Si aquella venerada mansión, próxima al Prado de Richmond, ha de ser visitada por los espíritus después de mi muerte, lo será, indudablemente, por mi sombra. ¡Oh, cuán innumerables fueron los días y las noches en que mi inquieto espíritu la visitó mientras Estella vivía en ella! Donde fuera que estuviera mi cuerpo, mi alma no dejaba nunca de errar alrededor de aquella casa.
La dama con quien vivía Estella, la señora Brandley, era viuda, con una hija de algunos años más que Estella. La madre parecía joven, y la hija parecía vieja; la madre tenía el cutis rosado y la hija lo tenía amarillento; la madre estaba entregada a la frivolidad y la hija a la teología. Gozaban de lo que se llama una buena posición y se visitaban con gran número de personas. Poca o ninguna comunidad de sentimientos existía entre ella y Estella; pero se había establecido la inteligencia de que ellas necesitaban de Estella y Estella necesitaba de ellas. La señora Brandley había sido amiga de la señorita Havisham antes de que ésta se recluyese en su retiro.
Dentro y fuera de la casa de la señora Brandley, yo sufrí las mayores torturas que Estella pudiera causarme. La naturaleza de mis relaciones con ella, que me colocaba en términos de familiaridad, sin colocarme en términos de favor, me tenía al borde de la locura. Se servía de mí para atormentar a otros admiradores, y aprovechaba la misma familiaridad que existía entre nosotros para desairar constantemente mi devoción. Si yo hubiera sido su secretario, su mayordomo, su hermanastro, un pariente pobre, si yo hubiera sido un hermano pequeño de su futuro marido, no me habría podido sentir más alejado de mis esperanzas cuando más cerca me hallaba de ella. El privilegio de llamarla por su nombre de pila y de que ella me llamara por el mío sólo servía en estas circunstancias para hacer más dura la prueba; y así como me figuro que eso hacía enloquecer a sus demás adoradores, sé muy bien que me enloquecía a mí.
Ella tenía admiradores sin cuento. No dudo de que mis celos me hacían ver un admirador en cada uno de los que se le acercaba; pero sin necesidad de esto, había ya más que suficientes.
La vi a menudo en Richmond, tuve frecuentemente noticias de ella en Londres, la llevé muchas veces junto con las Brandley a pasear en barca; hubo meriendas, fiestas, idas al teatro, a la ópera, a conciertos, reuniones, toda clase de diversiones, durante las cuales la solicité constantemente, y todas resultaron para mí una calamidad. Nunca tuve una hora de felicidad en su compañía, y no obstante me pasaba las veinticuatro horas del día sin pensar en otra cosa que en la felicidad de tenerla conmigo hasta la muerte.
En todo este período de nuestra relación —que duró, como se verá, lo que me pareció un espacio de tiempo muy largo—, ella volvía habitualmente a aquel tono que indicaba que nuestra asociación nos había sido impuesta. Había otras ocasiones en que dejaba repentinamente este tono y todos sus muchos tonos, y parecía compadecerse de mí.
—Pip, Pip —dijo una noche, en que había adoptado esta actitud, mientras estábamos sentados aparte a la sombra de una ventana en la casa de Richmond—, ¿no te darás nunca por advertido?
—¿De qué?
—De mí.
—¿Para que no me deje atraer por ti, quieres decir, Estella?
—¡Quiero decir! Si no ves lo que quiero decir es que estás ciego.
Yo le habría replicado que al amor se le tenía comúnmente por ciego, de no haber sido porque me hallaba cohibido —y ésta no era la menor de mis desazones— por el sentimiento de que no era generoso apremiarla, sabiendo que no tenía otro remedio que obedecer a la señorita Havisham. Mi constante temor era que este conocimiento por su parte me perjudicara grandemente ante su orgullo, y me hiciera objeto de una lucha rebelde en su corazón.
—Sea como sea —dije— no se me ha hecho ningún advertimiento últimamente, porque esta vez me escribiste para que viniera.
—Eso es verdad —dijo, con una sonrisa fría e indiferente que siempre me dejaba helado.
