces, tan claramente como te vi en aquellos marjales. «Así Dios me mate», decía cada vez, y salía afuera para decirlo bajo el ancho cielo, «si teniendo libertad y fortuna, no hago de aquel niño un caballero». Y lo he hecho ¡Si no, mírate, hijo mío! Mira estas habitaciones, ¡dignas de un lord! ¿Un lord? ¡Ah! ¡Dinero tendrás más que suficiente para apostártelo con los lores y dejarlos atrás!

Su vehemencia, su triunfante exaltación, el conocimiento de que había estado próximo a desmayarme, no le dejaban ver cómo acogía yo todo esto. Fue la única sombra del consuelo que tuve.

—¡Mira! —continuó, sacando el reloj de mi bolsillo y haciendo rodar una sortija en mi dedo, mientras yo me estremecía como si me estuviese tocando una serpiente—. Es de oro, y una hermosura, ¡esto sí que es de caballero! Un diamante rodeado de rubíes; ¡esto sí que es de caballero! Mira tu ropa blanca; ¡fina y hermosa! Mira tus vestidos; ¡no los puede haber mejores! Y tus libros —paseando la mirada por la habitación—, apilados en sus estantes, ¡por centenares! Y tú los lees, ¿no es cierto? Veo que estabas leyendo uno cuando llegué. ¡Ja, ja, ja! ¡Tú me los leerás, muchacho! Y si están en lenguas extranjeras que yo no entiendo, me sentiré tan orgulloso como si las entendiera.

Volvió a tomarme las manos y a besarlas, mientras la sangre se me helaba en las venas.

—No te esfuerces por hablar, Pip —dijo, después de pasarse otra vez la manga por los ojos y la frente, mientras en su garganta sonaba aquel ruido que yo recordaba bien… y él me resultaba tanto más horrible cuanto mayor era su interés—, lo mejor que puedes hacer es estarte callado, hijo mío. Tú no has estado aguardando con ansia este momento como he hecho yo; tú no estabas preparado para esto como estaba yo. Pero ¿jamás pensaste que pudiera ser yo?

—¡Ah, no, no, no! —respondí—. ¡Jamás, jamás!

—Bueno, ya ves que era yo, y sin que nadie me ayudase. Ni un alma, fuera de mí y del señor Jaggers.

—¿No ha habido nadie más? —pregunté.

—No —dijo, con una mirada sorprendida—, ¿quién más podía haber? Y, querido mío, ¡qué guapo te has vuelto! Y en algún sitio debe de haber unos bellos ojos… ¿eh? ¿No hay unos bellos ojos en los que te gusta pensar?

—¡Oh, Estella, Estella!

—Serán tuyos, querido, si se pueden comprar con dinero. No quiero decir con eso que un caballero como tú, tan apuesto como tú, no los pueda conquistar con sus propias prendas; ¡pero el dinero te ayudará! Déjame terminar lo que te estaba diciendo, querido. Estando en aquella cabaña y siendo un pastor a sueldo, heredé algún dinero de mi amo (que murió, y había sido lo mismo que yo), y obtuve mi libertad y me puse a trabajar por mi cuenta. Todo lo que emprendía, lo emprendía para ti. «Que Dios me lo estropee», decía, fuera lo que fuese lo que iba a emprender, «si no es para él». Y todo fue a las mil maravillas. Como te he dado a entender ahora mismo, soy famoso por ello. Fue el dinero que me legaron y la ganancia de los primeros años lo que mandé al señor Jaggers todo para ti, cuando fue a buscarte, de acuerdo con mis instrucciones.

¡Oh, ojalá no hubiera venido nunca! ¡Ojalá me hubiera dejado en la fragua… no muy contento con mi suerte, pero dichoso, sin embargo, en comparación con lo que era ahora!

—Y entonces, querido muchacho, era para mí una recompensa, tú verás, saber en secreto que estaba haciendo un caballero. Los caballos de sangre de aquellos colonos me cubrían de polvo al pasar; ¿qué decía yo? Yo me decía: «Estoy haciendo un caballero mejor de lo que seréis nunca vosotros!». Cuando uno de ellos decía a otro: «A pesar de toda su suerte no era más que un forzado hace unos pocos años, y aún es ahora un individuo ignorante y vulgar», ¿qué decía yo? Yo me decía: «Si no soy un caballero, ni soy instruido, tengo alguien que lo es. Todos vosotros poseéis tierras y ganados; ¿quién de vosotros tiene un caballero en Londres?». De este modo me animaba y me sostenía. Y de esta manera tenía siempre presente en mi espíritu que llegaría si falta un día en que iría a ver a mi muchacho, y me daría a conocer a él en su propia casa.

Me puso una mano en el hombro. Yo me estremecí sólo de pensar que nada me aseguraba que aquella mano no estuviera manchada de sangre.

—No era fácil para mí, Pip, dejar aquel país, ni tampoco era muy seguro. Pero me empeñé en ello, y cuanto más difícil se hacía, más fuerte era mi empeño, porque estaba resuelto y mi determinación era firme. Y por fin lo he hecho. ¡Querido muchacho, lo he hecho!

Yo trataba de pensar, pero estaba abstraído. Todo el tiempo me había parecido que prestaba más atención al viento y a la lluvia que a él; ahora mismo, no podía separar su voz de aquellas voces, aunque éstas eran fuertes y él se había callado.

—¿Dónde me aposentarás? —preguntó al poco rato—. Hay que ponerme en algún sitio, querido muchacho.

—¿Para dormir? —dije.

