CAPÍTULO XXXVII

Juzgando el domingo como el día más a propósito para conocer los sentimientos del señor Wemmick en Walworth, consagré la tarde del domingo siguiente a hacer una peregrinación al Castillo. Al llegar ante las murallas vi izada la Unión Jack y levantado el puente; pero sin arredrarme por este alarde de desafío y resistencia, llamé a la verja y fui recibido, de la manera más pacífica, por el Anciano.

—Mi hijo, señor —dijo el viejo, después de asegurar el puente levadizo—, tenía sus barruntos de que usted podía dejarse caer, y dejó dicho que pronto volvería de su paseo. Mi hijo es muy metódico en sus paseos. Es muy metódico en todo, mi hijo.

Saludé al anciano señor con todas las reverencias que pudiera haberle hecho el mismo Wemmick, y entramos y nos sentamos a la lumbre.

—Usted habrá conocido a mi hijo —dijo el viejo, con su vocecilla de pájaro, mientras se calentaba las manos a la llama— en la oficina, ¿no es cierto? —Sacudí la cabeza afirmativamente—. ¡Ah! Me han dicho que mi hijo es muy entendido en su profesión. ¿Es así, señor?

Sacudí la cabeza con energía:

—Sí, eso dicen.

—Y ¿su profesión es el foro?

Sacudí la cabeza con más energía todavía.

—Y esto es muy sorprendente en mi hijo —dijo el viejo—, porque no fue educado para el foro, sino para el negocio de tonelería.

Deseoso de saber hasta qué punto el anciano caballero estaba al corriente de la fama del señor Jaggers, le grité este nombre. Me dejó muy confuso, echándose a reír de la mejor gana y respondiéndome con gran viveza:

—No, de ningún modo; tiene usted razón.

A estas horas aún no tengo la menor idea de lo que quiso decir o qué broma se figuró que habría hecho yo.

Como no podía quedarme allí sentado moviendo continuamente la cabeza, sin hacer otra tentativa para interesarle, le grité una pregunta sobre si su profesión había sido el negocio de tonelería. A fuerza de chillar la palabra repetidas veces y de golpear el pecho del caballero para asociarlo con ella, logré hacerme entender.

—No —dijo el viejo caballero—, el comercio al por mayor. Primero allí arriba —parecía querer indicar lo alto de la chimenea, pero creo que se refería a Liverpool—, y luego aquí, en la City de Londres. Sin embargo, como tengo este achaque, porque soy algo duro de oído, señor…

Representé una pantomima para expresar el mayor asombro.

—Sí, algo duro de oído; como tengo este achaque, mi hijo se dedicó al foro y se encargó de mí, y poco a poco ha hecho esta elegante y hermosa propiedad. Pero volviendo a lo que usted decía —prosiguió el viejo, riéndose de nuevo con el mayor gusto—, lo que digo es que no, de ningún modo; tiene usted razón.

Yo me estaba preguntando modestamente si el mayor esfuerzo de mi ingenio me habría permitido decir algo que le hubiera divertido ni la mitad de lo que le divertía esta broma imaginaria, cuando me sobresaltó un repentino chasquido en la pared, a un lado de la chimenea, y la espectral irrupción de una puertecita de madera con un «John» pintado en su parte interna. El viejo, siguiendo la dirección de mi mirada, exclamó triunfalmente:

—¡Mi hijo está aquí!

Y ambos salimos al puente.

Valía todo el oro del mundo ver a Wemmick saludándome con la mano desde el otro lado del foso, cuando con la mayor facilidad podíamos estrecharnos la mano por encima de él. El Anciano estaba tan encantado de accionar el puente levadizo que no me ofrecí para ayudarle, y permanecí inmóvil hasta que Wemmick hubo pasado a nuestro lado y me hubo presentado a la señorita Skiffins, una dama que le acompañaba.