Después de contemplar un rato el espectáculo del crepúsculo, continuó diciendo:
—Ha llegado el momento en que la señorita Havisham desea tenerme un día consigo en Satis. Tienes que llevarme allí y devolverme aquí, si quieres. No quiere que viaje sola, y se opone a recibir a mi doncella porque tiene un horror invencible a tratar con esta clase de gente. ¿Puedes acompañarme?
—¡Si puedo acompañarte, Estella!
—¿Entonces, puedes? Pasado mañana, si no tienes inconveniente. Tienes que pagar todos los gastos de mi bolsillo. ¿Oyes la condición?
—Y debo obedecer —dije yo.
Ésta fue toda la preparación que recibí para aquella visita y para otras semejantes; la señorita Havisham jamás me escribió ni jamás he llegado a ver su escritura. A los dos días fuimos a su casa y la encontramos en su habitación, donde yo la había visto por vez primera, y no es necesario añadir que no había ningún cambio en la casa Satis.
La señorita Havisham se mostró todavía más terriblemente encariñada con Estella que la última vez que las había visto juntas; uso la palabra con toda intención porque había algo positivamente terrible en la energía que puso en sus miradas y abrazos. Estaba pendiente de la hermosura de Estella, de sus palabras, de sus gestos, se mordía los temblorosos dedos al contemplarla, como si estuviera devorando la hermosa criatura que había creado.
Después de contemplar a Estella, me miró con una mirada escrudiñadora que parecía entrar en mi corazón y sondar sus heridas. «¿Cómo te trata, Pip?, ¿cómo te trata?», me preguntaba una y otra vez con su avidez de bruja, sin importarle siquiera que la oyera ella. Pero, cuando nos sentamos por la noche junto al vacilante fuego, su conducta fue de lo más alucinante; porque entonces, manteniendo el brazo de Estella sujeto debajo del suyo y teniéndole la mano estrechamente cogida, le fue arrancando, a fuerza de referirse a lo que en sus cartas le había ido contando, el nombre y condición de los hombres a quienes había fascinado. Y mientras la señorita Havisham se deleitaba en esta relación con la intensidad de un espíritu mortalmente herido y perturbado, permanecía con la otra mano descansando en su muleta, la barbilla apoyada en ella, y sus ojos desvaídos chispeando al mirarme, hecha un verdadero espectro.
Yo veía en esto —a pesar de lo desgraciado que me hacía, y de la amarga sensación de dependencia y hasta de degradación que me producía—, yo veía en esto que Estella estaba destinada a descargar sobre la cabeza de los hombres la venganza de la señorita Havisham, y que no me sería entregada hasta que la hubiera aplacado por un tiempo determinado. Veía en esto la explicación de que me hubiera sido destinada de antemano. Al mandarla al mundo para causar tormento y daño, la señorita Havisham lo hacía con la maligna certidumbre de que se hallaba fuera del alcance de todos los admiradores, y de que todos los que aventurasen algo por ella iban seguros de perder. Veía en esto que yo, por una perversión del ingenio, era atormentado igualmente, aunque al final me estuviese reservado el premio. Veía en esto la razón por la cual se me rechazaba durante tanto tiempo, y la razón por la cual mi ex tutor se negaba a declararse formalmente enterado de semejante plan. En una palabra, veía en esto a la señorita Havisham tal como aparecía entonces y allí ante mis ojos; y veía en esto la inconfundible sombra de la casa tenebrosa y malsana donde su vida se escondía de la luz del sol.
Las bujías que iluminaban la habitación estaban en candelabros fijos a la pared. Se hallaban a bastante altura del suelo y ardían con el continuo sopor de la luz artificial en una atmósfera raras veces renovada. Cuando recorría la sala con la mirada y al ver su débil resplandor, y el reloj parado, y los ajados atavíos nupciales esparcidos sobre la mesa y por el suelo, y la espantosa figura de la señorita Havisham con su fantástica sombra que el fuego proyectaba sobre el techo y la pared, descubrí en todo ello como un eco de la interpretación que mi pensamiento acababa de formar. Éste se trasladó a la gran sala del otro lado del descansillo, donde se hallaba puesta la mesa, y lo vi escrito, por decirlo así, en los colgajos de telarañas del centro de la mesa, en el movimiento de las arañas sobre el mantel, en las huellas de los ratones que iban a esconder sus pequeños y palpitantes corazones detrás de los arrimaderos, y en las vacilaciones y paradas de las cucarachas en el suelo.