—Sí. Y para dormir mucho y bien —respondió—, porque he pasado meses y meses mojado y zarandeado por el mar.

—Mi amigo y compañero —dije, levantándome del sofá— está ausente; usted puede ocupar su habitación.

—¿No volverá mañana? —preguntó.

—No —dije, respondiendo casi maquinalmente, a pesar de todos mis esfuerzos—, mañana, no.

—Porque, tú verás, querido muchacho —dijo, bajando la voz y poniéndome un dedo en el pecho para causar más impresión—, tenemos que andar con cautela.

—¿Qué quiere usted decir? ¿Cautela?

—¡Por Dios, puede ser la muerte!

—¿Cómo la muerte?

—Fui condenado para toda la vida. Volver significa pena de muerte. Han sido demasiados los que han vuelto estos últimos años, y si me cogen seguro que me ahorcan.

¡Sólo me faltaba esto! ¡Aquel desventurado, después de cargarme durante años con sus malditas cadenas de oro y plata, había arriesgado su vida viniendo a verme y yo la tenía allí bajo mi custodia! Si le hubiera querido en vez de aborrecerle; si me hubiera sentido impulsado por el afecto y la admiración más profundos, en vez de por la mayor repugnancia, no habría sido peor. Al contrario, habría sido mejor, porque su seguridad habría afectado natural y tiernamente a mi corazón.

Mi primer cuidado fue cerrar los postigos a fin de que no se pudiera ver la luz desde fuera, y después cerrar y asegurar las puertas. Mientras hacía esto, él estaba junto a la mesa bebiendo ron y comiendo bizcochos; y al verle así ocupado, me pareció volver a ver a mi forzado comiendo en los marjales. Casi pensé que de un momento a otro iba a agacharse para limar su grillete.

Después de entrar en la habitación de Herbert y cerrar toda comunicación entre ésta y la escalera que no fuera a través de la sala donde había tenido lugar nuestra conversación, le pregunté si quería irse a la cama. Dijo que sí, pero me pidió un poco de mi ropa blanca de caballero para ponérsela por la mañana. Yo la saqué, y se la dejé preparada, y otra vez se me heló la sangre cuando me cogió las manos para darme las buenas noches.

Me aparté de él, sin saber cómo, y tras reavivar el fuego de la sala donde habíamos estado, me senté junto a la chimenea, pues me daba miedo irme a la cama. Durante una hora o más, estuve demasiado aturdido para poder pensar; y hasta que no pude hacerlo no empecé a darme cuenta de que no era más que un náufrago y que la nave en la que iba embarcado se había hecho pedazos.

Los planes de la señorita Havisham para mí, un puro sueño; Estella no me estaba destinada; yo sólo era tolerado en la casa Satis como un instrumento, una espina para los parientes codiciosos, un maniquí con un corazón mecánico con el que ejercitarse cuando no había otro ejercicio a mano; éstas fueron las primeras punzadas que sentí. Pero el dolor más agudo y penetrante me lo causaba pensar que a causa del forzado, culpable de no sabía qué crímenes y expuesto a verse desalojado de aquellas habitaciones donde yo estaba reflexionando, y ahorcado a las puertas de Old Bailey, había abandonado a Joe.

No habría vuelto ahora con Joe, no habría vuelto con Biddy, por ninguna consideración; sencillamente, supongo yo, porque la conciencia de la indignidad de mi conducta con ellos era más fuerte que cualquier otra consideración. Ninguna sabiduría en el mundo podía haberme dado el consuelo que habría encontrado en su simpatía y fidelidad; pero yo no podría, nunca, nunca, nunca, deshacer lo que había hecho.

En cada ráfaga del viento y en cada embestida de la lluvia tenía a mis perseguidores. Dos veces habría jurado que llamaron a la puerta y que al otro lado alguien me habló en voz baja. En medio de estos horrores, empecé a imaginar o recordar que había tenido avisos misteriosos de la venida de aquel hombre. Que durante las últimas semanas había visto en las calles rostros que me habían parecido semejantes al suyo. Que estos parecidos se habían hecho más numerosos a medida que él, atravesando el mar, se iba acercando. Que, de algún modo, su espíritu maligno había mandado al mío estos mensajeros, y ahora, en esta noche tempestuosa, cumplía su palabra y estaba conmigo.

Vino a juntarse a estas reflexiones la de que yo le había visto con mis ojos infantiles como un hombre terriblemente violento; que había oído al otro forzado asegurar repetidamente que él había tratado de matarle; que le había visto en el fondo de la zanja luchando y embistiendo como una bestia salvaje. De todos estos recuerdos saqué, a la luz del fuego, un terror medio maduro que me decía que no era seguro hallarse encerrado allí con él, en mitad de una noche tempestuosa y solitaria. Y fue madurando hasta llenar la habitación, y obligarme a tomar una bujía para entrar a dar un vistazo a mi terrible compañero.

Se había envuelto la cabeza en un pañuelo, y en su sueño tenía el rostro rígido y ceñudo. Pero dormía, y dormía tranquilo, si bien tenía una pistola en la almohada. Tranquilizado acerca del particular, puse suavemente la llave en la parte exterior de la puerta y lo dejé encerrado antes de sentarme junto al fuego. Poco a poco fui deslizándome de mi asiento y me quedé tendido en el suelo. Cuando desperté, sin haber perdido durante el sueño la conciencia de mi desgracia, los relojes de las iglesias del oeste de Londres daban las cinco, las bujías se habían consumido, el fuego estaba apagado y el viento y la lluvia intensificaban las espesas tinieblas.

[Fin del volumen II en la primera edición.]