La señorita Skiffins parecía hecha de palo y pertenecía, como su acompañante, al ramo de buzones de correo. Podía ser dos o tres años más joven que él, y la juzgué poseedora de bienes transportables. El corte de su vestido, de la cintura para arriba, tanto por delante como por detrás, le daba una figura muy semejante a una cometa; y yo podía haber juzgado el color naranja de su vestido algo excesivamente pronunciado y el verde de sus guantes algo excesivamente intenso. Pero parecía una buena persona y se mostraba muy atenta con el Anciano. No tardé en descubrir que hacía frecuentes visitas al Castillo, porque al entrar, y al felicitar yo a Wemmick a propósito de su ingenioso artificio para anunciar su llegada al Anciano, aquél me rogó que prestase atención por un momento al otro lado de la chimenea, y desapareció. Poco después se oyó otro chasquido y se abrió otra puertecilla que llevaba pintado «Señorita Skiffins»; después la «Señorita Skiffins» se cerró, y se abrió «John»; después se abrieron a la vez la «Señorita Skiffins» y «John» y, finalmente, se cerraron ambas a la vez. Al volver Wemmick de accionar estos mecanismos, le expresé la gran admiración que me causaban, y él dijo:

—Verá usted, ambas divierten al Anciano y le son de utilidad, y por San Jorge, señor, merece la pena mencionar que de todos los que han pasado esta puerta sólo conocemos el secreto de estos resortes el Anciano, la señorita Skiffins y yo.

—Y el señor Wemmick los ha hecho —añadió la señorita Skiffins— con sus propias manos y de su propia invención.

Mientras la señorita Skiffins se quitaba el gorro (aunque conservó los guantes puestos toda la noche, como señal exterior de que había visita), Wemmick me invitó a dar una vuelta por la propiedad, y a ver qué aspecto tenía la isla en invierno. Pensando que lo hacía para darme ocasión de conocer sus sentimientos en Walworth, aproveché la oportunidad en cuanto estuvimos fuera del Castillo.

Habiendo reflexionado detenidamente sobre el particular, expuse el asunto como si nunca hubiera insinuado nada acerca de él. Informé a Wemmick de que me interesaba por Herbert Pocket, le conté cómo nos habíamos conocido y cómo nos habíamos peleado. Hice alusión a la familia de Herbert, al carácter de éste y al hecho de que no contaba con otros medios que los que podía proporcionarle su padre, y que éstos eran inseguros y nada puntuales. Mencioné la ayuda que en mi primera tosquedad e ignorancia había obtenido yo de su compañía y confesé mis temores de haberla pagado bastante mal y de que tal vez le hubiera ido mejor sin mí y mis expectativas. Dejando a la señorita Havisham muy lejos, en último término, me referí a la posibilidad de que yo hubiera desbancado a mi amigo en sus posibilidades de fortuna, y a la certidumbre de que él poseía un alma generosa y estaba muy por encima de mezquinas desconfianzas, despiques y maquinaciones. Por todos estos motivos, le dije, y porque era amigo y compañero de mi juventud, y yo le tenía un gran afecto, deseaba que mi buena fortuna reflejara algunos de sus rayos sobre él y, por tanto, buscaba consejo en la experiencia de Wemmick y en el conocimiento que tenía de los hombres y de los negocios, para ver de qué mejor manera podía con mis recursos favorecer a Herbert, de momento con un ingreso —digamos de unas cien libras al año, para mantenerle en buen ánimo—, y, poco a poco, llegar a comprarle alguna pequeña participación en un negocio. Rogué a Wemmick, en conclusión, que tuviera en cuenta que mi ayuda debía hacerse efectiva sin que Herbert se enterara de ello ni lo sospechara, y que yo no tenía en el mundo nadie más a quien pedir consejo. Terminé poniéndole la mano en el hombro y diciendo:

—No puedo por menos que confiar en usted, por más que comprendo que esto le ha de causar molestias; pero la culpa es suya, por haberme traído aquí.

Wemmick permaneció silencioso un momento, y después dijo, con una especie de sobresalto:

—Bueno, ¿sabe usted, señor Pip?, tengo que decirle una cosa. Esto es ser endiabladamente bueno.

—Entonces, dígame que me ayudará a ser bueno —repuse.

—¡Uy! —respondió Wemmick, meneando la cabeza—. No es éste mi oficio.

—Tampoco es aquí donde lo ejerce usted.

—Tiene usted razón —respondió—, ha dado usted en el clavo. Señor Pip, lo pensaré y me figuro que todo lo que usted desea hacer puede hacerse gradualmente. Skiffins (su hermano) es perito mercantil y agente de negocios. Le veré y trataré de que haga algo por usted.