En el curso de esta visita surgió una disputa entre Estella y la señorita Havisham. Era la primera vez que las veía enfrentadas.
Estábamos sentados junto al fuego, como acabo de describir, y la señorita Havisham aún tenía el brazo de Estella sujeto debajo del suyo, y aún le tenía la mano cogida, cuando ésta empezó a desasirse poco a poco. Ya antes había dado más de una muestra de orgullosa impaciencia y había más bien soportado que aceptado o correspondido aquellas demostraciones de feroz afecto.
—¡Qué! —dijo la señorita Havisham, mirándola con ojos llameantes—, ¿estás cansada de mí?
—Sólo un poco cansada de mí misma —respondió Estella, desprendiendo su brazo y acercándose a la gran chimenea, donde se quedó mirando al fuego.
—¡Di la verdad, ingrata! —exclamó la señorita Havisham, golpeando coléricamente el suelo con el bastón—, estás cansada de mí.
Estella la miró con perfecta serenidad, y volvió a contemplar el fuego. Su graciosa figura y su bello semblante expresaban tan fría indiferencia por el salvaje ardor de la otra mujer que casi parecía cruel.
—¡Pedazo de piedra! —exclamó la señorita Havisham—. ¡Corazón de hielo!
—¿Qué? —dijo Estella sin dejar su actitud de indiferencia apoyada en la chimenea, y levantando solamente los ojos—. ¿Es usted quien me reprocha el ser fría? ¿Usted?
—¿No lo eres? —fue la irritada respuesta.
—Debería usted saberlo —dijo Estella—, no soy más de lo que usted ha hecho de mí. De usted es todo el mérito, o toda la culpa; de usted todo el éxito o todo el fracaso. Tómeme usted tal como me ha hecho.
—¡Oh! ¡Miradla, miradla! —exclamaba furiosa la señorita Havisham—. ¡Miradla, tan dura e ingrata en el hogar mismo donde se ha criado! ¡Donde la tomé sobre mi cuitado pecho cuando aún sangraba de sus recientes heridas, y donde le he prodigado años de ternura!
—Pero yo no tuve parte alguna en el trato —dijo Estella— porque apenas si sabía andar y hablar cuando se hizo. Pero ¿qué quería usted? Ha sido muy buena para mí y se lo debo todo. ¿Qué quería usted?
—Amor —respondió.
—Usted lo tiene.
—No lo tengo —dijo la señorita Havisham.
—Usted es mi madre adoptiva —repuso Estella sin abandonar nunca la gracia indolente de su actitud, sin levantar nunca la voz como hacía la otra, sin ceder nunca a la ira o a la ternura—. Usted es mi madre adoptiva, ya he dicho que se lo debo todo. Todo lo que poseo es de usted. Todo lo que me ha dado está a su disposición. Puede quitármelo cuando quiera. Fuera de esto, no tengo nada. Pero si me pide que le dé lo que no me ha dado usted nunca, ni mi gratitud ni mi deber pueden hacer imposibles.
—¡Que no le he dado nunca amor! —exclamó la señorita Havisham, volviéndose hacia mí enloquecida—. No le di nunca un amor ardiente siempre inseparable de los celos y de un vivo dolor. ¡Cómo puede hablarme así! ¡Que me llame loca, que me llame loca!
—Y por qué he de llamarla loca —respondió Estella—. Yo menos que nadie. ¿Hay alguien en el mundo que conozca la tenacidad de sus propósitos? ¿Hay alguien en el mundo que conozca mejor que yo la firmeza de su memoria? Yo, que he estado sentada junto a este mismo hogar, en este pequeño taburete que aún está a su lado, aprendiendo sus lecciones y alzando los ojos a su rostro, hasta cuando su rostro me parecía extraño y me asustaba.
—Pronto lo has olvidado —gimió la señorita Havisham—. ¡Pronto lo has olvidado!
—No, no lo he olvidado —replicó Estella—. No lo he olvidado; lo he atesorado en mi memoria. ¿Cuándo me ha visto infiel a sus enseñanzas? ¿Cuándo me ha visto olvidadiza de sus lecciones? ¿Cuándo ha visto que diese cabida aquí —se tocó el pecho con la mano— a algo que usted excluyera? Sea justa conmigo.