—Se lo agradeceré infinitamente.

—Al contrario —dijo él—, soy yo el agradecido porque, aunque hablemos estrictamente en nuestro plano privado y personal, se puede decir que hay por aquí alguna telaraña de Newgate, y eso ayuda a quitarlas.

Después de hablar algo más sobre el asunto, regresamos al Castillo, donde hallamos a la señorita Skiffins preparando el té. La delicada misión de hacer las tostadas estaba confiada al Anciano, y este excelente caballero se hallaba tan entregado a ella que me pareció en inminente peligro de que se le derritiesen los ojos. No era un refrigerio nominal el que íbamos a tomar, sino una sustanciosa realidad. El Anciano preparó una montaña tal de tostadas con mantequilla, que yo apenas podía divisarle desde el otro lado, mientras las apilaba para que se conservaran calientes en un soporte de hierro colgado de la barra superior; en tanto que la señorita Skiffins hacía tal cantidad de té que el cerdo, en su pocilga, se excitó sobremanera y expresó repetidamente su deseo de participar en el banquete.

Se había arriado la bandera y se había disparado el cañón a su debido momento, y yo me sentía tan agradablemente aislado del resto de Walworth como si el foso tuviese treinta pies de ancho y otros tantos de profundidad. Nada turbaba la paz del Castillo, fuera de «John» y la «Señorita Skiffins», que, de vez en cuando, se abrían y cerraban, pues estas dos puertecitas parecían presa de algún mal espasmódico que, en correspondencia, me hizo sentir algo nervioso hasta que me acostumbré a ello. Del carácter metódico de los preparativos de la señorita Skiffins colegí que hacía el té allí todos los domingos por la tarde, y hasta sospeché que un clásico camafeo que lucía y que representaba el perfil de una extraña mujer de nariz muy recta y una luna muy nueva, era un bien portátil regalado por Wemmick.

Nos comimos todas las tostadas y bebimos té en cantidad proporcionada, y era delicioso advertir cuán calientes y grasientos estábamos todos después. El Anciano, sobre todo, podía haber pasado por un pulcro y viejo cacique de una tribu salvaje recién ungido. Tras un breve descanso, la señorita Skiffins —en ausencia de la criadita, que, al parecer, se recogía en el seno de su familia los domingos por la tarde— lavó los cacharros con un aire de gran dama que lo hiciera por juego y que no causó violencia a nadie. Después se puso los guantes de nuevo, todos nos agrupamos alrededor del fuego y Wemmick dijo:

—Ahora, anciano papá, va usted a recrearnos con el periódico.

Mientras el Anciano sacaba sus gafas, Wemmick me explicó que esto formaba parte del ritual, y que el anciano caballero hallaba una satisfacción en leer las noticias en voz alta.

—Hay que excusarle porque el pobre no puede procurarse muchas diversiones, ¿verdad, padre?

—Tienes razón, John, tienes razón —respondió el viejecito viendo que su hijo le hablaba.

—Ahora, hágale un signo de complacencia con la cabeza cada vez que levante los ojos de su periódico, y le tendrá más feliz que un rey. Somos todos oídos, padre.

—Está bien, John, está bien —respondió el alegre viejecito, tan atareado y tan contento que, realmente, resultaba encantador.

La lectura del Anciano me recordó las clases de la tía abuela del señor Wopsle, con la agradable particularidad de que parecía llegarnos a través del ojo de la cerradura. Como necesitaba tener las velas cerca, y como siempre estaba a punto de poner la cabeza o el periódico en contacto con la llama, requería más atención y cuidado que un polvorín. Pero Wemmick era tan infatigable como afectuoso en su vigilancia, y el Anciano iba leyendo, completamente ignorante de las muchas veces que su hijo le salvaba de abrasarse. Cada vez que nos dirigía una mirada todos expresábamos el mayor interés y asombro, y movíamos la cabeza hasta que proseguía la lectura.