—¡Tan orgullosa, tan orgullosa! —gimió la señorita Havisham, echándose atrás los grises cabellos con ambas manos.
—¿Quién me enseñó a ser orgullosa? —respondió Estella—. ¿Quién me aplaudía cuando daba muestras de haber aprendido mi lección?
—¡Tan dura, tan dura! —gimió la señorita Havisham repitiendo el mismo ademán.
—¿Quién me enseñó a ser dura? —replicó Estella—. ¿Quién me aplaudía cuando daba muestras de haber aprendido mi lección?
—¡Pero ser orgullosa y dura conmigo! —gritó la señorita Havisham levantando los brazos en alto—. Estella, Estella, Estella, ser orgullosa y dura conmigo.
Estella la miró un momento con una especie de tranquilo asombro, pero sin dar señal alguna de turbación; después volvió a contemplar el fuego.
—No puedo comprender —dijo, levantando los ojos tras un silencio— por qué ha de ser usted tan poco razonable cuando vengo a verla después de un tiempo sin vernos. Jamás he olvidado sus agravios y sus causas. Jamás he sido infiel a usted ni a sus enseñanzas. Jamás he tenido que acusarme de ninguna debilidad.
—¿Sería una debilidad corresponder a mi amor? —exclamó la señorita Havisham—. Pero sí, sí, ella lo llamaría así.
—Empiezo a pensar —dijo Estella, como hablando consigo misma, tras otro momento de tranquila meditación— que casi entiendo de dónde viene eso. Si usted hubiera criado a su hija adoptiva en el tenebroso encierro de estas habitaciones, y no le hubiera dejado saber que existía nada como la luz del sol, a cuya luz no hubiera visto jamás el rostro de usted; si usted hubiera hecho esto y luego, para algún fin de los suyos, hubiera querido que comprendiera la luz del sol y lo supiera todo acerca de ella, ¿se habría enojado usted y sentido decepcionada?
La señorita Havisham, con la cabeza entre las manos, gemía débilmente y se balanceaba en su silla, pero no profirió una palabra.
—O bien —dijo Estella—, y esto se parece más al caso, si usted le hubiera enseñado, desde el primer albor de su inteligencia, con todo su poder y energía, que la luz existía, pero se había hecho para ser su enemiga y su destructora, y que debía evitarla siempre porque la había marchitado a usted y la marchitaría a ella; si usted hubiera hecho esto, y después, para algún fin de los suyos, quisiera que se aficionara naturalmente a la luz del día, y ella no pudiese hacerlo, ¿se habría enojado usted y sentido decepcionada?
La señorita Havisham seguía escuchando (o así me lo parecía, pues no podía verle el rostro), pero tampoco respondió.
—Así pues —dijo Estella—, hay que tomarme como se me ha hecho. El éxito no es mío, el fracaso no es mío, pero los dos me han hecho lo que soy.
La señorita Havisham se había sentado en el suelo, no sé cómo, entre las mustias reliquias nupciales en él diseminadas. Yo aproveché aquel momento —desde el principio había esperado uno propicio— para abandonar la habitación, después de implorarle a Estella con un ademán que le prestase atención. Cuando salí, ésta continuaba de pie junto a la chimenea como había permanecido todo el rato. Los cabellos grises de la señorita Havisham estaban esparcidos por el suelo entre las demás ruinas nupciales, ofreciendo un doloroso espectáculo.
Con el corazón oprimido me estuve paseando una hora o más a la luz de las estrellas, por el patio de la cervecería y el jardín abandonado. Cuando por fin me vi con valor para volver a la habitación, encontré a Estella sentada en las rodillas de la señorita Havisham, dando unas puntadas a una de aquellas viejas prendas de vestir que se caían a pedazos y en las cuales me habían hecho pensar a menudo los descoloridos jirones de antiguas banderas que había visto colgando en las catedrales. Más tarde, Estella y yo jugamos a los naipes, como en otros tiempos —sólo que ahora éramos más hábiles y jugábamos a juegos franceses— y así pasó la velada y yo me fui a la cama.
Dormí en el edificio anejo del otro lado del patio. Era la primera vez que pasaba la noche en la casa Satis, y el sueño se negaba a visitarme. Mil señoritas Havisham me asediaban. Se me aparecían a un lado de la almohada, al otro, a la cabecera de la cama, a los pies, detrás de la puerta entreabierta del tocador, en el tocador, en el cuarto de arriba, en el de abajo, en todas partes. Por último, cuando ya la noche se arrastraba lentamente hacia las dos de la madrugada, sentí que aquel lugar se me hacía absolutamente insoportable como dormitorio, y que tenía que levantarme. En consecuencia, me levanté, me vestí, salí y atravesé el patio hasta el largo corredor de piedra con el propósito de pasar al patio exterior y pasearme por allí para aliviar mi espíritu. Pero no bien estuve en el corredor cuando apagué mi vela; porque vi a la señorita Havisham pasar por él como un espectro, gimiendo en voz baja. La seguí a distancia y la vi subir la escalera. Llevaba en la mano una bujía, que probablemente había cogido de los candeleros de su habitación, y a su luz parecía un ser del otro mundo. Hasta el pie de la escalera donde me detuve me llegó el olor a moho de la sala del festín, aún sin ver que ella abriera la puerta, y la oí pasear por allí, y después pasar a su habitación, y después volver a la sala, sin cesar nunca en sus gemidos. Al cabo de un rato traté de salir en la oscuridad y volver a mi cuarto, pero no pude hacer ni lo uno ni lo otro hasta que los primeros albores del día me permitieron ver dónde ponía las manos. Durante todo este tiempo, cada vez que me acerqué al pie de la escalera, oí sus pasos, vi pasar en lo alto la luz de la bujía, y oí su incesante gemir.
No se reprodujo la disputa entre ella y Estella en el tiempo que precedió a nuestra partida el día siguiente; ni se reprodujo en ninguna ocasión parecida, y eso que hubo cuatro, si no recuerdo mal. Tampoco se notó ningún cambio en la actitud de la señorita Havisham con ella, salvo que creí notar que algo parecido al temor se añadía a sus anteriores características.
Me es imposible volver esta hoja de mi vida sin escribir en ella el nombre de Bentley Drummle; de lo contrario, lo evitaría de muy buena gana.
En cierta ocasión, cuando los Pinzones se hallaban reunidos en pleno, y mientras, como de costumbre, se fomentaba la cordialidad a base de no estar de acuerdo nadie con nadie, el Pinzón que presidía llamó al orden a la Enramada, por cuanto el señor Drummle aún no había brindado por ninguna dama; lo cual, según el solemne estatuto de la sociedad, le correspondía, por turno, hacer aquel día. Creí notar que Drummle me dirigía una mirada de soslayo, una maligna mirada, mientras circulaban las garrafas; pero como no había entre nosotros ninguna simpatía, esto no tenía nada de particular. ¡Cuál no sería mi indignada sorpresa cuando invitó a los reunidos a brindar por «Estella»!
—¿Estella qué? —pregunté.
—¿A usted qué le importa? —replicó Drummle.
—¿Estella de dónde? —insistí—. Está usted obligado a decir de dónde.
Y era cierto que, en calidad de Pinzón, estaba obligado a ello.
—De Richmond, señores —dijo Drummle, dejándome de lado—, una belleza sin par.
—Lo que entiende éste de bellezas sin par, el ruin y miserable idiota —murmuré al oído de Herbert.
—Yo conozco a esa señorita —dijo Herbert desde el otro lado de la mesa, después de que se hubo hecho honor al brindis.
—¡Ah, sí! —dijo Drummle.
—Y yo también —añadí yo, con el rostro encendido.
—¿Ah, sí? —dijo Drummle—. ¡Oh, Dios mío!
Ésta era la única respuesta —además de arrojar platos y copas— que aquel mastuerzo era capaz de dar; pero me sulfuró tanto como si me hubiera herido con el más ingenioso sarcasmo, e inmediatamente me levanté y dije que no podía por menos de considerar una desvergüenza por parte del honorable Pinzón asistir a aquella Enramada —siempre hablábamos de asistir a aquella Enramada, como un elegante giro parlamentario—, asistir a aquella Enramada para brindar por una señorita a quien no conocía. A esto el señor Drummle, levantándose, preguntó qué quería dar a entender con ello. A lo cual le di la severa respuesta de que suponía que ya sabía dónde podía encontrarme.