Wemmick y la señorita Skiffins estaban sentados uno junto al otro, y desde mi rincón en la sombra observé un lento y gradual ensanchamiento de la boca del primero que sugería poderosamente un lento y gradual movimiento de su brazo para rodear la cintura de la señorita Skiffins. Con el tiempo vi aparecer su mano por el otro lado de la señorita Skiffins; pero en el mismo instante la señorita Skiffins la detuvo diestramente con su guante verde, desprendió el brazo de su cintura, como si se tratara de una prenda de vestir, y con la mayor calma lo depositó sobre la mesa. La serenidad de la señorita Skiffins era una de las cosas más notables que he visto, y si hubiera podido considerar compatible aquel acto con una completa abstracción, habría creído que lo realizaba maquinalmente.

Al poco rato noté que el brazo de Wemmick volvía a desaparecer lentamente. Poco después su boca empezó a ensancharse de nuevo. Tras un intervalo de expectación por mi parte, que se me hizo obsesionante y casi doloroso, vi aparecer su mano al otro lado de la señorita Skiffins. Instantáneamente la señorita Skiffins la detuvo con la limpieza de un plácido boxeador, se quitó aquel cíngulo o ceñidor como antes, y lo depositó sobre la mesa. Suponiendo que la mesa representara el camino de la virtud, puedo declarar que durante toda la lectura del Anciano, el brazo de Wemmick estuvo desviándose del camino de la virtud y siendo reconducido a él por la señorita Skiffins. El Anciano acabó por adormilarse en su lectura. Éste era el momento esperado por Wemmick para sacar una caldereta, una bandeja con vasos y una botella negra de tapón de corcho coronado por una porcelana que representaba una especie de dignatario eclesiástico de aspecto rubicundo y afable. Con la ayuda de todo ello, tomamos todos algo caliente, incluso el Anciano, que ya se había despabilado. La señorita Skiffins hizo la mezcla, y pude observar que ella y Wemmick bebían del mismo vaso.

Desde luego me abstuve de ofrecerme para acompañar a la señorita Skiffins a su casa, y dadas las circunstancias me pareció más conveniente retirarme el primero: lo cual hice después de despedirme cordialmente del Anciano y habiendo pasado una agradable velada.

Apenas una semana después recibí una nota de Wemmick, fechada en Walworth, manifestando que creía haber hecho algún progreso en el asunto relativo a nuestro plano personal y privado, y que tendría sumo gusto en que fuera a verle de nuevo para tratar de ello. Así, volví a Walworth una vez y otra, y otra, y tuve varias citas con él en la City; pero nunca hablamos del asunto ni en Little Britain ni en sus inmediaciones. Como resultado de todo ello encontramos un joven y digno comerciante o consignatario, recientemente establecido, a quien hacía falta capital, y a quien, con el tiempo y según aumentara el negocio, haría falta un socio. Él y yo firmamos documentos secretos que se referían a Herbert, y yo le pagué al contado la mitad de mis quinientas libras, y me comprometí a efectuar otros pagos, unos en fechas determinadas que coincidían con el cobro de mis rentas, y otros en función de la entrada en posesión de mi fortuna. El hermano de la señorita Skiffins llevó las negociaciones; Wemmick intervino en todo, pero nunca figuró en nada.

La cosa fue conducida con tanta habilidad que Herbert no tuvo la menor sospecha de que yo hubiera puesto la mano en ella. Nunca olvidaré la expresión radiante de su rostro cuando una tarde llegó a casa y me contó como noticia sensacional que había entrado en relación con un tal Clarriken (el nombre del joven consignatario) y que Clarriken le había mostrado una simpatía extraordinaria, y que creía que por fin iba a presentársele la esperada oportunidad. De día en día, a medida que sus esperanzas iban aumentando e iba animándose su rostro, me debió de creer un amigo más y más afectuoso, porque yo tenía las mayores dificultades para contener mis lágrimas de triunfo al verle tan feliz. Al fin, estando ya la cosa ultimada y habiendo él entrado aquel día a formar parte de la casa Clarriken, y después de haberme estado hablando toda una noche en un flujo de entusiasmo y de contento, lloré de veras al acostarme, pensando que mis expectativas habían sido de provecho para alguien.

Un gran acontecimiento de mi vida, el momento crucial de mi vida, aparece ahora a mi vista. Pero antes de proceder a su narración, y antes de pasar a todos los cambios que acarreó, he de dedicar un capítulo a Estella. No es consagrar demasiado al asunto que durante tanto tiempo llenó mi corazón.