Si, después de esto, era o no posible, en un país cristiano, salir de aquel paso sin derramamiento de sangre, fue una cuestión sobre la cual las opiniones de los Pinzones se mostraron muy divididas. Y la discusión se hizo tan viva que otros seis honorables socios más, por lo menos, dijeron en el curso de ella, a otros seis honorables socios, que ya sabían dónde podían encontrarlos. No obstante, se decidió al cabo (pues la Enramada era un tribunal de honor) que si el señor Drummle podía presentar un pequeño certificado de la dama, acreditando que tenía el honor de conocerla, el señor Pip debería expresar su pesar, como caballero y como Pinzón, por haberse dejado arrastrar por su vehemencia. Se señaló el día siguiente para la presentación de la prueba (a fin de que nuestro honor no se enfriara con la demora) y al día siguiente Drummle compareció con una amable notita de puño y letra de Estella en la que ésta reconocía que varias veces había tenido el honor de bailar con él. Esto no me dejó otro recurso que expresar mi pesar «por haberme dejado arrastrar por mi vehemencia» y, en suma, repudiar por insostenible la idea de que se me pudiera encontrar en ninguna parte. Drummle y yo nos quedamos luego dando bufidos, mientras la Enramada se entregaba a una Babel de discusiones y controversias, y, finalmente, se acordó que la promoción de la cordialidad había progresado a una velocidad asombrosa.
Refiero esto en estilo ligero, pero no fue cosa ligera para mí. Porque no encuentro palabras para expresar la pena que me causó pensar que Estella podía conceder favor alguno a un zopenco despreciable como aquél, tan por debajo de la común medida de los hombres. Todavía, a estas horas, creo atribuible a una pura llama de generosidad y desinterés en mi amor por ella que no pudiese soportar el pensamiento de verla rebajarse hasta un ser tan vil. No dudo de que me habría sentido desgraciado quienquiera que fuera aquel a quien ella hubiera favorecido; pero en el caso de alguien más digno de su afecto me habría causado otra clase y otro grado de dolor.
Me era fácil comprobar, y lo comprobé pronto, que él había empezado a cortejarla y que ella se lo consentía. Al poco tiempo, él la seguía constantemente y los dos nos topábamos todos los días. Él insistía con su actitud estúpida y terca, y ella le retenía; ora animándole, ora desanimándole, ora casi adulándole, ora despreciándole abiertamente, ora tratándole como amigo, ora pareciendo apenas recordar quién era.
El Araña, como le había llamado el señor Jaggers, estaba, sin embargo, acostumbrado a permanecer al acecho y tenía toda la paciencia de su especie. Añadía a esto una estólida confianza en su dinero y en el esplendor de su familia, que a veces le servía de mucho y que casi venía a reemplazar la concentración y determinación de propósito. Así, el Araña, acechando tenazmente a Estella, aventajaba en vigilancia a otros insectos más brillantes, y a menudo se soltaba y se dejaba caer en el momento oportuno.
En un baile particular en Richmond (en aquel tiempo los había en muchos sitios), donde Estella había eclipsado a todas las demás bellezas, ese patán de Drummle se le pegó de tal modo y con tanta tolerancia por parte de ella que yo decidí hablarle acerca de él. Aproveché la primera oportunidad que fue mientras esperaba a la señora Brandley para regresar a su casa, sentada aparte entre unas flores, y lista ya para marcharse. Yo estaba con ella porque siempre las acompañaba a la ida y a la vuelta de estos sitios.
—¿Estás cansada, Estella?
—Un poco, Pip.
—Tienes que estarlo a la fuerza.
—Di que no debería estarlo; porque aún tengo que escribir a la casa Satis antes de acostarme.
—¿Contando el triunfo de esta noche? —pregunté yo—. Un pobre triunfo, Estella.
—¿Qué quieres decir? No sabía que hubiera habido ninguno.
—Estella —dije—. Mira a aquel tipo que nos contempla desde aquel rincón.
—¿Por qué he de mirarle? —repuso, fijando, por el contrario, sus ojos en mí—. ¿Qué hay en aquel tipo del rincón, como dices tú, que yo necesite mirar?
—Verdaderamente, esto es lo que yo quería preguntarte a ti —dije—. Porque en toda la noche no te has apartado de su lado.
—Las polillas, y toda suerte de bichos desagradables —respondió, lanzándole una mirada—, revolotean alrededor de una bujía encendida. ¿Puede evitarlo la bujía?
—No —repliqué—, pero ¿puede evitarlo Estella?
—¡Bueno! —dijo ella, riendo, después de un momento—. Tal vez. Sí. Lo que tú quieras.
—Pero óyeme, Estella. Me desespera que des alas a un hombre tan generalmente despreciado como Drummle. Sabes que se le desprecia.
—¿Y qué? —dijo ella.
—Sabes que es tan tosco por dentro como por fuera. Un individuo menguado, violento, sañudo, estúpido.
—¿Y qué? —volvió a preguntar ella.
—Sabes que no tiene nada que le recomiende, si no es el dinero, y una ridícula lista de ineptos antepasados; ¿lo sabes, no es cierto?
—¿Y qué? —repitió ella; y cada vez que lo decía abría un poco más sus adorables ojos.
Para vencer la muralla que me oponía aquel monosílabo, se lo tomé de la boca, y, dije, repitiéndolo con énfasis:
—¡Y qué! Pues esto es lo que me aflige.
Si yo hubiese creído que Estella favorecía a Drummle con la idea de afligirme, me habría dolido menos; pero con su actitud habitual me dejaba tan por entero fuera de la cuestión que no me era posible creer tal cosa.
—Pip —dijo Estella, paseando su mirada por la sala—, no digas tonterías sobre el efecto que esto te causa. Puede tener sus efectos sobre otros, o puede que quiera tenerlos. No vale la pena discutirlo.
—Sí, vale la pena —dije yo—, porque no puedo soportar que la gente diga que prodigas tus gracias y atractivos en un mero patán, el más despreciable de todos.
—Puedo soportarlo.
—¡Oh!, no seas tan orgullosa, Estella, y tan inflexible.
—¡Ahora me llamas orgullosa e inflexible —dijo Estella abriendo las manos— y acabas de reprocharme que me rebaje al nivel de un patán!
—No hay duda de que lo haces —dije yo algo precipitadamente— porque te he visto mirarle y sonreírle esta misma noche, como nunca me has mirado ni sonreído a mí.
—Entonces, ¿lo que quieres —dijo Estella, volviéndose de pronto con una mirada firme y seria, ya que no enojada— es que te engañe y te ponga añagazas?
—¿Le engañas a él, Estella?
—Sí, y a muchos otros… a todos menos a ti. Ahí viene la señora Brandley. No quiero hablar más de eso.
Y ahora que he consagrado un capítulo al asunto que durante tanto tiempo llenó mi corazón y con tanta frecuencia lo ha hecho sufrir, podré pasar, sin estorbos, al acontecimiento que desde hacía más tiempo todavía se estaba cerniendo sobre mi vida; el acontecimiento que se había empezado a preparar antes de que yo supiera que había una Estella en el mundo, y en los días en que su inteligencia infantil estaba recibiendo las primeras deformaciones de las manos devastadoras de la señorita Havisham.
En el cuento oriental,[18] la pesada piedra que había de caer sobre el fastuoso lecho a la hora misma de la conquista era arrancada poco a poco de la cantera; el túnel para la cuerda que debía sostenerla era excavado poco a poco a través de las leguas y leguas de roca; la losa era lentamente levantada y encajada en el techo; la cuerda era sujetada a ella y pasada a través de leguas y leguas de oquedad hasta la gran anilla de hierro. Una vez hecho todo con gran trabajo, y llegada la hora, el sultán era despertado en mitad de la noche, ponían en sus manos el hacha afilada que había de separar la cuerda de la gran anilla de hierro, y él daba el golpe, la cuerda se partía escurriéndose, y el techo caía. Así ocurrió en mi caso; todo el trabajo, próximo y lejano, que tendía a aquel fin, se había realizado y en un instante el golpe fue asestado, y el techo de mi fortaleza se desplomó sobre mí.